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Full text of "Mis últimas tradiciones peruanas y Cachivachería"

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Mis  últimas  tradiciones 
peruanas  y  Cachivachería 

Ricardo  Palma 


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MIS  ÚLTIMAS  TRADICIONES  PERUANAS 


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MIS  ULTIMAS  TRAMCIONES 


PEÍ^URHAS 


GAQSCt'^AtíSESaitA 


POR. 


RICARDO  PALMA 

Correspondiente  de  las  Reales  Academias  Española  y  de  la 
Historia  y  Diredor  de  la  Biblioteca  Nacional  de  Lima 


BARCELONA 
CASA  EDITORIAL  MAUCCi 

CALLE  DE  MALLORCA,  166 


BUENOS  AIRES 
MAUCCI HERMANOS 

CALLE  CUYO,  1070 


1906 


166JÍI  ^    , 

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-••í^  Es  propiedad  de  la 
Casa  Editorial  Maucci 
de  Barcelona. 


Compuesto   en   máquina   TYPOGRAPH.— Barcelona. 


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:E>i>ia^oigiA.iv 

J^  Coleccionadas  en  cuatro  volúmeneSy  impresos  en 

Barcelona,  de  i8g3  á  i8g5,  las  amenas  Tradiciones 
que  tan  popular  han  hecho  en  América  y  España  el 
nombre  del  literato  peruano  don  Ricardo  Palma^ 
obtuvimos  su  aquiescencia  para  compilar  en  este  vo- 
lumen sus  escritos  del  género  tradicional  é  histórico 
posteriores  á  iSgS^  con  lo  cual  estamos  seguros  de 
haber  complacido  á  gran  número  de  lectores. 

Las  obras  del  señor  Palma ,  para  honra  suya,  no 
necesitan  ya  de  prólogos  encomiásticos.  No  obstan^ 
/e,  y  en  obsequio  á  los  pocos  que  desconozcan  la 
personalidad  literaria  del  autor^  reproducimos  el 
Juicio  que  y  en  i8g5,  apareció  en  el  4cD¡ar¡o  de  Bar- 
celona», en  lo  cual  tributamos  á  la  ve\  un  home^ 
naje  de  afecto  á  la  memoria  del  ilustre  periodista 
catalán  señor  Miquel  y  Badla^  otro  articulo  que 
apareció  en  la  prensa  española  de  ü^ueva  York  y 
otro  del  señor  bañados  Espinosa. 

El  Editor. 


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Ríe AR.DO  PALMA 


De  dos  grandes  escritores  modernos  puede  decirse  que  han 
sido  maestros  de  estilo  en  Hispano-América:— Juan  Montalvo 
y  RicAPDO  Palma.  El  uno  fué  todo  fuerza;  el  otro  es  todo  gracia; 
y  ambos  han  trabajado  primores  en  la  lengua  castellana.  Mon- 
talvo dejó  más  numerosa  familia  de  discípulos,  porque  enseñó 
la  expresión  viril  del  combate,  las  agrias  notas  del  despecho, 
la  risa  nerviosa  de  la  ironía  y  los  sublimes  acentos  de  la  ira, 
á  una  generación  ardiente,  ansiosa  de  luchar,  á  la  cual  hacía 
falta  el  rayo  de  la  palabra,  y  él  se  lo  envió  en  las  magníficas 
explosiones  de  su  olímpica  soberbia. 

Los  discípulos  de  Ricardo  Palma  son  más  escasos;  porque 
el  arte  que  él  enseña  es  más  difícil,  y  hay  que  venir  á  él  con 
diploma  de  suficiencia  firmado  de  puño  y  letra  de  la  Naturale- 
za misma.  Se  ha  de  nacer  con  genio  de  pintor  y  con  ingénita 
vis  cómica;  se  ha  de  saber  observar,  y  sentir  lo  que  se  obser- 
va; se  ha  de  poseer  la  facultad  eminentemente  artística  de 
usar  con  el  lado  débil  que  las  más  graves  cosas  humanas  tie- 
nen, por  donde  quien  graves  las  dispuso,  olvidóse  de  hacerlas 
invulnerables  á  la  riente  malicia  de  la  crítica. 

Dotado  así  el  pintor  de  costumbres,  viene  á  adiestrarle  el 
aprendizaje  del  dibujo  y  del  colorido,  eso  que  en  literatura 
se  llama  lenguaje  y  estilo. 


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10  RICARDO    PALMA 

Ricardo  Palma  ha  sido  periodista  batallador,  y  es  poeta  de 
ñequísima  vena;  pero  sobre  todos  esos  títulos  á  la  fama,  está 
el  que  le  ha  conquistado  el  don  soberano  de  la  originalidad, 
revelada  en  sus  admirables  Tradiciones.  En  este  género  no  tíene 
predecesores  ni  rivales.  Lo  encontró  por  una  revelación  de 
su  ingenio,  que  ansiaba  por  darse  un  campo  propio.  Allí  es- 
taban, sin  que  nadie  los  tocase,  los  empolvados  archivos;  por 
ahí  discurrían  las  populares  leyendas,  sin  que  nadie  se  dignara 
desprenderlas  de  los  labios  del  vulgo  para  ennoblecer  su  for- 
ma con  las  galas  del  lenguaje;  ahí  se  estaba  muerta  y  olvidada 
toda  una  época  brillante  ó  anecdótica,  •tciste  ó  festiva,  sangrien- 
ta ó  generosa,  con  sus  figura^  •elar^^sticas  y  sus  originales 
costumbres,  sin  que  á  nadie  se  le  ocurriese  abrir  el  viejo  ar- 
mario, sacudir  el  polvo,  .matí»r  fáijpolilJ^/yrsítéar  al  sol  toda 
esa  caterva  de  dominadores  con  sli  atíígafráda  parafernali^ 
colonial,  exponiéndolos  á  la  vista  de  las  nuevas  generaciones, 
para  que  con  tan  instructiva  y  amena  exhibición  recuerden, 
aprendan  y  sonrían. 

Ricardo  Palma  descubrió  el  filón,  lo  trabajó  con  el  pro- 
digioso instrumento  de  su  estilo,  y  á  todos  nos  ha  enriquecido 
con  el  oro  que  de  allí  sacara,  aventándolo  á  puñados  por  el 
campo  de  nuestra  literatura. 

Sus  cuadros  son  pinturas  vivas.  Contemplándolos  se  ponen 
delante  de  nuestra  retina  las  cosas,  los  hombres  y  los  tiempos 
que  ya  no  son.  En  ellos  desfíla  todo  un  siglo,  y  á  veces  se 
siente  discurrir  por  los  nervios  una  sensación  de  terror  re- 
trospectivo:—se  cree  uno  en  plena  colonia,  en  presencia  díe 
aquellos  temidos  y  rumbosos  virreyes,  de  aquellos  ceñudos  ca- 
pitanes y  de  aquellos  magistrados  atrabiliosos,  con  cara  de  ley 
marcial.  Por  fortuna,  el  gran  pintor,  que  adivina  nuestro  miedo 
pueril,  no  lo  deja  convertirse  en  temor  de  varón  fuerte,  y 
sonriendo  donosamente,  da  un  papirotazo  al  espantajo,  como 
diciéndonos:— «No  le  temáis,  que  es  una  excelente  persona.» 
Y  entonces  advierte  uno  que  el  artista  ha  estirado  un  tantico 
las  comisuras  de  las  bocas  severas,  y  que  ha  rebajado  no  poco 
la  ominosa  curva  de  las  ojivales  cejas,  con  lo  cual,  en  efecto, 
se  esparce  en  aquellos  rostros  vitandos  cierta  encantadora  hon- 
homie  que  invita  á  la  familiaridad  y  al  buen  humor. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  11 

En  cuanto  á  los  recursos  de  lenguaje  con  que  cuenta  Ricar- 
do Palma,  ¿se  quiere  saber  hasta  dónde  posee  él  y  domina  el 
idioma?  No  hay  más  que  darle  un  puñado  de  vocablos  reco- 
gidos en  el  arroyo,  los  más  prosaicos  y  ruines,  de  esos  que  el 
vulgo  encanalla  con  su  hablar  pedestre;  y  al  punto  se  verá 
cómo  el  mago  los  incrusta,  los  combina,  los  dignifica  y  les  da 
viso,  haciéndolos  entrar  en  su  debido  puesto  en  la  hermosa 
escala  de  tonos  de  una  frase  hábilmente  graduada  de  colores. 

Pero  ni  el  conocimiento  profundo  de  la  índole  y  artificios 
de  una  lengua,  ni  la  posesión  de  un  copioso  léxico  forman  por 
sí  solos  al  prosista  trascendente.  Se  necesita  algo  más,  es  indis- 
pensable aquello  que,  con  tanta  gracia  como  acierto,  nos  dice 
el  mismo  Palma  ser  preciso  para  escribir  buenos  versos: 


Forme  usted  líneas  de  medida  iguales, 
y  luego  en  fila  las  coloca  juntas 
poniendo  consonantes  en  las  puntas; 
—¿Y  en  el  medio?— ¿En  el  medio?  ¡Ese  es  el  cuento! 
Hay  que  poner  talento. 


Y  es  cabalmente  lo  que  él  pone,  en  el  medio  y  por  todas 
partes  de  sus  renglones  de  inimitable  prosa.  Lo  que  en  ella 
mejor  reluce  y  más  encanta,  no  es  la  palabra  escogida,  ni  la 
frase  bien  compuesta;  es  el  talento;  es  ese  polvillo  luminoso 
de  ideas  que  á  sus  escritos  abrillanta.  A  veces  el  estilo  de  Pal- 
ma parece  caer  en  una  sencillez  tan  ingenua,  que  las  jnedianías 
se  regocijan,  porqpie  se  imaginan  que  allí  sí  pueden  llegar 
ellas.  Pero  eso  no  es  sino  puro  espejismo  retórico.  De  sencillo 
no  hay  allí  más  que  la  apariencia.  Un  magistral  alarde  artístico 
es  lo  que  al  cabo  se  descubre  en  esas  formas  de  engañosa  na- 
turalidad, de  las  cuales,  una  vez  que  se  nos  ha  mostrado  el 
autor  como  el  atleta  en  descuidado  reposo,  vuelve  á  la  actitud 
estatuaria  por  im  giro  nuevo,  gallardo,  inesperado,  que  nos 
deja  suspensos. 

Ricardo  Palma  escribe  poco  por  ahora.  Se  ha  encariñado 
con  la  Bibhoteca  Nacional  de  Lima,  destruida  en  1881  por  las 


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12  RICARDO    PALMA 

tropas  chilenas,  y  á  la  cual  se  ha  propuesto  enriquecer.  En 
mientes  tiene  un  trabajo  que  habrá  de  ser  interesantísimo.  Su 
idea  es  escribir  las  monografías  de  los  literatos  españoles  á 
quienes  trató  de  cerca  en  Madrid,  cuando  aquel  su  glorioso 
paseo,  en  que  tantos  agasajos  recibiera  de  los  príncipes  de  las 
letras  castellanas.  Detiénele,  sin  embargo,  el  escrúpulo  de  pen- 
sar que,  en  esos  artículos,  habrá  por  fuerza  de  ir  algo  personal 
suyo.  Y  á  nuestro  ver,  esto  será  justamente  lo  que  haga  más 
valiosos  y  gratos  i>ara  la  América  semejantes  trabajos;  porque 
los  honores  rendidos  á  Palma  en  el  extranjero,  vienen  á  ser 
la  ratificación  insospechable  de  la  admiración  y  el  orgullo  que 
su  egregio  talento  ha  despertado  entre  sus  hermanos  en  la  raza. 


N.  BoLET  Pbraza. 


Nueva  York— 1894. 


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LITERATURA   PERUANA 


Recorrieado  con  la  imaginación  la  ya  larga  lista  de  los 
sudamericanos  sobresalientes  en  las  letras,  nos  hemos  dete- 
nido en  el  nombre  de  Ricardo  Palma,  cuya  celebridad  irradia 
sobre  el  continente  como  esas  estrellas  que  vemos  levantarse 
lentamente  hasta  sobreponerse  á  las  cumbres  y  ocupar  el  cénit. 

Nació  en  Lima,  capital  del  Perú,  en  1833,  y  por  consiguien- 
te, tiene  muchos  años  para  nuestro  anhelo,  que  se  le  retrata 
joven,  y  pocos  para  la  celebridad  que  ha  conquistado.  Nos 
gusta  el  verdor  para  los  escritores,  el  cielo  azul  para  los  poe- 
tas, y  el  arbusto  de  anchas  hojas  para  los  jardines.  Palma 
debería  tener  cuarenta  años,  y  como  nosotros  esperamos  vivir 
muchos  otros  más,  tendríamos  plazo  sobrado  para  compla- 
cemos en  nuevas  producciones  de  aquel  atildado  é  ingenioso 
escritor.  Pero  el  hecho  es  irremediable;  y  como  no  se  nos 
ha  agotado  el  gusto  por  las  viejas  leyendas,  vayase  lo  uno 
por  lo  otro. 

No  nos  sentimos  con  voluntad  de  decir  todo  lo  que  Ricardo 
Palma  es  y  ha  sido.  Al  recordar  los  gratos  momentos  que 
nos  ha  producido  la  lectura  de  sus  obras,  al  pensar  que  nues- 
tras impresiones  respecto  á  él  son  las  mismas  que  en  el  con- 
tinente americano,  y  aún  más  allá,  experimenta  todo  el  mundo, 


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14  BIOABDO   PALMA 

se  nos  ocurre  exclamar:  Ricardo  Palma  es  Ricardo  Palma, 
creyendo  haberlo  dicho  todo;  y  así  es  la  verdad.  Pero  el  tiem- 
po es  semejante  al  infinito.  Tras  un  gran  horizonte  hay  otro 
horizonte,  las  generaciones  se  suceden  como  las  olas,  las  ideas 
cambian,  el  lenguaje  se  modifica,  y  si  la  moral  permanece 
inmutable  en  su  esencia,  es  distinta  en  sus  aplicaciones.  Todo 
cede  al  movimiento  eterno  de  la  mole  y  del  átomo. 

De  aquí  la  necesidad  de  multiplicar  los  medios  de  remem- 
branza. No  pudiendo  vivir  en  la  eternidad,  procuramos  durar 
en  el  recuerdo  de  nuestros  sucesores.  Mayor  bien  para  ellos 
que  para  nosotros. 

Es  preciso,  pues,  decir  algo  sobre  Ricardo  Palma,  siquie- 
ra sea  para  que  el  eco  de  su  nombre  repercuta  en  la  memoria 
del  pueblo  venezolano. 

Una  estatua  que  á  las  márgenes  del  Rimac  dijese:  Ex  aere 
populus  memor  hoc  numen  inscripsit,  diría  mucho  más  que  una 
larga  biografía. 

Tal  vez  será;  pero,  si  no  fuere,  conste  que  alguien  lo  piensa. 

El  primer  libro  de  Palma  que  llegó  á  nuestras  manos  fué 
Tradiciones  Feruanaa.  ¿Tradiciones,  y  peruanas,  y  de  Ricardo 
Palma?  Pues  á  leer,  y  en  pocos  minutos  devoramos  veinte 
páginas.  Luego  advertimos  que  el  encanto  de  la  narración  nos 
arrebataba,  y  deslumhrados  con  las  chispas,  perdimos  el  dia- 
mante, y  volvimos  atrás.  Así  lo  hemos  leído  siempre. 

La  célebre  ciudad  de  Lima  nació  para  toda  especie  de  ma- 
ravillas. Juntáronse  allí  hombres  y  cosas,  institutos,  magistra- 
dos, ordenanzas  y  guerreros,  inspirados  por  el  espíritu  de  no- 
vedad. Almagro  y  Pizarro  son  prodigios.  Francisco  de  Car- 
vajal es  único  en  su  especie.  Los  virreyes,  los  prelados,  la 
nobleza,  el  pueblo,  las  creencias,  las  costumbres,  todo  eso  con- 
fundido lo  retrata  Palma  con  una  naturalidad  que  deja  de 
ser  copia  de  los  sucesos  para  convertirse  en  creación  suya. 
La  Venus  de  Milo  pudiera  ser  copiada;  pero  si  el  copista  le 
insuflase  el  aura  de  la  vida,  la  copia  seria  superior  al  original. 
Tal  sucede  con  las  Tradiciones  de  Palma. 

Leímos  después  un  tomito  titulado  El  Demonio  de  los  Andes, 
que   así  llamaron  á  don   Francisco  de   Carvajal,  maestre  de 


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MIS    ULTIMAS    TBADICIONES  15 

campo  de  Pizarro,  y  aquel  carácter  tan  difícil  par  la  multipli- 
cidad de  fases  que  la  rodean,  como  la  figura  geométrica  de 
luia  estrella,  lo  exhibe  Palma,  burlón,  cruel,  irónico,  en  diálo- 
gos cortos,  llenos  de  gracia,  siempre  nuevo  y  siempre  el  mismo. 
Las  víctimas  festejadas  así  en  presencia  del  verdugo  y  de  la 
cuerda,  debían  sentir  la  pérdida  de  la  vida  sin  el  horror  á 
la  muerte.  Por  lo  que  hace  al  lector,  embebido  en  la  escena, 
posesionado  de  las  costumbres  de  aquella  época  y  de  las  ne- 
cesidades de  aquella  guerra,  apenas  lamenta  que  la  obra  de 
la  civilización  exija  el  sacrificio  del  hombre  por  el  hombre, 
ya  la  emprenda  la  espada  del  guerrera,  ya  la  proclame  el  labio 
del  pastor  evangélico.  Al  contemplar  estos  hechos  tan  repe- 
tidos en  todos  los  períodos  de  la  Historia,  se  creería  que  la 
barbarie  es  indestructible,  y  que  á  ella  volverá  la  civilización 
recorridos  todos  los  círculos  concéntricos  que  trazaron  sus  idea- 
les. El  mimdo  entonces  habría  terminada  su  misión  providen- 
cial, y  quedaría  opaco  y  frío  como  la  luna.  Por  lo  que  hace 
á  sus  habitantes,  ¿para  qué  vive  quien  no  ama  ni  piensa? 

Que  se  nos  perdone  esta  digresión  con  que  pagamos  á  las 
víctimas  de  la  barbarie  su  sacrificio. 

Pero  nosotros  no  vemos  en  las  obras  de  Palma  al  escritor 
castizo,  al  narrador  elegante,  al  acusioso  analizador,  simple- 
mente: vemos  al  filósofo  que  juzga  sereno  de  los  hechos  y 
las  costumbres,  y  abarca  en  sus  juicios  á  todos  los  pueblos. 
La  savia  que  contienen  esos  juicios  nutre  el  entendimiento, 
eleva  el  espíritu,  hermosea  la  imaginación,  despierta  el  orgullo 
patrio,  y,  á  la  par  que  enseña,  encanta. 

Cuando  se  lee  á  Palma,  se  siente  uno  americana;  se  pasea' 
uno  orondo  desde   el   Desaguadero   hasta  la   Guayana,   desde  , 
el  Istmo  de  Panamá  hasta  la  Tierra  del  Fuego,  y  toma  por 
isuyos  los  acontecimientos  que  él  relata. 

Mas  dejar  en  el  tintero  los  aplausos  que  corresponden  al 
filósofo,  como  hablista  y  como  narrador,  no  sería  justo  ni 
siquiera  racional.  Si  Palma  sorprende  por  la  propiedad  de 
la  frase  y  del  epíteto,  admira  por  la  facilidad  y  la  fluidez  de 
la  narración.  Ni  aun  en  el  campo  ingrato  de  los  detalles  halla 
él  guijarros,  y  su  pluma  corre  veloz,  ya  desgranando  las  per- 
las del  collar,  ya  recogiéndolas  y  ensartándolas  de  nuevo. 


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16  RICARDO   PALMA 

Conoce  frases,  modismos  y  refranes  que  envidiaría  Valera; 
explica  lo  inexplicable  con  la  facilidad  de  Fray  Luis  de  Gra- 
nada; conversa  como  Bocaccio,  y  refiere  con  la  seriedad  y 
concisión  de  Salustio.  Siembra  máximas  sin  la  solemnidad  de 
Tácito,  pero  con  el  desgaire  filosófico  que  conviene  al  estilo  y 
al  asunto.  Es  un  prestidigitador  sin  cubilete  y  con  las  manos 
limpias. 

Su  espíritu  independiente  y  su  amor  á  los  principios  le 
han  ocasionado  penas  y  persecuciones  en  la  vida  pública.  Se 
le  tiene  por  huraño,  lo  cual  significa  que  no  se  rinde  á  ne- 
cios halagos,  ni  quiere  perder  su  tiempo  en  fútiles  devaneos. 
jAn!  si  quisiera  el  cielo  enviamos  irnos  pocos  de  esos  mons- 
truos, ¡qué  recreaciones  para  nuestra  amistad! 

Como  poeta,  basta  leer  sus  Armonías  y  Pasionarias  para  acor- 
darle los  resplandores  de  la  imaginación.  Versifica  con  faci- 
lidad, pinta  con  vivos  colores,  y  procura  copiar  su  zona  huyen- 
do los  epítetos  y  metáforas  usuales  para  saludar  el  aire,  la 
luz,  el  río  y  los  montes  de  su  patria. 

Ha  merecido  honores,  ¿y  cómo  no?  Las  Academias  Es- 
pañola de  la  Lengua  y  de  la  Historia  le  han  hecho  miembro 
correspondiente;  tuvo,  en  1892,  la  representación  de  su  patria 
en  el  Congreso  Americanista  de  la  Rábida;  los  poetas  y  los 
escritores  de  todos  los  pueblos  le  han  celebrado,  y  doquiera 
que  se  habla  el  idioma  de  Castilla,  se  holgarían  las  mejores 
plumas  de  imitarle,  si  fuese  accesible  á  la  palabra  la  luz  es- 
tética que  rodea  los  contornos  del  modelo. 

En  la  desastrosa  y  fratricida  guerra  que  el  genio  del  mal 
inflamara  entre  Chile  y  el  Perú,  perdió  Lima  su  preciosa  Bi- 
blioteca y  Palma  la  suya  personal.  Restablecida  la  paz,  fué 
nombrado  Bibliotecario,  lo  cual  quiere  decir  en  el  presente 
caso  colector  de  libros,  oneroso  cargo  que  exigía  las  fuerzas 
de  Atlante,  y  cuyo  éxito  nadie  se  hubiera  atrevido  á  vati- 
cinar. Palma  aceptó;  y  sin  duda  contaba  más  con  el  presti- 
gio de  su  nombre  que  con  sus  esfuerzos  materiales.  Ambos 
recursos  puso  en  juego,  y  á  poco  se  le  vio  levantar  estantes 
como  quien  levanta  monumentos. 

Con   este  último   testimonio  de  su   patriotismo  y   entusias- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  17 

mo  por  la  civilización,  Palma  puede  dormir  tranquilo  sobre 
sus  laureles. 

Y  aquí  ponemos  punto  á  este  esbozo,  que  hemos  escrito 
con  el  temor  del  caminante  que  viaja  por  alturas  y  mira  in- 
mensa y  lejana  la  última  cumbre. 

A  nosotros  no  nos  toca  ya  sino  exclamar  con  Metastasio: 
S^io  fosse  pittore,  ¡che  ricca  materia  al  mió  penettol 

1894— (Dé  "la  Revista  Ilustrada  de  Caracas). 


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EL  TBiDIGIOMTA  BIGABDO  PALMA 


¡Era  yo  casi  un  niño! 

Apasionado  por  las  bellas  letras  desde  los  albores  de  mi 
agitada  existencia,  cayó  en  mis  manos  un  bello  libro.  Leí  sus 
primeras  páginas,  y  me  quedé  como  extasiado  con  la  lectura 
de  una  de  sus  composiciones.  Todavía  parece  latir  en  mi  co- 
razón y  en  mis  recuerdos. 

Era  un  idilio  en  prosa.  Se  titulaba  El  hermano  de  Atahualpa^ 
y  su  autor  Ricardo  Palma.  Desde  mi  infancia  data,  pues,  mi 
simpatía  por  el  leyendisla  peruano. 

La  ola  revolucionaria  üie  ha  traído  proscrito  al  Perú,  y 
dádome  oportunidad  para  estrechar  la  mano  del  simpático  es- 
critor. 

Palma,  en  apariencias,  parece  hombre  de  pocos  amigos  y 
de  pocas  impresiones.  Pero  sondeadlo  un  poco  y  veréis  que 
tiene  pasiones  como  olas  el  mar  y  ternuras  como  miel  la 
palma.  Su  habitual  entrecejo  desaparece,  y  se  torna  en  hom- 
bre expansivo  y  afectuoso.   Es   un  agradable  canseur. 

Periodista,  escritor  castizo,  polemista  varonil,  historiador 
ameno,  poeta  fecundo  y  político  decepcionado,  Ricardo  Pal- 
ma ha  sido  muchas  cosas  en  su  tierra.  Le  ha  pasado  á  él  lo 


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20  RICARDO    PALMA 

que  sucede  á  casi  todos  los  hombres  de  ingenio  de  la  América 
española.  La  escasez  de  población,  la  falta  de  especialidades 
en  los  diversos  ramos  de  la  actividad  intelectual,  y  la  poca 
difusión  del  saber  humano  en  las  masas,  obliga  á  los  pueblos 
americanas  á  utilizar  á  sus  hombres  de  talento  en  varios  tra- 
bajos á  la  vez.  Es  un  enciclopedismo  impuesto  por  las  cir- 
cunstancias y  los   acontecimientos. 

He  aquí  el  por  qué  todo  escritor,  en  América,  es  simultá- 
neamente hombre  de  Estado,  político,  diplomático,  y  en  mu- 
chos casos  recibe  comisiones  incompatibles  con  su  carácter  y 
su  modo  de  ser. 

En  el  curso  de  su  existencia  no  parece  que  Palma  haya 
sido  del  todo  feliz.  En  su  fisonomía  se  lee  no  sé  qué  de  amar- 
ga melancolía,  y  en  su  conversación  se  nota  un  dejo  de  hiél, 
— de  aquella  de  que  no  se  libró  ni  el  Cristo. 

Ama  á  su  patria  con  todo  el  calor  que  dan  aunados  la 
inspiración,  el  deber,  la  cultura  y  el  convencimiento.  No  es 
raro  entonces  que,  de  vez  en  cuando,  lance  fuera  de  sí  el  re- 
balse de  dolor  que  le  producen  las  desgracias  de  su  país. 

Díganlo  sus  versos  á  San  Martín^  que  casi  motivaron  un 
conflicto   diplomático. 

¿Qué  más  noble  y  generoso  que  ello? 

La  patria  es  más  amada  por  los  que  tienen  mayor  talento, 
mayor  educación  y  mayor  moraUdad;  y  Palma  reúne  en  su 
brillante  personalidad  estos  brillantes  atributos. 

Como  que  la  patria  la  forman,  no  sólo  un  pedazo  de  tie- 
rra y  un  brazo  de  mar,  no  sólo  montañas  y  praderas,  ondas  de 
agua  y  de  luz,  ciudades  y  campos;  cosas  todas  estas  fáciles 
de  apreciar  por  los  sentidos  y  hasta  por  el  instinto.  La  for- 
man también  las  tradiciones,  la  cultura,  los  heroísmos,  los 
progresos  y  el  carácter  nacional.  Y  todo  esto  es  mejor  apre- 
ciado por  los  hombres  inteligentes   é  ilustrados. 

Palma  ha  conocido  el  destierro,  crisol  que  pone  á  prueba 
el  corazón,  que  fortifica  el  patriotismo,  y  que  arroja  á  las 
profundidades  del  pensamiento  claridades  que  permiten  cono- 
cer sus   arcanos. 

Es  un  obrero  laborioso  del  campo  de  las  letras. 

Ha  dado  á  luz  ocho  series  de  tradiciones,  varios  estudios 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  21 

críticos  y  bibliográficas,  diversas  investigaciones  históricas  y 
siete  ú   ocho  grupos  de  poesías. 

No  entra  en  mi  propósito  estudiar  al  poeta.  Admiro  la 
poesía,  la  leo  con  gusto,  y  viene  á  veces  á  mi  espíritu  como 
rocío  del  cielo  en  campo  eriazo;  pero,  seré  franco  al  confesar 
que  puedo  morirme  hoy  con  la  conciencia  de  no  dejar  tras  de 
mí  ni  un  miserable  dístico.  El  despotismo  de  la  rima  y  del 
ritmo,  de  hiatos  y  sinalefas,  me  han  hecho  siempre  el  efecto 
del  lecho  de  Procusto.  Respeto  á  los  que  aguantan  este  su- 
plicio por  esmaltar  con  más  elegancia  sus  sentimientos  y  sus 
emociones,  por  darles  vestidura  de  ángel,  y  por  producir  en 
el  alma  del  lector  fascinaciones  más  hondas;  pero  mi  carácter 
selvático  si  se  quiere,  dominado  por  irresistibles  expansiones 
de  independencia,  que  le  fastidian  desde  el  papel  con  líneas 
hasta  los  tinteros  pequeños,  y  que  admira  del  águila  más  su 
libertad  que  su,  plumaje,  como  del  león  más  su  individualis- 
mo instintivo  que  sus  saltos  majestuosos,  este  carácter,  digo, 
no  puede  soportar  esa  sublime  ociosidad  que  se  llama  ver- 
sificación. 

Teniendo  este  carácter  y  tal  educación,  eludo  en  lo  posible 
criticar   versos. 

Me  quedaré  con  la  prosa. 


II 


Cualesquiera  que  sean  las  opiniones  que  se  tengan  acerca 
de  las  méritos  literarios  de  Ricardo  Palma,  hay  algo  que  so- 
brevivirá y  flotará  en  la  superficie,  mal  que  pese  á  sus  crí- 
ticos malignos  y  al  diente  afilado  de  la  envidia:  la  origina- 
lidad como  tradicionista. 

Es  el  creador  de  este  género  de  composiciones,  y  nadie 
puede  arrebatarle  el  mérito  que  le  corresponde  como  á  jefe 
de  escuela. 

¿Qué  es  una  tradición? 


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22  '      RICARDO    PALMA 

No  es  historia  y  es  historia;  no  es  verdad  ni  es  mentira; 
no  es  imaginación  ni  es  realidad. 

Esta  síntesis  tiene  los  caracteres  de  una  paradoja;  pero, 
ese  es  el  hecho  y  esa  es  la  verdad. 

La  tradición  tiene  un  punto  de  arranque  que  es  verídico. 
El  círculo,  cuyo  centro  es  un  hecho  cierto  y  cuyos  radios,  y 
hasta  la  circimferencia,  son  ó  hijos  de  la  fantasía,  ó  exagera- 
ciones de  la  imaginación  popular,  ó  creaciones  del  artista. 

Un  tradicionista,  según  la  escuela  de  Palma,  viene  á  la 
larga  á  convertirse  en  narrador  de  lo  que  dice  el  Gran  Galeo- 
to   que   pinta   Echegaray   con   tan   magníficos  arrebatos. 

Un  hombre  lanza  una  especie  que  tiene  sus  dosis  y  colo- 
rido de  verdad  en  el  turbio  océano  en  que  agítase  una  so- 
ciedad. El  chisme  crece  como  los  anillos  que  se  desarrollan 
en  torno  de  un  cuerpo  pesado  que  cae  en  el  agua  mansa. 
La  malignidad  se  apodera  del  dicercy  lo  multiplica,  lo  dilata, 
como  si  fuera  de  elástico,  y  al  fin,  la  molécula  es  montaña 
y  la  chispa  hoguera. 

De  este  modo  es  como  el  acto  hxmíano  viene  á  convertirse, 
al  pasar  por  el  tamiz  de  la  sospecha  y  de  la  malignidad, 
de  la  superstición  y  de  la  fantasía  po-pular,  en  el  vértice  de 
gran  cubo.  Es  verdad  el  punto  inicial;  es  mentira  lo  demás. 

He  aquí,  en  el  fondo,  la  tradición. 

Palma  ha  formado  escuela,  y  muchos  escritores  han  que- 
rido imitarlo.  Algunos  con  éxito;  otros  desnaturalizando  el  gé- 
nero literario.  Así,  sólo  en  Chile,  conozco  más  de  diez  lite- 
ratos que  han  cultivado  esta  clase  de  trabajos.— Miguel  Luis 
Amunátegui  ha  pubUcado  un  volumen  con  el  nombre  de  Na- 
rraciones; Benjamín  Vicuña  Mackenna  ha  reunido  diversos  es- 
tudios con  iguales  tendencias;  Manuel  Concha  ha  dado  á  luz 
sus  Tradiciones  Serenenses;  y  al  oído,  y  hasta  con  cierto  pudor, 
diré  al  lector  que,  en  mis  mocedades,  también  he  publicado 
algunas  leyendas  que  pertenecen  á  esa  misma  familia  literaria. 

Las  ocho  series  de  Tradiciones  de  Palma  se  me  imaginan 
las  obras  sueltas  de  un  solo  libro,  las  partes  de  un  solo  todo. 
Reuniéndolas  en  un  conjunto,  constituyen  la  vida  social  del 
Perú  durante  la  colonia. 

Todas,  y  cada  una  de  ellas,  narran  algún  rasgo  de  la  filo- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  23 

sofía  colonial,  ó  describen  algún  hábito,  alguna  superstición, 
algún  distintivo  característico  del  modo  de  ser  social,  polí- 
tico y  religioso  de  aquella  edad  media  de  la  Historia  ame- 
ricana. 

Encuentro,  pues,  cierta  unidad  en  el  fondo  de  las  tradicio- 
nes de  Palma. 

Nada  se  ha  escapado  á  su  escalpelo  de  crítico.  Desde  las 
travesuras  de  algún  virrey  hasta  los  crímenes  de  algún  con- 
quistador; desde  las  desgracias  que  asolaron  en  su  agonía  el 
imperio  de  los  Incas,  hasta  los  amores  de  algún  oidor;  desde 
las  torturas  inquisitoriales,  hasta  las  furias  de  los  capítulos 
de  frailes;  desde  las  supersticiones  del  fanatismo,  hasta  las 
candideces  de  la  ignorancia;  desde  los  caprichos  de  encanta- 
doras limeñas,  hasta  las  sonseras  de  sus  Romeos;  todo,  todo 
lo  pinta  con  gracia,  con  sal  ática,  con  cierto  sabor  de  la  épo- 
ca, con  maliciosa  imparcialidad,  con  una  mezcla  de  pesimis- 
mo de  filósofo  y  de  candor  de  niño. 


III 


El  material  que  con  predilección  ha  servido  á  las  tradi- 
ciortes  de  Palma,  es  la  historia  de  la  dominación  española 
en  América. 

En  el  Perú  se  puede  dividir  esta  época  en  dos  períodos 
claramente  caracterizados:  el  de  la  conquista  y  el  de  la  co- 
lonia. 

La  conquista  tiene  todos  los  encantos  de  un  poema  épico. 
Es  una  lucha  de  titanes. 

Cuando  uno  ve  á  Hernán  Cortés  quemando  sus  naves,  an- 
tes de  emprender  su  marcha  contra  los  millones  de  soldados 
que  defendían  el  imperio  de  Moctezuma;  á  Francisco  Piza- 
rro  perdido  en  la  isla  del  Gallo  con  sólo  un  puñado  de  va- 
lientes, y  esperando  recursos  para  adueñarse  del  trono  de  los 
hijos   del   Sol;   á   Diego   de   Almagro   cruzando   centenares  de 


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24 


RICARDO    PALMA 


leguas,  entre  los  arenales  de  desiertos  salvajes  y  cordilleras 
inhospitalarias  para  descubrir  á  Chile;  á  Vasco  Núñez  de  Bal- 
boa, sepultándose  hasta  el  pecho  en  el  mar  Pacífico,  en  señal 
de  posesión  y  dominio;  y  á  tantos  otros  adalides,  cuyas  ac- 
ciones, propias  de  la  leyenda,  parecen  fabulosas,  no  obstante 
su  veracidad  histórica;  cuando  se  contemplan  tales  heroísmos, 
es  imposible  no  sentirse  orgulloso  de  ser  hombre;  y  es  im- 
posible no  sentirse  entregado  á  los  entusiasmos  de  la  inspi- 
ración. 

Se  concluye  la  conquista  y  comienza  la  colonia;  y  enton- 
ces, adiós  valentías,  adiós  grandezas  del  corazón,  adiós  actos 
de  epopeya,  y  adiós  distintivos  de  una  gran  raza. 

Estudiar  la  historia  de  la  colonia  me  hace  el  efecto  de 
visitar,  como  Hamlet,  un  cementerio.  ¡Qué  vida  tan  muerta! 
Aquella  sociedad  parecía  vivir  como  sepultada  en  un  abismo 
de  brumas  y  de  tinieblas. 

Unas  cuantas  procesiones,  autos  de  fe,  la  llegada  de  algún 
nuevo  virrey,  la  presencia  de  corsarios,  la  muerte  de  algún 
obispo,  el  cambio  de  algún  príncipe  en  España,  algún  rui- 
doso capítulo  de  monjas  ó  de  frailes: —he  aquí  todo  lo  que 
solía  conmover  aquel  marasmo,  y  agitar  aquel  mar  muerto. 

Cuentan  los  marinos  que  existe  en  el  Atlántico  un  gran 
espacio  de  Océano  nxmca  visitado  por  las  frescas  corrientes 
que  van  y  vienen  del  Polo  y  del  Ecuador.  Aquella  zona  líqui- 
da parece  estar  petrificada.  Es  un  desierto  marino.  Ni  una 
ave  vuela  por  el  horizonte,  ni  un  pez  puebla  sus  honduras, 
y  apenas  si  las  tempestades   cruzan  sus   olas  incoloras. 

He  aquí  la  imagen  de  la  vida  colonial  en  la  América  espa- 
ñola. 

Ni  prensa,  ni  meeting^  ni  asambleas  populares,  ni  tribuna 
que  arde,  ni  libros  que  ilustren,  ni  hombres  que  maldigan, 
ni  siquiera  crímenes  ruidosos. 

Allí  no  había  almas  de  Mirabeau,  ni  siquiera  de  Masa- 
niello. 

Esta  época  es  la  que  ha  servido  de  base  á  las  Tradiciones 
de  Ricardo  Palma. 

De  aquí  el  por  qué  al  leerlas  le  parece  á  uno  escuchar  rui- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  25 

do  de  cadenas,  ayes  de  esclavos,  estertores  de  brutal  servi- 
lismo. 

No  siendo  el  tema  de  mucho  interés  histórico  y  humani- 
tario, es  evidente  que  tiene  que  arrojar  sobre  las  tradiciones 
algo  de  esa  misma  pobreza  de  hechos,  de  enseñanzas,  de  lec- 
ciones y  de  resplandores. 

Sólo  el  inagotable  ingenio  de  Palma  y  su  facundia  de  lite- 
rato pueden  despertar  la  atención  sobre  tanto  harapo,  tanta 
miseria,  tanta  insulsez  y  tanta  vaciedad. 

Este  es  uno  de  los  méritos   principales  de  Palma. 

Ha  tenido  que  gastar  mucho  talento  para  hacer  brillar  co- 
mo diamante  lo  que  es  arcilla. 

Su  estila,  rico  en  variedades  de  tono,  en  gracia  y  en  des- 
tellos de  ingenio,  hace  parecer  á  la  vista  muchos  actos  de 
la  colonia  como  el  asno  que  pinta  Iriarte;  oro  y  pedrería 
por  fuera,  y  matadura  por  dentro. 

Ricardo  Palma  ha  necesitado  para  escribir  sus  tradiciones 
un  gran  acopio  de  datos,  de  documentos,  de  manuscritos  y 
de  investigaciones.  En  consecuencia,  ha  necesitado  también  un 
desgaste  exagerado  de  labor,  de  estudio  y  de  contracción. 

Es  necesario  haberse  ocupado  en  deletrear  papeles  viejos 
para  apreciar  el  sacrificio  y  el  mérito.  Aquellos  dociunentos, 
que  parecen  exhumaciones  sepulcrales,  son  á  veces  geroglí- 
ficos  casi  indescifrables. 

Sólo  la  paciente  investigación  del  historiador  consigue  ven- 
cer los  desastres  de  la  polilla  y  del  tiempo. 

Rara  es  la  tradición  que  no  signifique  esfuerzo  de  análisis 
6   que   no  haya  requerido   un   estudio   histórico. 

Soy  el  primero  en  ponderar  el  ingenio  y  la  gracia  de  Pal- 
ma para  adornar  sus  trabajos;  pero  siento  que  su  admiración 
por  el  clasicismo  español,  que  su  amor  á  la  antigua  habla  de 
Castilla,  y  que  su  respeto  exagerado  á  la  Academia,  lo  hayan 
impulsado  á  adoptar  un  estilo  más  de  escritor  del  siglo  xvii, 
■que  del   siglo  xix  con  intenciones  del  siglo  xx. 

El  anhelo  de  escribir  todo  lo  que  se  sabe  y  el  hábito  de 
querer  lo  que  se  cultiva,  ha  hecho,  á  veces,  que  Ricardo  Palma 
haya  dado  formas  de  tradición  á  fruslerías  y  chismecillos  que 


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26  RICARDO    PALMA 

son  á  las  verdaderas  tradiciones  lo   que  las  migajas  al  pan. 

Este  defecto  tiene  por  disculpa  la  de  que  todo  lo  que  se 
estudia  mucho,  apasiona,  y  la  pasión  engrandece  el  objeto  ama- 
do y  hace  mirar  lo  que  se  adora  con  vidrios  de  aumento. 

¿Qué  Romeo  enamorado  le  encuentra  defectos  á  su  Ju- 
lieta? 

Al  lado  de  estos  pequeños  deslices  y  ligeros  lunares,  más 
de  escuela  que  de  mal  gusto,  tengo  un  cargo  serio  que  hacer 
á  Palma. 

¿Cómo  usted,  señor  Palma,  profundo  conocedor  de  la  his- 
toria del  Perú,  hábil  publicista,  escritor  de  fuste,  hombre  que 
ha  manejado  á  fondo  archivos  y  bibliotecas,  narrador  de  cuan- 
to se  decía  por  entre  los  bastidores  de  la  colonia,  apasionado 
por  el  estudio  laborioso,  se  ha  contentado  con  probar  que 
sabe  la  historia  de  su  patria,  y  no  ha  intentado  escribirla, 
como  era  de  su  deber,  y  como  ha  podido  y  puede  hacerlo? 

Este  es  un  cargo  que  le  hago  como  americano  y  como  hom- 
bre que  quiere  al  Perú  con  toda  la  sinceridad  de  un  corazón 
agradecido. 

Y  ya  que  hablo  de  Palma  como  hombre  de  letras  y  como 
hombre  de  estudio,  permítaseme  rendir  cariñoso  homenaje  á 
una  de  sus  obras  que  deben  comprometer  la  gratitud  nacio- 
nal: me  refiero  á  la  organización  y  casi  creación  de  la  Bi- 
blioteca. 

En  esto  ha  demostrado,  con  rara  elocuencia,  que  su  amor 
á  la  patria  es  inseparable  de  su  amor  á  las  letras. 

Prueba  con  ello  que  es  un  peruano  á  las  derechas,  que  es 
sacerdote  de  las  bellas  letras,  que  es  apóstol  que  ama  la  ver- 
dad y  la  irradia,  y  que  anida  espíritu  bastante  generoso  y 
poco  egoísta  para  contribuir,  con  todo  su  empeño  y  anhe- 
los, á  la  difusión  de  las  luces  y  á  la  ilustración  de  sus  con- 
ciudadanos. 

¡Mil  aplausos  por  tan  noble  abnegación! 

Ricardo  Palma  puede  y  debe  completar  su  fecunda  obra 
literaria. 

Ya  que  se  ha  despedido  de  las  Tradiciones,  empuñe  la  pluma 
del   historiador  y  cultive  aquel  nobilísimo   arte  que  inmorta- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  27 

lizaron  Tucídides  y  Tácito  en  la  antigüedad,  Gibbon  y  Thie- 
rry  en  la  época  moderna,  sin  contar  cien  otros,  verdaderos  pon- 
tífices de  la  inteligencia  humana. 

Julio  Ba5:ados  Espinosa. 
Lima— 1891. 


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VFvr  cr^io£o  o^ítiqo 


UN  LIBRO  AMERICANO 


Son  las  Tradiciones  peruanas  libro  que  todo  esi>añol  leerá  con 
gusto.  Ricardo  Palma,  su  autor,  que  figura  merecidamente  en- 
tre los  primeros  literatos  de  la  América  Meridional,  es  hom- 
bre de  agudo  ingenio,  de  claro  criterio  y,  contra  lo  que  suele 
ocurrir  en  muchos  de  los  escritores  de  aquellos  países,  nada 
injurioso  al  larguísimo  período  en  que  los  gobernaron  los  es- 
pañoles. La  escuela  liberal  puso,  y  pone  todavía,  empeño  en 
pintar  la  dominación  española  en  Indias,  como  un  tejido  de 
arbitrariedades,  de  crueldades  y  de  toda  suerte  de  tropelías, 
afirmando  que  allí  dominó  siempre  el  más  ciego  fanatismo  y 
que  se  trató  á  los  indios  con  el  rigor  más  extremado,  no  dic- 
tándose pragmática  alguna  que  no  fuese  en  contra  suya  y  en 
provecho  material  de  los  conquistadores  y  de  los  virreyes  en- 
viados por  los  monarcas  de  España.  La  escuela  á  que  nos 
referimos,  en  éste  y  en  otros  varios  casos,  ha  falseado  de  in- 
tento la  Historia,  suponiendo  que  actos  de  justicia,  nada  blandos 
en  verdad,  los  ejecutaban  exclusivamente  aquellos  gobernantes 
y  los  oidores,  alcaldes  de  corte  y  demás  empleados  españoles, 
cuando  en  realidad  de  verdad,  la  justicia  se  administraba  con 
idénticos  procedimientos,  así  en  las  Américas  españolas  como 


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30  RICARDO    PALMA 

en  las  naciones  de  Europa,  incluso  aquellas  en  que  dominaba 
ya  el  protestantismo,  mirado  siempre  con  buenos  ojos  por  los 
historiadores  de  aquel  fuste. 

Ricardo  Palma  no  cae  en  semejantes  vulgaridades.  Director 
de  la  Biblioteca  Nacional  de  Lima,  Correspondiente  de  las  Rea- 
les Academias  Española  y  de  la  Historia  de  Madrid,  Comenda- 
dor en  la  orden  de  Isabel  la  Católica,  tiene  por  afición  predi- 
lecta la  de  registrar  rancios  volúmenes  y  singularmente  ma- 
nuscritos,  y  de  esta  labor  ha  sacado  el  considerable  caudal 
de  noticias  históricas  que  se  encuentran  en  sus  Tradiciones  pe- 
ruanas. Pues  bien,  este  estudio  le  habrá  enseñado  que  muchos 
de  los  virreyes  enviados  por  los  monarcas  de  España  á  go- 
bernar el  Perú,  sembraron  allí  bienes,  gobernando  de  un  modo 
paternal  á  los  subditos  y  poniendo  no  pocos  especial  atención 
en  amparar  á  los  indios,  cosa  que  no  han  hecho,  antes  al  con- 
trario, los  dominadores  contemporáneos  de  las  regiones  sep- 
tentrionales en  el  propio  Continente,  á  pesar  de  titularse  lible- 
rales  y  archiliberales,  filántropos  y  muy  amigos  del  género  hu- 
mano en  todas  sus  razas.  Esto  mismo  hace  notar  Ricardo  Palma 
en  diversos  pasajes  de  su  obra.  Así,  hablando,  en  la  tradición 
El  Peje  Chico,  del  quinto  virrey  del  Perú,  el  excelentísimo  señor 
don  Francisco  de  Toledo,  dice:  «Tuvo  indudablemente  dotes 
»de  gran  político,  y  á  él  debió  en  mucho  España  el  afianza- 
» miento  de  su  dominio  en  los  pueblos  conquistados  por  Pizarro 
y  Almagro».— «Después  de  una  visita  por  el  virreinato— añade 
»— en  la  que  gastó  cinco  años,^  se  contrajo  á  legislar  con  pleno 
» conocimiento  de  las  necesidades  públicas  y  del  carácter  de 
»sus  subditos.  Las  famosas  ordenanzas  del  virrey  Toledo  son  hoy 
»mismo  apreciadas  como  un  monumento  de  buen  gobierno. 
»A  la  sombra  de  ellas,  los  hasta  entonces  oprimidos  indios, 
» empezaron  á  disfrutar  de  algunas  franquicias,  y  el  virrey  se 
^hizo  para  ellos  más  querido  que  los  indiófilos  de  nuestros 
•asendereados  tiempos  de  república  constitucional.» 

De  parecida  manera  se  ocupa  en  el  gobierno  del  duodécimo 
virrey  don  Francisco  de  Borja  y  Aragón,  príncipe  de  Esqui- 
lache  y  conde  de  Mayalde,  quien  entró  en  Lima  en  diciembrie 
de  1614.  Su  primera  atención  se  cifró  en  crear  una  escuadra 
y  fortificar  el  puerto,  con  lo  cual  tuvo  á  raya  á  los  filibuste- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  31 

ros,  azote  en  el  siglo  xvii  de  nuestras  posesiones  de  Indias. 
«Calmadas  las  zozobras  que  inspiraban  los  amagos  filibusteros, 
»don  Francisco  se  contrajo  al  arreglo  de  la  hacienda  pública, 
adietó  sabias  ordenanzas  para  los  minerales  de  Potosí  y  Huan- 
»cavelica,  y  en  20  de  diciembre  de  1619  erigió  el  tribunal  del 
» Consulado  de  Comercio.  Hombre  de  letras,  creó  el  famoso 
> Colegio  del  Príncipe,  para  educación  de  los  hijos  de  caciques, 
»y  no  permitió  la  representación  de  comedias  ni  autos  sacra- 
> mentales  que  no  hubieran  pasado  por  su  censura.  Deber  del 
»que  gobierna — decía—es  ser  solícito  para  que  no  se  pervierta 
»cl  gusto.  La  censura  que  ejercía  el  príncipe  de  Esquilache  era 
» puramente  literaria,  y  á  f e  que  el  juez  no  podía  ser  más  au- 
»torizado.» 

¡Un  virrey  que  funda  un  colegio  i>ara  la  educación  de  los 
hijos  de  caciques!  ¿Cuándo  han  hecho  cosa  igual,  ni  siquiera 
parecida,  ni  aún  de  lejos,  los  norteamericanos?  ¿Han  pensa- 
do jamás  en  dispensar  protección  semejante  á  los  hijos  de  los 
jefes  de  aquellos  pieles  rojas  á  quienes,  muy  al  revés,  han 
perseguido  á  sangre  y  fuego?  Se  dirá  que  si  el  príncipe  de 
Esquilache  fundó  el  colegio,  llevaba  el  propósito,  al  verificarlo, 
de  que  los  hijos  de  los  caciques  se  instruyesen  en  la  religión 
católica.  Es  cierto,  sin  disputa,  porque  la  colonización  del  Perú, 
de  Chile,  de  México  y  de  todos  los  reinos  de  la  América  Meri- 
dional y  Central,  no  la  llevaron  á  cabo  ateos  y  racionalistas, 
sino  creyentes,  católicos  que  en  primer  término  deseaban  ga- 
nar almas  para  el  cielo,  sacando  á  los  indios  de  las  tinieblas 
de  la  idolatría  y  librándolos  al  propio  tiempo  de  las  bárbaras 
costumbres  que  existían  en  sus  respectivas  comarcas.  No  fueron 
el  dinero  y  el  comercio  exclusivamente  los  que  llevaron  á  los 
españoles  á  las  Indias,  sino  miras  más  levantadas,  como  lo 
prueban  las  leyes  dictadas  para  aquellos  países  y  la  conducta 
misma  de  los  principales  virreyes.  No  pretendemos  afirmar, 
ni  mucho  menos,  que  en  repetidas  ocasiones  la  codicia  y  la 
sed  de  oro  no  prevaleciesen  sobre  |el  desinterés,  la  liberalidad 
y  acaso  la  misma  justicia.  Hombres  eran  al  fin  y  al  cabo  los 
virreyes,  hombres  al  fin  cuantos  debían  secundarlos  en  el  go- 
bierno del  virreinato,  y  por  consiguiente  no  es  de  extrañar 
que  en  sus  anales  se  encuentre,  de  vez  en  cuando,  míseras  pasio- 


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32  RICARDO   PALMA 

nes  humanas  que  se  sobreponen  á  las  virtudes  del  gobernante, 
del  magistrado,  del  militar,  conforme  aparece  en  algunas  na- 
rraciones de  Palma.  Estas  mismas  miserias  sé  encontraban  por 
el  primer  tiempo  en  España;  y  otro  tanto  ocurría,  tal  vez  con 
creces,  en  Francia,  Holanda,  Inglaterra,  países  que  blasonaban 
entonces,  como  ahora,  de  ir  al  frente  de  la  civilización.  La 
verdad  es  que  leyendo  el  libro  de  que  hablamos,  en  medio 
de  los  toques  de  claro  obscuro  que  pone  el  autor,  ve  el  leyente 
con  claridad  manifiesta  que  el  Perú  estuvo  en  lo  general  bien 
gobernado,  durante  los  virreyes,  pwr  varones  como  lo$  citados, 
y  otros  varios  hasta  don  Joaquín  de  la  Pezuela,  trigésimonono 
virrey  del  Perú,  y  el  último,  á  juicio  de  Ricardo  Palma;  porque 
el  cuadragésimo,  don  José  de  la  Serna,  fué  sólo  un  «virrey  de 
» motín,  un  virrey  sin  fausto  ni  cortesanos,  que  no  fué  siquiera 
«festejado  con  toros,  comedias,  ni  certamen  universitario;  un 
»\'irrey  que,  estirando  la  cuerda,  sólo  alcanzó  á  habitar  cinco- 
»meses  en  palacio,  como  huésped  y  con  la  maleta  siempre  lista 
»para  cambiar  de  posada;  un  virrey  que  vivió  luego  á  salta 
»de  mata  para  caer  como  un  pelele  en  Ayacucho;  un  virrey,  en 
»fin,  prosaico,  sin  historia  ni  aventuras.» 

Numerosas  son  las  tradiciones  escritas  y  recopiladas  por  Ri- 
cardo Palma  que  pregonan  la  munificencia  y  el  fausto  de  los. 
españoles,  y  en  especial  de  sus  virreyies,  sintetizados  en  las 
soberanas  fábricas  que  levantaron  en  Lima,  dedicadas  á  va- 
riadísimos fines,  y  algunas  de  las  cuales  se  mantienen  en  pie 
todavía  desafiando  la  pesadumbre  del  tiempo,  y  más  aún  la 
mano  destructora  de  los  hombres,  que  ha  descargado  repenti- 
namente sobre  la  ciudad  de  los  Reyes  en  revoluciones,  pro- 
nunciamientos, guerras  fratricidas,  motines  y  asonadas,  en  los- 
cuales  ha  corrido  abundantemente  por  sus  calles  y  plazas  la 
sangre  peruana.  Los  recuerdos  de  grandeza  arrancan  en  Lima 
de  siglos  pasados,  y  por  lo  tanto  de  la  época  de  los  virreyes 
y  de  la  dominación  española;  y  estos  recuerdos  conservan  toda- 
vía para  aquella  ciudad  la  aureola  de  que  se  encuentra  rodeada. 
Así  lo  reconoce  el  escritor  guatemalteco  Rubén  Darío,  cuanda 
en  una  interesante  semblanza  ó  fotograbado^  como  lo  llama,  de 
Ricardo  Palma,  exclama:  «Flota  aún  sobre  Lima  algo  del  buea 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  33 

tiempo  viejo,  de  la  época  colonial».  Este  algo  lo  ha  recogido 
hábilmente  Ricardo  Palma  y  lo  ha  puesto  en  sus  Tradiciones^ 
conforme  veremos,  Dios  mediante,  en  un  próximo  artículo. 


II 


Decíamos  al  cerrar  el  anterior  artículo  que  Ricardo  Palma 
había  recogido  hábilmente  en  sus  Tradiciones  aquel  «algo  del 
buen  tiempo  viejo  y  de  la  época  colonial»,  de  que  hablaba 
Rubén  Darío;  y  para  convencerse  de  cuan  en  lo  cierto  esta- 
mos, basta  abrir  por  cualquiera  de  sus  páginas  alguno  de  los 
volúmenes  de  la  colección.  Por  supuesto,  se  nos  dirá,  que  con 
llamar  tradiciones  á  las  historietas  y  cuentos  de  que  tratamos, 
se  da  pK)r  supuesto  que  el  tiempo  viejo  ha  de  desempicñar  en 
ellas  papel  importantísimo.  Mas,  no  basta  sólo  con  querer  en- 
contrai'  el  colorido  de  época  para  que  resulte  tal  en  los  cuen- 
tos, novelas  y  cuadros  históricos.  Una  cosa  es  desearlo  y  otra 
conseguirlo.  Ricardo  Palma  lo  ha  logrado,  en  realidad  de  ver- 
dad, y  esto  constituye  uno  de  los  capitales  encantos  de  sus  Tra- 
diciones. Revive  en  ellas  la  grandiosa  capital  Lima;  reviven  el 
Cuzco  y  otras  poblaciones;  reviven  las  minas  famosas  que  pro- 
porcionaron á  montones  la  plata  y  el  oro;  reviven  las  figuras 
de  los  más  célebres  virreyes,  y  con  ellos  las  corporaciones  de 
más  campanillas  que  se  contaban  en  la  rica  ciudad  de  los  Re- 
yes; y  por  íln,  al  amparo  de  la  pluma  del  escritor,  cobran  vida 
todas  las  gentes  que  la  poblaron,  desde  la  conquista  hasta  la 
época  en  que  el  Perú  (como  las  demás  colonias  del  sur  de 
América)  se  emancipara  de  la  madre  patria. 

Leyendo  algunas  de  las  narraciones  contenidas  en  la  obra  de 
Ricardo  Palma,  se  imagina  frecuentemente  el  lector  que,  en 
lugar  de  encontrarse  en  América,  se  halla  en  alguna  de  las 
ciudades  populosas  de  España,  en  los  siglos  xvi  y  xvii.  Débese 
esto  á  que  las  gentes  y  las  costumbres  que  salen  en  aquellas 

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34  RICARDO    PALMA 

narraciones  seminovelescas,  semihistóricas,  sean  por  lo  común 
genuinamente  españolas,  viéndose  con  esto  hasta  qué  punto 
el  espíritu  español,  y  particularmente  el  espíritu  castellano,  pe- 
netró en  aquellas  regiones,  y  cuan  numerosos  fueron  los  pe- 
ninsulares que  acudieron  á  las  minas,  ó  para  desempeñar  pin- 
gües cargos  en  la  Administración,  ó  para  dedicarse  al  comercio 
y  buscar  en  las  minas  y  en  el  negocio  de  metales  la  manera 
de  hacerse  prontamente  ricos.  Las  aventuras  que  allá  por  los 
siglos  XVI  á  XVII  ocurrían  en  las  calles  y  callejas  de  Madrid, 
Sevilla  y  Granada  por  asuntos  de  faldas;  las  cuchilladas  que 
se  daban  y  se  recibían  por  idénticos  motivos;  las  venganzas 
por  celos  ó  por  el  amor  propio  ofendido  de  una  dama  despre- 
ciada; las  tapadas  que  salían  de  sus  casas  á  hurtadillas,  cuando 
las  calles  se  hallaban  sólo  tibiamente  alumbradas  por  la  morte- 
cina luz  del  farol  colocado  ante  devota  imagen;  las  procesio- 
nes suntuosas  y  los  mismos  autos  de  fe  por  el  Santo  Tribu- 
nal de  la  Inquisición,  eran  sucesos  frecuentísimos,  así  en  las 
citadas  ciudades  y  otras  de  Esi>aña,  como  en  la  capital  del 
Perú,  con  iguales  riesgos,  con  idénticos  incidentes,  con  per- 
files semejantes  en  todo  en  ambos  continentes,  el  vi'ejo  y  el 
nuevo.  Por  algo,  y  aún  algos,  se  diferenciaban  á  veces,  ya  que, 
por  ejemplo,  no  se  adornaba  en  ninguna  ciudad  española  el  piso 
de  sus  calles  con  barras  de  plata  como  en  el  Perú,  segi'in  así 
se  hizo,  entre  otras  muchas  ocasiones,  en  la  soberbia  proce- 
sión de  la  Virgen  de  los  Desamparados,  que  se  celebró  en 
Lima  durante  el  mando  del  virrey  conde  de  Lemos,  en  la  que 
se  extendieron  en  la  carrera  barras  de  plata  por  valor  de 
dos  millones  de  ducados.  Estas  cosas  viejas,  manejadas  por 
pintor  diestro,  siempre  ofrecen  interés,  acaso  interés  mayor 
que  las  cosas  del  día.  Por  esto  se  acogen  á  ellas  los  poetas, 
ya  escriban  en  prosa,  como  Palma,  ya  en  verso  como  el  duque 
de  Rivas,  Zorrilla  y  Antonio  Hurtado.  A  los  que  le  preguntan 
á  Palma  ¿por  qué  escribe  estas  leyendas?  y  le  dicen, 

No  se  queme  las  pestañas 
descifrando  mamotretos 
sobre  tiempos  y  sujetos 
que  alcanzó  Mari-Castañas, 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  35 

les  contesta  el  autor  de  las  Tradicioms  en  la  carta  tónico-biliosa 
á  una  amiga,  que  sirve  de  proemio  á  la  segunda  serie: 


Razona  así  el  egoísmo 
del  siglo  razonador, 
y  así  vamos  por  vapor 
y  en  línea  recta  al  abismo. 

Fe  y  sapiencia  nombres  vanos, 
como  hogaño,  no  eran  antes: 
hoy  presumen  de  gigantes 
hasta  los  tristes  enanos. 

Hoy  ya  no  inspira  entusiasmo 
lo  serio,  sino  el  can-can, 
y  en  leal  consorcio  van 
la  duda  con  el  sarcasmo. 


Y  añade  más  adelante: 


Y  el  presente,  á  mi  entender, 
con   sus   luces  y  progreso 

es  muy   prosaico...  por  eso 
pláceme  más  el  ayer. 

Hoy  es  el  mercantilismo 
la  vida  del  pensamiento; 
es  dios  el  tanto  por  ciento 
y  es  su  altar  el  egoísmo. 

¡Son  nuestros  tiempos  fatales! 
Por  eso,  pK)r  eso  vivo 
hecho  un  ambulante  archivo 
de  historias  tradicionales. 

Y  á  veces  tanto,  en  verdad, 
me  identifico  con  ellas, 

que   hallar  en   mí   pienso   huellas 
de  que  viví  en  otra  edad. 


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36  RICABDO    PALMA 

De  este  ayer,  que  tanto  le  place,  heredó  Ricardo  Palma  mu- 
chas ideas  y  no  pocos  sentimientos.  Mas  se  equivocaría  quien 
juzgase  que  en  él,  ó  dígase  en  su  obra  principal,  que  son 
las  Tradiciones,  no  haya  de  aparecer  á  lo  mejor  la  levadura  que 
se  encuentra  en  casi  todos  los  poetas  y  escritores  en  prosa 
americanos,  levadura  que,  sin  tratar  de  ofenderles  en  lo  más 
mínimo,  tiene  un  dejo  muy  anticuado,  puesto  que,  en  los  es- 
critores europeos  racionalistas,  hace  años  ha  tomado  carácter 
muy  diferente,  animada  con  todo  por  las  mismas  prevenciones, 
por  las  mismas  antipatías  y  por  los  mismos  odios.  Aludimos 
con  esto  á  que  en  los  escritos  de  Palma  asoma,  en  rei)etidos 
casos,  el  volterianismo,  ya  no  sólo  por  medio  de  pullas  y 
censuras  á  los  ministros  de  la  Iglesia  católica,  sino  á  la  propia 
Iglesia;  ya  con  conceptos  que  probablemente  hubiera  conde- 
nado el  Tribunal  de  la  Inquisición ;  ya  con  diatribas  enderezadas 
contra  este  Tribunal  y  contra  prácticas  eclesiásticas,  sin  dis- 
tinguir bastante  de  tiempos  y  sin  comprender  cuánta  impor- 
tancia política,  aparte  de  la  religiosa,  tenía  en  aquellos  siglos 
y  en  aquellos  países  el  firme  mantenimiento  de  la  unidad  de 
la  fe.  Estos  escarceos  no  imprimen,  sin  embargo,  carácter  al 
conjunto  de  las  narraciones  de  Ricardo  Palma. 

Los  méritos  literarios  de  las  Tradiciones  justifican  Ja  repu- 
tación que,  como  eximio  escritor,  tiene  adquirida  Ricardo  Pal- 
ma en  América,  y  la  que  le  conceden  los  críticos  europeos  que 
conocen  sus  producciones.  Nada  de  él  habíamos  leído  antes, 
ni  siquiera  tuvimos  ocasión  de  conocerlo  personalmente  cuan- 
do, hace  tres  años,  estuvo  en  España,  enviado  por  su  gobierno 
para  representarlo  en  los  Congresos  y  fiestas  del  cuarto  cente- 
nario del  descubrimiento  de  América  por  Colón;  mas  la  lec- 
tura de  sus  libros  basta  y  sobra  para  que  juzguemos  muy 
merecidos  los  elogios  que  se  le  han  tributado.  Como  son  muchas 
en  número  las  narraciones  que  forman  la  colección,  ha  de  haber 
forzosamente  entre  ellas  algunas  que  se  adelantan  á  otras  en 
interés,  por  el  colorido  local  y  de  época.  Todas,  no  obstante, 
con  levísimas  excepciones,  se  leen  con  gusto  por  Ja  facilidad 
con  que  están  escritas,  por  la  donosura  de  la  dicción  que  tras- 
ciende á  los  buenos  tiempos  del  habla  castellana,  y  por  la  ri- 
queza y  fuerza  gráfica  del  estilo.  Palma  escribe  como  correcto 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  37 

escritor  castellano,  y  sólo  de  vez  en  cuando  asoma  el  americano 
en  algunos  vocablos  como  motinistas,  historietistas,  cabildantes, 
chichirinada,  etc.,  y  otros  por  el  estilo,  que  sólo  aparecen  muy 
de  tarde  en  tarde,  dejando  apenas  mancha  en  la  castiza  frase 
del  distinguido  escritor  limeño. 


F.    MiQÜEL    Y    BadIA. 

(Del   Diario   de   Barcelo7ia,—lS95) 


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TRADICIONES  Y  ARTÍCULOS  HISTÓRICOS 


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CRONIQUILLAS  DE  MI  ABUELA 


A  MI   HIJA   Rene 

En  el  nome  del  Padre  qiie  fizo  toda  cosa, 
e  de  Don  Jesucristo,  fijo  de  la  Gloriosa; 
en  el  nome  del  Rey  que  reina  por  natura, 
e  que  es  fin  e  comienzo  de  toda  creatura; 
en  el  nome  bendito  del  Rey  Omnipotent, 
que  fizo  sol  e  luna  nascer  en  el   Orient; 

voy  á  contarte.  Rene  mía,  el  origen  de  dos  frases  que,  entre 
otras  muchas,  (como  la  de— á  San  Juan  se  le  puede  pedir  todo 
menos  camisa)— oí  de  boca  de  mi  abuela,  que  era  de  lo  más 
limeño  que  tuvo  Lima  en  los  tiempos  de  Abascal,  frases  á  las 
que  yo  di  la  importancia  que  se  da  á  una  charada,  y  que, 
á  fuerza  de  ojear  y  hojear  cronicones  de  convento,  he  alcan- 
zado á  descifrar. 


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42  RICARDO    PALMA 

Para  mi  abuela  no  había  más  santos,  merecedores  de  santi- 
dad y  dignos  de  que  á  pie  juntillas  se  creyese  en  sus  milagros, 
que  los  santos  españoles,  portugueses  é  italianos.  Los  de  otra 
nacionalidad  eran  para  ella  santos  hechizos,  apócrifos  ó  fal- 
sificados. Muy  á  regañadientes  soportaba  á  San  Luis;  pero  no 
le  rezaba  sin  recitar  antes  esta  redondilla: 

San  Luis,  rey  de  Francia,  es 
el  que  con  Dios  pudo  tanto 
que,  para  que  fuese  santo, 
le  dispensó  el  ser  francés. 

Si  los  chicos  de  la  familia  la  hostigábamos  para  que  nos 
aumentase  la  ración,  la  buena  señora  (que  esté  en  gloria)  nos 
contestaba:— ¡Ah,  tragaldabas!  ¿Creen  ustedes  que  la  olla  de 
casa  es  la  olla  del  padre  Fanchito? 

Y  cuando,  de  sobremesa,  comentábase  algún  notición  polí- 
tico que  á  mi  padre  regocijara,  no  dejaba  la  abuela  de  meter 
cucharada,  diciendo:— Lo  malo  será  que  nos  salgan  un  día 
de  estos  con  el  traquido  de  la  Capitana, 

Y  que  no  eran  badomías  ó  badajadas  ni  cuodlibetos  de  vieja 
las  frases  de  mi  perilustre  antepasada,  sino  frases  meritorias 
de  ser  loadas  en  un,  soneto  caudato,  es  lo  que  voy  á  com- 
probar con   las   dos  consejas  siguientes: 


1 
La  olla  del  Padre  Panchito 


El  padre  Panchito  era,  por  los  tiempos  del  devoto  virrey  conde 
de  Lemos,  im  negro  retinto,  con  tal  fama  de  virtud  y  santi- 
tad  que  su  excelencia  lo  había,  sin  escrúpulo,  aceptado  por 
padrino  de  pila  de  uno  de  sus  hijos,  en  representación  de 
un  acaudalado  minero  de  Potosí.  Aunque  simple  lego  ó  donado, 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  43 

el  pueblo  llamaba  padre  Panchito,  y  no  hermano  Panchito,  al 
humildísimo  cocinero  del  convento  de  san  Francisco;  y  el  ex- 
celentísimo representante  del  monarca  de  España  é  Indias  ha- 
blaba siempre  con  fruición  de  su  santo  compadre  el  padre 
Panchito,  al  que  hasta  diz  que  consultaba  en  casos  graves 
de  gobierno. 

No  faltaba  quienes  murmurasen  de  la  familiaridad  con  que 
su  excelencia  trataba  á  un  negro  con  un  geme  de  jeta;  pero 
el  buen  virrey  acallaba  la  murmuración  diciendo:— El  talento 
y  la  virtud  no  son  blancos,  negros,  ni  amarillos;  y  Cristo  en  el 
Calvario  murió  por  los  blancos,  por  los  negros,  por  los  amari- 
llos, por  la  humanidad  entera.  Todos  venimos  de  Adán  y  Eva, 
y  las  razas  no  son  más  que  variedades  de  la  unidad. 

Contábase  que,  cuando  comenzaba  á  servir  en  el  claustro,  con- 
trajo íntima  amistad  con  otro  lego,  y  que  ambos  celebraron 
el  compromiso  de  que  el  primero  que  falleciese  v^endría  á  dar 
cuenta  al  superviviente  ó  sobreviviente  (que  aún  está  en  liti- 
gio ante  la  Real  Academia  el  casticismo  de  estos  vocablos)  de 
cómo  lo  habían  recibido  y  tratado  por  allá.  Y  fué  el  caso  que 
una  noche  se  le  apareció  al  lego  Panchito  el  alma  de  su  di- 
funto compañero,  y  le  dijo  que,  por  la  impertinente  curiosidad 
é  irreflexivo  compromiso,  había  sido  penado  con  seis  meses 
más  de  purgatorio;  y  por  ende,  le  pedía  que  rogase  á  Dios 
para  (jue  le  fuf»sc  descontado  ese  medio  año  de  p-ena  ó  ',ue, 
por  lo  menos,  se  redujese  ésta  á  tres  meses,  cargándose  los 
otros  tres  á  la  cuenta  corriente  que  en  el  otro  mundo,  donde 
la  contabilidad  se  lleva  muy  al  pespunte,  tenía  abierta  Pan- 
chito. 

Tal  fué  el  origen  del  penitente  ascetismo  del  último.  Lamenta- 
mos que  el  cronista  no  hubiera  también  averiguado  si  allá, 
en  el  otro  barrio,  entraron  en  componendas  para  perdonar 
ó  rebajar  los  meses  de  castigo. 

Convencido  de  que  en  la  otra  vida  se  hila  muy  delgadito,  al 
encargarse  de  la  cocina  el  padre  Panchito  se  propuso  hacer 
economías  en  el  consumo  de  carbón  y  leña;  pues  una  de  las 
crónicas  conventuales  narraba  que  un  cocinero,  gran  consumi- 
dor de  leña,  había  sido  penado  por  el  derroche  con  una  se- 
mana de  purgatorio.  Por  eso  el  seráfico  cocinero  de  esta  con- 


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44  BIGARDO    PALMA 

seia  no  ponía  en  el  fogón  más  que  una  olla...  ¡pero  qué  olla!... 
sobre  una  docena  de  brasas  de  carbón. 

Siempre  que  en  la  mañana  se  celebraba  alguna  fiesta  en  la 
iglesia,  el  padre  Panchito  se  declaraba,  por  sí  y  ante  sí,  obli- 
gado asistente.  Ocasión  hubo  en  que  visto  por  el  superior  se 
le  aproximó  éste  y  le  dijo: 

—Hermano,  á  su  cocina,  que  la  comunidad  no  ha  de  almor- 
zar avemarias  y  padrenuestros. 

—Descuide  su  reverencia,  padre  guardián,  que  de  mi  cuenta 
corre  el  almuerzo  con  todos  sus  ajilimójilis. 

Y  ello  es  que  apenas  tomaban  los  frailes  asiento  en  el  espa- 
cioso refectorio,  cuando  la  olla  empezaba  á  hacer  maravillas 
como  suyas.  De  ella  salía  ración  colmada  para  dejar  ahitas 
doscientas  andorgas  de  fraile  y  cien  barrigas  más,  por  lo  me- 
nos, de  agregados  á  la  sopa  boba  del  convento,  que  era,  como 
la  bondad  de  Dios,  inagotable  la  olla  del  padre  Panchito. 

Cuando  éste  falleció,  perdió  la  olla  su  prodigiosa  virtud, 
y  fué  á  confundirse  entre  la  cacharrería  de  la  cocina. 


II 
£1  traquido  de  la  Capitana 


Francisco  Camacho,  nacido  en  Jerez  por  los  años  de  1629, 
después  de  haber  militado  en  España  y  de  haber  sido  tan  buena 
^ictiSL  que  en  Cádiz  lo  sentenciaron  á  ser  ahorcado,  llegándole 
el  indulto  cuando  ya  estaba  al  pie  de  la  horca,  vínose  á  Lima, 
donde,  habiendo  oído  predicar  al  célebre  padre  Castillo,  re- 
solvió abandonar  la  truhanesca  existencia  que  hasta  entonces 
llevara  y  meterse  fraile  juandediano.  Y  tan  magnífica  adqui- 
sición hizo  con  él  la  hospitalaria  orden,  que  sus  cronistas  to- 
dos convienen  en  que  el  padre  Camacho  murió  en  indiscutible 
olor  de  santidad,  allá  por  los  años  de  1698.  Abultado  infolio 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  45 

bastaría  apenas  para  relatar  los  milagros  que  hizo,  en  vida  y 
en  muerte.  Como  no  hay  ahora  quien  mueva  el  pandero  (desen- 
tendencia que,  por  estas  que  son  cruces,  no  le  perdono  al 
Congreso  Católico  de  mi  tierra)  continúa  en  Roma,  bajo  esi>esa 
capa  de  polvo,  el  expediente  que  la  religiosidad  limeña  organizó 
pidiendo  la  canonización  del  venerable  siervo  de  Dios. 

El  padre  Camacho,  no  embargante  el  ayuno  y  la  disciplina, 
era  físicamente  lo  que  se  llama  un  hombre  morocho,  y  á  pesar 


del  hábito,  trasparentábase  en  él  al  soldado.  En  sus  modales, 
aunque  no  la  echaba  de  plancheta,  había  algo  del  bravucón 
rajabroqueles,  y  al  caminar  eran  su  paso  y  donaire  más  propios 
de  militar  que  de  fraile.  Nació  de  aquí  que  la  gente  del  pue- 
blo lo  bautizara  con  el  mote  de— el  padre  guaragüero—á  lo  quje 
el  juandediano  contestaba  con  acento  andaluz  y  sonriéndose: 
—Déjenme  en  paz,  reyes  de  taifa  (tunantes),  que  cada  quisque 
anda  como  Dios  le  ayuda. 

Desde  los  primeros  tiempos  encomendóse  al  padre  Camacho 
la  colecta  de  limosnas  para  terminar  la  fábrica  de  iglesia,  con- 
vento y  hospital;  y  tan  activo  y  afortunado  debió  andar  en  el 
desempeño  de  la  comisión,  que  en  breve  recogió  Sícsenta  mil 


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4(>  RICAKDO    PALMA 

pesos.  A  la  larga  había  llegado  á  imponerse  al  cariño  y  venera- 
ción popular,  pues  era  notorio  que  poseía  el  don  de  hacer 
milagros.  Para  muestra  un  par  de  botones. 

A  una  joven  que  iba  muy  emperejilada  y  despidiendo  tu- 
faradas de  almizcle,  la  detuvo  en  la  calle  el  juandediano,  di- 
ciéndola: 

—¿De  cuándo  acá  Marica  con  guantes?  Vaya,  hija,  vuélvase 
á  casita,  que  en  sus  ojos  estoy  leyendo  que  iba  á  mala  parte, 
y  con  ánimo  de  ofender  á  Dios  y  á  su  marido. 

Y  la  muchacha,  que  por  primera  vez  acudía  á  una  cita  amo- 
rosa, al  ver  sorprendido  su  secreto,  deshizo  camino  y  salvó  de 
caer  en  el  abismo  del  adulterio. 

Reprobaba  siempre  el  sensato  religioso  que  algunas  muje- 
res pasasen  de  iglesia  en  iglesia  las  horas  matinales,  que  debían 
consagrar  al  cuidado  de  la  familia  y  $  la  limpieza  doméstica. 
Un  día  se  acercó  en  el  templo  á  una  de  las  beatas  fanáticas,y  la 
dijo : 

—Dígame,  hermana,  ¿le  falta  todavía  mucho  por  rezar? 

—Sí,  padre.  Me  faltan  cuatro  misterios  del  rosario  y  la  le- 
tanía. 

—Pues  yo  rezaré  por  usted,  y  largúese  corriendo  á  su  casa, 
que  en  ella  está  haciendo  falta. 

Y  en  verdad  (jue  así  era;  porque  un  hijo  de  la  rezadora  había 
caído  en  el  pozo,  y  habría  perecido  sin  el  oportuno  regreso  de 
la  madre. 

Pero,  como  no-  quiero  conquistar  renombre  de  mojarrilla, 
me  dejo  de  chafalditas  y  de  chacharear  sobre  milagros,  y  me 
voy  al  grano,  que  en  este  relato,  es  lo  del  traquido  de  la  Capitana. 


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MIS    CLTIMAS    TRADICIONES  47 


El  pirata  Eduardo  Davies,  al  mando  de  diez  bajeles,  lle- 
vaba ya  muchos  meses  de  pasear  por  el  Pacífico  como  Pedro 
por  su  casa,  talando  la  costa  del  Norte  desde  Panamá  hasta 
Huaura,  que  dista  veinticinco  leguas  de  Lima.  Alarmados  el 
virrey  y  el  vecindario,  se  procedió  á  armar  y  equipar  en  el 
Callao  una  escuadra  compuesta  de  siete  naves;  pero  su  ex- 
celencia hizo  el  grandísimo  disi>arate  de  nombrar  para  el  co- 
mando de  ella  nada  menos  que  á  tres  generaLes,  que  lo  fue- 
ron don  Tomás  Paravicino  (cuñado  del  virrey,  duque  de  la 
Patata),  don  Pedro  Pontejo  y  don  Antonio  Beas.  Así,  aunque  la 
escuadra  sostuvo  con  los  piratas,  cerca  de  Panamá,  siete  horas 
de  recio  combate  el  8  de  Julio  de  1585,  éstos  lograron  escapar, 
maltrechos  y  con  muchas  bajas,  merced  á  lo  contradictorio 
de  las  órdenes  de  los  tres  almirantes  españoles,  que  estuvie- 
ron siempre  durante  la  campaña  naval,  en  perpetuo  antago- 
nismo. Bien  dice  el  refrán:  ni  mesa  sin  pan,  ni  ejército  sin 
capitán,  que  muchas  manos  en  la  masa,  mal  amasan. 

En  aquellos  tiempos,  la  travesía  entre  el  Panamá  y  el  Callao 
no  se  realizaba  en  menos  de  tres  meses.  En  1568  se  ¡estimó 
como  suceso  portentoso  que  el  buque  en  que  vinieron  los  pri- 
meros jesuítas  hubiera  hecho  tal  navegación  en  veintisiete  días, 
maravilla  que  no  había  vuelto  á  repetirse. 

Con  los  jesuítas  todo  era  maravillas.  El  primer  eclipse  de 
sol  que  en  Lima  presenciaron  los  españoles,  fué  el  día  en 
que  desembarcaron  en  el  Callao  los  buhos  ignacianos. 

Así,  sólo  el  7  de  Septiembre,  esto  es,  á  los  sesenta  días, 
vino  á  recibirse  en  Lima  la  noticia  del  combate  y  de  la  dis- 
persión de  los  piratas. 

El  Cabildo  dispuso  celebrar  la  nueva  el  día  siguiente,  que 


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48  RICARDO    PALMA 

era  festividad  de  la  Virgen,  con  árboles  de  fuego,  toros  embo- 
lados, banquete,  misa  de  gracias,  cucaña,  lidia  de  gallos,  lu- 
minarias, danza  de  pallas  y  de  africanos,  amén  de  otros  fes- 
tejos populares. 

El  padre  Camacho  llegó,  como  acostumbraba,  aquella  tarde 
al  Cabildo,  y  encontró  al  alcalde  y  regidores  entregados  al  re- 
gocijo y  sin  voluntad  para  atender  al  postulante. 

—¿Qué  motiva,  señores— pregimtó  el  juandediano,— tanto  ba- 
ruUo? 

—  i Cómo,  padre!  ¿No  sabe  usted  la  gran  noticia?— le  res- 
pondió  un  regidor,   poniéndolo  al  corriente  de  todo. 

— iAh!  ¡Bueno!  ¡Muy  bueno!  Pero  dígame  usiría,  ¿la  cuchi- 
panda y  los  jolgorios  son  también  por  el  traquido  de  la  Capitana  f 

—¿Qué  es  eso  del  traquido?  Expliqúese  usted,  padre— di- 
jeron  alarmados  varios   de   los   cabildantes. 

—  ¡Nada!  ¡nada!  Yo  me  entiendo  y  Dios  nue  entiende.  Dé- 
jenle usirías  tiempo  al  tiempo,  que  él  les  dirá  lo  que  yo  no 
les  digo.  Y  no  insistan  en  sacarme  palabras  del  cuerpo,  que 
conmigo  no  vale  lo  de:  tío,  páseme  el  río. 

Y  como  no  hubo  forma  de  que  el  juandediano  fuese  más  ex- 
plícito, los  regidores  se  dijeron:— ¡Pajarotadas  de  fraile  loco! 
— y  al  día  siguiente  se  efectuaron  los  anunciados  festejos,  en 
los  que,  sin  embargo,  no  hubo  gran  alborozo,  porque  casca- 
beleaba en  muchos  ánimos  aquello  del  traquido. 


Diez  ó  doce  días  después  echó  ancla  en  el  Callao  un  pata- 
che, el  que  comunicó  que,  fatigados  los  de  la  escuadra  de  buscar 
inútilmente  á  los  dispersos  piratas,  habían  resuelto  los  gene- 
rales dirigirse  al  puerto  de  Paita  con  el  objeto  de  renovar  pro- 
visiones, pues  el  escorbuto  principiaba  á  hacer  estragos  en  la. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  49 

tripulación.  Fondearon  los  siete  buques  en  la  mansísima  bahía, 
en  la  mañana  del  5  de  Septiembre,  y  el  general  Paravicino, 
que  iba  á  bordo  de  la  Capitana,  se  trasladó  á  tierra,  donde 
estaba  convidado  á  almorzar,  en  compañía  de  cinco  de  los  ofi- 
ciales. Y  sucedió  (no  se  sabe  si  por  descuido  ó  malicia)  que  el 
pañol  de  la  pólvora  ó  santa  Bárbara  hizo  explosión,  pereciendo 
más  de  cuatrocientos  de  los  que  tripulaban  la  Capitana.  Sólo 
salvaron,  y  de  manera  que  se  consideró  como  providencial, 
el  alférez  Pontejo,  hijo  del  general,  y  catorce  marineros  y  sol- 
dados. 

¿Cómo  pudo  tener  el  padre  Camacho  conocimiento  de  la 
catástrofe  cuarenta  y  "ocho  ó  cincuenta  horas  después  de  acae- 
cida? ¿Cómo?  Ya  se  lo  preguntaremos  en  el  otro  mundo  cuando 
lo  veamos,  que  de  seguro  lo  veremos. 


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LA    CAPA    DE    SAN    JOSÉ 

El  padre  fray  Antonio  José  de  Pastrana,  definidor  que  fué 
en  Lima  de  la  orden  de  predicadores,  refiere  en  su  curioso 
cronicón  Vida  y  excelencias  de  San  Jo^é— (impreso  en  Madrid  por 
los  años  de  1696)  que  en  el  Monasterio  de  las  Descalzas  conser- 
vaban las  monjas,  entre  otras  reliquias,  nada  menos  que  la 
capa  de  San  José,  olvidando  el  cronista  consignar  si  era  la 
capa  que  usaba  el  patriarca  en  los  días  de  manejar  escoplo  y 
martillo,  ó  la  capa  dominguera  y  de  gala. 

De  suyo  se  adivina  que  la  bendita  prenda  fué  muy  mila- 
grera y  que  hizo  caldo  gordo  á  conventuales  y  cai>ellán,  con 
las  limosnas  y  regalos  de  los  agradecidos  creyentes.  Ya  ten- 
dría para  rato  si  me  echara  á  hablar  de  los  cólicos  misereres, 
zaratanes,  tabardillos  y  pulmonías  curados  sin  auxilio  de  mé- 
dico ni  jaropes  de  botica.  Recuerdo,  entre  otros  milagros  sus- 
tanciosos y  morrocotudos  relatados  por  el  padre  Pastrana,  el 
que  se   realizó   con  una  honrada   paisana   mía   que   anhelaba 


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52  RICARDO    PALMA 

tener  fruto  de  bendición,  y  á  la  que  bastó  para  alcanzar  re- 
dondez de  vientre  poner  sobre  éste  la  capa  del  santísimo  car- 
pintero. 

No  he  cuidado  de  informarme,  que  así  soy  yo  de  desidioso, 
si  toda\d[a  se  conserva  la  capa  en  el  monasterio;  si  bien  tengo 
para  mí  que,  de  tanto  traída  y  llevada,  desde  hace  más  de  dos 
siglos,  estará  ya  convertida  «n  hilachas.  Lo  que  á  mí  me  ha 
interesado  averiguar  es  el  cómo  y  por  qué  vino  á  Lima  la 
capa  patriarcal. 

Dicen  que  por  los  años  de  1640  hubo  en  mi  tierra  una  cua- 
drilla de  ladrones  que  ejercitaban  su  industria  asaltando  los 
monasterios  de  monjas  donde  era  fama  que,  amagados  como 
vivíamos  por  piratas  ingleses  y  holandeses,  depositaban  mu- 
chas familias  alhajas  valiosas  y  hasta  saquitos  repletos  de  on- 
zas de  oro.  Alabo  la  confianza. 

Las  Descalzas,  cuyo  monasterio  databa  desde  1603,  no  pu- 
dieron dejar  de  ser  también  amenazadas  de  asalto,  y  por  turno 
riguroso  cumplía  á  una  monja  la  vigilancia  nocturna  del 
claustro. 

Cierta  noche  en  que,  farolillo  en  mano,  desempeñaba  sus 
funciones  de  vigilancia  una  monjita  de  almidonada  y  limpia 
toca  sobre  rostro  de  ángel,  creyó  ver  un  bulto  que  se  recataba 
tras  de  una  pilastra,  y  alarmada  dio  la  voz  de:— ¿Quién  está 
ahí?... 

—No  se  asuste,  madrecita.  Soy  yo,  San  José,  que,  como  i>a- 
trón  de  este  convento,  vengo  á  acompañarla  en  la  ronda. 

La  monjita  era  de  hígados,  y  á  la  vez  que  jesuseando  daba 
voces  de  alarma,  se  abalanzó  sobre  el  oficioso;  p)ero  éste  se 
evaporó  dejándola  la  capa  entre  las  manos. 

Las  conventuales  todas  se  pusieron  en  movimiento  para  des- 
cubrir por  dónde  habría  podido  escapar  el  misterioso  ron- 
dador, y  todas  convinieron,  á  la  postre,  en  que  el  tal  no  po- 
dría ser  persona  humana,  sino  celeste. 

Desde  ese  día  entró  la  capa  en  la  categoría  de  reliquia,  y 
principió  á  menudear  milagros. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  53 


JUEZ    Y    ENAMORADIZO 


La  regia  prohibición  de  que  los  Oidores  pudieran  contraer 
matrimonio  en  el  territorio  en  que  administraban  justicia,  obli- 
gaba á  estos  señores  á  doblegar  muchas  veces  la  inflexible  vara 
ante  empeño  de  faldas. 

Si  no  miente  el  obispo  Villarroel,  en  sus  Dos  cilcMUos^  hubo, 
allá  por  los  años  de  1630,  un  don  Juan,  Oidor  de  la  Real 
Audiencia  de  Lima,  que  en  lo  mujeriego,  fué  otro  don  Juan  Te- 
norio. Andaba  el  tal  que  bebía  los  vientos  por  alcanzar  los 
favores  de  una  muchacha,  de  esas  cuyos  ojos  hablan  de  tú 
al  prójimo  á  qfuien  miran;  pero  que  tenía  el  femenil  capricho 
de  gastar,  para  con  el  doctor  del  tibi  quoqm^  resistencias  de 
piedra  berroqfueña. 

Empezaba  ya  el  galán  á  desesperar  de  la  victoria,  cuando 
una  mañana,  que  fué  la  del  sábado,  víspera  del  Domingo  de 
Ramos,   recibió  ^  zahumado   billetico   que  á  la  letra,   así  decía : 

«La  correspondencia  en  mí  será  hija  de  las  finezas  de  vuesa- 
»merced.  Un  mi  deudo,  Pedro  Otárola,  está  penado  con  ocho 
» meses  de  cárcel,  y  le  restan  de  cinco  á  seis  para  quedar  quito. 
íEn  el  querer  de  vuesamerced  está  el  complader  á  su  ami- 
»ga.— Isabel.» 

Su  señoría  se  restregó  muy  alegre  las  manos,  y  dijo  á  la 
fámula  portadora  del  billete,  después  de  darla  por  vía  de  al- 
boroque un  dobloncito  de  oro:— Di  á  tu  señorita  que  será  ser- 
vida hoy  mismo. 

De  práctica  era  que  la  víspera  de  Ramos  hiciese  un  Oidor 
la  visita  de  cárceles,  con  facultad  para  disponer  la  excarce- 
lación de  los  presos  por  causa  leve,  y  aun  la  de  aquellos  á 


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51  RICARDO    PALMA 

quienes  faltare  poco  tíempo  de  castigo.  También  era  costum- 
bre que  el  Jueves  Santo  conmutase  el  Virrey  la  pena  á  un 
reo  sentenciado  á  muerte. 

Como  en  chirona  nunca  hay  un  sólo  criminal,  sino  que  to- 
dos están  por  ima  calumnia  ó  una  mala  voluntad,  los  jueces 
creen  en  ocasiones  qae  hacen  obra  meritoria  para  conquistarse 
el  cielo,  poniendo  en  libertad  á  tanto  y  tanto  inocente  ange- 
lito.—¡Ah!  tunante,  tus  vicios  te  han  traído  á  la  cárcel,  dijo 
un  juez.—No  señor,  contestó  el  preso,  quien  me  ha  traído  es  la 
pK)licía.--Pues  que  lo  suelten.  La  policía  es  siempre  muy  arbi- 
traria. 

En  su  alborozo,  olvidó  el  señor  Oidor  echarse  la  carta  en 
el  bolsillo  de  la  chupa  y  la  dejó  sobre  la  escribanía,  siéndole 
imposible,  en  el  acto  de  la  visita,  recordar  el  apellido  del 
recomendado  delincuente.  Estaba,  sí,  seguro  de  que  era  Pedro 
el  nombre  de  pila. 

—-He  empeñado  palabra  (se  dijo  su  señoría)  de  dar  libertad 
á  un  Pedro,  y  en  el  conflicto  en  que  mi  falta  de  memoria  me 
pone,  no  tengo  otro  camino  que  el  de  dar  por  horros  de  pena 
á  todos  los  Pedros  de  la  cárcel. 

Y  como  lo  pensó,  lo  dispuso. 

Y  tres  picaros,  por  sólo  haber  tenido  la  buena  suerte  de  ser 
bautizados  con  el  nombre  del  apóstol  de  las  llaves,  salieron 
á  respirar  la  fresca  brisa  de  la  calle,  gracias  á  que  su  señoría 
tuvo  en  poco  el  rigor  de  la  justicia,  y  en  mucho-  sus  anhelos 
de  galanteador. 


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EL   ABAD   DE   LUNAHUANA 

Por  los  años  de  1581  estaba  Su  Santidad  el  Papa  Grego- 
rio XIII  tan  seriamente  enfermo,  que  ya  los  conclavistas  prin- 
cipiaban á  agitarse,  pues  se  desencadenaban  ambiciones  en  pos 
de  la  tiara.  La  dolencia  del  Padre  Santo,  en  puridad  de  verdad, 
no  era  tal  que  justificase  la  alharaca;  pues  no  pasaba  de  una 
fluxión  recia  en  el  aparato  de  masticación.  El  dolor  de  muelas 
era  rebelde  á  cataplasmas,  emolientes,  pediluvios  y  sangrías,  que 
en  aquel  siglo  la  ciencia  odontálgica  andaba  tan  en  mantillas, 
que  cirujano  ó  barbero  alguno  de  toda  la  cristiandad  no  se 
habría  atrevido  á  emplear  lamedor  de  gatillo  mientras  hubiese 
cachete  hinchado. 

Con  el  sistema  curativo  empleado  pK)r  los  galenos  de  Roma, 
iba  el  egregio  enfermo  en  camino  de  liar  el  petate,  y  lo  que  al 
principio  fué  una  bagatela,  se  iba,  por  obra  de  médicos  torpes, 
convirtiendo  en  gravísimo  mal. 

Dos  meses  llevaba  Su  Santidad  postrado  en  el  lecho;  dos 
meses  de  constante  y  doloroso  insomnio;  dos  meses  de  ali- 
mentarse con  líquidos;  y  para  complemento  de  alarma,  el  pulso 


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50  RICARDO    PALMA 

denunciaba  fiebre.  Reunidos  en  consulta  los  más  diestros  ma- 
tasanos de  la  ciudad  papal,  opinaron  que  el  sujeto  estaba  ya 
atacado  de  caries  maxilar,  lo  que,  tratándose  de  un  anciano 
y  teniendo  en  cuenta  el  poco  saber  quirúrgico  de  sus  míercedes, 
importaba  tanto  como  declarar  próxima  vacancia  de  la  silla 
de  San  Pedro. 

Y  de  fijo  que  Su  Santidad  Gregorio  XIII  habría  en  esa 
ocasión  ido  á  pudrir  tierra,  si  no  se  hubiera  encontrado  de 
tránsito,  en  Roma,  un  fraile  perulero,  fray  Miguel  de  Carmona, 
definidor  del  convento  agustiniano  de  Lima. 

Habíalo  su  comimidad  enviado  á  la  ciudad  de  las  siete  co- 
linas, en  compañía  de  otros  dos  conventuales,  para  que  ges- 
tionase sobre  asuntos  de  la  orden;  y  de  paso  adquiriese  algu- 
nos huesesitos  de  santo,  que  gran  falta  hacían  en  el  templo 
de  Lima.  Las  demás  comunidades  tenían  abimdancia  de  re- 
liquias auténticas,  con  las  que  ganaban  en  prestigio  ante  la 
gente  devota;  y  los  agustinos  andaban  escasos  de  esa  mercade- 
ría en  sus  altares. 

Dos  meses  llevaban  los  comisionados  de  residencia  en  Roma, 
sin  haberles  sido  posible  avistarse  con  el  Pontífice  que,  por 
causa  de  su  dolencia,  estaba  invisible  para  frailucos  y  gente 
de  escalera  abajo.  Sólo  sus  médicos,  y  tal  cual  cardenal  ó 
personaje,  lograban  acercársele. 

En  este  conflicto  ocurriósele  al  padre  Carmona  dirigirse 
al  camarlengo  y  decirle  que,  pues  Su  Santidad  se  encontraba 
deshauciado,  nada  se  perdía  con  permitirle  que  intentara  su 
curación,  empleando  hierbas  que  había  traído  del  Perú,  y  cuya 
eficacia  entre  los  naturales  de  América,  ¡>ara  dolencias  tales, 
le  constaba.  Refirió  el  camarlengo  al  Papa  la  conversación 
con  el  perulero,  y  Su  Santidad,  como  quien  se  acoge  á  una 
última  esperanza,  mandó  entrar  en  su  dormitorio  al  padre  Car- 
mona,  y  después  de  obsequiarle  una  bendición  papal,  le  dijo : 

—A  ti  me  encomiendo.  Age. 

Y  ello  fué  que  sin  más  que  enjuagatorios  de  hierba  santa  con 
leche,  cataplasmas  de  llantén  con  vinagrillo  y  parches  de  tabaco 
bracamoro  en  las  sienes,  á  los  tres  días  estuvo  Su  Santidad  Gre- 
gorio XIII  como  nuevo;  y  tanto,  que  hasta  la  hora  de  su  muerte, 
que  acaeció  años  más  tarde,  no  volvió  á  doierle  muela  ni  diente. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  57 

Ni  siquiera  se  vio  en  el  caso  de  aquel  marido  á  quien  oyén- 
dolo quejarse  de  dolor  en  la  frente,  lo  interrumpió  su  mujer 
diciéndole:— Tranquilízate,  eso  pasará  pronto  cuando  te  hayan 
brotado  un  par  de  colmillos. 

Dice  el  cronista  Calancha,  tal  vez  por  encarecer  el  mereci- 
miento del  curandero,  que  en  los  primeros  ratos  sufrió  el  en- 
fermo náuseas  atroces,  calambres  y  sudores,  terminando  por 
aletargarse,  lo  que  dio  motivo  para  que  los  palaciegos  se  alar- 
masen, recelando  que  el  fraile  perulero  hubiera  administrado 
algún  tósigo  al  Pontífice.  En  amargos  aprietos  se  vio  su  pater- 
nidad. 


Restablecido  por  completo  Gregorio  XIII,  empezó  por  acor- 
dar al  padre  Carmona  todas  las  bulas,  privilegios,  indulgencias, 
jubileos  y  demás  gangas  que  anhelaban  los  agustinos  para  sus 
conventos  del  Perú,  concluyendo  por  brindarle  un  obispado, 
que  fray  Miguel  tuvo  sus  razones  para  no  aceptar,  prefiriendo 
el  título  de  abad  de  Lunahuaná,  con  doce  mil  ducados  de  renta 
anual  sobre  el  arzobispado  de  Lima;  con  lo  que,  sin  las  fatigas 
que  trae  el  obispar,  venía  á  ser  nuestro  agustino  un  verdadero 
patentado  en  estas  tierras  de  América,  y  altísima  dignidad  en 
su  Iglesia.  Era  el  primer  abad  que  iba  á  tener  el  Perú,  y 
hasta  entiendo  que  ha  sido  el  único. 

Por  bula  de  28  de  Septiembre  de  1581,  fué  autorizado  el  fla- 
mante abad  i>ara  escoger,  con  destino  al  convento  de  Lima, 
cuanta  reliquia  le  pluguiere.  Tosco  fué  el  manotón  que  dio 
su  paternidad  en  el  depósito  ó  almacén;  porque  se  apoderó 
de  la  cabeza  de  Longino,  de  un  pedazo  de  la  cruz  del  buen 
Ladrón,  y  de  un  zarcillo  ó  arete  que  perteneció  á  María  de 
Magdala. 


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58  RICARDO    PALMA 

En  materia  de  huesos,  escogiólos  de  San  Pedro,  San  Pablo, 
San  Sebastián,  San  Andrés,  San  Agustín,  San  Lorenzo,  San  Es- 
teban, San  Marcos,  San  Vicente,  San  Dionisio,  San  Sixto,  San 
Marcelo,  Santa  Úrsula,  Santa  Susana  y...  basta  de  nombres.  La 
lista,  que  no  es  corta,  la  trae  la  bula,  y  no  vale  la  pena  de 
copiarla  íntegra. 

En  Lima,  los  agustinos  se  reservaron  la  mitad  del  cargamen- 
to de  huesos,  y  el  resto  lo  distribuyeron  entre  la  Catedral  y 
las  parroquias.  Tenían  ya  reliquias  hasta  para  regalar. 

En  cuanto  al  padre  Carmona,  no  llegó  á  lucir  en  el  Perú  la 
mitra  abacial,  porque  murió  en  el  viaje,  quedándose  Lunahuaná 
sin  abad,  desdicha  que  hasta  ahora  lamentan  los  vecinos  de 
esc  valle  que  tan  famosas  chirimoyas  y  tan  ricas  paltas  pro- 
duce. 


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LOS   SIETE  PELOS   DEL   DIABLO 

CUENTO  TRADICIONAL. 

r 

Á  Olivo   Chiarella 

I 

— I  Teniente  Mandujano! 

—Presente,  mi  coronel. 

—Vaya  usted  por  veinticuatro  horas  arrestado  al  cuarto  de 
banderas. 

—Con  su  permiso,  mi  coronel— contestó  el  oficial;  saludó 
militarmente  y  fué,  sin  rezongar  poco  ni  mucho,  á  cumplimentar 
la  orden. 

El  coronel  acababa  de  tener  noticia  de  no  sé  qué  pequeño 
escándalo  dado  pK)r  el  subalterno  en  la  calle  del  Chivato.  Asun- 
to de  faldas,  de  esas  benditas  faldas  que  fueron,  son  y  serán, 
perdición  de  Adanes. 

Cuando  al  día  siguiente  pusieron  en  libertad  al  oficial,  que 
el  entrar  en  Melilla  no  es  maravilla,  y  el  salir  de  ella  es  ella, 


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6Ü  BIGARDO    PALMA 

se  encaminó  aquél  á  la  mayoría  del  cuerpo,  donde  á  la  sazón 
se  encontraba  el  primer  jefe,  y  le  dijo : 

—Mi  coronel,  el  que  habla  está  expedito  para  el  servicio. 

—Quedo  enterado— contestó   lacónicamente  el  superior. 

—Ahora  ruego  á  usía  que  se  digne  decirme  el  motivo  del 
arresto,  para  no  reincidir  en  la  falta. 

—¿El  motivo,  eh?  El  motivo  es  que  ha  echado  usted  á 
lucir  varios  de  los  siete  pelos  del  diablo,  en  la  calle  del  Chi- 
vato... y  no  le  digo  á  usted  más.  Puede  retirarse. 

Y  el  teniente  Mandujano  se  alejó  architurulato,  y  se  echó 
á  averiguar  qué  alcance  tenía  aquello  de  los  siete  pelos  del 
diablo,  frase  que  ya  había  oído  en  boca  de  viejas. 

Compulsando  me  hallaba  yo  unas  papeletas  bibliotecarias, 
cuando  se  me  presentó  el  teniente,  y  después  de  referirme  su 
percance  de  cuartel,  me  pidió  la  explicación  de  lo  que,  en  vano, 
llevaba  ya  una  semana  de  averiguar. 

Como  no  soy,  y  huélgome  en  declararlo,  un  egoistón  de 
marca,  á  pesar  dé  que 


en  este  mundo  enemigo 
no  hay  nadie  de  quien  fiar; 
cada  cual  cuide  de  sigo, 
yo  de  migo  y  tú  de  tigo... 
y  procúrese   salvar. 


como  diz  que  dijo  un  jesuíta  que,  ha  dos  siglos,  comía  pan 
en  mi  tierra,  tuve  que  sacar  de  curiosidad  al  pobre  militroncho, 
que  fué  como  sacar  ánima  del  purgatorio,  narrándole  el  cuento 
que  dio  vida  á  la  frase. 


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A£^ 


MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  6t 


II 


Cuando  Luzbel,  que  era  un  ángel  muy  guapote  y  engreído, 
armó  en  el  cielo  la  primera  trifulca  revolucionaria  de  que 
hace  mención  la  Historia,  el  Señor,  sin  andarse  con  procla- 
mas ni  decretos  suspendiendo  garantías  individuales  ó  decla- 
rando á  la  corte  celestial  y  sus  alrededores  en  estado  de  sitio, 
le  aplicó  tan  soberano  puntapié  en  salva  la  parte,  que  rodando 
de  estrella  en  estrella  y  de  astro  en  astro,  vino  el  muy  faccioso^ 
msurgente  y  montonero,  á  caer  en  este  planeta  que  astróno- 
mos y  geógrafos  bautizaron  con  el  nombre  de  Tierra. 

Sabida  cosa  es  que  los  ángeles  son  unos  seres  mofletudos, 
de  cabellera  riza  y  rubia,  de  carita  alegre,  de  aire  travieso, 
con  piel  más  suave  que  el  raso  de  Filipinas,  y  sin  pizca  de 
vello.  Y  cata  que  al  ángel  caído,  lo  que  más  le  llamó  la  aten- 
ción en  la  fisonomía  de  loS  hombres,  fué  el  bigote;  y  suspiró 
por  tenerlo,  y  se  echó  á  comprar  menjurjes  y  cosméticos  de 
esos  que  venden  los  charlatanes,  jurando  V  rejurando  que  hacen 
nacer  pelo  hasta  en  la  palma  de  la  mano. 

El  diablo  renegaba  del  afeminado  aspecto  de  su  rostro  sin 
bigote,  y  habría  ofrecido  el  oro  y  el  moro  por  unos  mostachos 
á  lo  Víctor  Manuel,  rey  de  Italia.  Y  aunque  sabía  que  para 
satisfacer  el  antojo  bastaríale  dirigir  un  memorialito  bien  par- 
lado, pidiendo  esa  merced  á  Dios,  que  es  todo  generosidad 
para  con  sus  criaturas,  por  picaras  que  ellas  le  hayan  salido, 
se  obstinó  en  no  arriar  bandera,  diciéndose  in  pecio: 

—¡Pues  no  faltaba  más  sino  que  yo  me  rebajase  hasta  pe- 
dirle favor  á  mi  enemigo! 

No  hay  odio  sujKjrior  al  del  presidiario  por  el  grillete. 

—¡Hola!— exclamó  el  Señor,  que,  como  es  notorio,  tiene  oído 


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62  RICARDO    PALMA 

tan  fino  que  percibe  hasta  el  vuelo  del  pensamiento.— ¿Esas 
tenemos,  envidiosillo  y  soberbio?.  Pues  tendrás  lo  que  me- 
reces, grandísimo  bellaco. 


Arrogante,  moro,  estáis, 
y  eso  que  en  un  mal  caballo 
como  don  Quijote  vais; 
ya   os   bajaremos  el   gallo, 
si   antes  vos  no   lo   bajáis. 


Y  amaneció,  y  se  levantó  el  ángel  protervo  luciendo  bajo  las 
narices  dos  gruesas  hebras  de  pelo,  á  manera  de  dos  vibo- 
reznos. Eran  la  Soberbia  y  la  Envidia. 

Aquí  fué  el  crujir  de  dientes  y  el  encabritarse.  Apeló  á  ti- 
jeras y  á  navaja  de  buen  filo,  y  allí  estaban,  resistentes  á  de- 
jarse cortar,  el  par  de  pelos. 

—Para  esta  mezquindad,  mejor  me  estaba  con  mi  carita  de 
hembra— decía  el  muy  zamarro;  y  reconcomiéndose  de  rabia, 
fué  á  consultarse  con* el  más  sabio  de  los  alfajemes,  que  era 
nada  menos  que  el  que  afeita  é  inspira  en  la  confección  de 
leyes  á  un  mi  amigo,  diputado  á  Congreso.  Pero  el  socarrón 
barbero,  después  de  alambicarlo  mucho,  le  contestó :— Paciencia 
y  non  gurruñate,  que  á  lo  que  vuesamerced  desea  no  alcanza 
mi  saber. 

Al  día  siguiente  despertó  el  rebelde  con  un  pelito  ó  viborilla 
más.  Era  la  Ira. 

—A  ahogar  penas  se  ha  dicho— pensó  el  desventurado.— Y 
sin  más,  encaminóse  á  una  parranda  de  lujo,  de  esas  que  ha- 
cen temblar  el  mundo,  en  las  que  hay  abundancia  de  viandas 
y  de  vinos,  y  superabimdancia  de  buenas  mozas,  de  aquellas 
que  con  una  mirada  le  dicen  á  un  prójimo:  i  dése  usted  preso! 

{Dios  de  Dios  y  la  mona  que  se  arrimó  el  maldito!  Al  des- 
pertar miróse  al  espejo,  y  se  halló  con  dos  huéspedes  más 
en  el  proyecto  de  bigote.  La  Gula  y  la  Lujuria. 

Abotagado  pK)r  los  licores  y  comistrajos  de  la  víspera,  y  ex- 
tenuado por  las  ofrendas  en  aras  de  la  Venus  pacotillera,  se 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  63 

pasó  Luzbel  ocho  días  sin  moverse  de  la  cama,  fimiando  ciga- 
rrillos de  la  fábrica  de  Cuha  libre  y  contando  las  vigas  del 
techo.  Feliz  semana  para  la  humanidad,  porque  sin  diablo  en- 
redador y  perverso,  estuvo  el  mundo  tranquilo  como  balsa  de 
aceite. 

Cuando  Luzbel  volvió  á  darse  á  luz  le  había  brotado  otra 
cerda:  la  Pereza. 

Y  durante  años  y  años  anduvo  el  diablo  i>or  la  tierra  lucien- 
do sólo  seis  pelos  en  el  bigote,  hasta  que  un  día,  por  malos 
de  sus  pecados,  se  le  ocurrió  aposentarse  dentro  del  cuerpo 
de  un  usurero,  y  cuando  hastiado  de  picardías  le  convino  cam- 
biar de  domicilio,  lo  hizo  luciendo  un  i>elo  más:  la  Avaricia. 

De  fijo  que  el  muy  bellaco  murmuró  lo  de: 


Dios,  que  es  la  suma  bondad, 
hace  lo  que  nos  conviene. 
—(Pues  bien  fregado  me   tiene 
su  divina  Majestad) 
Hágase  su  voluntad. 


Tal  es  la  historia  tradicional  de  los  siete  pelos  que  forman  el 
bigote  del  diablo,  historia  que  he  leído  en  un  palimpsesto  con- 
temporáneo del  estornudo  y  de  las  cosquillas. 


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LA  ASTROLOGIA  EN  EL  PERÚ 


Para  los  médicos,  cirujanos,  boticarios  y  barberos  de  Lima, 
eran,  eii  el  siglo  xvii,  artículos  de  fe  y  parte  integrante  de  la 
ciencia  las  supersticiones  astrológicas.  A  la  vista  tengo  un  li- 
bro de  700  páginas  en  4.»,  impreso  en  Lima  por  los  años  de 
1660,  y  del  que  es  autor  Juan  de  Figueroa,  familiar  del  Santo 
Oficio  de  la  Inquisición,  veinticuatro  de  Potosí  y  tesorero  de 
la  Casa  de  Moneda  de  esta  ciudad  de  los  Reyes,  quien  dedicó 
su  abultada  obra  al  virrey  conde  de  Alba  de  Aliste.  Titúlase 
el  libróte:  La  Astrología  en  la  medicina. 

Según  Figueroa,  cuando  el  Sol  entra  en  el  signo  de  Aries, 
la  tisis  está  de  plácemes;  y  cuando  domina  Virgo  abundan 
los  tumores  en  el  vientre.  A  Tauro  le  da  el  señorío  de  los 
dolores  de  cabeza;  á  Cáncer  el  de  la  sífilis;  á  Escorpión  el 
de  loá  reumatismos;  á  Piscis  el  de  las  hidroi>esías ;  á  Capri- 
cornio el  de  la  ictericia;  y  así  á  cada  signo  del  zodíaco  le 
adjudica  el  patronato  de  una  dolencia. 

Entre  otras,  no  menos  peregrinas  invenciones,  prohibe  ha- 
cer gargarismos  ó  aplicarse  un  clister,  mientras  Piscis  no  haya 
entrado  en  cierta  casilla  que  el  autor  señala  en  un  pianito 
por  él  ideado;  y  califica  poco  menos  que  de  suicida  al  que 
loma  ui]  vomitivo  ó  se  hace  sangrar,  cuando  Marte  se  halla 
de  visita  en  la  casa  de  Mercurio. 


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6C)  RICARDO    PALMA 

Medicinarse  estando  el  Sol  y  la  Luna  en  conjunción  es, 
para  nuestro  autor,  epilepsia  segura;  y  en  materia  de  sangrías 
y  de  ventosas,  sólo  las  consiente  cuando  el  Sol  se  va  acer- 
cando  al   medio   día. 

El  que  enfermaba,  aunque  fuera  de  un  dolor  de  muelas, 
cuando  ciertos  signos  que  él  apunta  se  hallasen  de  bureo  en 
cierta  casilla,  no  tenía  otro  remedio  que  mandar  por  mortaja 
y  cajón,  para  hacerse  enterrar. 

Para  tener  larga  cabellera  había  que  hacérsela  cortar  es- 
tando la  Luna  creciente  en  Virgo;  y  para  conseguir  que  el 
pelo  no  creciera  pronto,  esperar  á  la  Luna  menguante  en  Li- 
bra. Las  uñas  debían  cortarse  estando  la  Luna  en  Tauro  ó  en 
León. 

Quien  tuviese  la  desgracia  de  enjgendrar  un  muchacho,  es- 
tando Venus,  Marte,  Saturno  y  Mercurio  en  determinada  ix)si- 
ción,  no  debía  culpar  más  que  á  su  ignorancia  en  Astrolo- 
gía,  si  el  mamón  resultaba  (lo  que  no  podía  marrar,  según 
Figueroa)  con  joroba,  seis  dedos  en  la  mano,  como  diz  que 
los   tuvo   Ana   Bolena,   ú  otro   desperfecto. 

Engendrar  bajo  la  influencia  de  tales  y  cuales  astros  era 
para  que  el  muchacho  saliese  un  facineroso,  ó  si  era  hembra 
el  engendro,  una  pelandusca.  En  cambio  todo  el  que  se  suje- 
tase á  las  reglas  astrológicas,  tendría  los  hijos  con  cualidades 
á  medida   del   desea.   Por  lo   menos,   serafines   de   altarcico. 

Cuando,  en  una  mujer  embarazada,  las  pulsaciones  de  la 
mano  derecha  eran  más  vigorosas  que  las  de  la  mano  izquierda, 
sin  género  de  duda  qué  el  fruto  sería  varón. 

No  es  cuento  de  que  yo  me  eche  á  borronear  carillas  de 
papel,  que  con  lo  apuntado  sobra  para  que  el  lector  se  for- 
me concepto  del  libro,  que  tuvo  gran  boga  en  su  tiempo,  y 
del  que  no  había,  en  Lima,  casa  de  buen  gobierno  ó  de  ma- 
trimonio bien  avenido,  donde  no  hubiese  un  ejemplar  más 
manoseado  que  la  Alfalfa  espiritual  para  los  borregos  de  Cristo 
y  la  Bula  de  Cruzada. 

Esos  eran  tiempws  en  los  que  cuando  uno  se  encontraba 
con  un  pelo  en  la  sopa,  decía:— i  Demonios!  ¿de  quién  será 
esta  hebra  de  i>elo?— La  conozco,  contestaba  de  fijo  un  co- 
mensal, es  de  la  hija  de  la  cocinera,  que  es  una  muchacha 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  67 

muy  guapa.— ¿De  veras?  Pues  me  la  guardo— y  limpiaba  la 
hebra  con  la  servilleta  y  se  la  guardaba  en  el  bolsillo.  Di- 
cen los  astrólogos  que  xin  cabello  de  buena  moza  traía  ven- 
tura al  poseedor. 

V  tan  rodeada  de  supersticiosas  y  pueriles  prácticas  andaba 
la  ciencia  médica,  en  Lima,  que  cuando  el  profesor  de  Ana- 
tomía se  hallaba  en  el  compromiso  de  dar  á  sus  discípulos 
lección  sobre  el  cadáver,  en  el  anfiteatro,  antes  de  esgrimir 
cuchilla  y  escalpelo,  rezaba  en  unión  de  los  presentes,  una 
plegaria  en  latín  por  el  alma  del  difunto. 


II 


La  Astrología  médica  tuvo  también  sus  impugnadores,  y 
el  mar»  enérgico  fué  don  Juan  Jerónimo  Navarro,  médico  va- 
lenciano que,  con  el  título  Disertación  astronómica^  publicó,  en 
Lima,  un  interesante  opúsculo,  impreso  en   1645. 

Ocurrióle  al  doctor  Navarro,  (y  precisamente  esta  ocurren- 
cia fué  la  que  lo  impulsó  á  escribir  su  Disertación)  que  habiendo 
recelado  un  purgante  á  uno  de  sus  enfermos,  que  era  encum- 
brado personaje,  negóse  el  boticario  á  despacharlo.  Y  no  sólo 
se  negó  sino  que  le  escribió  al  enfermo  la  siguiente  esquelita 
que,  ad  pedem  literm^  copio  del  ya  citado  librejo. 

«Señor  mío:  Vuesamerced  no  siga  el  parecer  del  doctor, 
» aunque  él  lo  mande;  pwrque  mañana,  á  las  cinco,  es  la  con- 
ijunción,  que  si  fuera  por  la  tarde  no  correría  vuesamerced 
llanto  riesgo.  De  más  que  hoy  no  he  hecho  purga  ningu- 
»na,  ni  tal  se  puede  hacer  hasta  que  pase  la  conjunción.  Vue- 
»samerced  vea  lo  que  le  parece,  que  á  mí  no  me  mueve  otra 
teosa  más  que   la  conciencia.— Guarde  Dios  á  Vuesamerced». 

Combatiendo  la  crasa  ignorancia  y  necedad  del  boticario  cha- 
pucero, dice  el  doctor  Navarro  que  acatar  las  supersticiones 
astrológicas,  tan  bien  acogidas  por  el  pueblo,  no  redunda  sino 
en    descrédito   del   médico   y  regalo   para   curas   y  sacristanes. 


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68  RICABDO   PALMA 

Los  deudos  del  finado,  como  era  de  cajón,  se  dividieron 
en  bandos.  Unos  echaban  pestes  contra  el  boticario,  entro- 
metido y  palangana,  y  otros  bufaban  contra  el  galeno  ignoran- 
tón. Este  protestó  más  que  el  protestante  inglés,  y  acudió  al 
prolomédico  solicitando  que  impusiese  castigo  severo  al  cri- 
ticastro de  autorizada  receta.  El  boticario,  contestando  al  tras- 
lado, puso  al  querellante  de  camueso  y  farfullero  que  no  ha- 
bía por  dónde  cogerlo;  y  lo  peor  es  que  con  el  manipulador 
de  pildoras,  ungüentos  y  jaropes  hicieron  causa  común  los  de- 
más del  gremio,  entusiastas  creyentes  en  la  Astrología  y  sus 
maravillas,  á  pesar  de  que  ya  empezaba  á  popularizarse  la  re- 
dondilla que  dice: 

El  mentir  de  las  estrellas 
es  muy  seguro   mentir, 
porque  ninguno  ha  de  ir 
á  preguntárselo  á  ellas, 

redondilla  que,  en  nuestro  siglo,  ha  sido  reemplazada  con  esta 
oirá  de  autor  anónimo: 

Sobre  microbios  mentir, 
es  mentir  de  gente  sabia, 
pues  se  llega  á  conseguir 
dejar  á  todos  en  Babia. 

El  protomédico  se  vio  en  las  delgaditas,  ó  en  apuros  para 
fallar.  No  se  sentía  con  coraje  para  declararse  contra  las  pre- 
ocupaciones dominantes,  y  en  tamaño  conflicto  cortó  por  lo 
sano;  esto  es,  declinó  de  jurisdicción  enviando  el  proceso  á 
Madrid,  que  fué  como  mandarlo  al  Limbo.  Por  el  vai>or  de 
la  primera  quincena  del  siglo  entrante  espero  la  sentencia  del 
proceso. 


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i\  por  qsé  fray  Martfs  de  tos  Forres,  santo  timcüo,  «o  liacc  ya  mitagros 

A  Carlos  Rey  dé  Castro,  en  el  Paraguay. 


Para  santo  milagroso  ó  facedor  de  milagros,  mi  paisano  fray 
Martín  de  Porres.  Se  lo  echo  de  tapada  á  cualquier  santo  de 
Europa. 

Como  ya  en  otra  tradición  he  escrito  una  sucinta  biografía 
de  fray  Martín,  que  fué  un  bendito  de  Dios,  con  poca  sal  en 
la  mollera  pero  con  mucha  santidad  infusa,  no  he  de  repetirla 
ahora.  De  mis  cocos,  pwcos.  Bástele  al  lector  saber  que  como 
el  viejo  Porres  no  le  dejó  á  su  retoño  otra  herencia  que  los 
siete  días  de  la  semana  y  una  uña  en  cada  dedo  para  rascarse 
las  pulgas,  tuvo  éste  que  optar  por  meterse  lego  dominico  y 
hacer  milagros.  Dios  sobre  todo,  como  el  aceite  sobre  el  agua. 

Cuando  no  había  en  mi  tierra  la  plaga  de  radicales,  maso- 
nes y  librepensadores,  cuando  todos  creíamos  con  la  fe  del 
carbonero,  ni  pizca  de  falta  hacían  los  milagros,  y  los  tenía- 
mos á  granel  ó  á  boca  qué  quieres.  ¿Por  qué  será  que  hoy 
en  que  acaso  convendrían  para  reavivar  la  fe,  no  tenemos  si- 


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70  RICARDO    PALMA 

quiera  un  milagrito  de  pipiripao  por  semana?  Será  por  algo, 
que  yo  no  he  de  perder  mi  ecuanimidad  averiguando  lo  que 
no  me  importa  saber.  ¿Quién  me  mete  en  esas  honduras? 

El  famoso  escritor  y  orador  sagrado  padre  Ventura  de  la 
Ráulica,  en  su  p>anegírico  de  fray  Martín  de  Forres,  impreso  en 
1863,  refiere  que,  sin  moverse  de  Lima,  estuvo  nuestro  santo 
compatriota  en  las  Molucas,  y  en  la  China,  y  en  el  Japón, 
libertando  del  martirio  á  jesuítas  misioneros,  pues  Dios  le  con- 
cedió el  privilegio  de  la  bilocación  ó  doble  presencia,  gracia 
que  le  negara  á  san  Felipe  Neri  cuando  éste  la  pretendió.  El 
padre  Ventura  añade  que  lo  que  él  nos  cuenta,  en  su  citado 
panegírico,  consta  en  el  proceso  de  canonización.  Me  doy  tres 
puntadas  con  hilo  grueso  en  la  boca,  y  no  me  opongo  al  mila- 
gi*o.  Yo,  en  cosas  de  frailería,  á  todo  digo  amén^  pues  no  quie- 
ro parecerme  al  amanuense  del  tirano  Rozas,  que  puso  en 
peligro  la  pellejina  por  andarse  con  recancanillas  y  dingolo- 
dangos.  No  desperdiciaré  esta  oportunidad  para  contarlo.  Pue- 
de el  lector  fumar  un  cigarrillo  mientras  dure  el  cuento. 

Diz  que  el  amanuense  le  leía  una  tarde  al  supremo  dictador 
las  pruebas  de  una  oda  que  debía  aparecer  en  la  Gaceta  oficial 
del  25  de  Mayo,  y  al  llegar  á  unos  versos  que  decían: 


el  pueblo  te  venera, 

y  el  argentino  sabe  que  en  tus  manos 

flameará  victoriosa  su  bandera. 


lo  interrumpió  don  Juan  Manuel  diciendo:— No  me  gusta  ese 
verso.  Donde  dice  bandera  ponga  usted  eííamZar/e.— Excelentí- 
simo señor  (se  atrevió  á  argüir  el  mocito  palangana)^  como  es- 
tandarte no  es  consonante  de  bandera,  va  á  resultar que  no 

resulta  verso.— Don  Juan  Manuel  de  Rozas  no  aguantaba  pi- 
cada de  cáncano  y,  dando  feroz  puñada  sobre  la  mesa,  gritó: 
— lCar...amba!  Cállese  la  boca  y  ponga  estandarte,  antes  que  lo 
haga  degollar  por  salvaje  unitario. 

Fuera  el  cigarrillo.   Vuelvo  á  mis  carneros,  esto  es,   á  los 
milagros.  Allá,  en  el  primer  tercio  del  siglo  xvii,  cuando  los 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  71 

aniigos  se  encontraban  en  la  calle  no  se  decían  como  ogaño 
¿qué  hay  de  nuevo?  ¿renuncia  ó  no  renuncia  el  ministerio? 
sino  ¿qué  me  cuenta  usted  de  milagros?  ¿ha  hecho  alguno 
nuevo,   de  ayer  á  hoy,   el   bienaventurado  fray   Martín? 

Todas  las  mañanas  acudía  á  la  partería  del  convento  de 
santo  Domingo  un  cardumen  de  viejas  y  muchachas  devotas 
en  demanda  del  lego,  y  en  solicitud  de  un  prodigio  más  ó 
menos  morrocotudo.  Hasta  la  Carita  de  cido^  hembra  que  como 
fea  no  tenía  nada  que  pedir  á  Dios,  pues  su  fealdad  era  de 
veintitrés  quilates  como  la  de  Picio,  pretendió  del  santo  limeño 
que  la  embelleciese,  milagro  que  diz  que  no  pudo,  no  quiso 
ó  no  sufK)  hacer  fray  Martín.  Si  lo  hace  se  divierte,  porque 
las  feas  de  un  ¡Jesús  María  y  José!  no  le  habrían  dejado  á  sol 
ni   á  sombra. 

Fastidiado  el  prior  de  que  á  la  portería  de  su  convento 
acudieran  más  faldas  que  al  jubileo,  resolvió  cortar  por  lo 
sano,  y  llamando  una  mañana  al  taumaturgo  le  dijo:--Her- 
mano  Martín,  bajo  de  santa  obediencia  le  prohibo  que  haga 
milagros  sin  i>edirme  antes  permiso.-— Acato  la  prohibición,  re- 
verendo padre. 

Pero  fray  Martín  era  de  suyo  milagrero,  y  sin  darse  cuenta, 
sin  propósito  é  intención  de  desobedecer  al  mandato,  seguía 
menudeando  milagritos  de  poca  entidad. 

Sucedió  que  un  día  resbalóse  de  altísimo  andamio  un  al- 
bañil  que  se  ocupaba  en  la  reparación  de  un  claustro,  y  en 
su  cuita  gritó:— ¡Sálveme,  fray  Martín!  El  legó  alzó  las  ma- 
nos, y  le  contestó:— Espere,  hermanito,  que  voy  por  la  supe- 
rior licencia.— Y  el  albañil  se  mantuvo  en  el  aire,  patidifuso 
y  pluscuamperfecto  como  el  alma  de  Garibay,  esperando  el 
regiego  del  lego  dominico. 

—  ¡A   buenas   horas,   mangas  verdes!   dijo   el   prelado.   ¿Qué 

permiso   te   voy   á  dar   si   ya   has   hecho   el   milagro?   En  fin, 

anda  y  remátalo.   Pase  por  esta   vez,  pero   que  no  se  repita. 

Este  milagro  hizo  en  Lima  más  ruido  que  una  banda  de 

tambores,  y  fué  más  sonado  que  las  narices. 

Fallecido  fray  Martín  en  No\iembre  de  1639,  á  los  sesenta 
años  de  edad,  nadie  se  quedó  en  mi  tierra  sin  reliquia  de 
un   retacito   del   hábito   ó  de   la   camisa,   ó  por   lo   menos   sin 


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72  RICARDO    PALMA 

una  pulgarada  de  tíerra  extraída  de  la  sepultura,  tierra  que 
guardaban  en  un  saquito  de  terciopelo,  y  que,  á  guisa  de  re- 
licario, llevaban  los  crédulos  devotos  pendiente  del  cuello.  Esta 
tierra  diz  que  era  eficaz  específico  contra  la  diarrea. 

Con  el  correr  de  los  tiempos  las  reliquias  fueron  al  basu- 
rero, y  las  que  se  conservaban  en  el  convento  las  mandó  en- 
cerrar en  una  caja  el  primer  arzobispo  republicano  don  Jorge 
Benavente,  y  en  28  de  Septiembre  de  1837  las  remitió  á  Roma 
consignadas  al  general  de  la  orden  de  predicadores.  Vaya  si 
hemos  sido  ingratos  los  limeños  con  nuestro  santo  paisano, 
pues  de  él  no  tenemos  ya  ni  reliquias!  Lo  siento,  pero  no 
puedo  llorar  por  tamaña  ingratitud.  Yo  no  he  de  ser  como 
el  verdugo  de  Málaga,  que  se  murió  de  pena,  porque  á  un 
conocido  suyo  le  echó  el  sastre  á  perder  unos  pantalones  sa- 
cándoselos estrechos  de  pretina. 

Durante  muchos  meses  dio  el  pueblo  en  acudir  á  la  tumba 
de  fray  Martín  en  solicitud  de  milagros,  y  el  difunto  no  siem- 
pre anduvo  remolón  para  hacer  favores.  Pero  una  mañana 
se  levantó  con  la  vena  gruesa  el  padre  prior,  y  precedido  i)or 
la  comunidad  se  encaminó  á  la  sepultura,  donde  con  acento 
solenme  y  campanudo  dijo:— Hermano  Martín,  cuando  vivías 
en  el  mundo  obedeciste  humildemente  mis  mandatos,  y  no  he 
de  creer  que  en  el  cielo  te  hayas  vuelto  orgulloso  y  rebelde 
á  tu  superior  jerárquico,  negándole  la  santa  obediencia  que 
juraste  un  día.  Basta  de  milagros.  Te  intimo  y  mando  que 
no  vuelvas  á  hacerlos. 

Y  que  nuestro  santo  paisano  acató  y  sigue  acatando  la  im- 
posición de  su  prelado,  lo  comprueba  el  que,  ni  por  buro- 
nada,  se  ha  hablado  de  milagros  prodigiosos  por  él  realizados 
de-jpuéó  del  año  1640. 

Lo  que  es  ahora,  en  el  siglo  xx,  más  hacedero  me  parece 
criar  moscas  con  biberón  que  hacer  milagros. 


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LLUVIA  DE  CUERNOS 

f 

Véame  en  las  congojas  del  zampabodigos  Poncio  Pílalos  si 
no  es  verdad  que  en  la  imperial  villa  de  Potosí,  allá  por  los 
años  de  1647,  llovieron  cuernos. 

Fué  el  caso  que  en  1617  vino  de  España  á  América,  con 
nombramiento  real  de  Gobernador  de  Potosí,  el  hidalgo  don 
Luis  Antonio  de  Oviedo,  Herrera  y  Rueda,  natural  de  Madrid 
y  caballero  de  Santiago,  el  cual  con  el  correr  de  los  tiempos 
y  por  sus  personales  merecimientos,  obtuvo  de  la  corona  ei 
nobiliario  título  de  conde  de  la  Granja.  Es  don  Luis  Antonio 
de  Oviedo  autor  del  celebrado  pwema,  en  octavas.  Vida  de  San- 
ta JRosa^  y  de  otro,  en  romance,  titulado  Pasión  de  Cristo.  El 
conde  poeta  murió  en  Lima  en  1717,  á  los  ochenta  años  de 
edad. 

Muy  popular  y  querido  en  Potosí  era  su  señoría,  porque, 
á  fuerza  de  sagacidad  y  no  de  garrote,  alcanzó  á  poner  tér- 
mino á  las  sangrientas  querellas  de  criollos  y  vascongados,  y 
porque  fué  tan  generoso  amparador  de  los  indios  que  forzó 


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7i  RICARDO    PALMA 

á  los  ricachos  mineros  á  remunerar  el  rudo  trabajo  de  los 
peone;,  con  un  pequeño  aumento  de  salario. 

El  excelentísimo  señor  conde  de  Lemos,  virrey  del  Perú, 
que  era  un  gallego  con  cabeza  de  cocobolo,  desaprobó  el  pro- 
cedimiento de  su  señoría  el  Gobernador  y  le  ordenó  que,  en 
el  término  de  la  distancia,  se  presentase  en  Lima  á  dar  cuen- 
ta de  sus  actos,  entregando  el  gobierno  de  la  villa  á  don  Diego 
de  tJlloa,  del  hábito  de  Santiago,  y  tan  gallego  como  su  ex- 
celencia 

Era  el  de  Ulloa  un  viejo  escuchimizado  y  carantamaula,  el 
cual,  según  la  voz  pública,  andaba  muy  bien  de  capitales,  como 
que  tenía  los  siete  pecados. 

En  cuanto  á  talento  administrativo  parece  que  no  tenía  mu- 
chos sesos  en  la  sesera,  y  sí  mucho   aserrín  y  virutas. 

Llevaba  don  Diego  casi  dos  años  de  gobierno  en  Potosí, 
donde  por  sus  arbitrariedades,  codicia  y  corrupción  se  había 
conquistado  universal  odiosidad,  cuando  pwr  correo  de  bru- 
jas se  supo  que  á  Lima  había  llegado  una  real  orden  des- 
aprobando la  destitución  de  Oviedo,  y  disponiendo  que  vol- 
viese al  gobierno  de  la  imperial  villa.  El  mismo  correo  de 
brujas  trajo  también  la  nueva  de  que  el  virrey  conde  de  Le- 
mos era  ya  alma  de  la  otra  vida. 

Oficialmente  no  se  tenía  pwr  la  autoridad  la  menor  noti- 
cia, ni  nadie  había  recibido  en  Potosí  carta  en  que  ambas  no- 
vedades se  comunicasen;  pero  el  pueblo  creía  tan  á  pie  jun- 
tilias  en  la  veracidad  del  correo  de  brujas  que  una  noche 
se  echaron  grupos  á  recorrer  las  calles,  quemando  cohetes  y 
dando  vítores  á  Oviedo. 

Asomóse  don  Diego  de  Ulloa  al  balcón  para  informarse 
de  lo  que  motivaba  tamaño  alboroto,  é  instruido  de  la  causa 
echó  un  valecuatro,  y  continuó:— Ya  pueden  ustedes,  gi-andí- 
simos  borrachos,  dejarse  de  bullanga  y  largarse  á  sus  casas, 
antes  que  me  atufe  y  haga  una  gallegada  como  mía.  Espe- 
ren ustedes  á  su  mentecato  Oviedo  como  esperan  los  judies 
al  Mesías,  que  ese  mamarracho  volverá  de  Gobernador  el  día 
que  lluevan  cuernos  sobre  mi  cabeza.  (Nota  bene.— Su  señoría 
militaba  en  el  gremio  de  los  solterones  y  era  pescador  de  an- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  75 

cho\eias  en  playa  mansa).  A  su  casa  todo   el  mundo  he  d¡- 
clio,  y  largó   otro  valecuatro. 

Y  sil.'  más  estrépito  se  disolvió  la  manifestación,. como  aho- 
ra decimos. 

Corrieron  dos  semanas  sin  avanzar  en  noticias.  Entre  tanto 
los  partidarios  de  Oviedo,  que  eran  casi  t®dos  los  vecinos, 
se  echaron  á  comprar  cuernos  de  carneros,  ovejas  y  toros,  en 
el  rastro  ó  matadero  de  Potosí,  y  una  mañana,  á  la  hora  del 
apelde  matinal,  volvió  la  turba  populachera  á  presentarse  bajo 
los  balcones  del  Gobernador. 

Este  brincó  del  lecho  y,  á  medio  vestir,  se  presentó  con 
ánimo  de  echar  á  la  muchitanga  un  par  de  bravatas  y  cua- 
tro barbaridades;  pero  los  manifestantes,  apenas  vislumbra- 
ron la  silueta  de  don  Diego,  empezaron  á  rasguear  charan- 
gos y  guitarras,  acompañando  á  un  andaluz  de  voz  potentí- 
sima que  cantó  esta  copla: 

Viejo  archipámpano   y   loco, 
puedes  ya  irte   á  los   infiernos, 
¿de   cuernos   pediste  lluvia? 
pues  toma  lluvia  de  cuernos. 

Y  sil',  más  llovieron  cornamentas  sobre  su  señoría,  forzán- 
dolo á  refugiarse  en  el  salón  para  no  ser  descalabrado. 

Pocas  horas  después  entró  en  Potosí,  bajo  arcos  triunfa- 
les y  pisando  sobre  barras  de  plata,  el  futuro  conde  de  la 
Granja 

Don  Diego  siguió  como  vecino  en  la  imperial  villa,  en  la 
condición  de  san  Alejo,  es  decir,  cornudo  y  conforme,  méri- 
tos por   los   que   éste   alcanzó   el   cielo  y  la   santidad. 


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UNA  CAUSA  POR  PERJURIO 


El  21  de  Mayo  de  1606  se  presentó  ante  un  escribano  de 
la  imperial  villa  de  Potosí  un  mestizo  nombrado  Diego  de 
Valverde,  natural  de  Lima  y  de  veinticinco  años  de  edad,  re- 
cienlcmente  casado  con  Catalina  Enríquez,  de  dieciocho  aflos, 
nacida  en  Potosí  é  hijastra  de  Domingo  Romo,  español,  marido 
de  Leonor  Enríquez,  solicitando  que  se  extendiese  una  escri- 
tura por  la  cual  constara  que  juraba  á  Dios  y  á  una  cruz, 
puebla  la  mano  sobre  los  santos  Evangelios,  que  se  obligaba 
á  no  fumar  tabaco  y  á  no  beber  chicha  ni  vino  durante  dos 
años,  bajo  pena  de  que,  si  en  ese  lapso  de  tiempo  quebran- 
taba el  juramento,  se  le  tuviese  por  infame  perjuro,  y  com- 
prometido á  pagar  quinientos  pesos,  de  plata  ensayada  y  mar- 
cada, para  sustento  de  los  presos  en  las  cárceles  del  Santo 
Oficio.  Extendió  el  cartulario  la  escritura,  firmándola  Valver- 
de y  suscribiendo  como  testigos  Domingo  Romo  (el  marido 
de  la  suegra),  Rodrigo  Pérez  y  Alonso  Donayre. 

Este  documento,  que  á  la  vista  he  tenido  para  extractar- 
lo, se  encuentra  en  un  tomo  de  manuscritos  de  la  Biblioteca 
de  Lima  que  lleva  por  título  Papeles  de  la  Inquisición. 

No  había  aún  transcun-ido  un  año  cuando,  el  2  de  Abril 
de  1607,  se  presentaron  ante  el  padre  Antonio  de  Vega  Loay- 
za,  jesuíta  y  comisario  del  Santo  Oficio  en  Potosí,  dos  muje- 
res llamada  Leonor^  Enríquez,  de  treinta  y  seis  años  de  edad, 
y  Catalina  Enríquez,  de  diecinueve  años,  suegra  la  primera 
y  espesa  la  otra  de  Valverde,  acusando  á  éste  de  que,  en  ple- 
na borrachera,  había  dado  una  pedrada,  que  le  ocasionó  la 


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78  RICARDO    PALMA 

muerlc.  á  Domingo  Romo,  padrastro  de  la  última,  y  asiládo- 
se  en  la  iglesia  mayor. 

Llenados  los  trámites  para  obtener  la  extradición  del  reo 
que  se  acogiera  á  sagrado,  el  gobierno  secular  inició  contra 
Valvcrdc  causa  por  asesino,  á  la  vez  que  la  Inquisición  lo 
enjuiciaba  por  perjuro,  reclamando  los  quinientos  morlacos  que 
rezaba  el  documento. 

Valverde  se  defendió  en  regla.  Dijo  que  del  tenor  literal  de 
la  escritura  no  resultaba  que  él  se  hubiese  obligado  á  no  em- 
briagarse, sino  á  no  hacerlo  con  chicha  ni  con  vino;  pero 
que  estaba  en  su  derecho  para  emborracharse  con  aguardien- 
te, licor  que  empezara  á  consumir  en  abundancia  desde  el  día 
en  que  se  impuso  la  obligación  de  renunciar  á  los  otros  de 
que  antes  fuera  devoto. 

Hubo  la  mar  de  declaraciones.  Todos  los  testigos  conve- 
nían en  que  era  Valverde  borracho  habitual;  pero  no  hubo 
bodegonero,  expendedor  de  vino,  ni  chichera  que  declarase  ha- 
berle vendido  zumo  de  parra  ó  de  maíz.  ítem,  en  lo  corrido 
de  afio,  nadie  le  había  visto  fumar  ni  un  cigarrillo. 

Esto  nos  trae  á  la  memoria  la  historieta  del  alemán  bo- 
rrachín á  quien  su  mujer  rogaba  que  no  consumiese  cerveza, 
y  él  la  ofreció  solemnemente  que  con  el  último  día  del  año 
lomaría  la  última  chispa  de  licor  amargo.  En  efecto,  el  31  de 
Diciembre,  poco  antes  de  las  doce  de  la  noche,  se  presentó 
ante  su  costilla  en  temporal  deshecho,  y  la  dijo: 

Permita  Dios  que  reviente 
antes  que  cerveza  beba. 

Año   nuevo,   vida  nueva 

Desde  mañana...  i  aguardiente ! 

El  padre  Vega  Loayza,  que  era  el  juez  en  el  proceso  inqui- 
sitcrial,  se  convenció  de  que  estaba  perdiendo  su  tiempo  y 
su  latín,  y  sobreseyó  en  la  causa  de  perjurio,  si  bien  el  juez 
secular  condenó  á  Valverde  á  sólo  cinco  años  de  cárcel  por 
haber  descalabrado  al  marido  de  su  suegra,  parentesco  que 
de   Suyo   constituía   motivo   atenuante   del   homicidio. 


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HISTORIA  DE  UNA  EXCOMUNIÓN 

Al  doctor  Dickson  Hünter,  en  Arequipa. 

Se  ha  declarado  usted  mi  proveedor  de  café, 
compartiendo  anunlmente  conmifro  el  muy  ex- 
quisito (jue  le  reirnla  alfsún  ««radecidn  enferno 
de  BU  clientela.  Soy,  pues,  su  deudor,  y  cúmple- 
me pairarle  en  la  única  moneda  que  puede  ya  ser 
(jarata  &  un  ricacho  como  usted.  Ábrame  cuenta 
nueva,  y  dé  por  caacelada  la  de  aftos  anterío'  qs 
con  la  tradición  que  hoy  le  dedica  su  muy  devoto 
amigo.— R.  P. 

I 

El  Dean  de  la  Catedral  del  Cuzco  doctor  don  Fernando 
Pérez  Oblitas  fué  elevado  á  la  categoría  de  Provisor  del  obis- 
pado en  sede  vacante  por  fallecimiento  del  ilustrísimo  doctor 
don  Pedro  Morcillo,  acaecido  el  sábado  santo  l.Q  de  Abril  de 
1747,  precisamente  á  la  hora  en  que  las  campanas  repicaban 
gloria. 

Entre  los  primeros  actos  de  eclesiástico  gobierno  del  se- 
ñor Dean,  hombre  más  ceremonioso  que  el  día  de  año  nue- 
vo, cuéntase  un  edicto  prohibiendo,  con  pena  de  excomunión 


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80  RICARDO    PALMA 

mayor  ipao  facto  incurrenda,  que  los  viejos  usasen  virrete  den- 
tro del  templo,  y  otro  reglamentando  la  indumentaria  feme- 
nina, reglamentación  de  la  cual  resultaban  pecaminosos  los 
trajes  con  cauda  en  la  casa  del  Señor.  Es  entendido  que  las 
infractoras  incurrían  también  en  excomunión,  pues  en  la  ciu- 
dad de  los  Incas,  ateniéndome  á  las  muchas  excomuniones  de 
que  hace  mención  el  autor  del  curioso  manuscrito  Anales  del  Cuz- 
cOy  se  excomulgaba  al  más  guapo  y  á  la  más  pintada  por  tin 
quítame  esa  pulga  que  me  pica. 

El  Arcediano  del  Cuzco,  doctor  Rivadeneira,  era  un  viejo 
giniñóu  y  cascarrabias,  á  quien  por  cualquier  futesa  se  le  subía 
san  Telmo  á  la  gavia,  y  que  en  punto  á  benevolencia  para 
con  el  prójimo  estaba  siempre  fallo  al  palo.  Gastaba  más  or- 
gullo que  piojo  sobre  caspia,  y  en  cuanto  á  pretensiones  de 
ciencia  y  suficiencia  era  de  la  misma  madera  de  aquel  predi- 
cador molondro  que  dio  comienzo  á  un  sermón  con  estas  pala- 
bras—Dijo nuestro  Señor  Jesucristo,  y  en  mi  concepto  dijo 
bien —de  manera  que  si  hubieran  discrepado  en  el  concep- 
to, su  paternidad  le  habría  dado  al  hijo  de  Dios  una  leccion- 
cita  al  pelo.  Agregan  que,  i>or  vía  de  reprimenda,  cuando  des- 
cendió del  pulpito  le  dijo  su  prelado: 

Nunca,   nunca   encontraré, 
por  mucho  que  me  convenga, 
un  mentecato  que  tenga 
las  pretensiones  de  usté. 

El  4  de  Junio  del  antedicho  año  de  1747,  á  las  nueve  de 
la  mañana,  entró  en  la  Catedral  doña  Antonia  Peñaranda,  mu- 
jer del  abogado  don  Pedro  Echevarría.  Era  la  doña  Antonia 
señora  de  muchas  campanillas,  persona  todavía  apetitosa,  que 
gastaba  humos  aristocráticos  y  tenida  pwr  acaudalada,  como 
que  era  de  las  pocas  que  vestían  á  la  moda  de  Lima,  de 
donde  la  venían  todas  sus  prendas  de  habillamiento  y  ador- 
no. Acompañábala  su  hija  Rosa,  niña  de  nueve  años,  la  cual 
lucía  trajecito  dominguero  con  cauda  color  de  canario  acon- 
gojado. 

Principiaba  la  misa,  y  todo  fué  uno  ver  que  madre  é  hija 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  81 

se  airodillaban  para  persignarse,  y  gritar  con  voz  de  bajo  pro- 
fundo su  señoría  el  Arcediano:—! Fuera  esas  mujeres  que  tie- 
nen la  desvergüenza  de  venir  con  traje  profano  á  la  casa  de 
Dios!  ¡Fuera!  ¡Fuera! 

Doña  Antonia  no  era  de  las  que  se  muerden  la  punta  de 
la  lengua,  sino  de  las  que  cuando  oyen  el  Dominus  vohiscum 
no  hacen  esperar  el  et  cum  spiritu  tuo.  Dominando  la  sorpre- 
sa y  el  sonrojo,  contestó:— Perdone  el  señor  canónigo  mi  ig- 
norancia al  creer  que  el  mandato  no  rezaba  con  la  niña,  ade- 
más de  que  no  he  tenido  tiempo  para  hacerla  saya  nueva, 
y  la  he  traído  para  que  no  se  quedara  sin  misa. 

En  vez  de  calmarse  con  la  disculpa,  el  señor  Arcediano 
se   subió   más   al   cerezo,   y  prosiguió   gritando:— He   mandado 

que  se  vaya  esa  mujer  irreligiosa Bótenla  á  empellones 

¡Fuera  de  la  iglesia!  ¡Fuera! 

Dios  concedió  á  la  mujer  cuatro  armas,  á  cual  más  tre- 
menda: la  lengua,  las  uñas,  las  lágrimas  y  la  pataleta.  Doña 
Antonia  oyéndose  así  insultada,  tomó  de  la  mano  á  Rosita  y 
se  encaminó  á  la  puerta,  diciendo  en  alta  voz:— Vamos,  niña, 
que  no  está  bien  que  sigamos  oyendo  las  insolencias  de  este 
zamboj  borrico  y  majadero. 

¿.Zambo  dijiste?  ¡Santo  Cristo  de  los  temblores!  ¿Y  tam- 
bién borrico?  ¡Válganme  los  doce  pares  de  orejas  de  los  doce 
apóstoles! 

El  Arcediano,  crispando  los  pxiños,  quiso  levantarse  en  per- 
secución de  la  señora;  mas  se  lo  estorbaron  el  sacristán  y 
el  perrero  de  la  Catedral. 

—¡Vayase  en  hora  mala  la  muy  puerca!  ¿Yo,  zambo?  ¿Yo^ 
borrico? 

En  puridad  de  verdad  lo  de  borrico  no  era  para  sulfu- 
rarse mucho,  y  bien  pudo  contestársele  con  el  pareado  de  un 
poeta : 


Hombre,  no   te  atolondres: 

borricos,  como  tú,  hay  hasta  en  Londres. 


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82 


RICARDO    PALMA 


¿Fero  lo  de  zambo,  á  quien  se  tenía  por  más  blanco  que 
el  caballo  del  Apocalipsis?  Ni  á  María  Santísima  le  aguanta- 
ba su  señoría  la  palabreja.  Antes  colgaba  la  sotana  y  se  me- 
tía almocrí,  esto   es,  á  lector  del  Koran   en  las  mezquitas. 

El  caso  es  que  su  señoría  el  Arcediano,  aunque  nacido  en 
España  y  de  padres  españoles,  era  bastante  trigueño,  como  si 
en  suó  venas  circularan  muchos  glóbulos  de  sangre  morisca. 

El  día  siguiente  fué  de  gran  alboroto  para  el  vecindario 
del  Cuzco,  porque  en  la  puerta  de  la  Catedral  apareció  fijado 
este  cartelón:— iTéngase  por  pública  excomulgada  á  Antonia 
^Peñaranda,  mujer  de  don  Pedro  Echevarría,  por  inobedien- 
ite  á  los  preceptos  de  Nuestra  Santa  Madre  Iglesia,  y  por  el 
•de&acato  de  haber  tratado  mal  de  palabras  al  señor  doctor 
*don  Juan  José  de  la  Concepción  de  Rivadeneira,  y  porque 
icon  sus  gritos  desacató  también  al  doctor  don  José  Soto,  pres- 
»bíttro,  que  estaba  actualmente  celebrando  el  Santo  Sacrifi- 
»cio.— Nadie  sea  osado  á  quitar  este  "papel,  bajo  pena  de  ex- 
»coniunión». 
Y  firmaba  el  Provisor  Pérez  Oblitas. 

Motivo  de  grave  excitación  para  los  canónigos  del  Cabildo 
eclesiástico  había  sido  el  suceso  de  la  misa  dominical.  Unos 
opinaron  por  meter  en  la  cárcel  pública  á  la  señora,  y  otros 
por  encerrarla  en  las  Nazarenas;  pero  estos  dos  espedientes 
ofrecían  el  peligro  de  que  la  autoridad  civil  resistiese  auto- 
rizar prisión  ó  secuestro.  Lo  más  llano  era  la  excomunión, 
que  al  más  ternejal  le  ponía  la  carne  de  gallina  y  lo  dejaba 
cabizlivo  y  pensabajo.  Una  excomunión  asustaba  en  aquellos 
ticmpoo  como  en  nuestros  días  los  meetings  populacheros.— 
¿Qué  gritan,  hijo?— Padre,  que  viva  la  patria  y  la  libertad. 
—Pues  echa  cerrojo  y  atranca  la  puerta. 

Las  principales  señoras  del  Cuzco,  entre  las  que  doña  Anto- 
nia gozaba  de  predicamento,  varios  regidores  del  Cabildo,  el 
superior  de  los  jesuítas  y  el  comendador  de  la  Merced,  iban 
del  Provisor  al  Arcediano,  y  de  éste  á  aquél,  con  empeño  para 
que  se  levantase  la  terrorífica  censura.  El  Provisor,  poniendo 
cara  de  Padre  Eterno  melancólico,  contestaba  que  por  su  parte 
no  habría  inconveniente,  siempre  que  la  excomulgada  se  avi- 
niese á  pagar  multa  de  doscientos  pesos  (la  mosca  por  delante), 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  83 

y  que  el  Arcediano  se  allanase  á  perdonar  á  su  ofensora.  Dios 
y  ayuda  costó  conseguir  lo  último  del  doctor  Rivadeneira,  des- 
pués de  tres  días  de  obstinada  resistencia. 

El  8  de  Junio,  día  en  cpie  se  celebraba  la  octava  de  Corpus, 
se  retire  el  cartel  de  excomunión,  y  el  Provisor  declaró  ab- 
suelta  é  incorporada  al  seno  de  la  Iglesia  á  la  aristocrática 
dama  que  no  tuvo  pepita  en  la  lengua  para  llamar  zambo,  y 
borrico,  y  majadero,  á  todo  un  ministro  del  altar. 


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LOS  MILAGROS  DEL  PADRE  RACIMO 


En  la  librería  del  convento  franciscano  de  Lima  tuve,  en 
1884,  oportunidad  para  leer  un  manuscrito  de  21  folios  con 
el  siguiente  título: — Cakta  que  escribió  el  P,  Fr.  Juan  García  Raci- 
mo,  religioso  descalzo  y  procurador  general  de  la  orden  de  N,  P.  San 
Francisco  en  Filipinas, 

De  buena  gana  habría  sacado  copia  íntegra  del  curioso  ma- 
nuscrito, que  ha  desaparecido  ya  de  la  librería;  pero  tuve  que 
limitarme  á  hacer  un  extracto  de  los  principales  milagros  que 
el  autor  consigna.  Discurriendo,  años  más  tarde,  en  Madrid, 
con  un  entendido  bibliófilo,  me  aseguró  éste  que  la  carta  del 
padre  Racimo  se  había  impreso,  en  España,  por  los  años  de 
1670  á  1674. 

Sin  comentarios,  va  el  extracto  de  todo  lo  que,  como  ma- 
ravilloso, relata  en  su  carta  el  padre  Racimo. 


Dice  el  buen  franciscano  que  en  1667,  hallándose  en  una 
gi'au  ciudad  de  la  China,  fué  testigo  de  que  durante  tres  horas 
cayó  lluvia  de  ceniza,  y  de  cpie  en  el  cielo  se  vieron  xma  colum- 
na, una  mitra  y  un  azote  formados  por  las  estrellas. 


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8()  lÜCARDO    PALMA 


lili  el  convento  de  Santo  Domingo  de  Manila,  estando  un 
religioso  en  el  coro  vio  entrar  á  nuestro  padre  san  Francisco 
en  la  capilla  mayor,  el  cual,  por  señas,  le  ordenó  que  se  re- 
tirase á  los  claustros.  Un  minuto  después  de  salido  éste,  se 
derrumbó  el  coro. 


Habiéndose  un  caimán  comido  el  costado  derecho  de  un 
indio,  llevaron,  en  la  noche,  el  cadáver  á  la  iglesia  para  darle 
sepultura,  y  el  obispo  dispuso  que  hasta  el  día  siguiente  se 
dejase  al  pie  de  la  imagen  de  san  Francisco.  Por  la  mañana 
hallaron  el  cuerpo  íntegro,  sin  faltarle  lo  devorado  por  el  cai- 
mán, y  lo  enterraron. 


Doce  mil  chinos  fueron  á  demoler  y  quemar  el  convento 
de  san  Diego;  pero  no  lo  toleró  el  santo,  porque,  á  cordonazos, 
arrojó  á  los  enemigos  en  el  río,  donde  se  ahogaron  muchos, 
pereciendo  los  restantes  á  manos  de  la  guarnición  española*. 

iValientazo  el  san  Diego! 


Una  escuadra  holandesa  de  doce  navios  comenzó  á  batir  la 
fortaleza  de  Cavite,  junto  á  la  cual  se  alzaban  la  iglesia  y  el  con- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  87 

vi'ulo  de  san  Diego.  Apareció  en  la  torre  una  señora  (María 
Sanlí&ima)  vestida  de  blanco,  que  cogía  las  balas  en  el  aire  y 
las  devolvía  sobre  los  buques  con  mayor  fuerza  que  las  lan- 
zadas por  los  cañones,  forzando  á  los  buques  á  retirarse  con 
averías. 

¡Qué  lástima  que  el  milagríto  no  se  haya  repetido  en  nues- 
tros díaó  con  los  norteamericanos!  Verdad  que  ya  no  hay 
milagros.  Hoy  ni  el  padre  Racimo  creería  en  ellos. 


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LAS  BARBAS  DE  CAPISTRANO 

No  fueron  pocas  las  contemporáneas  del  virrey  Abascal  que 
3'o  alcance  á  conocer  y  tratar  que,  cuando  hablaban  de  varo- 
nes de  poblada  barba,  solían  decir:— Este  hombre  tiene  más 
pelos  ei    la  cara  que  Capistrano. 

Por  supuesto  que  ellas  no  conocieron  al  tal  Capistrano, 
y  la  frase  la  habían  aprendido  de  sus  abuelas  y  madres. 

Buscaba  yo  ayer  un  áato  que  me  interesaba  en  la  Crónica 
fraimscana  del  padre  Torrubia,  dato  que  no  encontré,  cuando 
i  vayase  lo  uno  pwr  lo  otro!  las  barbas  de  Capistrano  apare- 
cieron ante  mis  quevedos,  y  como  no  soy  baúl  cerrado,  ahí  va 
la  historieta. 


Muy  gran  devoto  de  nuestro  padre  san  Francisco  era,  allá 
por  los  años  de  1780,  don  Juan  Capistrano  Ronceros,  rico  mi- 
nen» de  Pasco,  avencidado  en  Lima.  De  más  es  decir  que 
mensualmente  contribuía  con  gruesa  limosna  para  el  culto  del 


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90  RICARDO    PALMA 

seráfico  y  que,  por  ende,  los  frailes  lo  trataban  con  mucho 
mimo,   consideración  y  respeto. 

Este  don  Juan  Capistrano  militó,  en  los  tiempos  del  virrey 
Ama!,  entre  los  guardianes  del  fortín  que,  en  las  riberas  del 
río  Perene,  se  levantara  para  defender  esa  región  de  un  ataque 
de  indios  salvajes,  los  que  al  cabo  asaltaron  el  fortín  con  éxito 
para  ellos.  Entre  las  ruinas  se  conserva  todavía  un  cañón  fun- 
dido en  el  Perú,  en  el  que  se  lee  la  inscripción  siguiente: 


Quien   a   mi   rey  ofendiere 

a  veinte  cuadras  me  espere 

1741 

Ave   María. 


,  Una  pulmonía  doble,  de  esas  que  no  perdonan,  atacó  de 
improviso  á  Capistrano;  y  cinco  galenos,  en  junta,  declararon 
que  la  enfermedad  era  tan  incortable  como  un  solo  de  espadas 
con  cinco  matadores,  salvo  un  renuncio,  obra  de  la  Provi- 
dencia. Pero,  como  ésta  no  quiso  tomar  cartas  en  el  juego, 
tuvo  el  paciente  cpie  emprender  viaje  al  otro  barrio. 

Yacía,  tibio  aun,  el  cadáver  en  el  dormitorio,  del  que  cui- 
daban, en  una  habitación  vecina,  dos  mujeres  abrumadas  de 
sueño  y  de  cansancio,  cuando  se  les  apareció  un  franciscano, 
con  capucha  calada  y  brazos  cruzados  sobre  el  pecho,  quien 
las  dijo:— Hermani tas,  ya  queda  amortajado  el  difunto.— Y  di- 
cho esto,  desapareció,  dejando  patidifusas  á  las  guardianas  que 
no  habían  visto  entrar  alma  viviente  en  el  cuarto  mortuorio. 

.  La  esposa  de  Capistrano  hizo  llamar  al  padre  guardián, 
que  era  de  los  íntimos  de  la  casa,  y  éste  la  aseguró  que  nin- 
guno de  sus  recoletos  había  puesto  pie  fuera  de  claustros  des- 
pués de  las  ocho  de  la  noche.  La  única  novedad  ocurrida 
era  que  la  efigie  de  san  Francisco  había  amanecido  despojada 
de  hábito,  capilla  y  cordón,  prendas  con  las  que  aparecía  amor- 
tajado el  difunto,  al  que  se  hizo  muy  pomposo  entierro,  dán- 
dose sepultura  al  cadáver  en  el  cementerio  vecino  á  la  huerta. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  91 

que  era  donde  reposaban  los  restos  de  los  conventuales  y  de 
ios   buenos  cristianos   favorecedores   del   culto   seráfico. 

Pasaron  más  de  veinte  años  y  acaeció  la  muerte  del  ma- 
yorazgo de  don  Juan,  el  cual  había  imitado  á  su  padre  en 
la  devoción.  En  su  testamento  dejaba  un  bonito  legado  á  los 
franciscanos,  pidiéndoles  ser  sepultado  en  la  misma  fosa  en 
quíí  yacía  su  padre. 

Abierta  la  sepultura  de  Capistrano  se  encontró  el  cadáver 
incorrupto,  lo  que  nada  de  maravilloso  ofrece.  Lo  que  sí  tie- 
ne tres  p)ares  de  pelendengues,  en  materia  de  milagros,  y  que 
yo  creo  á  pie  juntillas  porque  lo  asegura  el  padre  Torrubia, 
que  fué  la  veracidad  andando,  es es  que  al  muerto  le  ha- 
bían crecido  las  barbas,  y  que  éstas  le  llegaban  hasta  la  cin- 
tura, lujo  de  que  no  disfrutó  ni  el  mismo  Jaime  el  Barbudo. 


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mmmwmmmmmwmmmmmmm^mmm^mítmmmmmwwmmmwtn^wwmmmwm^mm 


iüVIVA    EL    PUF!!! 


Ai  reglando  manuscritos  dispersos,  en  la  Biblioteca  Nacio- 
nal, dime  con  un  proceso  así  intitulado:— J.w/o«  criminales,  se- 
guidos de  oficio,  contra  los  que  quitaban  á  las  mujeres  el  postizo  que 
rargan  á  la   cintura. — Año  de  1783.— Lima. — Real  Sala  del  Crimen. 

El  título  era  tentador  para  mí.  Écheme  á  leer  el  proceso 
y,  después  de  leído,  resolvíme  á  presentarlo  en  extracto,  á  mis 
leclcres,  á  riesgo  de  que  digan  que  traigo  sin  tornillo  el  reloj 
de  la  cabeza,  pues  ocupo  mis  horas  de  descanso  en  sacar  á 
plaza  antiguallas. 

Fue  el  caso  que  el  ilustrísimo  señor  don  José  Domingo 
González  de  la  Reguera,  arzobispo  de  Lima,  escandalizado  con 
la  exageración  de  los  guarda-infantes  ó  faldellines,  fomentos 
ó  tafanarios,  como  entonces  se  decía,  ó  sea  crinolinas,  embu- 
chados, polisones,  categorías,  colchoncitos  y  puffs,  como  hoy 
decimos,  con  que  las  mujeres  daban  al  i>rójimo  gato  ,pK)r  lie- 
bre, fabricándose  formas  que  no  eran,  por  cierto,  las  verda- 
deras, promulgó  edicto  eclesiástico  prohibiendo  los  postizos. 
No  aparece  el  edicto  en  el  proceso,  y  por  eso  no  puedo  ase- 
gurar si  había  ó  no  pena  de  excomunión  para  las  hijas  de 
Eva  que  se  obstinasen  en  seguir  abultando  el  hemisferio  occi- 
dental, dando  con  ello  motivo  de  pecadero  á  nosotros  los  po- 
brecitos  nietos  de  Adán. 

Extractemos  ahora. 

Don  Valerio  Gassols,  capitán  de  la  guardia  de  su  excelen- 
cia el  Virrey  don  Agustín  de  Jáuregui,  se  presentó  el  10  de 
Noviembre  de  1783  ante  el  Alcalde  del  Crimen,  dando  cuenta 
de  haber  metido  en  chirona  á  más  de  cuarenta  muchachos 
que  andaban,  en  la  mañana  de  ese  día,  por  las  calles  prin- 


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94  RICARDO    PALMA 

cipales  de  la  ciudad,  desnudando  mujeres,  de  esas  de  orto- 
grafía dudosa,  i>ara  ver  si  llevaban  ó  no  postizo.  Añadió  su 
merced  que  aquello  era  una  indecencia  sin  nombre,  y  que  para 
ponerle  coto  á  tiempo,  antes  que,  alentándose  con  la  impu- 
nidad 6  desentendencia  de  los  oficiales  de  justicia,  llevaran 
el  desacato  y  el  insulto  á  personas  de  calidad,  había  echa- 
do guante  á  los  turbulentos,  empezando  por  el  cabecilla 
que  era  un  chileno,  mocetón  de  veinticinco  aftos,  el  cual  iba, 
á  caballo,  batiendo  una  bandera  de  tafetán  colorado,  enarbo- 
lada  en  la  punta  de  una  caña  de  dos  varas  de  largo. 

La  Sala  del  Crimen  mandó  organizar  el  respectivo  sumario, 
y  aquí  entra  lo  sabroso. 

Chepita  Navarro,  cuarterona,  de  veintitrés  años  de  edad, 
hembra  de  cuya  cara  llovía  gracia,  y  de  profesión  la  que  tuvo 
Magdalena  antes  de  amar  á  Cristo,  juró,  por  una  señal  de 
cruz,  que  i>asando  á  las  diez  de  la  mañana  por  la  plazuela 
de  San  Agustín,  acompañada  de  una  amiga,  dada  como  ella 

á  hacer  obras  de  caridad,  fueron  asaltadas  y no  prosigo, 

porque»  el  resto  de  la  declaración  es  muy  colorado^  y  la  Chepita 
catedrática  en  el  vocabulario  libre  de  las  cellencas. 

Idéntica  declaración  es  la  de  Antuca  Rojas,  blanca,  de  vein- 
ticinco años,  moza  que  lucía  un  pie  mentira  en  pantorrillas 
verdad,  y  de  oficio  corsaria  de  ensenada  y  charco. 

Cuentan  de  esta  Antuquita  que  yendo  en  una  procesión 
entre  las  tapadas  de  saya  y  manto,  un  galancete,  que  moti- 
vos de  resentimiento  para  con  ella  tendría,  la  dijo  grosera- 
mente: 

—  ¡Adiós,  grandísima  p...erra! 

A  lo  que  ella,  sin  morderse  la  lengua,  contestó: 

—Gracias,  cáballerito,  por  la  honra  que  me  dispensa  igua- 
lándome con  su  madre  y  con  sus  hermanas. 

También  declaró  Marcelina  Ramos,  otra  que  tal,  mestiza, 
de  veinte  años  de  edad  y  que  ostentaba,  en  vez  de  un  pan 
de  ojos  negros,  dos  alguaciles  que  prendían  voluntades. 

El  escribano  debió  ser,  por  mi  cuenta,  pescador  de  mar 
ancha  y  un  tuno  de  primera  fuerza;  porque  redactó  las  de- 
claraciones con  una  crudeza  de  palabras  que...  i  ya!  ¡ya! 

Resulta  de  las  declaraciones  todas,  que  los  cuadrilleros  ase- 


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MIS    ULTIMAS    TBADICIONES  95 

gurabaí'  que  el  Arzobispo  les  había  dado  la  comisión  de  arran- 
char,,, postizos;  y  que  no  fué  culpa  de  los  arranchadores  el 
que,  Junto  con  los  postizos,  desaparecieran  sortíjitas,  arelilos 
de  oro  y  otros  chamelicos. 

Las  declaraciones  de  los  muchachos  (que  casi  todos  te- 
nían apodo  como  Misturita,  Pedro  el  Malo,  Mascacoca,  y  Cor- 
cobita)  parecen  cortadas  por  un  patrón.  Todos  creyeron  que 
el  hombre  de  á  caballo,  que  enarbolaba  la  bandera  de  tafe- 
tán, sería  alguacil  cumplidor  de  mandato  de  la  justicia  y  que, 
como  buenos  vasallos,  no  hicieron  sino  prestarle  ayuda  y  bra- 
zo fuerte. 

Sólo  uno  de  los  declarantes,  Pepe  Martínez,  negro,  escla- 
vo, y  de  trece  aftos  de  edad,  discrepa  en  algo  de  sus  compa- 
flej'os.  Dice  este  muchacho  que,  en  la  esquina  de  la  Pescade- 
ría, un  hombre  sacó  clichülo  en  defensa  de  una  mujer:  que,  á 
la  bulla,  salió  del  palacio  arzobispal  un  pajecito  de  su  ilus- 
trísima  quien,  después  de  informarse  de  lo  que  ocurría,  dijo: 

—Lo  mandado,  mandado:  sigan  arranchando  c s,  y  al  que 

se  oponga  aflójenle  su  pedrada,  y  que  vaya  á  quejarse  á  la 
madre  que  lo  parió.— Añade  el  declarante  que  el  Arzobispo  es- 
taba asomado  á  los  balcones  presenciando  el  bochinche. 

Por  fin,  á  los  diez  días  de  iniciada  la  causa  la  Sala  del 
crimen,  compuesta  de  los  oidores  Arredondo,  Cerdán,  Vélez, 
Cabeza  y  Rezabal,  mandó  poner  en  libertad  á  los  muchachos, 
y  expidió  el  fallo  que  sigue: 

iVistOvJ  estos  autos,  y  haciendo  justicia,  condenaron  al  mes- 
>tizo  Francisco  de  la  Cruz,  natural  de  Concepción  de  Chile, 
>en  un  mes  de  presidio  al  del  Callao,  para  que  sirva  á  su 
«Majestad  en  sus  reales  obras,  á  ración  y  sin  sueldo,  y  se  le 
•apercibe  muy  seriamente  cpie,  en  caso  de  que  reincida  en 
»los  alborotos  por  los  que  ha  sido  encausado,  se  le  castigará 
>con  el  mayor  rigor  i)ara  su  escarmiento.— Lima,  y  Noviem- 
»bre  20  de  1783.— Cinco  rúbricas. — Egúsquizai», 

Desde  este  afto  quedó,  en  mi  tierra,  autorizada  pwr  el  Go- 
bierno civil  la  libertad  de  postizos,  libertad  que  ha  ¡do  en 
crcccndo  hasta  llegar  al  abominable  puff  de  nuestros  días. 

Afortunadamente,  las  limeñas  están  hoy  libres  de  que  Ar- 
zoLispo  escrupuloso  azuce  á  los  mataperros,  i  Viva  el  puff! 


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EL   MARQUES   DE   LA   BULA 


Lujo  para  las  familias  aristocráticas  de  Lima,  eii  el  pasado 
siglo,  era  tener  en  casa  oratorio  ó  altar  portátil,  á  fin  de  que 
las  señoras  y  servidumbre  doméstica  no  necesitaran,  en  los 
días  de  precepto,  salir  á  la  calle  y  andar  de  iglesia  en  igle- 
sia en  pos  de  la  obligada  y  obligatoria  misa.  Excedían  de  cua- 
renta las  familias  que,  en  la  ciudad,  gozaban  de  tal  privile- 
gio, y  que,  por  ende,  tenían  capellán  y  confesor  propio,  de- 
centemente* rentado. 

Su  ilustrísima  el  Arzobispo  don  Juan  Domingo  González 
de  la  Reguera  tuvo,  allá  por  los  años  de  1784,  noticia  de  que 
no  en  todos  los  oratorios  se  celebraba  el  sacrificio  con  la  de- 
cencia debida;  y  aun  se  le  informó  de  que  algimos  funcio- 
naban sin  licencia  en  regla.  Para  cortar  el  abuso,  nombró  Vi- 
sitador General  de  capillas  y  oratorios  de  esta  ciudad  de  los 
Reyes  y  sus  suburbios,  al  doctor  don  José  Francisco  de  Ar- 
quelladc^  y  Sacrestán,  racionero  de  esta  Santa  Iglesia  Metro- 
politana y  rector  del  Convictorio  de  San  Carlos. 

Su  señoría  no  anduvo  con  pies  de  plomo  en  la  visita;  y, 
en  un  mes  que  ella  durara,  ratificó  la  concesión  en  cuarenta 
y  tres  fundos  rústicos  del  valle  de  Lima,  denegándola  en  sólo 
cinco.  Pasó  luego  á  las  visitas  domiciliarias,  y  únicamente  en 
dos  casas  tuvo  algo  que  objetar  al  privilegio. 

7 


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98 


RICARDO    PALMA 


El  8  de  Enero  se  hizo  anunciar  el  Visitador  en  casa  del 

marqués  de  C quien  se  negó  á  hacer  abrir  las  puertas  del 

oratorio,  alegando  que,  por  Breve  de  Su  Santidad  Clemente  VII, 
acordado  en  20  de  Marzo  de  1530  á  su  abuelo  Lope  de  Anti- 
llón  y  á  sus  descendientes,  estaba  en  la  legítima  posesión  de 
los  siguientes  derechos: 

1/^  De  poder  dar  de  trompadas  á  cualquier  sacerdote,  siem- 
pre que  no  fuese  obispo;  y  que  así  anduviese  muy  circunspecto 
su  señoría  el  racionero  Visitador. 

2."  Que  para  él  adulterio,  estupros  y  hasta  seducción  de 
monjas,  eran  pecadillos  de  poca  monta;  pues,  según  la  Bula, 
le  estaban  perdonados. 

3s  Que  todo  voto  ó  juramento  no  lo  obligaba  á  él  ni  á 
los  suyos;  que  con  él  no  rebaban  las  excomuniones;  y  que 
le  era  lícito  promiscuar  y  quebrantar  ayunos. 

4."  Que  podía  tener  oratorio  y  capellán  en  casa,  sin  nece- 
sidad de  licencia  arzobispal. 

El  señor  Arquellada  y  Sacrestán  argüyó  cuanto  pudo  para 
hacer  práctico  su  deber  de  visitar  el  oratorio  ó  capilla;  pero 
viendo  que  el  marqués  principiaba  á  amostazarse,  receló  que 
éste,  autorizado  como  aseguraba  estarlo  por  Su  Santidad,  lo 
acometiese  á  mojicones  y  no  le  dejase  hueso  sano  y  que  bien 
lo  quisiera.  El  visitador  se  despidió  cortésmente,  y  fué  con  la 
novedad  al  Arzobisjx),  pidiendo,  á  la  vez,  que  comisionase  á 
otro  sacerdote  para  la  visita  al  oratorio  del  rebelde,  que  era 
hombre  de  malas  pulgas,  irresi>etuoso  con  los  sacerdotes  y 
capaz  de  un  desaguisado. 

Sobrevino  de  aquí  litigio. 

El  Arzobispo  dudaba  de  la  existencia  de  tal  Breve  ó  Bula 
pontificia;  y  el  marqués,  como  por  quemarle  más  la  pajuela, 
se  hacía  remolón  para  exhibirla.  A  la  postre,  tuvo  que  ceder; 
y  así  el  señor  de  la  Beguera  como  su  coro  de  canónigos  casi 
se  cajeron  de  espaldas  al  leer  el  Breve,  en  latín,  con  el  autén- 
tico sello,  y  la  traducción  castellana  debidamente  legalizada, 
documentos  ambos  que  á  la  vista  tengo,  yo  el  tradicionista, 
y  de  que  doy  fe  en  toda  forma  y  como  en  derecho  se  pre- 
viene. 

Como  para  el  lector  carece  de  importancia  el  texto  latino. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  99 

limilaréme  á  reproducir  la  traducción,  suprimiendo  apellidos, 
con  el  caritativo  propósito  de  impedir  que  algunos  de  los  des- 
cendientec  (que  no  son  pocos  en  Lima),  de  las  familias  favo- 
recidas, se  echen  á  golpear  frailes  y  seducir  monjas,  en  la  cer- 
tidumbre de  que,  si  pecan  en  ello,  ahí  está  la  Bula  que  los 
absuelve. 


Clemente,  Papa  \^I 


A  los  amados  hijos,  Salud  y  Apostólica  bendición.  El  efec- 
to de  la  sincera  devoción  que  nos  tenéis,  y  á  la  Iglesia  Ro- 
mana, merece  que  te  concedamos  favorablemente  aquellas  co- 
sas por  las  cuales  pueda  constarte  á  ti  y  á  las  almas  de  todas 
las  personas  que  te  tocan,  que  no  hay  cosa  que  por  tus  ren- 
didos ruegos  no  te  queramos  conceder,  á  ti  y  á  nuestra  que- 
rida  hija   en   Cristo   Ana   tu   mujer,   y  también   á  los   amados 

hijos (aquí   siguen   diecisiete   nombres   de  jefes   de  familia, 

nombres  que  suprimimos)  y  á  los  hijos  de  todos,  de  uno  ú 
otro  sexo,  á  sus  padres  que  son,  y  en  adelante  fueren.  A  to- 
dos los  cuales  concedemos  que  puedan  elegir  un  sacerdote 
secular  ó  regular,  á  quien  se  comete,  pwr  la  vida  y  la  de  los 
mencionados,  que  pueda  absolverte  á  ti  y  á  ellos  de  cualquie- 
ra excomunión,  censura,  suspensiones  y  entredichos,  y  de  otras 
cualesquiera  sentencia  y  plenas  eclesiásticas  impuestas  d  jure, 
ó  por  jueces,  por  cualquiera  causa  ú  ocasión  en  que  las  hayas 
tú  y  todos  ellos  contraído.  Y  así  mismo  que  os  absuelva  de  los 
votos  y  de  cualquiera  juramentos,  aunque  hayan  dimanado  de 
la  Iglesia,  que  hubiereis  hecho;  y  también  de  las  trasgresio- 
nes  díí  los  ajenos,  conmutándoos  las  penitencias  que  hubie- 
reis omitido  en  el  todo  ó  en  parte,  y  también  dichos  ayunos, 
en  alguna  limosna  según  tu  devoción  y  la  de  los  referidos; 
como   también  de  las   censuras   por  manos  violentas  puestas 


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100  BIGARDO    PALMA 

eu  cualquiera  persona  eclesiástica,  como  no  sean  Obispos  y 
oíros  superiores  á  ellos;  y  también  de  los  perjuicios  de  los 
homicidios  mentales  ó  casuales,  del  adulterio,  del  incesto  y 
de  la  fornicación,  de  estupro  sacrilego,  y  de  los  restos  y  man- 
chas de  las  usuras,  de  la  rebeldía,  é  inobediencia  contra  los 
superiores.  Y  por  fin,  de  todos  y  cualquiera  exceso  y  delitos, 
por  más  graves  y  enormes  que  sean,  de  los  cuales  podéis  ser 
absueltos,  tantas  y  cuantas  veces  fuere  necesario.  Y  así  mis- 
mo, una  vez  en  el  año,  de  todos  los  casos  así  especialmente 
como  personalmente  reservados  á  la  Silla  Apostólica,  excep- 
tuando solamente  los  contenidos  en  la  Bula  de  la  Cena.  Mas 
de  todos  los  demás,  que  no  son  éstos,  os  podrá  absolver  á 
todos  los  mencionados,  y  poneros,  cuantas  veces  fuere  opor- 
tuno, saludable  penitencia.  Pero  cualesquiera  votos  que  acaso 
hiciereis,  ya  sean  los  de  visitar  los  Santos  Lugares  de  Jerusa- 
lén,  ya  los  símines  de  los  Apóstoles  San  Pedro  y  San  Pablo, 
y  y«i  la  ciudad  de  Santiago  en  Compwstela,  os  podrá  dicho 
confesor  conmutar  en  otras  obras  de  piedad,  excepto  los  vo- 
tos solemnes  de  religión,  de  castidad  y  perpetua  continencia. 
Y  también  os  podrá  relajar  cualesquiera  juramento.  Y  así  mis- 
mo á  vos  y  todos  los  nominados  por  vuestros  propios  nom- 
bres, una  vez  en  la  vida,  y  á  todos  en  artículo  de  muerte  aun- 
que ésta  no  se  siga,  imponiéndoos  penitencia,  os  podrá  absol- 
ver y  conceder  remisión  de  todos  vuestros  pecados  por  auto- 
ridad Apostólica.  Y  también  os  sea  lícito  tener  altar  portátil, 
con  la  debida  honestidad  y  reverencia,  usando  de  él  en  cual- 
quiera lugar,  aunque  esté  en  entredicho  por  cualquiera  autori- 
dad, aunque  sea  Apostólica,  con  tal  que  vosotros  no  hayáis  dado 
causa  p>ara  el  tal  entredicho,  y  mucho  menos  si  p)or  vuestra 
causa  se  haya  impuesto  dicho  entredicho  Apostólico.  Y  los 
que  fueren  sacerdotes,  así  seculares  como  regulares,  px)drán 
celebrar  en  sus  casas;  y  los  que  no  lo  fueren  hacer  celebrar 
á  olrOví  misas  y  divinos  oficios  en  ellas,  en  presencia  de  otros 
familiares  y  domésticos,  sin  p)erjuicio  de  incurrir  en  excomu- 
nión, excluyendo  solamente  á  los  que  estuvieren  excomulga- 
dos. Y  así  vosotros,  como  todQ3  los  que  por  vuestro  nom- 
bramiento celebraren  en  dichos  oratorios,  pueden  ganar  y 
hacer  que  se  ganen  todas  las  indulgencias  y  remisión  de  los 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  101 

pecados,  según  está  referido,  que  consiguieran  y  ganaren  si 
visilareii  los  altares  de  San  Sebastián  y  San  Lorenzo,  que  es- 
tán fuera  de  los  muros  de  Roma,  y  los  de  Santa  Potenciana, 
de  San  Gregorio  y  de  Santa  María  de  Pami,  y,  en  ellos,  cele- 
braren el  Santo  Sacrificio  de  la  Misa.  Y  por  último  en  todo 
tiempo^  aunque  sea  del  referido  entredicho,  podéis  vosotros 
y  todos  vuestros  domésticos  ser  sepultados  en  sepultura  ecle- 
siástica)  y  recibir  todos  los  Santos  Sacramentos,  excepto  en 
el  tiempo  de  Pascua  Florida  de  Resurrección.  Así  mismo,  mien- 
tras vosotros  y  vuestros  descendientes  referidos  vivieren,  po- 
dréis comer  los  alimentos  prohibidos  en  tiempo  de  Cuaresma, 
y  usar  de  ellos  en  cualesquiera  tiempo  y  días  del  año.  Y  en 
cualquiera  parte  donde  residan  y  ellos  residieren,  podréis  ga- 
nar las  indulgencias  que  se  consiguen  haciendo  las  estaciones 
de  Roma,  con  tal  que  visitéis  una  ó  dos  Iglesias  ó  Capillas, 
6  en  una  Iglesia  tres  altares,  los .  que  vosotros  ó  los  vuestros 
eligieren  por  su  devoción,  con  cuya  sola  diligencia  ganaréis 
todas  y  cualesquiera  gracias  y  remisión  de  vuestros  pecados, 
que  consiguierais  visitando  y  haciendo  las  dichas  estaciones 
de  las  Iglesias  Rasílicas  que  se  visitan,  así  dentro  de  Roma 
como  fuero  de  sus  muros.  Y  si  acaso  vosotros,  ó  cualescpiiera  de 
los  referidos,  por  enfermedad,  debilidad  ú  oprimidos  de  algún 
legítimo  impedimento  no  pudiere  hacer  la  sobre  dicha  visita 
de  capillas  y  altares,  ganarán  las  mismas  gracias,  indulgen- 
cias y  remisión  de  todos  sus  pecados,  con  sólo  que  hagan 
una  piadosa  limosna  y  algunos  devotos  sufragios  y  oraciones 
á  su  arbitrio.  Y  también  sea  lícito  á  los  que  de  vosotros  fuere 
su  voluntad  rezar  el  Oficio  Divino  según  la  costumbre  de  la 
Santa  Iglesia  Romana,  anteponiéndolo  ó  posponiéndolo  por  un 
día  natural,  y  esto  en  cualquiera  Iglesia  ó  lugar  donde  resi- 
dierais, como  no  sea  dentro  del  Coro.  Fuera  de  esto  podéis 
usar  en  la  Cuaresma,  y  demás  días  en  que  son  prohibidos 
por  derecho,  de  todos  los  lacticinios,  como  son  huevos,  queso, 
leche,  manteca;  y  no  solamente  vosotros  sino  todos  aquellos 
que  fueren  vuestros  domésticos  y  familiares,  y  que  sustenta- 
reis á  vuestras  esi>ensas  en  vuestra  mesa;  lo  cual  podréis  eje- 
cutar sin  escrúpulo  de  conciencia;  y  en  dichos  tiempos,  cuan- 
do fuere  congruo  á  vuestra  salud,  usaréis  carnes  prohibidas  por 


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102  RICARDO    PALMA 

derecho,  así  vosotros  como  todos  los  referidos.  Y  en  los  Sá- 
bados podréis,  á  vuestro  arbitrio,  usar  y  comer  grosuras  y  ex- 
tremos de  todas  carnes,  según  el  uso  y  costumbre  de  los  reinos 
d  3  Castilla.  Y  así  mismo,  á  vosotros  y  todos  los  vuestros,  con- 
cedemos licencia  para  que,  mientras  viviereis,  podáis  hacer 
la  colación  en  los  días  de  ayuno.  Demás  de  esto  concedemos 
que  las  sobredichas  mujeres,  juntamente  con  otras  cuatro  ex- 
trañas que  eligieren,  como  sean  honestas,  puedan  una  vez  al 
mes  entrar  en  la  clausura  de  los  monasterios  de  monjas,  por 
tcdo  el  día,  y  conversar  y  comer  con  las  monjas,  con  tal  que 
no  hagan  noche  en  dicha  clausura;  para  cuyo  fin  les  conc^ 
demos  nuestra  Apostólica  bendición,  facultad  y  licencia,  no 
obstante  cualesquiera  prohibiciones  Apostólicas  ó  de  Concilios 
Generales,  Provinciales  y  Sinodales,  ó  de  otras  especiales  Cons- 
tituciones y  Ordenaciones;  y  determinamos  que  estas  faculta- 
des, y  l<i  de  elegir  confesor,  las  tengáis  sin  ser  comprendidas 
en  cualesquiera  labor  de  la  Santa  Cruzada,  ya  en  favor  de  la 
fábrica  del  Príncipe  de  los  Apóstoles,  ó  de  otras  cualesquiera, 
por  cualquier  forma,  tenor  ó  cláusulas  que  sean  ordenadas, 
bajo  de  las  cuales  prohibiciones  y  limitaciones  resolvemos  que 
no  sean  comprendidos  los  sobredichos  indultos  y  facultades, 
si  no  es  que  en  ellas  se  haga  expresa  mención  de  vosotros 
por  vuestros  propios  nombres,  según  que  en  este  Breve  moUi 
propio  van  referidos,  y  expresados.  Pero  queremos  y  deseamos 
que,  por  esta  gracia  y  facultad  de  elegir  confesor  á  vuestro 
beneplácito,  no  os  volváis  (lo  que  Dios  no  permita)  más  pro- 
pensos é  inducibles  á  cometer  escándalos  y  delitos;  porque, 
siéndoos  de  pretexto  esta  confesión  faltaréis  á  la  sinceridad 
de  la  fe  católica,  y  á  la  unidad  de  la  Santa  Romana  Iglesia, 
y  á  la  obediencia  del  Sumo  Pontífice  y  sus  Sacerdotes  que 
canónicamente  entraren  ó  en  confianza  de  este  indulto  y  fa- 
cultades, cometiereis  algunos  enormes  delitos,  la  dicha  nues- 
tra confesión  y  remisión,  y  todo  lo  que  en  ella  se  contiene, 
queremos  que  no  os  valga  ni  favorezca.  Así  mismo  queremos 
que  uséis  moderadamente  del  indulto  de  hacer  celebrar  el  Santo 
Sacramento  de  la  Misa,  antes  del  día;  porque  como  en  el  Mi- 
nisterio se  ofrece  á  Nuestro  Señor  Jesucristo  Hijo  de  Dios, 
el  candor  de  la  Luz  Eterna,  es  muy  conveniente  que  se  haga 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  103 

este  sacrificio,  no  en  las  tinieblas  de  la  noche  sino  con  la  clari- 
dad del  día.  Y  todo  lo  referido  sea  y  tenga  valor  y  firmeza, 
no  obstante  cualqniera  prohibición.  Y  finalmente  queremos  que 
á  todos  los  trasuntos  de  nuestras  letras  originarias,  ya  impre- 
sos, ya  manuscritos,  autorizados  de  cualquiera  Notario  públi- 
co y  sellados  con  el  sello  de  cualquiera  persona  eclesiástica 
constituida  en  dignidad,  se  dé  la  misma  fé  y  crédito  que  se 
diera  á  dicho  original,  si  fuera  exigido  y  manifestado,  enten- 
diéndose esto  para  todas  ó  cada  una  de  las  personas  mencio- 
nadas en  este  Breve.— Dado  en  Benonia  bajo  el  anillo  del  Pes- 
cador, en  20  de  Marzo  de  1533  años,  y  en  el  7.o  de  Nuestro 
Pontificado. 


Creo  de  más  añadir  que  el  Arzobispo  de  Lima,  acatando 
el  Breve  Pontificio,  dejó  al  marqués  tranquilo  en  su  privi- 
legio de  capilla  propia.  El  zumbón  pueblo  de  Lima  lo  bautizó, 
desde  entonces,  con  el  apodo  de:  El  Marqués  de  la  Bula, 


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UNA  COLEGIALADA 

Nuesti*as  abuelas  (benditas  mujeres  que  en  gloria  estén),  que 
alcanzaron  los  tiempos  de  Aviles,  Abascal  y  Pezuela,  cuando 
querían  exagerar  la  necedad  ó  tontería  de  una  i>ersona  de- 
cían que  era  un  candido  de  calilla. 

Los  seminaristas  en  el  Perú  (y  no  sé  si  en  las  demás  colo- 
nias), por  imitar  á  los  estudiantes  de  Salamanca,  dieron  desde 
el  siglo  XVII  en  mantear  á  los  colegiales  novatos  y  á  los  acu- 
sones, y  en  aplicar  calillas  á  los  que,  por  afeminamiento,  po- 
breza de  espíritu  ó  candidez,  estimaban  merecedores  de  aqué- 
llas. Eso  era  como  los  rehiletes  de  fuego  sobre  el  testuz  de 
toro  que  no  remata  suerte. 

A  estas  insolencias,  nunca  penadas  con  ejemplar  castigo  por 
los  rectores,  se  dio  el  nombre  de  colegialadas,  y  no  sólo  las 
festejaba  el  público  sino  que  entraron  en  las  costumbres  socia- 
les. Contábase,  como  gracia,  .y  se  desternillaban  de  risa  los 
oj'eutes,  que  á  tal  ó  cual  mentecato  le  habían  echado  calilla. 

Previo  este  preámbulo,  paso  á  hacer  el  extracto  de  im 
auténtico  proceso   que  á  la  vista   tengo. 


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KXi  RICARDO    PALMA 


Don  Juan  Bazo  y  Berry,  que  alcanzó  á  ser  Oidor  en  la 
real  Audiencia  de  Lima  y  que,  después  de  jurada  la  Inde- 
pendenciií  se  embarcó  para  España,  desempeñaba  el  cargo  de 
Teniente-asesor   en   la   intendencia   de   Trujillo. 

Fué  don  Juan  Bazo  y  Berry  quien  más  influyó  para  que 
en  la  sesión  que  celebró  el  Cabildo  el  10  de  Enero  de  1793 
se  eligiese,  como  en  efecto  se  eligió,  para  Alcalde  de  Trujillo 
al  Príncipe  de  la  Paz  y  Duque  de  Alcudia  don  Manuel  Go- 
do}' y  Alvarez,  disponiéndose  que,  por  residir  el  electo  en  Es- 
paña, se  entregase,  en  calidad  de  depósito,  la  vara  de  justicia 
al  Alférez  Real  don  Juan  José  Martínez  de  Pinillos.  Sabido 
es  que  Godoy  aceptó  la  honra  que  los  trujillanos  le  dispensa- 
ban, y  que  obtuvo  del  rey  tres  ó  cuatro  cédulas  acordando 
mercedes  á  la  ciudad  y  á  su  puerto.  Sigamos  con  Bazo  y  Be- 
rry, dejando  dormir  en  paz  al  favorito  de  Carlos  IV. 

En  el  primer  año  de  este  siglo  lo  ascendió  el  rey  á  Oidor 
de  la  Audiencia  de  Buenos-Aires,  ascenso  que  provocó  envi- 
diosa:^  murmuraciones  entre  los  leguleyos  de  la  ciudad.  Dis- 
tinguióse entre  los  maldicientes  un  abogadillo  ramplón,  á  quien 
nadie  encomendaba  la  defensa  de  «n  pleito  porque,  amén  de 
ser  piramidal  su  reputación  de  bruto  é  ignorante,  era  perso- 
na ridicula  de  quien  todos  se  mofaban,  recargándola  de  ajwdos. 

Habíase  educado  en  un  colegio  de  Lima;  pero  el  colegio 
no  entró  en  él,  como  decía  el  obispo  Villarroel  hablando  de 
su  convento.  Mas  tuvo  padrino  poderoso  en  el  claustro  uni- 
versitario y,  por  aquello  de  accijnamus  'pecunia  et  mitamus  assi- 
ñus  in  patria  sua^  le  dieron  el  diploma  de  licenciado  en  leyes. 

Un  chismoso  llevó  á  oídos  de  doña  Josefa  Villanueva,  es- 
pesa deJ  nuevo  Oidor  bonaerense,  las  ofensivas  palabras  que 
el  licenciado  don  Mariano  de  Mendoza  profiriera  en  uno  de 
los  corrillos,  siendo  una  de  las  más  graves  injurias  haber  di- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  107 

cho  que  las  oídorcitas,  hijas  de  don  Juan  Bazo  y  Berry,  eran 
unas  señoritas  del  pan  pringado. 

Olro  que  tal  llevó  idéntico  chisme  á  don  Francisco  Bazo 
y  Villanueva,  mancebo  de  veintiún  años,  seminarista  ordena- 
do de  cuatro  grados,  y  que  había  merecido  del  virrey  inglés 
el  título  de  sacristán  mayor  de  Cajamarca,  empleo  nominal 
muy  codiciado,  pues  daba  honra  y  pequeña  renta  sin  ocasionar 
la  menor  fatiga. 

Entre  madre,  hijo  y  hermanas  formaron  consejo  de  fami- 
lia, y  por  unanimidad  de  pareceres  se  resolvió  aplicarle  un 
par  de  calillas  al  licenciado  don  Mariano  de  Mendoza,  en  casti- 
go de  su  bellaquería. 


II 


Con  fecha  2  de  Diciembre  de  1801  presentó  Mendoza,  ante 
el  ilustrísimo  obispo  Minayo  y  Sobrino,  un  recurso  querellán- 
dose contra  ef  seminarista  ordenado  en  grados  menores  don 
Francisco  Bazo  y  Villanueva,  porque  éste,  con  el  pretexto  de 
que  tenía  una  encomienda  que  entregarle,  lo  llevó  á  su  casa 
en  la  tarde  del  domingo  29  de  Noviembre,  lo  condujo  á  una 
de  las  habitaciones  interiores,  y  con  sus  criados,  que  le  me- 
nudeaban golpes,  le  hizo  vendar  los  ojos  y  acostar  sobre  un 
colchón.  En  seguida  le  aplicaron  dos  velas  de  sebo,  lo  pu- 
sieron en  la  puerta  de  la  calle  y  le  dieron  un  puntapié,  fes- 
tejándose la  colegialada  por  la  oidora,  las  oidorcitas,  y  ami- 
gos y  amigas  que  las  acompañaban,  amén  del  famulicio  que 
actuarji  en  el  ultraje. 

El  seminarista  don  Francisco  á  quien  el  obispo  corrió  tras- 
lado del  recurso,  se  vio,  como  dicen,  en  muía  chucara  y  con 
estribos  largos  ó  sea  en  calzas  prietas,  pues  la  colegialada  po- 
día costarle,  por  lo  menos,  la  expulsión  del  Seminario  y  po- 


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108  RICARDO    PALMA 

ner  obstáculos  para  el  logro  de  su  aspiración  al  sacerdocio. 
Por  eso,  á  la  vez  que  intrigaba  para  entrar  en  componendas 
con  e¡  querellante,  contestó  al  traslado  púdiendo  que  Mendoza 
afianzase  la  calumnia,  petición  que  fué  apoyada  por  el  promo- 
tor fiscal 

Tanto  la  opinión  pública  como  la  rectitud  del  obispo  Mi- 
nayo  y  Sobrino  favorecían  á  la  infeliz  víctima  del  insolente 
colegialito,  pero,  repentinamente,  fué  general  el  cambio  de  sim- 
patías, y  todo  Trujillo  convino  en  que  Mendoza  era  digno  de 
que  en  él  se  consumiera  todo  el  sebo  de  las  velerías  del  Perú. 


III 


Yo  también,  después  de  casi  un  siglo  del  suceso,  opino  lo 
mismo  ¿Por  qué?  Porque  Mendoza,  con  fecha  7  de  Diciem- 
bre, firmó  un  recurso,  á  presencia  de  dos  testigos,  en  el  que 
se  desistía  de  la  querella  contra  el  seminarista,  su  señora  ma- 
dre y  hermanas,  á  quienes  confesaba  haber  agraviado  con  su 
falta  do  consecuencia  al  buen  trato  que  de  esa  familia  había 
siempre  merecido.  Agregaba  que,  estando  ya  su  espíritu  más 
sereno,  reconocía  que  Francisco,  el  futuro  presbítero,  no  ha- 
bía desempeñado  otro  papel  que  el  de  mirón  en  una  broma 
de  Li  señora  y  de  las  niñas. 

En  el  mismo  día  recayó  sobre  este  recurso  de  desistimiento 
el  siguiente  notabilísimo  auto:— «Por  desistido;  pague  el  su- 
»plicante  las  costas,  y  archívese.— í?/  Obispo.— Ante  mí.  Merino». 

Aquí,  con  el  auto  en  que  no  sólo  se  quedaba  el  Hcenciado 
muy  fresco  con  las  calillas  dentro  del  cuerpo,  sino  que  hasta 
las  pagaba  con  el  dinero  que,  por  costas  judiciales,  se  le  con- 
denaba á  satisfacer,  creerá  cualquiera  fenecido  el  juicio.  Pues 
no,  señor:   todavía   hay   rabo   por  desollar. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  109 


IV 


Si  estúpido  y  sinvergüenza  estuvo  Mendoza  con  su  recur- 
so de  desistimiento,  tres  días  después  acabó  de  consolidar  su 
reputación  de  tonto  de  capirote,  presentando  nuevo  escrito  que, 
por  ser  típico,  quiero  copiar  ad  pedem  literíe: 

«Iltmo.  Señor:  El  licenciado  Mendoza  en  los  autos  crimi- 
> nales  contra  doña  Josefa  Villanueva,  sus  hijos  y  criados,  digo: 
>Que  el  día  lunes  de  esta  semana,  7  de  Diciembre,  como  á 
>las  diez  de  la  mañana,  el  regidor  don  José  de  la  Puente  me 
»trajo  cien  pesos,  en  seis  onzas  de  oro,  para  que  me  desistiese 
»del  pleito,  con  más  un  escrito  de  puño  y  letra  de  la  parte 
^contraria  para  que  lo  firmara.  En  efecto,  así  porque  me  ha- 
»llaba  en  cama  con  las  costillas  maltratadas,  como  ix)rque 
»con  ese  dinero  podía  auxiliarme  p>ara  la  curación,  alimentos, 
•médico  y  medicinas,  accedí  á  firmar  dicho  escrito.  Pero  como 
•documentos  que  se  hacen  bajo  la  opresión,  siempre  que  se 
•reclame  con  tiempo,  no  valen  ni  hacen  fuerza— A  Useñoría 
•Ilustrísima  rendidamente  suplico  se  sirva  mandar  la  prose- 
•cución  del  Juicio,  y  que  se  proceda  á  la  sumaria».— 

—  ¡Vaya  un  hombre  para  indigno!  ¡Valiente  gaznápiro  I— 
exclamó  el  obispo  después  de  oír  leer  por  el  notario  Merino 
este  recurso. 

Consideró  su  señoría  que  sería  el  cuento  de  la  buena  pipa 
ó  de  nunca  acabar  el  seguir  admitiendo  recursos  de  un  calillado 
de  condición  tan  bellaca.  Es  dar  puñaladas  al  cielo  ó  intentar 
lo  imposible  el  imaginarse  que  de  un  imbécil  pueda  sacarse 
un   hombre   discreto. 

He  aquí  el  auto  final  que  dictó  el  ilustrísimo  obispK): 

«No  há  lugar,  no  há  lugar  y  no  há  lugar.  Quédese  el  su- 
•Dlicante  con  sus  calillas,  y  ocurra  donde  le  conviniere,  no 
•siendo  ante  esta  Curia  eclesiástica.— ÍJÍ  Obispo.— Ante  mí,  Me- 
^ritio*. 


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'mmwm^^wm^mmm'mmwmm^mmmm^m^imyí^myt^mm^^^m^^w^iimm 


LA  NARIZ  DE  CAMELLO 

Tradición  en  la  que  se  narra  el  por  qué  en  la  Nochebuena  de  1547 
no  hubo  en  Trujillo  misa  de  gallo,  sino  misa  de  gallinas 


I 

Doiia  María  Lazcano  (conocida  después  con  el  apodo  de 
la  Nariz  de  camello)  era  en  el  aflo  en  que  la  presentarnos  il 
lector,  de  lo  más  granado  en  la  ciudad  de  Trujillo.  Era  anda- 
luza y  de  agraciada  lámina,  á  pesar  de  que  ya  frisaba  en 
los  cuarenta  y  cinco  diciembres;  y  lo  zalamero  y  nada  or- 
gulloso de  su  carácter  le  habían  conquistado  muchas  simpa- 
tías entre  la  gente  del  pueblo. 

Era  viuda  de  Juan  de  Barbarán,  compañero  de  Pizarro  en 
la  conquista,  al  cual,  en  el  reparto  del  rescate  de  Atahualpa, 
le  correspondieron,  como  á  soldado  de  caballería,  362  mar- 
cos de  plata  y  8,880  pesos  de  oro.  En  1538  era  ya  el  aventu- 
rero Juan  de  Barbarán  todo  un  personaje,  como  que  investía 
el  grado  de  capitán,  era  regidor  en  el  cabildo  de  Lima  y  po- 
seía una  de  las  principales  encomiendas  en  el  fértil  valle  de 
Chicama.  En  ese  año  hizo  venir  de  España  á  su  mujer,  que 
era  una  sevillana  de  mucho  reconcomio  y  con  toda  la  sal 
de   la  tierra  de  María  Santísima. 

Asesinado  Francisco  Pizarro,  Barbarán  y  su  mujer  vistie- 
ron el  mutilado  cadáver  con  el  hábito  de  los  caballeros  de 
Santiago,   y  le  dieron   cristiana   sepultura   en   el   paliecito   de 


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112  RICARDO    PALMA 

los  Naranjos^  anexo  á  la  Catedral.  Siendo  tan  entusiasta  y  leal 
amigo  del  jefe  de  la  conquista,  está  dicho  que  tomó  activa 
participación  en  la  guerra  contra  Almagro  el  Mozo,  termina- 
da la  cual,  ahito  de  aventuras,  peligros  y  desengaños,  fijó  su 
residencia  en  Trujillo.  Fué  Barbarán  de  los  poquísimos  con- 
quistadores que  no  tuvieron  muerte  desastrosa.  Murió  de  mé- 
dicos y  pócimas  en  1545. 

En  1547  no  era  la  viuda  de  Barbarán  la  única  dama  espa- 
ñola con  supremacía  ó  prestigio  en  la  ciudad  fundada  por 
Pizarro.  Competía  con  ella  doña  Ana  de  Val  verde,  mujer  del 
capitán  don  Diego  de  Mora,  uno  de  los  fundadores  de  Tru- 
jillo y  su  primer  gobernador,  riquísimo  encomendero  de  Huan- 
chaco  y  Chicama  y  el  primer  hacendado  que  implantó  el  tra- 
piche y  elaboró  azúcar  en  el  Perú,  después  de  haber  hecho 
traer  de  México  caña  para  las  plantaciones.  Aquello  de  que 
la  primera  azúcar  peruana  se  produjo  en  Huánuco  no  pasa 
de  una  novela  del  historiador  Garcilaso,  como  lo  comprue- 
ban Feyjóo  de  Sosa  y  Mendiburu. 

Acostumbraba  doña  Ana,  que  era  muy  gentil  hembra  de 
treinta  navidades  bien  disimuladas,  ir  á  misa  en  compañía  de 
la  mujer  del  mariscal  Alonso  de  Alvarado,  y  su  criada  se  en- 
cargaba de  tender  las  alfombrillas  sobre  la  losa  que  cubría 
una  sepultura.  La  costumbre,  según  doña  Ana  y  según  muchos 
publicistas,  constituye  lo  que  llaman  derecho  consuetudinario^  y 
parece  que  comoi  á  tal  lo  acataban  las  trujillanas,  pues  ningu- 
na osaba  arrodillarse  en  aquel  sitio  tenido  como  propiedad 
exclusiva  de  la  ex  gobernadora  y  de  su  amiga  la  maríscala, 
á  quien  la  primera  tenía  de  huésped  mientras  las  cosas  políticas 
cambiaran  de  rumbo  y  regresara  Alvarado  á  la  capital  del  vi- 
rreinato. 

Llegó  la  Nochebuena  de  1547,  y  con  ella  la  famosa  misa 
de  gallo.  A  las  once  y  media  entró  en  la  iglesia,  muy  emperifo- 
llada y  luciendo  caravanas  con  brillantes  como  garbanzos,  la  ja- 
mona viuda  de  Barbarán,  acompañada  de  la  gaditana  Pepita  de 
Montúfar,  muchacha  alegre,  allá  en  su  tierra,  y  que  á  poco 
de  llegada  al  Perú  casó  con  un  alférez.  General  fué  el  cuchicheo 
entre  la  gente  ya  congregada  en  el  templo,  al  ver  que  la  criada 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  113 

tendió  las  alfombrillas  sobre  la  sepultura.  Aquí  va  á  haber  algo 
muy  gordo,  se  decían,  y  no  se  equivocaron. 

Un  cuarto  de  hora  después  llegó  doña  Ana  con  su  insepara- 
ble maríscala,  ambas  puestas  de  veinticinco  alfileres  y  des- 
lumhrando con  el  brillo  de  las  alhajas.  Al  encontrar  ocupado 
su  sitio,  doña  Ana  se  detuvo  sorprendida;  pero  rehaciéndose 
en  breve,  dijo,  á  doña  María: 

—Señora,  este  sitio  me  pertenece  desde  que  Trujillo  es  Tru- 
jillo,  y  espero  que  tendrá  á  bien  irse  con  su  alfombrilla  á  otro 
lugar. 

—¿Me  lo  ruega  usted  ó  me  lo  manda ?— contestó  con  tono 
de  fisga  la  andaluza.— Si  me  lo  ruega,  le  daré  gusto;  pero  si 
me  lo  manda,  nones  y  nones,  que  en  la  casa  de  Dios  no  hay 
sitio  comprado. 

—Probablemente  olvida  usted  con  quién  habla.  Guarde  respe- 
tos, y  sepa  que  está  hablando  con  la  esposa  del  maese  de  campo 
don  Diego  de  Mora  y  con  la  maríscala  de  Alvarado. 

La  sevillana  las  midió  con  la  mirada  de  abajo  para  arriba  y 
luego  de  arriba  para  abajo;  y  con  la  flema  despreciativa  y 
desgaire  insultador  de  una  manóla  del  barrio  de  Triana,  con- 
testó: 

—¡Valiente  par  de  p...s! 

Aquello  fué  ya  cosa  de  taparse  los  oídos  con  algodón  feni- 
cado,  para  no  oír  las  palabrotas  que  vomitaron  las  de  Mora, 
de  Alvarado,  de  Barbarán  y  de  Montúfar,  olvidadas  por  completo 
de  la  reverencia  debida  al  lugar  en  que  se  hallaban.  El  concurso 
se  arremolinó  y,  dicho  sea  en  verdad,  mayor  era  el  número  de 
los  amigos  y  amigas  de  la  andaluza.  A  la  bulla  acudió  el  cura 
seguido  del  sacristán,  y  cuando  se  convenció  de  que  le  era 
imposible  aquietar  los  ánimos,  gritó  furioso: 

— i  Basta  de  escándalo  y  todo  el  mundo  á  la  calle !  Esto  no  es 
misa  de  gallo  sino  misa  de  gallinas. 

Y  el  sacristán  cerró  la  puerta  de  la  iglesia,  cuando  se  retiraron 
los  feligreses,  quedándose  la  misa  sin  celebrar  por  carencia  de 
público. 


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114  RICARDO    PALMA 


II 


Durante  ocho  días  fué  Trujillo  un  hervidero  de  chismes, 
y  fastidiadas  doña  Ana  y  su  compañera,  emprendieron  viaje 
á  Lima,  dejando  al  cuidado  de  la  casa  y  hacienda  á  Gaspar 
de  Escobar,  pariente  de  Mora. 

Indudablemente  las  damas  noticiaron  de  lo  ocurrido  en  No- 
chebuena á  sus  maridos,  que  estaban  en  Andahuaylas  en  el 
ejército  de  Gasea  combatiendo  á  los  de  Gonzalo  Pizarro,  pues 
á  principios  de  Marzo  aparecieron  en  Trujillo  Diego  Martín 
y  Juan  el  Viejo,  soldados  ambos  de  las  tropas  de  Mora,  con 
carta  de  éste  para  Escobar,  quien  los  aposentó  en  la  casa. 

Pocos  días  después,  en  la  mañana  del  primer  domingo  de 
Abril,  los  dos  advenedizos  penetraron  en  casa  de  la  de  Bar- 
barán, la  cortaron  las  trenzas  y  la  hicieron  un  feroz  chirlo 
en  la  nariz,  dejándosela  como  nariz  de  camello^  según  hizo  escri- 
bir la  víctima  en  la  querella  que  interpuso  ante  la  autoridad. 
Los  dos  malsines,  después  de  realizado  el  delito,  se  hicieron 
humo,  emprendiendo  la  fuga  hasta  reincorporarse  en  el  ejér- 
cito. 

Gasea  nombró  con  el  carácter  de  juez  pesquisidor  al  li- 
cenciado Gómez  Hernández,  quien  se  trasladó  á  Trujillo,  y 
después  de  tomadas  las  primeras  declaraciones  expidió  auto 
de  prisión  contra  don  Diego  de  Mora.  Hallábase  éste  todavía 
en  campaña  cuando  fué  notificado,  y  contestó  que  mal  podía 
ir  á  la  cárcel  quien,  como  él,  aparte  de  ser  hidalgo  de  solar 
conocido,  era  también  el  capitán  más  antiguo  entre  todos  los 
del  reino,  razones  que  pesaron  en  el  ánimo  del  pesquisidor 
para  no  insistir  en  lo  de  ponerlo  entre  rejas.  jBuen  peine  de 
escardar  lana  fué  el  tal  don  Diego!  No  hubo  revolución  en 
la  que  no  figurara  entre  los  más  comprometidos;  pero  siem- 
pre, á  la  hora  de  apretar,  decía:   «Ya  vuelvo»  ó  «Hasta  aquí 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  115 

llegaron  las  amistades»,  y  desertaba  para  presentarse  en  el 
campo  realista.  Fué  un  politiquero  de  sutilísimo  olfato. 

El  proceso,  que  existe  en  el  Archivo  Nacional,  y  que  he 
hojeado  y  ojeado,  consta  de  más  de  800  folios,  y  duraría  hasta 
hoy  día  de  la  fecha  si  á  Diego  de  Mora  no  se  lo  hubiera 
llevado   al   otro   mundo   la   Tinosa   en   1556. 

La  pobre  andaluza,  después  de  ocho  años  de  litigio,  en  el 
que,  según  tasación  de  costas,  gastó  610  pesos  de  oro  y  6  to- 
mines, ganó  el  apodo  de  la  Nariz  de  camello^  mote  con  que  ella 
misma   se  bautizara   en  su   primer  recurso. 


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¿QUIEN   FUE   GREGORIO   LÓPEZ? 
(Cuestión  histórica) 

En  uno  de  los  tomos  de  Manuscritos  de  la  Biblioteca  de 
Lima,  se  encuentra  un  códice,  (en  el  que,  dicho  sea  de  paso, 
el  trabajo  del  pendolista  es  sobresaliente)  titulado  Declari- 
cíOx  DEL  Apocalipsis,  por  Gregorio  López^  natural  de  la  insigne 
villa  de  Madrid.  Aunque  el  autor  del  manuscrito  revela  gran 
ilustración,  empiezo  por  declararme  incompetente  para  juzgar- 
lo como  teólogo,  materia  en  que  del  todo  al  todo  soy  profano. 

Dicen  sus  biógrafos,  el  padre  Francisco  Losa  y  el  licen- 
ciado Luis  Muñoz,  que  el  sie^rvo  de  Dios  Gregorio  López  es- 
cribió sobre  Cosmografía,  Historia,  Medicina,  Agricultura  y  otros 
ramos  del  saber  humano;  y,  aunque  alguno  de  sus  libros 
pudiera  hallarse  á  nuestro  alcance,  no  son  el  sabio  ni  las 
producciones  de  su  ingenio  los  que  hoy  nos  impulsan  á  bo- 
rronai-  cuartillas.  Es  el  hombre  quien  despierta  nuestra  cu- 
riosidad 


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118  BICAKDO   PALMA 

¿QuiéiJ  fué  ese  Gregorio  López,  colombroño  del  afamado  ju- 
rista  comentador   de   las   Partidas? 

¿Fué,  realmente,  como  muchos  opinan,  un  hombre  nacido 
para  ser  monarca  legítimo  de  España  y  de  las  Indias,  y  que 
prefirió  á  tan  humana  grandeza  la  existencia  del  sabio  y  del 
eremita,  alcanzando  á  morir,  en  América,  en  olor  de  san- 
tidad? 

Tal  es  el  tema  que  ponemos  sobre  el  tapete  de  la  discu- 
sión, principiando  por  dar  rapidísima  idea  del  personaje. 

Muñoz,  en  su  libro  impreso  en  Madrid  en  1637,  dice  que 
Gregorio  López  nació  en  la  coronada  villa  del  oso  y  el  ma- 
droño, en  1542:  que  fué  bautizado  en  San  Gil,  parroquia  del 
Alcázar  Real;  que,  en  América,  á  nadie  dijo  jamás  quiénes  fue- 
ron sus  padres;  que  rehuía  hablar  de  su  linaje  y  familia;  que, 
en  sus  treinta  y  cuatro  años  de  residencia  en  México,  nimca 
escribió  cartas  á  sus  deudos  de  España;  y  que,  en  la  distin- 
ción y  cultura  de  sus  modales,  se  revelaba  el  hombre  de  es- 
clarecida alcurnia.— Mi  patria  es  el  cielo  y  mi  padre  es  Dios— 
fué  la  respuesta  que  diera  en  una  ocasión,  para  satisfacer  la 
impertinente  curiosidad  de  un  magnate. 

Sería  de  veinte  años  á  lo  sumo,  dice  el  padre  Losa,  cuando 
desembarcó  en  San  Juan  de  Ulúa,  y  al  llegar  á  Veracruz  re- 
partió de  limosna  entre  los  pobres  todo  su  equipaje,  estimán- 
dose sólo  la  ropa  blanca  en  ocho  mil  cuatrocientos  reales. 
Equipaje  de  principe  para  aquel  siglo  en  que  todo  español, 
exceptuando  los  que  venían  con  cargo  público,  traía  una  mano 
atrás  y  otra  adelante.  A  Indias  sólo  se  venía  en  pos  de  la 
madre  gallega. 

Llegado  á  la  capital  de  México  estuvo,  por  pocos  meses, 
sirviendo  como  amanuense  á  dos  escribanos,  pues  era  hábil 
calígrafo  y  poseía  tres  ó  cuatro  formas  de  letra.  En  breve, 
separóse  de  los  cartularios,  y  descalzo,  sin  sombrero,  cubier- 
to por  un  grosero  sayo,  anduvo  peregrinando  entre  los  chi- 
chimecas.  Al  fin,  á  los  veintiún  años  de  edad,  adoptó  la  vida 
eremítica,  en  Santa  Fe,  distante  dos  leguas  de  México,  donde 
murió  en   1596,  á  los  cincuenta  y  cuatro  años  de  edad. 

Treinta  años  más  tarde  (1625)  el  rey  don  Felipe  IV  man- 
dó  á  México,   con   el   carácter   de   virrey,   á  don   Rodrigo   Pa- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  119 

clieco  y  Osorio,  marqués  de  Cerralvo,  recomendándole  muy 
mucho  que  recogiese  y  enviase  á  España  las  obras  escritas  por 
el  Venerable  siervo  de  Dios  Gregorio  López,  de  cuya  beati- 
ficación y  canonización  se  ocupó  con  empeño  aquel  monarca, 
según  lo  testifican  una  carta  que  dirigió  á  Urbano  VIII,  otra 
al  marqués  de  Castel-Rodrigo,  embajador  de  España  en  Ro- 
ma, y  otra  al  cardenal  Barberino,  deudo  del  Pontífice,  docu- 
mentos fechados  en  Mayo  de  1636,  y  que  á  la  vista  tenemos. 

Por  supuesto  que,  en  los  dos  libros  Vida  del  Siervo  de  Dios, 
(y  que  en  la  Biblioteca  de  Lima  se  encuentran),  se  ocupan 
largamente  los  devotos  biógrafos  de  las  luchas  que  su  héroe 
sostuvo  contra  las  tentaciones  del  demonio,  de  las  visitas  con 
que  los  ángeles  lo  favorecieron,  de  su  ascetismo  y  peniten- 
cia, del  cómo  hizo  la  conversión  de  grandísimos  pecadores, 
de  los  infinitos  milagros  que  practicó  antes  y  después  de  su 
muerte,  y  por  fin  aseguran  que  tuvo  ciencia  inftisa,  lo  que  es 
mucho  asegurar. 

Don  Alonso  de  la  Mata  y  Escobar,  obispo  de  Tlascala;  el 
agustino  don  fray  Gonzalo  de  Salazar,  obispo  de  Yucatán;  don 
Juan  Bohorques,  obispo  de  Guajaca;  don  Juan  Zapata  y  San- 
doval,  obispK)  de  Chiapa;  don  fray  Domingo  de  Ulloa,  obispo 
de  Michoacan;  y  fray  Pedro  de  Agurto,  obispo  de  Cebú,  así 
como  el  padre  Rodrigo  de  Cabredo,  superior  de  los  jesuitas, 
y  otros  varones  eminentes  contemporáneos  de  Gregorio  López, 
trasmitieron  á  Roma  entusiastas  informes  sobre  la  austeridad 
penitente,  ejemplares  virtudes,  clarísima  inteligencia  y  demás 
prodigiosas   dotes   del   candidato   á  santidad. 

Ocupándose  del  manuscrito  que  sobre  el  Apocalipsis  po- 
seemos, dice  el  padre  Francisco  Losa  que,  por  encargo  del  autor, 
lo  puso  en  manos  del  inquisidor  Bonilla  para  que  éste  lo 
cen&urase,  y  que  después  de  consultarlo  con  muchas  perso- 
nas doctas,  le  acordó  su  beneplácito  para  que  corriese  libre- 
mente. Entonces  se  sacaron  copias,  y  el  original  fué  llevado 
á  Filipinas  de  donde  desapareció.  Pero  Gregorio  López,  que 
conservaba  el  texto  en  la  memoria,  lo  escribió  nuevamente, 
corriendo   este  manuscrito   la  misma  suerte   que   el   otro. 

El  virrey  de  México,  y  más  tarde  del  Perú,  don  Luis  de 


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120  RICARDO    PALMA 

Salinas,  lo  hizo  buscar  para  remitirlo  á  España;  pero  se  ig- 
nora sí  consiguió  ó  no  recobrarlo. 

¿No  podría  el  manuscrito  que  existe  en  Lima  ser  uno  de 
los  primitivos? 

En  cuanto  á  im  libro  sobre  medicina  y  propiedad  curativa 
de  varias  plantas  indígenas,  que  compuso  López,  el  virrey  mar- 
qués de  Salinas  trajo  á  Lima  una  copia,  que  es  probable  halle- 
mos algún  día  entre  los  mamotretos  del  Archivo  Nacional. 
En  Madrid  existen  otras,  y  en  México  se  conserva  el  original, 
escrito,  según  lo  afirma  Losa,  en  letra  muy  pequeña,  muy  legible, 
muy  hermosa^  muy  igual,  bien  formada  y  llena  de  la  tinta,  que  á  la 
primera  vista  parece  ele  molde. 

El  libro  histórico  Cronología  hasta  la  época  de  Clemente  VllJ, 
quedó  en  poder  del  padre  Losa,  amigo  y  primer  biógrafo  de 
Gregorio  López,  quien  dice,  en  su  elogio,  que  mucha  gente 
docta  le  pidió  encarecidamente  i)ermiso  para  sacar  traslados. 
Ignoramos  si  se  conserva  ó  ha  desaparecido  este  manuscrito. 

Pasemos  á  otro  orden  de  noticias  piersonales  sobre  Grego- 
rio López. 

El  general  y  literato  Vicente  Riva  Palacio,  en  México  á  tra- 
vés de  loó  siglos,  dice:-— «Popularizada  creencia  fué  que  Grego- 
>rio  Lóp^z  era  el  príncipe  don  Carlos,  hijo  de  Felipe  II,  cuya 
^historia  es  tan  conocida.  Refiere  la  tradición  que  el  monarca 
tespaíiol,  queriendo  deshacerse  de  su  hijo,  encargó  la  ejecu- 
»c¡ón  del  asesinato  á  un.  hombre  que,  condolido  de  la  juven- 
>tud  y  desgracia  del  príncipe,  convino  en  salvarle  la  vida  bajo 
>la  condición  de  que  juraría  solemnemente  trasladarse  á  In- 
edias, cambiar  de  nombre  y  no  revelar  á  nadie  su  secreto.  Ha 
aprestado  alimento  á  esta  tradición,  además  de  la  vida  mis- 
«teiiosa  llevada  j>or  Gregorio  López  en  México,  la  circuns- 
ttancia  de  que,  en  un  retrato  suyo,  hizo  poner  esta  divisa  ó 
Atina:— Sccretum  meum  mihL— No  puede  afirmarse  que  Grego- 
>rio  López  fuera  realmente  el  infante  don  Carlos;  pero  tam- 
>poco,  en  medio  del  misterio  que  rodea  la  memoria  de  aquel 
ipríncipe  infortunado,  puede  asegurarse  que  no  lo  fuera.  Si 
>hay  documentos  que  prueban  que  el  hijo  de  Felipe  II  murió 
>d(ísastrosamente  en  Madrid,  también  los  reyes  y  sus  favori- 
»tos  han  sabido  suponer  documentos  para  ocultar  crímenes. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  121 

>De  Gregorio  López  se  dice  que  nació  en  Madrid  en  1524  y 
>que  llegó  á  México  en  1562,  fechas  que,  con  leves  diferen- 
*c¡as,  coinciden  casi  con  la  edad  y  desaparición  del  príncipe». 

Incontrovertible  verdad  histórica,  por  ser  la  única  en  que 
están  conformes  los.  historiadores  que  de  Felipe  II  y  del  in- 
fante don  Carlos  se  ocupan,  es  que  el  príncipe  era  un  mu- 
chacho sin  seso  y  enemigo  de  leer  é  instruirse.  A  primera  vis- 
ta i>arecc  este  argumento  de  fuerza  bastante  para  destruir  la 
populai'  creencia  mexicana  de  que  el  ignorante  don  Carlos 
y  el  sabio  Gregorio  López  fueron  una  sola  personalidad;  pero 
si  aceptamos  que  el  Espíritu  Santo  ilumina  á  quien  iluminar 
le  place,  y  que,  en  un  guiñar  de  ojos,  torna  en  pozo  de  sa- 
biduría al  más  estúpido  pelgar,  bien  pudo  el  hijo  del  rey  Fe- 
lipe adquirir   ciencia  infusa   al   pisar   tierra   de   América. 

A  la  vista  tenemos  un  retrato  de  Felipe  II,  á  la  edad  de 
cuarenta  años,  y  el  de  Gregorio  López  á  la  de  cincuenta  y 
cuatro;  y  á  fe  que,  entre  el  Demonio  del  Mediodía  y  el  mis- 
terioso personaje  de  México,  hay  rasgos  fisonomónicos  de  fa- 
milia. La  objeción  más  sólida  que  se  ocurre  jxira  combatir 
la  popular  creencia,  es  que  la  desaparición  ó  muerte  del  prín- 
cipe fué  en  1568,  y  que  ya  desde  1562  Gregorio  López  habi- 
baba  México.  Pero  el  pueblo,  que  toma  apego  á  todo  lo  fan- 
tástico y  romancesco,  no  se  da  f>or  vencido  ante  tal  argumen- 
to, y  responde  culi>ando  á  los  biógrafos  del  siervo  de  Dios 
de  haber  adelantado  en  seis  años  la  llegada  del  i>ersonaje  á 
Veracruz.  No  es  inverosímil  una  equivocación  de  fechas. 

La  investigación  histórica  no  ha  dicho  aún  su  última  pa- 
labra sobre  el  hombre  de  la  máscara  de  hierro  de  la  isla  Mar- 
gnrita,  ni  sobre  si  Gabriel  de  Espinoza,  el  famoso  pastelero 
de  Madrigal,  fué  un  impostor  ó  fué  realmente  el  mismísimo 
rey  don  Sebastián.  A  semejanza  de  éstos,  hay  en  la  historia 
abundancia   de  puntos  obscuros  é  indescifrables. 

Como  mi  amigo  Riva  Palacio,  ni  acepto  ni  rechazo  la  idea 
de  que  en  Gregorio  López  estuviera  encarnada  la  persona- 
lidad del  principie  don  Carlos.  Carezco  de  pruebas  decisivas 
para  optar  por  uno  ú  otro  extremo,  y  limitóme  á  proponer 
la  cuestión  como  tema  curioso  y  digno  de  ser  atendido  por 
los  aficionados  á  estudios  históricos. 


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EXCOMUNIÓN  CONTRA  EXCOMUNIÓN 


De  acuerdo  con  el  ObispK)  de  Trujillo  don  Carlos  Marcelo 
Comí,  el  padre  fray  Dionisio  de  Oré,  guardián  de  San  Fran- 
cisco, fray  Juan  de  Zarate,  prior  de  Santo  Domingo,  fray  Lope 
Cueto,  superior  de  San  Agustín,  y  el  comendador  de  la  Mer- 
ced fray  Juan  Rodríguez,  resolvieron  sacar  en  procesión  so- 
lemne la  imagen  de  san  Valentín  el  día  14  de  Febrero  de 
1627,  para  que  no  se  repitíese  el  terremoto  que  en  igual  día 
del  añ(»  anterior  aterrorizó  al  vecindario. 

Conviene  saber  que  el  ilustrísimo  señor  Corni  fué  el  i>ri- 
mer  peruano  que  obtuvo  mitra  en  nuestra  patria,  lo  que  dis- 
gustó mucho  á  los  sacerdotes  españoles  que  se  creían  con  igual 
ó  mayor  mérito  para  obispar.  Excepto  el  padre  Oré  (que  era 
de  Guamanga  y  que,  corriendo  los  años,  alcanzó  también  obis- 
pwtdo)  los  otros  tres  jefes  de  comunidad  eran  i>eninsulares. 

El  M  de  Febrero,  á  las  cuatro  de  la  tarde,  después  de 
pomposo  sermón  que  predicó  en  la  Catedral  el  padre  Zarate, 
salió  la  procesión  con  asistencia  del  Cabildo  y  con  gran  con- 
curso aristocrático  y  popular.  A  media  cuadra  de  camino  se 
fijó  el  Obispo  en  que  las  comunidades  iban  mezcladas,  y  dete- 
niendo la  marcha  envió  á  su  secretario  presbítero  don  Andrés 
Tello  de  Cabrera  para  que  dijese  á  los  sui>eriores  de  las  cua- 
tro comunidades  que  colocaran  á  sus  frailes  procesionater^  esto 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  123 

es,  eu  orden  de  procesión.  Los  prelados  dieron  por  respuesta 
que  iban  bien  como  iban,  y  sulfurándose  su  ilustrísima,  les 
hizo  decir  que  si  no  obedecían  su  mandato  los  excomulgaría. 
Los  amenazados  ordenaron  á  sus  frailes  que  continuasen  en  la 
procesión,  pero  los  cuatro  la  abandonaron  y  se  fueron  á  su 
respectivo  convento. 

Ante  tamaño  desacato  murmuró  el  Obispo:— Si  san  Dunstán 
sujetó  al  diablo  cogiéndolo  pwr  la  nariz,  yo  sujetaré  á  estos 
bellacos  cogiéndolos  pwr  el  cerviguillo.  Siga  su  curso  la  pro- 
cesión. 

Al  siguiente  día,  á  la  hora  en  que  iba  á  principiarse  en  la 
iglesia  de  los  dominicos  una  solemne  misa  cantada  en  honor 
de  San  Valentín,  misa  para  la  cual  estaba  invitada  mucha 
gente  de  copete,  se  presentó  el  bachiller  Juan  de  Mori  quien, 
con  vozarrón  estupendo,  dio  lectura  á  un  papel  que  así  decía: 

—  «Téngase  jx)r  excomulgados  á  los  reverendos  padres  fray 
>Juan  de  Zarate,  fray  Dionisio  de  Oré,  fray  Lopie  Cueto  y  fray 
>Juan  Rodríguez,  por  estar  así  declarados,  en  auto  de  ayer, 
»por  su  ilustrísima  el  sefLor  ObispK),  quedando  suspensos  de 
tcelebrar,  confesar  y  predicar  en  este  obispado.  Y  para  que 
»venga  en  conocimiento  de  todos  el  mandato  de  su  ilustrísima, 
>y  so  la  misma  pena  de  excomunión  mayor  ipso  facto  ineurrenda^ 
•póngase  en  tablilla  en  la  puerta  de  la  Santa  Iglesia  Catedral». 

Y  volviéndose  al  concurso,  gritó  el  bachiller  Juan  de  Mori: 
—Hermanos  míos,  á  su  casa,  prontito,  todo  el  que  no  quiera 
excomulgarse. 

Y  la  iglesia  quedó  escueta.  A  la  sazón  las  campanas  de 
la  Catedral  tocaban  los  fatídicos  dobles,  cuyo  sonido  abre  de 
par  en  par  las  puertas  del  infierno  á  los  excomulgados. 

Por  su  parte  los  cuatro  prelados  excomulgaron  también  al 
Obispo,  fundándose  en  que  su  ilustrísima  no  había  tenido  de- 
recho para  entrar  en  el  monasterio  de  las  clarisas,  sin  previa 
licencia  del  guardián  de  San  Francisco  bajo  cuya  jurisdicción 
estaban  esas  monjas.  Sólo  que  en  esta  excomunión  no  do- 
blaron las  campanas,  porque  el  Corregidor  de  la  ciudad,  que 
era  amigo  íntimo  del  señor  Corni,  había  cuidado  de  dejarlas 
sin  badajo.  Esto  quitó  solemnidad  é  importancia  al  acto,  y 
el.  vecindario  siguió  recibiendo  devotamente  las  bendiciones  del 


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124  KICARDO    PALMA 

ObispK)  y  besándole  el  pastoral  anillo.  Excomunión  sin  clamo- 
reo de  campanas  era  excomunión  boba. 

El  proceso  (que  es  abultado,  y  que  se  encuentra  entre  los 
manuscritos  de  la  Biblioteca  de  Lima)  terminó  dos  años  des- 
pués en  1629,  con  el  fallecimiento  del  Obispo.  El  Arzobispo 
y  la  Audiencia,  procediendo  discretamente,  echaron  tierra  so- 
bre él. 


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'2  ¿  :K-:^'í^^^^2£>^^t^^Sí^2^ 


GETHSEMANI 

En  el  álbum  de  la  señora  Laura  de  Santa  Cruz. 


Ha  querido  usted,  señora  mía,*  un  autógrafo  de  este  viejo 
emborrouador  de  papel,  y  mal  puede  negarse  á  complacerla 
quien,  como  yo,  blasona  de  cortés,  amén  de  confesarse  hon- 
rado coii  la  amable  petición.  Pide  usted,  con  la  cultura  de 
forma  que  á  cumplida  dama  cabe,  y  ya  estoy  hecho  un  azu- 
carillo  por  rendir   homenaje   á  su   deseo. 

Pero  ¿ha  de  ser  precisamente,  una  tradición  lo  que  usted 
exige  que  escriba  en  las  páginas  de  su  aristocrático  álbum? 
Eso  ya  tiene  bemoles,  y  aunque  estoy  decidido  á  obedecerla, 
no  lo  haré  sin  referirla  antes  un  chascarrillo  de  mis  mpce- 
dades. 

Dios  me  hizo  feo  (y  no  lo  digo  por  alabarme),  y  fué  el  caso 
que  zumbando  yo  más  qpie  un  tábano  al  oído  de  una  joven, 
á  la  que  cantaba  el  credo  cimarrón  que  cantan  los  enamora- 
dos, encontró  la  mamá,  que  nunca  me  tuvo  por  ángel  de  su 
coro,  la  manera  de  ahuyentarme,  y  fué  ella  pedirme  que  le 
obsequiase  mi  tarjeta  fotográfica.— j Oh!  señora,  la  dije,  ¿para 
qué  quiere  usted  el  retrato  de  un  mozo  feo  y  desgarbado  como 
3'oV— Por  eso  mismo,  por  lo  feo,  me  contestó.  Me  hace  falta 
para  asustar  á  mis  nietecitos  que  son  unos  diablos  de  travie- 
sos.-Ya  adivinará  usted  que  me  entraron  súbitos  escalofríos, 
al  considerar  que  esa  señora  no  era  todavía  para  mí  más  que 
proyecto  de  suegra...  i  y  ya  suegreaba!  ¡Qué  porvenir  tan  rico 


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126  RICARDO    PALMA 

y  delicioso  me  sonreía  si,  por  malos  de  mis  pecados,  que  son 
pocos  pero  gordos,  el  proyecto  hubiera  pasado  á  la  categoría 
de  ley! 

Como  no  la  creo  á  usted  capaz  de  abrigar  burlesco  pro- 
pósilo  con  su  exigencia,  y  como  dicen  que  la  gracia  del  barbe- 
ro está  en  sacar  patilla  de  donde  no  hay  j>elo,  vamos  á  ver 
si  consigo  dar  saborcito  tradicional  y  que  al  paladar  de  usted 
sea  gustoso,  á  un  cuento  que  oí  contar  á  mi  abuela  que  esté 
en  gloria,  que  sí  estará,  porque  fué  más  buena  que  el  i>an 
cuando  es  de  buen  trigo  y  buena  masa. 


José  Maní  era  un  indio  de  Huacho,  propietario,  en  la  ju- 
risdicción de  Lauriama,  de  tres  hectáreas  de  terreno  conocidas 
con  el  nombre  de  Huerto  de  José  Maní. 

Al  dicho  propietario  le  estorbaba  lo  negro  de  la  tintaj  es 
decir  que,  en  materia  de  saber  leer,  no  conocía  ni  la  O  por 
redonda  ni  la  I  por  larga;  pero  ello  no  obstó  para  que,  ven- 
diendo naranjas,  chirimoyas  y  aguacates,  adquiriese  un  decente 
caudalito  y,  con  él,  prestigio  bastante  para  elevarse  á  la  al- 
tura de  regidor  en  el  Cabildo  de  su  pueblo. 

En  la  cuaresma  de  1795,  los  vecinos  contrataron  á  un  do- 
minico del  convento  de  Lima  para  que  se  encargase  de  predi- 
car en  Huacho  el  sermón  de  las  Tres  horas^  al  que  dio  origen 
en  Lima  el  jesuíta  limeño  Alonso  Mesía  y  que,  poco  á  poco, 
y  por  mandato  pontificio,  se  ha  generalizado  en  el  orbe  ca- 
tólico. 

El  Viernes  Santo  no  cabía  ya  ni  un  alfiler  de  punta  en 
la  iglesia  parroquial,  tanto  era  el  concurso,  no  sólo  de  los 
fieles  residentes  en  el  pueblo  sino  de  los  venidos  de  cinco  le- 
guas á  la  redonda.  Por  supiuesto  que  José  Maní,  en  traje  de 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  127 

gala,  esto  es,  con  capa  española  que  le  hacía  sudar  á  chorros 
por  lo  recio  de  la  estación  veraniega,  se  repantigaba  en  uno 
de  los  cómodos  sillones  destinados  á  los*  cabildantes. 

El  predicador,  que  era  un  pozo  de  sabiduría,  después  de 
un  exordio  en  que  afirmó,  bajo  la  honrada  palabra  de  fe  de  no 
recuerdo  qué  autores,  que  las  suras  del  Koran  son  seis  mil  seis- 
cientas sesenta  y  seis,  y  que  las  palabras  de  Cristo  Eli^  Eli, 
lamma  sabachtani  f>erteneoen  á  la  lengua  maya,  y  no  al  idioma 
hebreo,  ni  al  asirlo,  ni  al  sánscrito,  ni  al  caldeo,  entró  de  lleno 
en  el  tuétano  de  la  Pasión. 

Cada  vez  que  el  orador  hablaba  del  huerto  de  Gethsemaní, 
las  müadas  del  concurso  se  volvían  hacia  el  cabildante  José 
Maní,  que  se  pwnía  muy  orondo  al  informarse  del  importante 
papel  que  su  huerto  desempeñaba  en  la  vida  de  Cristo.  ¡Qué 
honra  para  Huacho  y  para  los  huachanos! 

Eso  de  que  el  predicador  llamase  al  huerto  Gethsemaní,  y 
no  Josemaní,  lo  atribuyeron  los  huachanos  á  lapsus  Ungum  muy 
disculpable  en  un  fraile  forastero.  En  toda  pila  falta  alguna 
vez  el  agua,  y  hasta  los  académicos  somos  propensos  á  pro- 
nunciar disparatadamente,  no  diré  si  por  distracción  ó  por  ig- 
norancia. Siquiera  cuando,  en  letra  de  molde,  aparece  Inlación 
(con  h)  en  vez  de  ilación,  6  halija  del  correo,  en  lugar  de  valija, 
tenemos  el  socorrido  recurso  de  echarle  la  culpa  al  cajista, 
especie  de  cordero  pascual  que  carga  con  muchos  pecados  de  los 
Uleratos. 

Pero  cuando  el  dominico  dijo  que  fué  en  el  huerto  de 
Gelhsemanf  donde  los  sayones  judíos  se  apoderaron  de  la  per- 
sona del  Maestro,  los  ojos  todos  se  volvieron  á  mirar  al  ensi- 
mismado huachano,  como  reconviniéndolo  F>or  su  cobardía  y 
vileza  en  haber  consentido  que,  en  su  casa,  en  terreno  de 
su  propiedad,  se  cometiese  tamaña  felonía  con  un  huésped.  ¡Y 
qué  huésped,  Dios  de  Israel  I 

Hasta  el  alcalde  del  Cabildo  no  pudo  dominar  su  indigna- 
ción, y  volviéndose  hacia  José  Maní  le  dijo  en  voz  baja: 

—Defiéndase,  compañero,  si  no  quiere  que,  cuando  salga- 
mos, lo  mate  el  pueblo  á  pedradas. 

Entonces  José  Maní,  poniéndose  en  pie,  interrumpió  al  pre- 
dicador, diciendo: 


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128  RICARDO    PALMA 

—Oiga  usted,  padre.  No  me  meta  á  mí  en  esa  danza,  que 
yo  uo  he  conocido  á  Jesucristo  ni  nunca  le  vendí  fruta;  y  pido 
que  haga  usted  constar  que,  si  se  metió  en  mi  huerto,  lo  hizo 
porque  le  dio  la  gana  y  sin  licencia  mía,  y  que  yo  no  tuve  arte 
ni  parte  en  que  lo  llevaran  á  la  cárcel,  y 

¡  Aleluya !   j  Aleluya ! 
Cada  cual  está  á  la .  suya. 


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PRUDENCIA   EPISCOPAL 

Conlómc  mi  queridísimo  é  inolvidable  amigo  Lavalle,  para 
que  hoy  lo  cuente  yo  á  ustedes  que,  allá  pwr  los  años  de  1814, 
una  monja  del  monasterio  del  Carmen  se  e.sai¡>ó  cierta  no- 
che para  ir  al  teatro  á  gozar  de  la  ópera  italiana,  representa- 
ción que  por  primera  vez  se  efectuaba  en  Lima.  Realizó  su 
escapatoria  aprovechándose  de  que  estaba  en  limpia  el  ace- 
quión ó  brazo  de  río  que  provee  al  convento;  y  cubierta  la 
cabeza  con  pañolón  lambayecano  oyó,  desde  un  oculto  de  pla- 
tea, cantar  á  Carolina  Griffoni  el  Barbero  de  Sevilla  del  maes- 
tro Paisiello,  que  Rossini  no  había  aún  escrito  la  ópera  del 
mismo  título,  con  la  que  ha  inmortalizado  su  nombre. 

Con  ánimo  entre  regocijado  y  receloso  regresaba  la  (Ulettan' 
te,  después  de  las  diez  de  la  noche,  en  medio  del  chipichipi  ó 
garúa  característico  del  invierno  limeño,  cuando  al  llegar  á  la 
Acequia  de  Islas  se  encontró  con  que  los  torneros  habían  soltado 
el    agua,   lo   que   para   la   monja    melómana    imposibilitaba   la 

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130  RICARDO    PALMA 

entrada  al  claustro  por  el  mismo  camino  que,  tres  horas  antes, 
utilizara  para  la  salida. 

En  tribulación  tamaña  no  le  quedó  á  la  desdichada  otro 
recurso  que  el  de  dar  aldabonazos  á  la  puerta  de  la  casa  ar- 
zobispal, hasta  que  alarmado  su  ilustrísima  que,  en  esos  mo- 
mentos, concluida  la  colación  chocolatesca,  iba  á  acostarse  en 
el  lecho,  mandó  abrir  y  que  entrase  la  impwrtuna. 

Después  de  revelarle  ésta  su  cuita  y  de  escuchar  humil- 
demente la  merecida  reprimenda,  el  sagaz  arzobispo  Las  He- 
ras  la  hizo  vestir  la  sotana,  manteo  y  birretillo  de  su  secre- 
tario, encaminándose  al  Cai*men  con  el  improvisado  familiar. 

Llegados  al  monasterio  dejó  á  éste  en  la  puerta  y,  pene- 
ti'ando  sólo  en  la  portería,  ordenó  á  la  portera  previniese  á 
la  comunidad  que,  bajo  pena  de  excomunión  ipso  facto  incurren- 
düy  prohibía  á  las  monjas  asomar  las  narices  fuera  de  la  cel- 
da,  hasta   que  él   tocara  la  campana  convocando   á  coro. 

—¿Qué  habrá?  ¿qué  será  ello?  se  decían  entre  sí  las  mon- 
jitas,  viéndose  en  el  caso  de  la  colegiala  á  quien  preguntó  el 
examinador  si  huevo  era  masculino  ó  femenino.— Eso,  contes- 
tó la  chica,  será  según  y  conforme,  y  no  se  puede  saber  hasta 
que  del  huevo  salga  pollito  ó  pwUila.  Si  sale  pollito  será  mas- 
culino el  huevo,  y  si  sale  pollita  será  femenino. 

Alejada  la  hermana  j>ortera  para  cumplimentar  el  manda- 
to, dio  su  ilustrísima  entrada  al  fingido  familiar,  quien,  ya 
en  su  celda,  cambió  rápidamente  de  vestido. 

Cuando  quince  minutos  más  tarde  se  congregaron  las  mon- 
jas, el  señor  Las  Heras  dijo  á  la  superiora: 

—  Madre  abadesa,  contad  vuestras  ovejas. 

—  Están  completas,  ilustrísimo  señor.  Veinte  monjas  y  tres 
de  velo  blanco,  contestó  aquella  después  de  pasar  revista  al 
rebaño. 

—Bendigamos  á  Dios,  hijas  mías,  porque  ha  resultado  ca- 
lumnioso un  aviso  anónimo  que  recibí  ayer. 

Y  con  voz  arrogante  entonó  el  Te  Deum  laudamus^  acompa- 
ñándolo las  monjas,  que  nunca  supieron  la  verdad  sobre  lo 
que  motivara  la  visita  del  arzobisp»  en  hora  tan  intempestiva. 


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DICHARACHO  DE  UN  VIRREY 


Recelando  el  virrey  Amat  que,  por  hallarse  España  en  apres- 
tos de  guerra  contra  Inglaterra,  alguna  poderosa  flota  de  la 
última  intentase  hacerse  dueña  del  Callao  y  de  Lima,  proce- 
dió á  organizar  en  la  bendita  ciudad  de  Santa  Rosa  varias 
compañías  de  milicias  cívicas,  cuyos  jefes,  oficiales  y  solda- 
dos fuesen  todos  nacidos  en  la  península  y  contasen  á  la  vez 
con  recursos  que,  sin  gasto  para  el  real  tesoro,  les  permitie- 
sen atender  á  su  manutención  y  equipo.  Por  lo  pronto,  esta- 
ban obligados  á  concurrir  dos  ó  tres  veces  por  semana  á  ejer- 
cicios militares,  y  á  lucir  unifonne  de  parada  en  las  fiestas 
oficiales   á   que   el   virrey   asistiera. 

Llegó  el  grandioso  día  de  jurar  bandera  y  pasar  la  primera 
revista  á  las  compañías,  las  cuales  se  exhibieron  en  el  orden 
siguiente : 

Primera  compañía,  compuesta  de  castellanos  y  extremeños: 
140  plazas. 

Segunda  compañía,  formada  por  navarros  y  aragoneses:  128 
hombres. 

Tercera   compañía,   andaluces:    144  soldados. 

Cuarta   compañía,   vizcaínos:    130   plazas. 

Quinta   compañía,   asturianos:    118   hombres. 

Sexta  compañía,  gallegos:   126  soldados. 

Séptima  compañía,  catalanes:   121   hombres. 

Octava  compañía,  formada  por  canarios,  mallorquines,  va- 
lencianos  y  de   otras   provincias  del   reino:    147   plazas. 


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132  RICARDO    PALMA 

El  virrey,  acompañado  de  la  Real  Audiencia,  Cabildo  y  al- 
tos empleados,  presenciaba  el  desfile  desde  la  galería  de  Pa- 
lacio. El  pueblo,  en  la  Plaza  Mayor,  palmoteaba  y  vivaba  á 
cada  compañía  cuando  su  abanderado  saludaba  al  represen- 
tante de  la  corona. 

Como  el  virrey  era  catalán,  acaso  por  lisonjearlo,  fué  más 
.estrepitoso  el  aplauso  de  la  muchedumbre  á  la  compañía  ca- 
talana y  á  su  capitán,  que  era  nada  menos  que  don  Antonio 
de  Amat,  sobrino  de  su  excelencia. 

Un  caballero  andaluz  que  en  la  galería  formaba  parte  de 
la  comitiva  palaciega,  dijo  á  otro  andaluz  su  vecino,  no  en 
voz  tan  baja  que  no  alcanzase  á  oir  sus  palabras  el  virrey: 

—Para  insolencia  y   p ;   Cataluña. 

El  catalanismo  del  excelentísimo  señor  don  Manuel  de  Amat 
y  Juniet  se  sintió  como  picado  de  víbora,  y  sin  volverse  hacia 
el   impertinente   comentador,   contestó: 

— Para  fachenda,  holganza  y  truhanería,  Andalucía. 


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EL    CORPUS    TRISTE    DE    1812 


I 

El  29  de  Enero  de  1810  se  alzó  en  la  ciudad  de  La  Paz 
ignominioso  cadalso,  en  el  que  fueron  sacrificados  don  Pedro 
Domingo  Murillo  y  ocho  de  sus  amigos,  por  el  crimen  de  haber 
enarbolado  la  enseña  revolucionaria  contra  el  gobierno  de  la 
metrópoli.  Las  últimas,  pero  proféticas  palabras  del  tan  va- 
leroso como  infortunado  caudillo,  fueron:— Compatriotas,  la  ho- 
guera que  he  encendido  no  la  apagarán  ya  los  españoles... 
¡Viva  la  libertad! 

En  efecto,  lejos  de  que  el  espectáculo  del  cadalso  atlerrori- 
zara  al  pueblo,  volviéndolo  manso  para  seguir  tascando  el  freno, 
la  idea  revolucionaria  se  propagaba  como  un  incendio,  y  el 
14  de  Septiembre  el  pueblo  de  Cochabamba  proclamó  los  mis- 


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134 


RICARDO    PALMA 


mos  principios  por  los  que  rindiera  la  existencia  el  mártir 
Murillo.  Unidos  los  de  Cochabamba  á  la  división  argentina  que 
comandaban  Castelli  y  Balcárcel,  alcanzaron  en  Aroma  una  im- 
portante victoria. 

El  virrey  del  Perú  encomendó  entonces  al  arequipeño  don 
José  Manuel  de  Goyeneche  la  pacificación  del  territorio  suble- 
vado; y  el  brigadier  de  los  reales  ejércitos,  después  de  derrotar 
á  los  patriotas  en  la  recia  batalla  de  Guaqui,  se  dirigió  sobre 
Cochachamba,  donde  nuevamente  fueron  vencidos  los  insur- 
gentes en  la  sangrienta  acción  de  Viluma,  quedando  la  ciu- 
dad á  merced  del  vencedor,  quien  no  anduvo  parco  en  castigos 
y  estorsiones. 

Creyendo  Goyeneche  aniquilado  para  siempre  en  los  cocha- 
bambinos  el  espíritu  de  rebelión,  se  encaminó  con  su  ejército 
á  Chuquisaca  y  Potosí,  para  batir  á  los  guerrilleros  argenti- 
nos; pero  Cochabamba  se  insurreccionó  nuevamente,  y  después 
de  prisionera  y  desarmada  la  guarnición  realista,  fué  aclamado 
y  reconocido  en  el  carácter  de  gobernador  don  Mariano  An- 
tesana,  criollo  acaudalado  y  de  gran  prestigio  en  el  pueblo 
por  su  ilustración  y  por  lo  enérgico  de  su  carácter. 

Goyeneche  se  vio  forzado  á  desistir  de  la  campaña  iniciada 
sobre  los  rebeldes  del  Río  de  la  Plata,  y  volvió  sobre  Cocha- 
bamba  alentando  á  su  ejército  con  una  proclama,  en  la  que 
decía  á  sus  soldados  que  los  declaraba  dueños  de  vida  y  ha- 
cienda de  los  insurgentes,  recomendándoles  sólo  que  resp|e- 
tasen  las  iglesias  y  á  los  sacerdotes. 

Aunque  Antesana  estaba  convencido  de  la  total  insuficien- 
cia de  elementos  bélicos  para  resistir,  con  probabilidades  de 
éxito,  á  las  bien  disciplinadas  y  engreídas  tropas  del  brigadier 
arequipeño,  y  opinaba  por  una  retirada  hasta  reunirse  con  fuer- 
zas argentinas,  tuvo  que  inclinarse  ante  el  entusiasmo  del  pue- 
blo, decidido  á  esperar  á  los  españoles  en  posiciones  que  es- 
timaban ventajosas  á  pocas  millas  de  la  ciudad.  Las  mujeres 
eran  las  más  exaltadas,  y  excedió  de  doscientas  el  número  de 
las  que,  armadas  con  fusiles,  lanzas  ó  machetes,  se  enrolaron 
entre  los  combatientes.  Y  que  en  el  momento  decisivo  no  sir- 
vieron de  estorbo^  sino  que  se  batieron  como  leonas,  lo  com- 
prueban los  quince  cadáveres  de  cochabambinas  que  el  27  de 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  135 

Mayo  de  1812  quedaron  en  las  alturas  de  San  Sebastián.  En 
aquel  feroz  combate,  el  flamante  Conde  de  Guaqui,  sable  en 
mano  y  á  la  cabeza  de  su  escolta,  espoleaba  el  caballo  so- 
bre los  fugitivos,  gritando :  — ¡  Que  no  quede  vivo  uno  sólo 
de  esta  canalla!— Y  en  efecto,  no  se  tomó  un  solo  prisionero, 
y  la  soldadesca  se  entregó  salvajemente  al  repase  de  heridos. 


II 

Ocupada  ese  mismo  día  la  ciudad  por  los  vencedores,  el 
desenfreno  de  éstos  no  tuvo  límites.  El  saqueo,  la  matanza,  la 
violación  y  el  incendio  dominaron  en  Cochabamba  hasta  la 
media  noche  del  aciago  27  de  Mayo. 

Goyeneche,  que  blasonaba  de  católico  fervoroso,  pues  men- 
sualmente  confesaba  y  comulgaba,  no  quiso  que  el  Jueves  28 
de  Mayo  dejase  de  salir  la  procesión  del  Corpusy  y  dictó  las  ór- 
denes del  caso,  á  la  vez  que  piquetes  de  tropa  registraban 
las  casas,  i>ara  apresar  á  los  vecinos  principales  denunciados 
como  simpatizadores  con  la  revolución  vencida  ó  que,  después 
de   la   derrota,   se   habían   refugiado   en   su   hogar. 

El  brigadier,  acompañado  de  su  Estado  Mayor,  en  traje  de 
parada  y  llevando  en  la  mano  el  guión,  concurrió  á  la  fiesta 
que  los  cochabambinos  bautizaron  con  el  nombre  del  Corpus 
Triste,  En  el  cortejo  oficial  iban  diez  ó  doce  de  los  notables  de 
la  ciudad,  de  esos  que  hoy  llamamos  oportunistas^  y  que  se  ex- 
hibieron, más  que  por  devoción,  por  miedo  á  Goyeneche.  En 
cuanto  al  concurso  popular ,  fué  muy  pequeño  ;  pero  en 
cambio,  formaron  más  de  cuatro  mil  soldados.  El  Conde  de 
Guaqui,  con  aire  humilde  y  contrito,  se  arrodillaba  y  rezaba 
delante  de  los  altares  precipitadamente  levantados  en  el  tra- 
yecto que  recorrió  la  procesión. 

De  cinco  en  cinco  minutos,  y  á  guisa  de  petardos,  se  oía 
una  detonación  de  armas  de  fuego.  En  homenaje  al  Corpus  Triste 
había  dispuesto  Goyeneche  que,  con  pequeño  intervalo  de  tiem- 
po, se  fusilase  en  el  cuartel  de  la  Compañía  á  los  patriotas 
apresados  en  la  ciudad.  Treinta  fueron  las  nobles  víctimas. 

A  la  una  del  día  terminó  la  procesión,  y  hallábase  Goye- 


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13G  RICARDO    PALMA 

neche  en  el  salón  de  la  casa,  agasajando  con  refrescos  á  los  de 
la  comitiva,  cuando  se  presentó  un  oficial  llevando  á  don  Ma- 
riano Antesana,  vestido  con  el  hábito  de  descalzo  franciscano, 
pues  lo  habían  sacado  del  convento  de  la  Recoleta  donde  los 
frailes  creyeron  conveniente  disfrazarlo,  precaución  que  no  lo 
salvó  de  un  picaro  denunciante. 

Viva  satisfacción  brilló  en  los  ojos  del  Conde,  y  avanzando 
hacia  el  prisionero,  le  dijo: 

— jAh,  señor  Antesana!  Me  alegro  de  verlo.  No  esperaba 
semejante  visita,  que  por  cierto  no  me  la  hace  usted  de  buena 
gana.  Vendrá  usted,  arrepentido  de  su  traición  al  rey  nuestro 
señor,  á  i>edir  gracia... 

Antesana  no  lo  dejó  continuar,  interrumpiéndolo  con  estas 
palabras,  según  lo  relata  el  autor  de  las  Memorias  del  último 
soldado  de  la  Independencia. 

—No,  señor  general:  no  soy  hombre  de  cometer  una  indigni- 
dad cobarde.  Estoy  pronto  á  comparecer  ante  Dios.  ¡Viva  la 
patria ! 

La  ira  enrojeció  el  rostro  de  Goyeneche,  y  alzó  la  mano  cris- 
pada como  en  actitud  de  embestir  al  noble  prisionero;  mas,  re- 
portándose en  breve,  volvió  la  espalda  y  dijo  al  oficial: 

—  Fusílelo  usted  dentro  de  una  hora,  y  que  se  confiese  si 
quiere. 

Pisaban  ya  el  umbral  de  la  puerta  Antesana  y  su  acompañan- 
te, cuando  el  Conde,  como  recordando  algo  que  había  olvidado, 
gritó : 

— ¡Ah!  ¡señor  oficial!  Que  no  le  tiren  á  la  cabeza...  la  necesito 
intacta  para  clavarla  en  la  plaza. 

A  las  tres  de  la  tarde  sentaron  á  Antesana  en  im  poyo  de 
adobes,  en  la  acera  del  oriente  de  la  plaza.  Su  aspecto  era 
sereno. 

Cuatro  soldados,  á  tres  varas  de  distancia,  dispararon  sus 
fusiles  sobre  el  pecho  del  gran  patriota. 

Su  cabeza,  clavada  en  ima  pica  custodiada  por  un  •  piquete 
de  tropa,  permaneció  tres  días  en  la  plaza  de  Cochabamba. 

Así  festejó  don  José  Manuel  de  Goyeneche,  primer  Conde 
de  Guaqui,  el  Corpus  Chrísti  de  1812. 


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ASUNTO    CONCLUIDO 


El  2S  de  Septiembre  de  1814  alzóse  en  la  ciudad  de  La  Paz 
un  poste,  colgado  del  cual  se  balanceaba  un  cadáver  sobre 
cuya  frente,  y  á  guisa  de  Inri,  habían  puesto  un  cartel  con  estas 
palabras:  Asunto  concluido. 

Y  pues,  á  la  corta  ó  á  la  larga,  no  hay  tapada  que  no  se 
destape,  satisfagamos  la  curiosidad  del  lector,  si  bien  confieso 
que,  en  esta  tradición,  me  he  embarcado  con  poca  galleta.  ¡Y 
digan,  que  de  Dios  dijeron! 


Don  Gregorio  de  Hoyos,  natural  de  la  Habana,  marqués 
de  Valdehoyos  y  brigadier  de  los  reales  ejércitos,  fué  enviado 
á  Lima  desde  la  madrileña  Corte,  allá  por  los  años  de  1812, 
con  recomendación  al  virrey  Abascal  para  que  utilizase  sus 
servicios.  Nombrólo  su  excelencia  Gobernador,  Intendente  y 
Comandante  general  de  la  provincia  de  La  Paz,  y  en  4  de  Junio 
de  1813  tomó  posesión  del  cargo. 

Era  el  marqués  de  Valdehoyos  hombre  de  muchos  méritos 
y  virtudes,  y  del  todo  al  todo  ajeno  á  vicios.  Ni  siquiera  tenía 
los  instintos  de  Cortés  y  Pizarro,  en  lo  de  dedicarse  á  la  con- 


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138  RICARDO    PALMA 

quista  de  indias,  pues  su  señoría  hacía  ascos  á  todo  faldellín 
en  cuerpo  de  buena  moza. 

Con  él  habría  perdido  lastimosamente  su  tiempo  aquel  cria- 
do de  hotel  que  decía  á  cada  huési>ed:--Si  se  le  ofrece  algo 
á  media  noche,  llámeme  con  un  solo  golpe  de  timbre;  pero  si 
necesita  á  la  camarera,  que  es  muchacha  preciosa  y  amiga  de 
hacer  favores,  empleará  dos  golpes  de  timbre;  y  si  le  urgiere 
hablar  con  la  mujer  del  patrón,  que  es  bastante  guapa,^  toque 
tres  veces  el  timbre. 

El  señor  Gobernador  era  de  los  que  dicen  que  la  mujer, 
en  aritmética,  es  un  multiplicador  que  no  hace  operaciones 
con  un  quebrado;  en  álgebra,  la  X  de  una  ecuación;  en  geo- 
metría un  poliedro  de  muchas  caras;  en  botánica,  flor  bella 
y  de  grato  aroma,  pero  de  jugo  venenoso;  en  zoología,  bípedo 
lindo,  pero  indomesticable;  en  literatura,  valiente  paradoja  de 
poetas  chirles;  en  náutica,  abismo  que  asusta  y  atrae;  en  me- 
dicina, pildora  dorada  y  de  sabor  amargo;  en  ciencia  admi- 
nistrativa, un  banco  hipotecario  de  la  razón  y  el  acierto,  y... 
asunto  concluido,  frase  que  era  obligada  muletilla  en  boca  del 
marqués,  y  con  la  que  ponía  punto,  remate  y  contera  á  toda 
conversación. 

La  verdad  es  que,  en  cuestión  de  amorosos  trapicheos,  nun- 
ca dio  su  señoría  un  cuarto  al  pregonero;  pues,  con  cerca  de 
medio  siglo  á  cuestas,  no  fué  de  aquellos  mancarrones  con 
más  mañas  y  marraquetas  que  muía  de  alquiler,  por  los  que 
se  ha  escrito: 

que  son  como  los  membrillos, 
mientras  más  viejos  más  amarillos. 

—  ¿Qué  parentesco  tiene  el  toro  con  la  vaca?— preguntaba 
un  niño. 

—El  de  marido— contestó  la  mamá. 

—¿Y  el  buey? 

—Será  el  de  tío. 

El  de  Valdehoyos  estaba,  pues,  matriculado  ante  la  opinión 
pública  en  la  categoría  de  tío. 

Dicho  está  con  lo  apuntado  que  las  simpatías  del  bello  sexo 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  139 

paceño  no  acompañaban  á  la  superior  autoridad,  y  menos  las 
de  los  barbudos,  i>ara  con  los  que  desplegaba  su  señoría  no  poca 
aspereza  de  carácter.  Era  el  marqués  todo  lo  que  se  conoce 
por  hombre  de  la  cascara  amarga.  Rectos  ó  torcidos,  sus  man- 
datos habían  de  obedecerse,  sin  que  por  Dios  ni  por  sus  santos 
amainara  en  terquedad,  por  mucho  que  se  le  probase  que  al- 
gunas de  sus  disposiciones  redundaban  en  deservicio  del  rey 
ó  desprestigio  del  gobierno,  y  que  eran  violatorias  de  la  libe- 
ral Constitución  promulgada  en  Cádiz  por  las  Cortes  del  año  12. 
Para  el  de  Valdehoyos  no  había  más  credo  político  que— quien 
manda,  manda,  y  cartuchera  al  cañón— que  es  el  credo  de  los 
déspotas,  y  ponía  término  á  toda  discusión  diciendo  muy  exal- 
tado: 

—  Yo  soy  aquí  el  rey,  yo  soy  la  Constitución,  yo  soy  todo 
V...  asunto  concluido. 


II 


En  Julio  de  1814  empezó  á  circular  el  runrún  de  que  el 
brigadier  Asunto  concluido,  apodo  con  que  en  todo  el  Sur  del 
Perú  era  conocido  don  Gregorio,  estaba  designado  i>or  el  vi- 
rrey para  reemplazar  al  brigadier  Pomacahua  en  la  presidencia 
de  la  real  Audiencia  del  Cuzco.  Llegada  la  noticia  á  la  ciudad 
incásica,  la  irritación  popular  no  tuvo  límites;  y  el  2  de  Agosto 
se  desbordó  el  torrente,  y  estalló  la  gorda  con  la  famosa  rebel- 
día encabezada  por  Pomacahua.  Como  sabe  todo  el  que  algo 
ha  leído  sobre  historia  americana,  en  un  tumbo  de  dado  estuvo  el 
triunfo  de  la  buena  causa  y  el  que  la  Independencia  del  Perú 
hubiera   sido  desde   entonces   un   hecho. 

La  revolución  se  extendió  también,  como  aceite  en  pañi- 
zuelo,  por  el  Alto  Perú,  poniéndose  á  la  cabeza  de  la  indiada 
el  famoso  cura  Muñecas,  quien  abandonando  á  su  suegra,  mote 
que  algunos  clérigos  dan  al  breviario,  se  armó  de  sable,  canana 


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140  RICARDO    PALMA 

y  trabuco,  y  el  24  de  Septiembre  emprendió  el  ataque  de  La 
Paz. 

El  marqués  de  Valdehoyos,  con  la  pequeña  guarnición  es- 
pañola de  que  disponía,  resistió  hasta  donde  humanamente  le 
fué  posible;  pero  arrollado  por  el  número,  tuvo  al  fin  que  ren- 
dirse. 

Cuatro  días  después,  el  28,  los  indios,  que  desde  la  hora 
del  triunfo  se  habían  entregado  á  la  bebendurria^  incendiaron 
el  cuartel,  mataron  al  Gobernador-Intendente  y  á  más  de  cua- 
renta prisioneros,  y...   asunto   concluido. 


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UNA  MODA  QUE  NO   CUNDIÓ 


Los  matrimonios  aristocráticos  ó  de  personas  acaudaladas 
se  celebraban  en  Lima  con  muchísimo  boato,  allá  en  los  tiem- 
pos del  rey.    Otro  tanto   pasaba   con   los   bautizos. 

En  el  oratorio  de  la  casa  de  la  novia  se  adornaba  el  altar 
con  profusión  de  flores  y  de  luces,  y  á  las  ocho  en  punto  de  la 
noche  efectuaba  la  nupcial  ceremonia  un  canónigo  de  la  Cate- 
dral, el  prior  de  alguna  de  las  comunidades,  ó  el  capellán 
de  la  familia,  cuando  no  era  cleriguillo  de  misa  y  olla,  salvo 
las  rarísimas  ocasiones  en  que  el  arzobispo  santificaba  la  unión. 
Sabido  es  que  las  personas  de  copete  compraban  el  derecho 
de  oir  misa  en  casa  y  de  mantener  capellán  rentado,  amén  de 
otros  privilegios  como  los  que  tuvo  el  marqués  de  la  Bula,  y 
que  han  servido  de  tema  para  una  de  nuestras  tradiciones 
precedentes. 

A  la  ceremonia  religiosa  seguía,  no  un  saragüete,  propio  de 
gente  de  poco  más  ó  menos,  sino  un  espléndido  sarao  que  ter- 
minaba después  de  las  doce  de  la  noche.  Por  esos  tiempos  no 
se  estilaba  que  los  novios  desapareciesen,  como  por  escotillón, 
para  ir  á  dar  el  primer  mordisco  al  pan  de  la  boda  en  una 
pintoresca  casa  de  campo  ó  en  uno  de  los  elegantes  balnea- 
rios vecinos  á  la  ciudad.  A  lo  sumo,  después  de  despedidos 
los  convidados,  los  cónyuges  se  hacían  conducir  en  calesa  á 
la  casa  en  que  iban  á  establecer  el  nuevo  hogar. 

En   los  antiguos   libros   parroquiales   abundan   las   partidas 


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142  KICARDO    PALMA 

de  matrimonio  en  que  el  cura  declara  que  sirvieron  de  testi- 
gos fulano  y  zutana,  y  que  los  padrinos  de  los  contrayentes 
fueron  san  José  y  la  Virgen.  Tal  era  la  fórmula  de  todo  ma- 
trimonio entre  pobres  de  solemnidad,  hasta  que  el  señor  Be- 
navente,  primer  arzobispo  republicano,  la  declaró  abolida.  Ese 
compromiso  menos  tienen   ahora  san  José  y  la   Virgen. 

Doña  Angela  Zeballos,  esposa  del  virrey  Pezuela,  se  propuso 
singularizarse  rompiendo  de  golpee  y  zumbido  con  la  secular 
manera  de  hacer  los  matrimonios.  Por  lo  menos  había  resuelto 
que  sus  hijas,  si  casaban  en  Lima,  lo  hiciesen  diferenciándose 
de  su*^  paisanas. 

En  1817,  derrotado  por  los  patriotas  de  Chacabuco,  regresó 
el  brigadier  Osorio,  y  para  consolarse  del  agravio  que  Marte 
le  infiriera  negándole  laureles  en  el  campo  de  batalla,  sje  pro- 
puso cosechar  mirtos  en  los  dominios  de  Venus  y  de  Himeneo. 
Ya  era  tiempo,  pues  su  señoría  el  general  frisaba  en  las  cuarenta 
y  siete  navidades. 

El  14  de  Agosto  de  1817  circuló  entre  la  aristocracia  limeña 
una  esquela  que  á  la  vista  tengo  y  la  cual,  copiada  (id  'pedem 
litercr,  dice: 

Con  El.  Brigadier  don  Mariano  Osorio,  se  casa  dona  Joaqui- 
na DE  LA  PeZÜELA  y  ZeBALLOS.  LoS  PADRES  DE  ÉSTA  SE  LO  COMUNICAX 
A  USTED^  esperando  LOS  ACOMPAÑE  EN  SU  SATISFACCIÓN. 

Nada  de  particular  ofrecería  la  esquela  si  no  la  hubiese 
comentado  don  Manuel  Joaquín  de  Cobos,  regidor  del  Cabildo 
de  Lima,  encargado  de  la  policía  de  la  ciudad,  personaje  á 
quien  estuvo  dirigido  el  ejemplar  que  conozco. 

Esc  don  Manuel  Joaquín  de  Cobos  fué  autoridad  muy  popu- 
lar, y  poseo  una  acuarela  de  Pancho  Fierro  que  lo  representa 
en  traje  de  cabildante,  con  sombrero  de  tres  candiles,  bastón 
con  borlas  y  espadín.  Su  señoría  era  gran  devoto  de  las  musas, 
y  conozco  de  él  un  romance  titulado  Mi  testamento,  en  el  cual 
dice  que  és: 

hijo  de  un  macho  y  de  una  hembra, 
de  cristiano  matrimonio, 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  143 

porque  en  mi  tierra,  á  Dios  gracias, 
no  se  la  pone  el  demonio. 

Pasaba  don  Manuel  Joaquín  por  derrochador  de  agudezas 
de  ingenio^  y  cuentan  que  en  1815  casi  anduvo  á  estocadas  con 
el  conde  de  Casa  Dávalos,  porque  habiéndole  llegado  de  Es- 
paña á  un  hermano  suyo,  que  era  todo  un  bobo  de  Coria,  la 
cruz  de  Carlos  III,  le  dijo  á  aquél  el  señor  Cobos  en  plena 
tertulia  de  cabildantes: 

—Felicite  usted  de  mi  parte  á  su  hermanito  por  la  seme- 
janza que  con  Nuestro  Señor  Jesucristo  le  ha  dado  el  rey 
nuestro  señor. 

—No  sé— contestó  el  conde,  que  era  hombre  de  malas  pul- 
gas,—en  qué  pueda  parecerse  mi  hermano  al  divino  Redentor. 

—Hombre,  en  que  á  Jesucristo  le  dieron  también  una  cruz... 
y  n(^  la  merecía. 

—Usted,  señor  regidor,  usa  por  lengua  una  cuchilla— le  con- 
testó el  condesito,  volteando  la  espalda  y  enviándole  después 
á  sus  padrinos.  Entiendo  que  la  sangre  no  llegó  al  río. 

Dice  el  comentador  de  la  esquela  que,  como  de  costumbre, 
se  comió  el  15  de  Agosto  en  palacio  á  las  cinco  de  la  tarde; 
que  la  familia  se  levantó  de  la  mesa  á  las  seis,  trasladándose 
al  salón  de  ceremonia,  donde  damas  y  caballeros  de  lo  más 
empingorotado  de  la  ciudad  esperaban  á  los  novios;  que  pa- 
saron los  asistentes  á  la  capilla  de  palacio,  en  la  que  el  íirzo- 
bispo  Las  Heras  bendijo  la  unión,  funcionando  como  padrinos 
los  padres  de  la  joven;  que,  terminada  la  ceremonia^  en  vez 
del  sarao  que  el  concurso  se  prometía,  empezó  clona  Angela 
á  rezar  en  voz  alta  un  rosario,  con  las  obligadas  oraciones 
de  apéndice,  á  todo  lo  que  la  sociedad  hizo  coro;  que  coucliado 
el  rezo,  los  recién  casados  y  los  padrinos  subieron  al  cocho 
de  gala,  encaminándose  al  teatro,  en  el  cual  se  daba  aquella 
noche  una  famosa  comedia  de  vuelos,  la  que  terminó  antes  de 
las  once;  y  por  fin,  que  regresados  á  palacio,  se  cenó  en  fa- 
milia... y  todo  el  mimdo  á  la  cama. 

Ya  sp  imaginará  el  lector  que  esta  singular  manera  de  hacer 
una  boda   no  cayó  en  gracia  á  la  créme  limeña,  >  (¡ue  ello  fué 


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144  RICARDO    PALMA 

la  comidilla  de  todas  las  conversaciones,   en  las  que  á  doüa 
Angela  se  la  ponía  como  á  hoja  de  perejil. 

Tres  meses  después,  en  la  Pascua  de  Diciembre,  la  viuda  del 
marqués  de  Mozobamba  del  Pozo  casó  á  una  de  sus  hijas, 
habiendo  repartido  entre  sus  invitados  la  siguiente  csquelita, 
que  parece  un  sinapismo  cargado  de  cantárida  aplicado  a  la 
virreina. 

La   Marquesa   de   Mozobamba  del   Pozo   convida  a   usted   al 

MATRIMONIO   DE   SU    HIJA   MERCEDES   CON   EL   DoCTOR   DON   FaUSTINO   DE 

LA  Cueva  y  Salazar,  á  las  ocho  de  la  noche  del  dIa  25,  pre- 
viniéndole  QUE  NO   HABRÁ  ROSARIO. 

Bien  dicen  los  que  dicen  que  de  pequeñas  causas  nacen 
grandes  efectos.  Desde  la  noche  del  casamiento  de  su  hija 
Joaquina,  empezó  la  impopularidad  del  virrey  Pezuela,  á  la 
que  puso  término  el  motín  de  Aznapuquio,  que  expulsó  del 
país  al  representante  de  la  corona. 


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EL   GRAN   PODER   DE   DIOS 

Cuando  era  yo  muchacho  oí,  como  frase  corriente  entre 
doncellas  de  malandanza,  que,  cuando  querían  deprimir  el  mérito 
ó  precio  de  una  alhaja,  exclamaban  haciendo  un  mohín  nada 
mono:— iQuiá!  Si  este  anillo  se  parece  á  los  del  Gran  poder  de 
Dios. 

Así  me  ocupé  yo  por  entoncas  en  profundizar  el  concepto, 
como  me  ocupo  hogaño  en  averiguar  de  qué  madera  se  fabrican 
las  tablas  de  logaritmos;  pero,  cuando  menos  lo  pensaba,  saltó 
la  liebre,  6  lo  que  es  lo  mismo,  el  origen  de  la  antedicha 
frase.  Ahí  va  sin  más  perfiles. 


A  principios  de  1818  fondeó  en  el  Callao,  con  proceden- 
cia de  Cádiz,  un  bergantín  con  valioso  cargamento  de  mercade- 
rías peninsulares.   Su  capitán  era  don   Pepe  Rodríguez,  gadi- 

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14(»  BIGARDO    PALMA 

taño,  y  los  treinta  tripulantes  eran  también  andaluces.  Hasta 
el  nombre  del  bergantín,  armado  con  seis  cañoncitos,  era  una 
pura  andaluzada,  como  que  se  llamaba...  (agáchate,  lector,  quo 
viene  la  bala  fría)...  se  llamaba...  (déjenme  tomar  resuello)  se 
llamaba   ¡¡El  Gran  poder  de  Dios!! 

Lo  pasmoso  para  mí  es  que  la  autoridad  marítima  de  Es- 
paña, en  esos  tiempos  de  exagerado  espíritu  religioso,  hubiera 
consentido  que  se  bautizara  con  tan  altisonante  nombre  á  bar- 
quichuelo  de  menguado  porte.  Había  mucho  de  irrisorio  en 
tal  nombre  aplicado  á  tan  pobre  nave. 

Para  mí,  sólo  el  arca  de  Noé  podía  aspirar  á  merecer  la  rim- 
bombancia del  nombre;  pues  en  un  libro  místico  he  leído  que  la 
tal  arquita  medía  setecientos  ochenta  y  un  mil  trescientos  se- 
tenta pies  castellanos,  ni  pulgada  más  ni  pulgada  menos,  y 
que  podía  cargar,  con  buena  estiba  se  entiende,  y  libre  de 
vuelta  d(i  campana,  cuarenta  y  dos  mil  cuatrocientas  trece  to- 
neladas. {Valiente  mentir  el  del  autor  que  eso  hiciera  estampar 
en  letra  de  molde!  Responda  él,  y  no  yo,  de  la  exactitud  de 
la  mensura.. 

Entre  los  pasajeros  de  la  embarcación  vino  un  comerciante 
pacotillero,  malagueño  por  más  señas,  conductor  de  una  gran 
caja  que  encerraba  aretes  y  sortijas,  las  que,  en  vez  de  piedras 
fínas,  lucían  cristal  de  Bohemia  imitando  el  rubí,  el  zafiro  y 
el  brillante. 

El  pacotillero  era  hombre  simpático  y  de  letra  muy  me- 
nuda; y  las  alhajas,  aunque  hechizas,  no  carecían  de  forma  ar- 
tística. Poquito  á  poquito,  y  de  casa  en  casa,  fué  el  mercader 
colocando  la  mercancía  entre  las  mujeres  del  pueblo,  en  menos 
de  un  mes  y  con  una  ganancia  loca.  Hasta  las  jóvenes  de  la 
aristocracia,  cuando  vestían  de  trapillo  para  visitas  de  vecindad, 
no  desdeñaban  lucir  aretes  de  coral  falsificado.  En  una  j>ala- 
bra,  las  alhajas  y  otras  chucherías  traídas  por  El  Gran  poder 
de  Dios  se  pusieron  á  la  moda  en  Lima. 

Con  la  bodega  ya  escueta,  zarpó  el  bergantín  en  Mayo  con 
rumbo  á  Guayaquil,  donde,  como  cargamento  de  retorno,  debía 
embarcar  competente  cantidad  de  sacos  de  cacao.  Terminada 
la  operación,  en  la  mañana  del   20  de  Junio   dejó   la  ría  de 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  147 

Guayaquil,  y  el  21,  á  poco  de  haber  perdido  de  vista  la  Puna, 
fué  abordado  pwr  el  corsario  chileno  La  Fortuna, 

El  Gran  poder  de  Dios  no  estuvo  á  la  altura  fanfarrónica  de 
su  nombre,  pues  se  rindió  sin  oponer  más  resistencia  que  la 
que  opone  una  pulga  á  los  dedos  pulgares. 

El  Gran  poder  de  Dios  fué  llevado  como  buena  presa  á  Co- 
quimbo ;  y  algunos  meses  después  una  braveza  de  mar  lo  arrojó 
sobre  la  playa,  probando  así  una  vez  más  que  los  nombres  alti- 
sonantes son,  con  frecuencia,  pura  filfa  y  grandísima  mente- 
catería. 


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¿CARA    O    SELLO? 

En  cierta  noche  del  año  1824  hallábanse  en  un  mezquino 
cuarto  de  posada,  en  la  ciudad  de  Huamachuco,  en  conversación 
íntima,  sazonada  con  sorbos  á  una  taza  de  té  y  besos  á  una 
copa  de  ron  de  Jamaica,  dos  caballeros  que  vestían  uniforme 
militar  y  que,  por  su  fisonomía  y  acento,  denunciaban  de  á 
legua  su  nacionalidad  europea.  Eran  los  coroneles  irlandeses 
Arturo  Sandes  y  Francisco  O'Connor,  ambos  al  servicio  del 
ejército  colombiano. 

O'Connor  había  llegado  en  la  tai'de  á  la  ciudad,  y  como 
de  larga  data  no  veía  á  su  camarada  Sandes,  ya  supondrá  el 
lector  que  tendrían  mucha  tela  para  cortar,  muchas  confidencias 
por  hacerse  y  muchas  añoranzas  que  compartir.  Llevaban  una 
hora  de  expansiva  charla,  cuando  á  un  discreto  golpe  en  la 
puerta,   anunciador   de  visita,   contestó   O'Connor:— ¡Adelante! 

El  que  venía  á  interrumpir  el  coloquio  de  los  amigos  era 
nada  menos  que  el  general  Antonio  José  de  Sucre,  cuya  frente 


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150  RICARDO    PALMA 

orlaban  ya  los  laureles  de  Pichincha,  y  que  en  breve  obtendría 
también  los  de  Ayacucho. 

O'Connor  llamó  al  asistente,  y  le  ordenó  que  sirviese  taza 
de  té  y  copita  de  ron  al  general. 

Reanudóse  la  conversación,  que  fué  toda  sobre  política  y 
planes  militares  de  campaña,  y  á  propósito  de  un  expreso 
que  pocas  horas  más  tarde  debía  salir  del  cuartel  general  con 
pliegos  para  Quito,  dijo  Sucre: 

—Aproveche  usted  de  la  oportunidad,  coronel  Sandes,  si  quie- 
re enviar  alguna  carta.  Yo  sé  que  no  le  falta  á  quien  escribir. 

—No  tengo  urgencia— contestó  lacónicamente  el  irlandés. 

—Hablemos— continuó  Sucre— con  franqueza  de  soldados  y 
de  caballeros.  Sé  que  usted  pretende,  en  Quito,  á  la  hija  del 
marqués  de  Solanda.  Yo  también  pretendo  casarme  con  esa 
señorita,  y  como  nuestra  sangre  no  se  ha  de  derramar  por 
otra  causa  que  pwr  la  libertad  americana,  me  permito  proponer 
á  usted  que  confiemos  á  la  suerte  nuestra  pretensión.  Tiremos 
un  peso  al  aire  para  ver  quién  gana  la  mano  de  la  marquesita. 

—  Convenido,  general— contestó  Sandes  con  la  genial  flema 
irlandesa. 

— jEal  O'Connor,  saque  usted  un  peso  de  su  bolsillo— pro- 
siguió Sucre,— elija  usted,  Sandes... 

¿Cara  ó  sello? 

—No,  mi  general:  elija  usted,  como  mi  superior. 

—Precisamente  por  eso  no  debo  ser  el  primero  en  elegir. 
No  es  asunto  de  servicio  militar... 

—Sino  del  servicio  del  dios  Cupido— interrumpió  O'Connor 
—servicio  en  que  la  igualdad  es  absoluta,  pues  en  levas  de  amor 
no  hay  tallas.  Déjense  de  cortesías,  y  acuérdenme  el  derecho 
de  elegir. 

—¡Muy  bien!  ¡ Aceptado !— contestaron  á  una  los  rivales. 

—Cara  para  el  general  y  sello  para  mi  paisano— dijo  O'Con- 
nor, y  lanzó  im  peso  fuerte  hasta  la  altura  del  techo. 

La  suerte  fué  adversa  para  el  coronel  irlandés. 

¡Ah!  [Los  Libertadores!  ¡¡iLos  Libertadores!!! 

En  los  tiempos  de  la  capa  y  la  espada  los  líos  amorosos 
se  desataban  á  cintarazos.  Los  Libertadores  supieron,  hasta  en 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  151 

eso,  romper  con  el  rancio  pasado,  y  jugaban  la  posesión  de  la 
dama  á  cara  ó  sello.  Fueron  muy  hombres  y...  muy  cundas. 


* 


Siendo  ya  Presidente  de  Bolivia,  el  general  Sucre  envió  po- 
der á  Quito  para  su  casamiento  con  la  marquesa,  ceremonia 
que  se  efectuó  el  mismo  día  en  que  el  novio  era  herido  en 
un  brazo  al  sofocar  un  motín  revolucionario  contra  su  gobierno. 


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MONTALVAN 


Las  haciendas  de  Montalván  y  Cwira,  en  el  valle  de  Cañete, 
y  la  de  Ocucaje  en  la  provincia  de  lea,  formaban  parte  de  la 
cuantiosa  fortuna  del  señor  don  Juan  Fulgencio  Apesteguía, 
segundo  marqués  de  Torre-hermosa. 

El  título  de  Castilla  de  marqués  de  Torre-hermosa  fué  con- 
cedido á  don  Juan  Fermín  Apesteguía  y  I^bago,  acaudalado  ve- 
cino do  Lima,  el  14  de  Abril  de  1753,  libre  perpetuamente 
del  pago  de  lanzas  y  medias-anatas,  por  el  virrey  conde  de 
Superunda,  en  virtud  de  las  facultades  acordadas  á  éste  por 
reales  cédulas  de  30  de  Abril  y  14  de  Septiembre  de  1747  y  19 
de  Julio  de  1748.  Fernando  VI  confirmó  la  concesión. 

Por  muerte  de  don  Juan  Fermín,  recayó  el  título  en  su  pri- 
mogénito don  Juan  Fulgencio  que  era,  en  lo  físico,  un  feo  con 
efe  de  fonda  de  chinos,  y  en  lo  moral  un  candido  de  los  de  som- 
brero con  cuña.— ¿Qué  se  vende  en  esta  tienda?— Cabezas  de 
borrico,  contestó  amostazado  el  mercader.— Si  la  de  usted  es 
la  de  muestra,  no  compro,  y  sigo  mi  camino.— El  cuentecito 
podría  aplicársele  al  de  Torre-hermosa.  Pero  como  todo  burro 
sabe  irse  al  buen  pasto,  nuestro  don  Fulgencio  escogió  para 
esposa  á  la  más  linda  muchacha  de  la  aristocracia  limeña. 

Juanita  Erze  dio  al  bobalicón  de  su  marido  dos  retoños 
que,  por  la  pinta,  denunciaban  de  á  legua  que  en  lo  de  la 
paternidad  no  huJbo  trampa.  Las  dos  chicas  salieron  más  feas 
y  más  tontas,  si  cabía,  que  el  señor  marqués. 


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154  RICARDO    PALMA 


11 


Llegó  á  Lima,  por  los  años  de  1779,  el  señor  doctor  don 
Manuel  Antonio  de  Arredondo  y  Pelegrín,  natural  del  reino 
de  Asturias,  con  el  carácter  de  Oidor  de  esta  Real  Audiencia 
de  Lima;  de  la  cual  llegó  á  ser  Regente  desde  1786  hasta  1816, 
año  en  que  se  jubiló.  En  este  lapso  de  tiempo  fué  hecho  por 
Su  Majestad  caballero  de  la  Orden  de  Carlos  III,  camarista 
del  Consejo  de  Indias  y  marqpiés  de  San  Juan  NefK)muceno, 
amén  de  que  á  la  muerte  del  virrey  inglés,  acaecida  en  Marzo 
de  1801,  Arredondo,  como  presidente  de  la  Real  Audiencia, 
gobernó  el  Perú  hasta  Noviembre  del  mismo  año,  en  que  llegó 
el  nuevo  virrey  Aviles.  Dicen  qpie,  en  esos  ocho  meses  dé  mando 
interino,  lo  hizo  muy  regularcüo. 

Era  el  de  Arredondo  un  buen  mozo  á  carta  cabal,  y  hombre 
de  clarísima  inteligencia;  i>ero  gozaba  la  triste  reputación  de 
no  ser  escrupuloso  de  conciencia,  tratándose  de  adquirir  dinero. 
No  se  paraba  en  barras  y  atroi>ellaba  por  todo. 

Casó,  en  primeras  nupcias,  con  doña  Juana  Micheo  Jiménez 
y  Lobatón,  de  la  familia  de  los  marqueses  de  Rocafuerte,  la 
cual  doña  Juana,  era  viuda  del  Oidor  Rezabal  y  Ugarte,  que 
funcionó  en  la  Audiencia  de  Lima  y  más  tarde  fué  Regente 
de  la  de  Chile.  La  plazuela  de  la  Micheo,  vecina  á  la  de  San 
Juan  de  Dios,  debió  su  nombre  á  la  circunstancia  de  estar 
situada  en  ella  la  casa  de  esta  noble  dama,  que  fué  notable 
por  su  belleza  y  virtudes.  Quizá  por  lo  último,  el  de  Arredondo 
encontraba  algo  sosa  la  breva  matrimonial,  y  se  echó  á  me- 
rodeai  en  el  cercado  ajeno.  La  mujer  del  marqués  de  Torre- 
hermosa  fué  para  él  la  fruta  de  tentación ;  y  como  don  Fulgencio 
vino  al  mundo  predestinado  para  serlo,  y  mansísimo,  la  cosa 
marchó  á  pedir  de  boca.  El  de  Arredondo  pasaba  sin  tropiezo 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  155 

de  los  brazos  de  una  Juana  á  los  de  otra  Juana.  Todo  quedaba 
entre  tocayas. 

Afectóse  la  señora  Micheo  al  tener,  pwr  una  oficiosa  nmiga, 
noticia  de  la  jugarreta  del  cónyuge,  y  á  tal  extremo  se  la  me- 
lancolizó el  ánimo,  que  en  breve  fué  al  hoyo,  dejando  libre 
y  viudo  al  flamante  marqués  de  San  Juan  Nepomuceno. 

Ocurriósele  á  éste  entonces,  pensai*  que  la  aritmética  divina 
no  anduvo  muy  atinada  en  la  regla  de  división;  pues  á  un 
tetelememe  como  el  de  Torre-hermosa  le  había  asignado,  aparte 
de  muchas  casas  en  la  ciudad,  las  valiosísimas  haciendas  de 
Montalván,  Cuiva  y  Ocucaje,  con  mil  quinientas  piezas  de  éba- 
no (esclavos)  para  el  cultivo  de  las  tres.  Nada  más  hacedero 
que  enmendarle  á  Dios  la  cuenta. 

Empezaba  ya  el  runrún  de  la  emancipación  americana,  y 
los  nombres  de  Washington,  y  de  Iturbide,  y  de  Miranda,  y 
de  San  Martín,  y  de  Bolívar  y  de  otros  proceres  bullían  en 
todas  las  bocas,  ensalzados  por  unas  y  deprimidos  por  otras. 
El  marqués  don  Fulgencio  (que  hasta  en  eso  fué  candido)  dio 
en  la  flor  de  echarla  de  patriota,  si  bien  su  patriotismo  no  pa- 
saba de  boguimini;  y  el  de  Arredondo,  que  era  el  consejero 
íntimo  del  virrey  Abascal,  encontró,  en  el  patrioterismo  del 
hombre  á  quien  servía  de  Cirineo,  el  mejor  pretexto  para  eli- 
minar al  compañero.  El  de  Torre-hermosa  fué  reducido  á  pri- 
sión por  insurgente  y  despachado  á  España  bajo  partida  de 
registro;  y  tan  bien  despachado  que  murió  en  el  viaje. 

Viudo  el  Regente  y  viuda  la  marquesa  se  unieron  m  facie 
ecleaicR  ambas  viudedades,  y  empezó  el  de  Arredondo  á  mane- 
jar como  propia  la  ingente  fortuna  de  las  dos  niñas  herederas 
de  Apesteguía.  Pero  las  muchachas,  aunque  feas  como  espan- 
tajos de  maizal,  y  tontas  como  charada  de  periodista  ultramon- 
tano, podían  encontrar  marido,  fK)r  amor  á  sus  monedas,  y 
reclamar  la  paterna  herencia,  idea  que  bastaba  para  que  el 
señor  padrastro  frunciera  el  entrecejo. 


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lo()  RICARDO    PALMA 


III 


Mucho  murmurábase  en  Lima  de  que  el  Regente  pasara  con 
su  familia  largas  temporadas  en  Montalván,  con  daño  de  los 
asuntos  á  la  Audiencia  encomendados;  pero,  ¿quién  podría  hacer 
entrai'  en  vereda  á  tan  alto  personaje? 

En  una  de  esas  prolongadas  residencias  en  la  hacienda,  su-, 
cedió  ,que,  estando  las  dos  chicas  en  el  corredor  de  la  casa,  se 
las  presentó  una  mujer  del  vecino  pueblo  de  Cañete,  vendien- 
do mateít  de  fréjoles  colados.  Las  muchachas,  que  eran  golosas 
por  esc  dulce,  compraron  un  matesito^  y  una  hora  después  eran 
presa  de  convulsiones  y  dolores  atroces  en  el  estómago,  sien- 
do inútil  para  salvarles  la  vida,  la  ciencia  toda,  que  no  sería 
gran  cosa,  del  matasanos  ó  médico   de   Montalván. 

Sobrentendido  está  que  el  Regente  ordenó  á  cualquier  go- 
bernadorcillo  ó  alcalde  de  monterilla  que  levantase  sumario, 
que  se  llenó  la  fórmula,  que  no  fué  habida  la  dulcera^  y  que, 
por  falta  de  datos,  se  abandonó  la  causa.  La  voz  pública,  si 
bien  creía  á  la  marquesa  libre  de  culpa  en  el  doble  envenena- 
miento, no  era  tan  benévola  para  con  su  señoría  el  de  San  Juan 
Nepomuceno. 

Así  quedó  doña  Juana  Erze  de  Arredondo  como  heredera 
universal  de  la  sucesión  de  Apesteguía.  Pero  ella,  que  vio  quizá 
sin  sentimiento  la  muerte  de  su  primer  marido,  no  fué  de  estuco 
ante  la  violenta  desaparición  de  las  hijas  de  sus  entrañas,  y 
á  poco  tiempo  dejó  de  existir,  instituyendo  por  heredero  á  su 
marido,  acto  que,  sin  duda,  no  fué  muy  claro  y  legal,  porque, 
andando  el  tiempK),  vinieron  de  España  deudos  de  doña  Juana, 
y  entablaron  pleito  á  la  señora  doña  Ignacia  Novoa,  viuda  del 
brigadier  don  Manuel  de  Arredondo  y  Miaño,  sobrino  y  here- 
dero del  Regente.  Fué  éste  muy  ruidoso  litigio,  del  qu,e  prescin- 
dimos para  no  herir  susceptibilidad  de  contemporáneos. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  157 

El  Regente  murió  en  1821,  tres  ó  cuatro  meses  d,espués  de 
entrada  la  patria.  Sus  bienes  se  secuestraron  por  el  gobierno  in- 
dependiente, y  más  tarde  las  haciendas  de  Montalván  y  Cuiva 
fueron  obsequiadas  por  el  Congreso  al  general  don  Bernardo 
0'Higj[ins,  ex  director  Supremo  de  la  República  de  Chile. 

En  la  época  de  la  Consolidación  (1851  á  1853)  se  reconoció 
ese  famoso  crédito  en  favor  de  la  señora  Novoa,  reconocimiento 
que  motivó  las  históricamente  famosas  Cartas  de  Elías^  que  fueron 
como  la  campanada  de  la  revolución  que  derrocó  al  gobierno 
del  presidente  constitucional  general  Echenique. 

Sépase,  pues,  que  Montalván  significa  hasta  una  guerra  civil. 


IV 


Que  sobre  Montalván  ha  pesado  siempre  algo  de  fatídico  y 
misterioso,  acabaremos  de  probarlo  con  la  historia  de  sus  úl- 
timos poseedores  hasta  1870. 

Dos  ó  tres  años  después  de  establecidos  en  el  fundo  don 
Bernardo  O'Higgins  y  su  hermana  doña  Rosa,  ésta  dio  á  luz 
un  niño,  que  recibió  en  las  aguas  bautismales  el  nombre  de 
Demetrio.  ¿Quién  fué  el  padre  del  infante?  i  Misterio!  Nosotros 
no  hemos  de  repetir  los  decires  de  la  maledicencia  ó  de  la 
calumnia. 

Montalván,  heredado  p)or  don  Demetrio  á  la  muerte  de  doña 
Rosa,  progresó  muchísimo  y  enriqueció  al  joven,  quien  se  echó 
á  viajar  desplegando  más  boato  que  Montecristo.  A  su  regreso 
de  Europa,  se  encontró  con  que  los  administradores  habían 
abusado  de  su  confianza  y  descuidado  la  hacienda.  Don  De- 
metrio tuvo  que  volver  á  consagrarse  á  la  faena  agrícola.  Pa- 
saba tres  ó  cuatro  meses  en  Montalván  y  uno  ó  dos  en  Lima, 
á  donde  lo  atraían  sus  relaciones  amorosas  con  una  bella  cria- 
tura. 


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158  RICAKDO    PALMA 

Una  tarde  recibió  O'Higgins,  por  un  expreso,  carta  de  la 
capital,  en  que  le  participaban  que  su  amada  Carmen  había 
muerta  al  dar  á  luz  una  niña,  vivo  retrato  de  don  Demetrio. 
Inmediatamente  contrató  pasaje  en  el  vaporcito  que  debía  zar- 
par al  otro  día  de  Cerro-Azul  para  el   Callao. 

Aquella  noche  murió  don  Demetrio  O'Higgins  envenenado 
con  esencia  de  almendras  amargas,  en  una  copa  de  aguardientle. 

¿Fué  casualidad?  ¿Fué  suicidio?  ¿Fué  crimen  cometido  por 
persona  interesada  en  que  muriese  el  propietario  de  Mon- 
talván?  ¡Misterio  y  siempre  misterio! 


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EL   PADRE   PATA 


A  viejos  y  viejas  oí  relatar,  allá  en  los  días  de  mi  infancia, 
como  acaecido  en  Chancay,  el  mismo  gracioso  lance  á  que  un 
ilustre  escritor  argentino  da  por  teatro  la  ciudad  de  Mendoza. 
Como  no  soy  de  los  que  se  ahogan  en  poca  agua,  y  como  en 
punto  á  cantar  homilías  á  tiempos  que  fueron  tanto  da  un  tea- 
tro como  otro,  ahí  va  la  cosa  tal  como  me  la  contaron. 

Cuando  el  general  San  Martín  desembarcó  en  Pisco  con 
el  ejército  patriota,  que  venía  á  emprender  la  ardua  faena  com- 
plementaria de  la  Independencia  americana,  no  faltaron  minis- 
tros del  Señor,  que  como  el  obispo  Rangel^  predicasen  atro- 
cidades contra  la  causa  libertadora  y  sus  caudillos. 

Que  vociferen  los  que  están  con  las  armas  en  la  mano  y 
art-iesgando  la  pelleja,  es  cosa  puesta  en  razón;  pero  no  lo 
es  que  los  ministros  de  un  Dios  de  paz  y  concordia,  que  en 
medio  de  los  estragos  de  la  guerra  duermen  buen  y  comen 
mejor,  sean  los  que  más  aticen  el  fuego.  Parccenste  á  aquél 
que  en  la  catástrofe  de  un  tren  daba  alaridos.— ¿Por  qué  se 


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16()  RICARDO    PALMA 

queja  usted  tanto?— Porque  al  brincar  se  me  ha  desconcertado 
un  pie.— Cállese  usted,  so  marica.  ¡Quejarse  por  un  pie  torcido 
cuando  ve  tanto  muerto  que  no  chilla! 

Desempeñando  interinamente  el  curato  de  Chancay  estaba 
el  franciscano  fray  Matías  Zapata,  que  era  un  godo  de  primera 
agua,  el  cual,  después  de  la  misa  dominical,  se  dirigía  á  los 
feligreses,  exhortándolos  con  calor  para  que  se  mantuviesien 
fieles  á  la  causa  del  rey,  nuestro  amo  y  señor.  Refiriéndose 
al  Generalísimo,  lo  menos  malo  que  contra  él  predicaba  era 
lo  siguiente: 

—Carísimos  hermanos:  sabed  que  el  nombre  de  ese  picaro 
insurgente  San  Martín,  es  por  sí  solo  una  blasfemia;  y  que 
está  en  pecado  mortal  todo  el  que  lo  pronuncie,  no  siendo  para 
execrarlo.  ¿Qué  tiene  de  santo  ese  hombre  malvado?  ¿Llamarse 
San  Martín  ese  sinvergüenza,  con  agravio  del  caritativo  santo 
San  Martín  de  Tours,  que  dividió  su  capa  entre  los  pobres? 
Confórmese  con  llamarse  sencillamente  Martín,  y  le  estará  bien, 
por  lo  que  tiene  de  semejante  con  su  colombroño  pl  pérfido 
hereje  Martín  Lutero  y  jwrque,  como  éste,  tiene  que  arder  en 
los  profundos  infiernos.  Sabed,  pues,  hermanos  y  oyentes  míos, 
que  declaro  excomulgado  vitando  á  todo  el  que  gritare  jviva 
San  Martín!  porque  es  lo  mismo  que  mofarse  impíamente  de 
la  santidad  que  Dios  acuerda  á  los  buenos. 

No  pasaron  muchos  domingos  sin  que  el  Generalísimo  tras- 
ladase su  ejército  al  norte,  y  sin  que  fuerzas  patriotas  ocupa- 
ran Huacho  y  Chancay.  Entre  los  tres  ó  cuatro  vecinos  que, 
por  amigos  de  la  justa  causa^  como  decían  los  realistas,  fué  pre- 
ciso poner  en  chirona,  encontróse  el  energúmeno  frailuco,  el 
cual  fué  conducido  ante  el  excomulgado  caudillo.— Conque,  seor 
godo— le  dijo  San  Martín— ¿es  cierto  que  me  ha  comparado 
usted  con  Lutero  y  que  le  ha  quitado  una  sílaba  á  mi  ape- 
llido? 

Al  infeliz  le  entró  temblor  de  nervios,  y  apenas  si  pudo 
hilvanar  la  excusa  de  que  había  cumplido  órdenes  de  sus  su- 
periores, y  añadir  que  estaba  llano  á  predicar  devolviéndole  á 
su  señoría  la  sílaba.— No  me  devuelva  usted  nada  y  quédese 
con  ella— continuó  el  General;— i>ero  sepa  usted  que  yo,  en 
castigo  de  su  insolencia,   le  quito   también  la  primera  sílaba 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  161 

de  su  apellido,  y  entienda  que  lo  fusilo  sin  misericordia  el 
día  en  que  se  le  ocurra  iPirmar  Zapata.  Desde  hoy  no  es  usted 
más  que  el  padre  Pata;  y  téngalo  muy  presente,  padre  Pata. 


Y  cuentan  que  hasta  1823  no  hubo  en  Chancay  partida  de 
nacimiento,  defimción  ú  otro  documento  parroquial  que  no  lle- 
vase por  firma  fray  Matías  Pata,  Vino  Bolívar,  y  le  devolvió  el 
uso  y  el  abuso  de  la  sílaba  eliminada. 


11 


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l>lyp»^»^l»»»»l>l>»»?»ll»llllll»t»»l>»lll>1llt»t»l>.»t»»»l>t»llt»l^^ 


LA   VIEJA    DE   bolívar 


Con  este  apodo  se  conoce  hasta  hoy  (Julio  de  1898)  en  la 
villa  de  Huaylas,  departamento  de  Ancachs,  á  una  anciana  de 
noventa  y  dos  navidades,  y  qiie  á  juzgar  por  sus  buenas  con- 
diciones físicas  é  intelectuales,  promete  no  arriar  bandera  en 
la  batalla  de  la  vida  sino  después  de  que  el  siglo  xx  haya 
principiado  á  hacer  pinicos.  Que  Dios  la  acuerde  la  realidad 
de  la  promesa,  y  después  ábrase  el  hoyo,  ya  que 

todo,  todo  en  la  tierra 
tiene  descanso; 
todo...  hasta  las  campanas 
el  Viernes  Santo  (1) 


Manuelita  Madroño  era,  en  1824,  un  fresquísimo  y  lindo  pim- 
pollo de  dieciocho  primaveras,  pimpollo  muy  codiciado,  así 
por  los  Tenorios  de  mamadera  ó  mozalbetes,  como  por  los 
hombres  graves.  La  doncellica  pagaba  á  todos  con  desdeñosas 
sonrisas,  porque  tenía  la  intuición  de  que  no  estaba  predesti- 
nada para  hacer  las  delicias  de  ningún  pobre  diablo  de  su 
tierra,  así  fuese  buen  mozo  y  millonario. 

En  una  mañana  del  mes  de  Mayo  de  aquel  año,  hizo  Bo- 


(1)    El  12  de  Julio  eeoribf  este  artículo  j  ¡curiosa  coincidencia!  en  este  mismo  día  falleció  la 
Qonaígenaria  protagonista,  como  si  se  hubiera  propuesto  desairar  mi  buen  deseo. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  163 

lívar  su  entrada  oficial  en  Huaylas,  y  ya  se  imaginará  el  lector 
toda  la  solemnidad  del  recibimiento  y  lo  inmenso  del  popular 
regocijo.  El  Cabildo,  que  pródigo  estuvo  en  fiestas  y  agasajos, 
decidió  ofrecer  al  Libertador  una  corona  de  flores,  la  cual 
le  sería  presentada  por  la  muchacha  más  bella  y  distinguida 
del  pueblo.  Claro  está  que  Manuehta  fué  la  designada,  como 
que  por  su  hermosura  y  lo  despejado  de  su  espíritu,  era  lo 
mejor  en  punto  á  hijas  de  Eva. 

A  don  Simón  Bolívar,  que  era  golosillo  por  la  fruta  veda- 
da del  Paraíso,  hubo  de  parecerle  Manuelita  bocato  di  rardinale^ 
y  á  la  fantástica  niña  antojósele  también  pensar  que  era  el  Li- 
bertador el  hombre  ideal  por  ella  soñado.  Dicho  queda  con 
esto  que  no  pasaron  cuarenta  y  ocho  horas  sin  que  los  enamo- 
rados ofrendasen  á  la  diosa  Venus. 


Si  el  fósforo  da  candela; 
¡qué  dará  la  fosforera! 


Y  sea  dicho  en  encomio  del  voluble  Bolívar,  que  desde  ese 
día  hasta  fines  de  Noviembre,  en  que  se  alejó  del  departamento, 
no  cometió  la  más  pequeña  infidelidad  al  amor  de  la  abnega- 
da 5*  entusiasta  serrana  que  lo  acompañó,  como  valiosa  y  ne- 
cesaria prenda  anexa  al  equipaje,  en  sus  excursiones  por  el 
territorio  de  Ancachs,  y  aún  lo  siguió  al  glorioso  campo  de 
Junín,  regresando  con  el  Libertador,  que  se  proponía  formar 
en  el  Norte  algunos  batallones  de  reserva. 

Manuelita  Madroño  guardó  tal  culto  por  el  nombre  y  re- 
cuerdo de  su  amante,  que  jamás  correspondió  á  pretensiones 
de  galanes.  A  ella  no  la  arrastraba  el  río,  por  muy  crecido  que 
fuese. 


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n 


164  RICABDO    PALMA 


Hoy,  en  su  edad  senil^  cuando  ya  el  pedernal  no  da  chispa, 
se  alegra  y  siente  como  rejuvenecida  cuando  alguno  de  sus 
paisanos  la  saluda,  diciéndola: 

—¿Cómo  está  la  vieja  de-  Bolívar  1 

Pregunta  á  la  que  ella  responde,  sonriendo  con  picardía : 

—  Como  cuando  era  la  moza. 


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LAS  TRES  ETCETERAS  DEL  LIBERTADOR 

I 

A  fines  de  Maya  de  1824  recibió  el  gobernador  de  la  por 
entonces  villa  jde  San  Ildefonso  de  Caraz,  don  Pablo  Guzmán, 
un  oficio  del  Jefe  de  Estado  Mayor  del  ejército  independiente, 
fechado  en  Huaylas,  en  el  que  se  le  prevenía  que,  debiendo  lle- 
gar dos  días  más  tarde,  á  la  que  desde  1868  fué  elevada  á 
la  categoría  de  ciudad,  una  de  las  divisiones,  aprestase  sin 
pérdida  de  tiempo  cuarteles,  reses  para  rancho  de  la  tropa 
y  forraje  para  la  caballada.  ítem  se  le  ordenaba  que,  para  su 
excelencia  el  Libertador,  alistase  cómodo  y  decente  alojamien- 
to, con  buena  mesa,  buena  cama  y  etc.,  etc.,  etc. 

Que  Bolívar  tuvo  gustos  sibaríticos  es  tema  que  ya  no  se 
discute;  y  dice  muy  bien  Menéndez  y  Pelayo  cuando  dice  que 
la  Historia  saca  partido  de  todo,  y  que  no  es  raro  encontrar 
en  lo  pequeño  la  revelación  de  lo  grande.  Muchas  veces,  sin 


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166  RICARDO    PALMA 

paral-  mientes  en  ello,  oí  á  los  militares  de  la  ya  extinguida  ge- 
neración que  nos  dio  Patria  é  Independencia  decir,  cuando 
se  proponían  exagerar  el  gasto  que  una  persona  hiciera  eu 
el  consumo  de  determinado  artículo  de  no  imperiosa  necesidad: 
—Hombre,  xusted  gasta  en  cigarros  (por  ejemplo)  más  que  el 
Libertador  en  agua  de  Colonia. 

Que  don  Simón  Bolívar  cuidase  mucho  del  aseo  de  su  per- 
sonita  y  que  consumiera  diariamente  hasta  un  frasco  de  agua 
de  Colonia,  á  fe  que  á  nadie  debe  maravillar.  Hacía  bien,  y 
le  alabo  la  pulcritud.  Pero  es  el  caso  que,  en  los  cuatro  años  de 
su  permanencia  en  el  Perú,  tuvo  el  tesoro  nacional  que  pagar 
ocho  mil  pesos  ¡j ¡8,000!!!  invertidos  en  agua  de  Colonia  para 
uso  y  consimio  de  su  excelencia  el  Libertador,  gasto  que  corre 
parejas  con  la  partida  aquella  del  Gran  Capitán:— En  hachas, 
picas  y  azadones,  tres  millones. 

Yo  no  invento.  A  no  haber  desaparecido  en  1884,  por  con- 
secuencia de  voraz  (y  acaso  malicioso)  incendio,  el  archivo 
del  Tribimal  Mayor  de  Cuentas,  podría  exhibir  copia  certificada 
del  reparo  que  á  esa  partida  puso  el  vocal  á  quien  se  encomen- 
dó, en  1829,  el  examen  de  cuentas  de  la  comisaría  del  ejército 
libertador 

Lógico  era,  pues,  que  para  el  sibarita  don  Simón  aprestasen 
en  Caraz  buena  casa,  buena  mesa  y  etc.,  etc.,  etc. 

Como  las  pulgas  se  hicieron,  de  preferencia,  para  los  perros 
flacos,  estas  tres  etcéieras  dieron  mucho  en  qué  cavilar  al  bue- 
no del  gobernador,  que  era  hombre  de  los  que  tienen  el  talen- 
to encerrado  en  jeringuilla  y  más  tupido  que  caldo  de  habas. 

Resultado  de  sus  cavilaciones  fué  el  convocar,  para  pedh*les 
consejo,  á  don  Domingo  Guerrero,  don  Felipe  Gastelumendi, 
don  Justino  de  Milla  y  don  Jacobo  Campos,  que  eran,  como 
si  dijéramos,  los  caciques  ú  hombres  prominentes  del  vecin- 
dario. 

Uno  de  los  consultados,  mozo  que  preciaba  de  no  sufrir 
mal  de  piedra  en  el  cerebro,  dijo: 

— j[,Sabe  usted,  señor  don  Pablo,  lo  que,  en  castellano,  quiere 
decir  etcétera? 

—Me  gusta  la  pregimla.  En  priesa  me  ven  y  doncellez  me 
demandan,  como  dijo   una  i>azpuerca. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  167 

No  he  olvidado  todavía  mi  latín,  y  sé  bien  que  etcétera  sig- 
nifica y  lo  demás,  señor  don  Jacobo. 

—Pues,  entonces,  lechuga,  ¿por  qué  te  arrugas?  ¡Si  la  cosa 
está  más  clara  que  agua  de  puquio!  ¿No  se  ha  fijado  usted  en 
que  esas  tres  etcéteras  están  puestas  á  continuación  del  encargo 
de  buena  cama? 

—¡Vaya  si  me  he  fijado!  Pero,  con  eiio,  nada  saco  en  lim- 
pio. Ese  señor  Jefe  de  Estado  Mayor  debió  escribir  cgmo  Cristo 
nos  enseña:  pan,  pan,  y  vino,  vino,  y  no  fatigarme  en  que  le 
adivine  el  pensamiento. 

—¡Pero,  hombre  de  Dios,  ni  que  fuera  usted  de  los  que 
no  compran  cebolla  por  no  cargar  rabo!  ¿Concibe  usted  buena 
cama  sin  una  etcétera  siquiera?  ¿No  cae  usted  todavía  en  la 
cuenta  de  lo  que  el  Libertador,  que  es  muy  devoto  de  Venus, 
necesita  para  su  gasto  diario? 

—  No  diga  usted  más,  compañero— interrumpió  don  Felipe 
Gastelumendi.— A  moza  por  etcétera,  si  mi  cuenta  no  marra. 

—  Pues  á  buscar  tres  ninfas,  señor  gobernador— dijo  don  Jus- 
tino de  Milla— en  obedecimiento  al  superior  mandato;  y  no 
se  emp>eñe  usted  en  escogerlas  entre  las  muchachas  de  zapato 
de  ponleví  y  basquina  de  chamelote,  que  su  excelencia,  según 
mis  noticias,  ha  de  darse  por  bien  servido  siempre  que  las 
chicas  sean  como  para  cena  de  Nochebuena. 

Según  don  Justino,  en  materia  de  paladar  erótico,  era  Bo- 
lívaí"  como  aquel  bebedor  de  cerveza  á  quien  preguntó  el  criado 
de  la  fonda:— ¿Qué  cerveza  prefiere  usted  que  le  sirva?  ¿Blanca 
ó  negra?— Sírvemela  mulata. 

—¿Y  usted  qué  opina?— preguntó  el  gobernador,  dirigién- 
dose á  don  Domingo  Guerrero. 

—Hombre— contestó  don  Domingo,— para  mí  la  cosa  no  tiene 
vuelta  de  hoja,  y  ya  está  usted  perdiendo  el  tiempo  que  ha 
debido  emplear  en  proveerse  de  etcéteras. 


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168  RICARDO   PAI.MA 


II 


Si  don  Simón  Bolívar  no  hubiera  tenido  en  asunto  de  fal- 
das, aficiones  de  sultán  oriental,  de  fijo  que  no  figuraría  en 
la  Historia  como  libertador  de  cinco  repúblicas.  Las  mujeres 
le  salvaron  siempre  la  vida,  pues  mi  amigo  García  Tosta,  que 
está  muy  al  dedillo  informado  en  la  vida  privada  del  héroe, 
refiere  dos  trances  que,  en  1824,  eran  ya  conocidos  en  el  Perú. 

Apuntemos  el  primero.  Hallándose  Bolívar  en  Jamaica,  en 
1810,  el  feroz  Morillo  ó  su  teniente  Morales  enviaron  á  Kings- 
ton un  asesino,  el  cual  clavó  por  dos  veces  un  puñal  en  el  pecho 
del  comandante  Amestoy,  que  se  había  acostado  sobre  la  hamaca 
en  que  acostumbraba  dormir  el  general.  Este,  por  causa  de 
una  lluvia  torrencial,  había  pasado  la  noche  en  brazos  de  Luisa 
Crober,  preciosa  joven  dominicana,  á  la  que  bien  podía  can- 
társele lo  de: 

Morena  del  alma  mía, 
morena,  por  tu  querer 
pasaría  yo  la  mar 
en   barquito  de  papel. 

Hablemos  del  segundo  lance.  Casi  dos  años  después,  el  es- 
pañol Renovales  penetró  á  media  noche  en  el  campamento  pa- 
triota, se  introdujo  en  la  tienda  de  campaña,  en  la  que  había 
dos  hamacas,  y  mató  al  coronel  Garrido,  que  ocupaba  una 
de  éstas.  La  de  don  Simón  estaba  vacía,  porque  el  propietario 
andaba  de  aventura  amorosa  en  una  quinta  de  la  vecindad. 

Y  aunque  parezca  fuera  de  oportunidad,  vale  la  pena  recor- 
dar que  en  la  noche  del  25  de  Septiembre,  en  Bogotá,  fué  tam- 
bién una  mujer  quien  salvó  la  existencia  del  Libertador,  que 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  169 

resistía  á  huir  de  los  conjurados,  diciéndole:— De  la  mujer  el 
consejo— presentándose  ella  ante  los  asesinos,  á  los  que  supo 
detener  mientras  su  amante  escapaba  por  una  ventana. 


111 


La  fama  de  mujeriego  que  había  precedido  á  Bolívar  contri- 
buyó en  mucho  á  que  el  gobernador  encontrara  lógica  y  acer- 
tada la  descifración  que,  de  las  tres  etcéteras,  hicieron  sus  ami- 
gos, y  después  de  pasar  mentalmente  revista  á  todas  las  mucha- 
chas bonitas  de  la  villa,  se  decidió  por  tres  de  las  que  le  pare- 
cieron de  más  sobresaliente  belleza.  A  cada  una  de  ellas  po- 
día, sin  escrúpulo,  cantársele  esta  copla: 

de  las  flores,  la  violeta; ' 
de  los  emblemas,  la  cruz; 
de  las  naciones,  mi  tierra: 
y  de  las  mujeres,  tú. 

Dos  horas  antes  de  que  Bolívar  llegara,  se  dirigió  el  capitán 
de  cívicos  don  Martín  Gamero,  por  mandato  de  la  autoridad,  á 
casa  de  las  escogidas,  y  sin  muchos  preámbulos  las  declaró  pre- 
sas; y  en  calidad  de  tales  las  condujo  al  domicilio  preparado 
para  alojamiento  del  Libertador.  En  vano  protestaron  las  ma- 
dres, alegando  que  sus  hijas  no  eran  godas,  sino  patriotas  hasta 
la  pared  del  frente.  Ya  se  sabe  que  el  der/^cho  de  protesta 
es  derecho  femenino,  y  que  las  protestas  se  reservan  para  ser 
atendidas  el  día  del  juicio,  á  la  hora  de  encender  faroles. 

—¿Por  qué  se  lleva  usted  á  mi  hija?— gritaba  una  madre. 

—¿Qué  quiere  usted  que  haga?— contestaba  el  pobrete  ca- 
pitán de  cívicos.— Me  la  llevo  de  orden  suprema. 

—Pues  no  cumpla  usted  tal  orden— argumentaba  otra  vieja. 


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170  RICARDO    PALMA 

—  ¿Que  no  cumpla?  ¿Está  usted  loca,  comadre?  Parece  que 
usted  quisiera  que  la  complazca  fK)r  sus  ojos  bellidos,  para 
que  luego  el  Libertador  me  fría  por  la  desobediencia.  No,  hija, 
no  entro  en  componendas. 

Entretanto,  el  gobernador  Guzmán,  con  los  notables,  salió 
á  recibir  á  su  excelencia  á  media  legua  de  camino.  Bolívar  le 
preguntó  si  estaba  listo  el  rancho  para  la  tropa,  si  los  cuarteles 
ofrecían  comodidad,  si  el  forraje  era  abimdante,  si  era  decente 
la  posada  en  que  iba  á  alojarse;  en  fin,  lo  abrumó  á  preguntas. 
Pero,  y  esto  chocaba  á  don  Pablo,  ni  una  palabra  que  revelase 
curiosidad  sobre  las  cualidades  y  méritos  de  las  tres  etcéter<is 
cautivas. 

Felizmente  i>ara  las  atribuladas  familias,  el  Libertador  en- 
tró en  San  Ildefonso  de  Caraz  á  las  dos  de  la  tarde,  impúsose 
de  lo  ocurrido,  y  ordenó  que  se  abriese  la  jaula  á  las  palo- 
mas, sin  siquiera  ejercer  la  prerrogativa  de  una  vista  de  ojos. 
Verdad  que  Bolívar  estaba  por  entonces  libre  de  tentaciones, 
pues  traía  desde  Huaylas  (supongo  que  en  el  equipaje)  á  Ma- 
nuelita  Madroño,  que  era  una  chica  de  dieciocho  años,  de  lo 
más  guapo  que  Dios  creara  en  el  género  femenino  del  departa- 
mento de  Ancachs. 

En  seguida  le  echó  don  Simón  al  gobemadorcillo  una  repa- 
sata de  aquellas  que  él  sabía  echar,  y  lo  destituyó  del  cargo. 


IV 


Cuando  corriendo  los  años,  pues  á  don  Pablo  Guzmán  se 
le  enfrió  el  cielo  de  la  boca  en  1882,  los  amigos  embromaban  al 
ex-gobernador  hablándole  del  renuncio  que,  como  autoridad, 
cometiera,  él  contestaba: 

—La  culpa  no  fué  mía  sino  de  quien,  en  el  oficio,  no  se  ex- 
presó con  la  claridad  que  Dios  manda: 


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MIS    ULTIMAS    TKADICIONES  171 

Y  no  me  han  de  convencer 
con  argumentos  al  aire; 
pues  no  he  de  decir  Voltér 
donde  está  escrito  Voltaire. 

Tres  etcéteras  al  pie  de  una  buena  cama,  para  todo  buen 
entendedor,  son  tres  muchachas...  y  de  aquí  no  apeo  ni  á  ba- 
lazos. 


LA  CARTA  DE  LA    LIBERTADORA 


Los  limeños,  que  por  los  años  de  1825  á  1528,  oyeron  can- 
tar en  la  Catedral,  entre  la  Epístola  y  el  Evangelio,  á  guisa 
de  antífona. 

De  tí  viene  todo 
lo  bueno,  Señor; 
nos  diste  á  Bolívar, 
gloria  á  ti,  gran  Dios; 

transmitieran  á  sus  hijas,  limeñas  de  los  tiempos  de  mi  mocedad, 
una  frase  que,  según  ellas,  tenía  mucho  entripado  y  nada  de 
cuodlibeto.  Esta  frase  era :  la  carta  de  la  Libertadora. 

A  galán  marrullero,  que  pasaba  meses  y  meses  en  chafaldi- 
tas y  ciquiricatas  tenaces,  pero  insustanciales,  con  una  chica, 
lo  asaltaba  de  improviso  la  madre  de  ella  con  estas  palabras: 

—Oiga  usted,  mi  amigo,  todo  está  muy  bueno;  pero  mi  hija 
no  tiene  tiempo  que  perder,  ni  yo  aspiro  á  catedrática  en  echa- 
corvería. Conque  así,  ^  ó  se  casa  usted  pronto,  prontito,  ó  da 
por  escrita  y  recibida  la  carta  de  la  Libertadora. 


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172  RICARDO    PALMA 

—¿Qué  es  de  fulano?  ¿Por  qué  se  ha  retirado  de  tu  casa? 
—preguntaba  una  amiga  á  otra. 

—Ya  eso  se  acabó,  hija— contestaba  la  interpelada.— Mi  mamá 
le  escribió  la  carta  de  la  Libertadora, 

La  susodicha  epístola,  era,  pues,  equivalente  á  una  notifi- 
cación de  desahucio,  á  darle  á  uno  con  la  puerta  en  las  narices 
y  propinarle  calabazas  en  toda  regla. 

Hasta  mozconas  y  perendecas  rabisalseras  se  daban  tono 
con  la  frase:— Le  he  dicho  á  usted  que  no  hay  fK)sada,  y  dale 
á  desensillar.  Si  lo  quiere  usted  más  claro,  le  escibiré  la  car- 
ta de  la  Libertadora, 

Por  supuesto,  que  ninguna  limeña  de  mis  juveniles  tiempos 
en  que  ya  habían  pasado  de  moda  los  versitos  de  la  antífona, 
para  ser  reemplazados  con  estos  otros: 


Bolívar  fundió  á  los  godos 
y,  desde  ese  infausto  día, 
por  un   tirano   cjue  había 
sé  hicieron  tiranos  todos; 


por  supuesto,  repito,  que  ninguna  había  podido  leer  la  carta, 
que  debió  ser  mucha  carta,  pues  de  tanta  fama  disfrutaba.  Y 
tengo  para  mí  que  las  mismas  contemporáneas  de  doña  Ma- 
nuelita  Saenz  (la  Libertadora)  no  conocieron  el  docimiento  sino 
por  referencias. 

El  cómo  he  alcanzado  yo  á  adquirir  copia  de  la  carta  de 
la  Libertadora,  para  tener  el  gusto  de  echarla  hoy  á  los  cua- 
tro vientos,  es  asunto  que  tiene  historia,  y,  por  ende,  merece 
párrafo  aparte. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  173 


II 


El  presidente  de  Venezuela,  general  Guzmán  Blanco,  dispuso, 
allá  por  los  años  de  1880,  que,  por  la  imprenta  del  Estado, 
se  publicase  en  Caracas  una  compilación  de  cartas  á  Bolívar, 
de  las  que  fué  poseedor  el  general  Florencio  O'Leary. 

Terminada  la  importantísima  publicación,  quiso  el  gobier- 
no Qomplementarla  dando  también  á  luz  las  Memorias  de  O'Lea- 
ry;  y  en  efecto,  llegaron  á  repartirse  los  tomos  primero  y  se- 
gundo. 

Casi  al  concluirse  estaba  la  impresión  del  tomo  tercero, 
pues  lo  impreso  alcanzó  hasta  la  página  512,  cuando,  por  causa 
que  no  nos  hemos  fatigado  en  averiguar,  hizo  el  gobierno  un 
auto  de  fe  con  los  pliegos  ya  tirados,  salvándose  de  las  lla- 
mas únicamente  un  ejemplar  que  conserva  Guzmán  Blanco, 
otro  que  posee  el  encargado  de  corregir  las  pruebas,  y  dos 
ejemplares  más  que  existen  en  poder  de  literatos  venezolanos 
que,  en  su  impaciencia  por  leer,  consiguieron  de  la  amistad 
que  con  el  impresor  les  ligara,  que  éste  les  diera  un  ejemplar 
de  cada  pliego,  á  medida  que  salían  de  la  prensa. 

Nosotros  no  hemos  tenido  la  foriuna  de  ver  un  solo  ejemplar 
del  infortunado  tomo  tercero,  cuyos  poseedores  diz  que  lo  en- 
señan á  los  bibliófilos  con  más  orgullo  que  Roschild  el  famoso 
billete  de  banco  por  un  millón  de  libras  esterlinas. 

Gracias  á  nuestro  excelente  amigo  el  literato  caraqueño  Arfs- 
tides  Rojas,  supimos  que  en  ese  tomo  figura  la  carta  de  la 
Libertadora  á  su  esposo  el  doctor  Thorne.  Este  escribía  cons- 
tantemente á  dofla  Manuelita  solicitando  una  reconciliación,  por 
supuesto  sobre  la  base  de  lo  pasado,  pasado,  cuenta  nueva 
y  baraja  ídem.  El  médico  inglés  (me  decía  Rojas)  se  había 
convertido  de  hombre  serio  en  niño  llorón,  y  era,  por  lo  tanto, 
más  digno  de  babador  que  de  corbata. 


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174  RICARDO    PALMA 

Y  €l  doctor  Thome  era  de  la  misma  pasta  de  aquel  marido 
que  le  dijo  á  su  mujer: 

—i  Canalla  I  me  has  traicionado  con  mi  mejor  amigo. 

—i  Mal  agradecido  1— le  contestó  ella,  que  era  de  las  hem- 
bras que  tienen  menos  vergüenza  que  una  gata  de  techo:— 
¿no  sería  peor  que  te  hubiera  engañado  con  un  extraño? 

Toro  á  la  plaza.  Ahí  va  la  carta. 


III 


«No,  no,  no,  no  más,  hombre,  ipor  Dios!  ¿Por  qué  me  hace 
•usted  faltar  á  mi  resolución  de  no  escribirle?  Vamos,  ¿qué  ade- 
»lanta  usted,  sino  hacerme  pasar  por  el  dolor  de  decirle  mil 
» veces  que  no? 

>Usted  es  bueno,  excelente,  inimitable;  jamás  diré  otra  cosa 
>sino  lo  que  es  usted.  Pero,  mi  amigo,  dejar  á  usted  por  el 
^general  Bolívar,  es  algo:  dejar  á  otro  marido,  sin  las  cuali- 
»dades  de  usted,  sería  nada. 

»¿Y  usted  cree  que  yo,  después  de  ser  la  predilecta  de 
> Bolívar,  y  con  la  seguridad  de  poseer  su  corazón,  prefiriera 
>ser  la  mujer  de  otro,  ni  del  Padre,  ni  del  Hijo,  ni  del  Espíritu 
> Santo,  ó  sea  de  la  Santísima  Trinidad? 

»Yo  sé  muy  bien  que  nada  puede  unirme  á  Bolívar  bajo  los 
» auspicios  de  lo  que  usted  llama  honor.  ¿Me  cree  usted  menos 
> honrada,  por  ser  él  mi  amante  y  no  mi  marido?  ¡Ah!  yo 
»no  vivo  de  las  preocupaciones   sociales. 

> Déjeme  usted  en  paz,  mi  querido  inglés.  Hagamos  otra 
>cosa:  en  el  cielo  nos  volveremos  á  casar;  pero  en  la  tierra,  no. 

>¿Cree  usted  malo  este  convenio?  Entonces  diría  que  es  us- 
>ted  muy  descontentadizo. 

>En  la  patria  celestial  pasaremos  una  vida  angélica,  que  allá 
»todo  será  á  la  inglesa,  porque  la  vida  monótona  está  reser- 
>vada  á  su  nación,  en  amor  se  entiende;  pues  en  lo  demás, 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  175 

»¿ quiénes  más  hábiles  para  el  comercio?  El  amor  les  acomoda 
»sin  entusiasmo,  la  conversación  sin  gracia,  la  chanza  sin  risa, 
»el  saludar  con  reverencia,  el  caminar  despacio,  el  sentarse 
»con  cuidado.  Todas  estas  son  formalidades  divinas;  pero  á 
»mí,  miserable  mortal,  que  me  río  de  mí  misma,  de  usted  y 
»de  todas  las  seriedades  inglesas,  no  me  cuadra  vivir  solM'e 
lia  tierra  condenada  á  Inglaterra  perpetua. 

» Formalmente,  sin  reírme,  y  con  toda  la  seriedad  de  una 
•inglesa,  digo  que  no  me  juntaré  jamás  con  usted.  No,  no  y  no 

>Su  invariable  amiga.— ilíaniieZa.» 


IV 


Si  don  Simón  Bolívar  hubiera  tropezado  un  día  con  el  in- 
glés, seguro  que  entre  los  dos  habría  habido  el  siguiente  diálogo : 

—Como  yo  vuelva  á  saber 
que  escribe  á  mi  dulcinea... 
—1  Pero,  hombre,  si  es  mi  mujer ! 
—¡Qué  me  importa  que  lo  sea! 

¿No  les  parece  á  ustedes  que  la  cartita  es  merecedora  de  la 
fama  que  alcanzó,  y  que  más  claro  y  repiqueteado  no  cacarea 
una  gallina? 


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LA  ULTIMA  FRASE  DE  BOLÍVAR 

La  escena  pasa  en  la  hacienda  San  Pedro  Alejandrino,  y  en 
una  tarde  de  Diciembre  del  año  1830. 

En  el  espacioso  corredor  de  la  casa,  y  sentado  en  un  sillón 
de  baqueta,  veíase  á  un  hombre  demacrado  á  quien  una  tos 
cavernosa  y  tenaz  convulsionaba  de  hora  en  hora.  El  médico, 
un  sabio  europpo,  le  propinaba  una  poción  calmante,  y  dos 
viejos  militares,  que  silenciosos  y  tristes  paseaban  en  el  salón, 
acudían  solícitos  al  corredor. 

Más  que  de  un  enfermo,  se  trataba  ya  de  un  moribundo; 
pero  de  im  moribundo  de  inmortal  renombre. 

Pasado  un  fuerte  acceso,  el  enfermo  se  sumergió  en  pro- 
funda meditación,  y  al  cabo  de  algunos  minutos  dijo  con  voz 
muy  débil: 

—¿Sabe  usted,  doctor,  lo  que  me  atormenta  al  sentirme  ya 

próximo  á  la  tumba? 

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178  RICAKDO    PALMA 

—No,  mi  General. 

—La  idea  de  que  tal  vez  he  edificado  sobre  arena  movediza 
y  arado  en  el  mar— y  un  suspiro  brotó  de  lo  más  íntimo  de 
su  alma,  y  volvió   á  hundirse  en  su  meditación. 

Transcurrido  gran  rato,  una  sonrisa  tristísima  se  dibujó  en 
su  rostro,  y  dijo  pausadamente: 

—¿No  sospecha  usted,  doctor,  quiénes  han  sido  los  tres 
más  insignes  majaderos  del  mundo? 

—Ciertamente  que  no,  mi  General. 

—Acerqúese  usted,  doctor...  se  lo  diré  al  oído...  Los  tres 
grandísimos  majaderos  hemos  sido  Jesucristo,  Don  Quijote 
y .'  yo. 


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CORONGUINOS 


Ni  después  del  15  de  Junio  ni  antes  del  15  de  Julio  se  en- 
cuentra en  Lima,  ni  para  un  remedio,  á  un  solo  coron^juino 

Los  sirvientes  de  hotel,  los  heladeros  ambulantes  y  los  peo- 
nes que  la  Municipalidad  contrata  para  enlozar  y  empedrar 
las  calles  de  la  capital,  son,  con  rarísimas  excepciones,  hijos 
todos  de  la  que  hoy  es  ciudad  y  que,  hasta  1888,  se  conoció 
con  el  nombre  de  villa  de  San  Pedro  de  Corongos,  cabeza 
de  la  provincia  de  Pallasca. 

El  coronguino  trabaja,  empeñosa  y  honradamente,  en  Lima 
durante  once  meses  del  año,  sin  otra  aspiración  que  la  de  tener 
cautivos  para  Junio  siquiera  cincuenta  duros,  cautivos  á  los 
que  pone  en  libertad  el  día  29  festejando  al  santo  patrono. 

Es  popular  creencia  la  de  que  todo  coronguino  tiene  ganado 
lugarcito  en  el  cielo;  gracias  á  que  ha  sabido  conquistarse,  en 
vida,  el  cariño  del  portero  de  la  gloria  eterna. 

El  29  de  Junio,  desde  que  clarea  el  alba,  empiezan  los  coron- 
guinos   á  empinar  el   codo;   y  al   medio   día,   hora   en   que   el 


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180  RICARDO    PALMA 

párroco  saca  al  santo  en  procesión,  han  menudeado  ya  tanto 
las  libaciones,  que  hombres  y  mujeres  están  completamente 
fieneques.  Así,  cuando  llega  el  momento  en  que  las  pallas,  esco- 
gidas entre  las  mozas  solteras  más  bonitas,  bailan  la  panatagua 
delante  de  las  andas,  nunca  faltan,  por  lo  menos,  media  docena 
de  coronguinos  que,  armados  de  sendos  garrotes,  se  lanzan 
sobre  las  odaliscas  con  el  propósito  de  llevárselas,  á  usanza 
chilena,  por  la  razón  ó  la  fuerza. 

Allí  se  arma  la  gorda.  Los  jxidres  y  deudos  de  las  sabinas 
acuden  con  poco  brío  y  por  pura  fórmula;  pero  hay  siempre 
algunos  mozos  del  pueblo,  galancetes  no  correspondidos  por 
las  muchachas,  que  por  berrinche,  reparten  garrotazos  ala 
de  veras  sobre  los  raptores.  Los  amigos  de  éstos  acuden  in- 
mediatamente á  prestarles  ayuda  y  brazo  fuerte,  y  en  alguna 
festividad  fué  tan  descomunal  la  batalla,  que  hasta  San  Pedro 
resultó  con  la  cabeza  separada  del  tronco,  lo  que  dio  campo 
á  los  envidiosos  pueblos  vecinos  para  que  bautizasen  á  los  co- 
ronguinos con  el  mote  de  mata  á  San  Pedro. 

Cuando  la  lucha  ha  durado  ya  diez  minutos,  tiempo  sufi- 
ciente para  que  cada  romano  se  haya  evaporado  con  la  respec- 
tiva sabina,  acude  el  Subprefecto  con  el  piquete  de  gendarmes, 
y  no  sin  fatiga  consigue  restablecer  el  orden  público  alterado 
y  que  siga  su  curso  la  procesión. 

Es  de  rito  que  ocho  días  después,  y  sin  cobrarles  más  que 
la  mitad  de  los  derechos,  case  el  cura  á  las  sabinas  con  sus 
raptores.  Título  de  orgullo  para  toda  coronguina,  que  en  algo 
se  estima  valer,  es  entrar  en  la  vida  del  matrimonio  después 
de  haber  dado  motivo  para  cabezas  rotas  y  brazos  desvenci- 
jados. 

Las  coronguinas,  en  su  aspiración  á  ser  robadas  el  día  de 
San  Pedro,  tienen  mucho  de  parecido  á  las  antiguas  chorrilla- 
ñas  que  fincaban  su  gloria,  no  en  haber  sido  conquistadas 
á  garrotazo  limpio,  s4no  en  casarse  después  de  haber  estado 
tres  meses  á  prueba  en  casa  del  galán.  Así  los  padres  de  la 
chorrillana,  cuando  querían  convidar  á  alguien  á  la  ceremonia 
de  iglesia,  empleaban  la  siguiente  fórmula:— Participo  á  usted 
que  mi  hija  ha  salido  bien  de  la  prueba,  y  que  se  casa  mañana. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  181 

—i  Vamos ! ;  Si  cuando  yo  digo  que  las  buenas  costumbres  desapa- 
recen sólo  por  ser  buenas! 

Cuentan  que,  hastiado  del  mar,  hizo  un  marinero  el  propó- 
sito de  no  volver  á  embarcarse  y  de  casarse  con  mujer  que 
nimca  le  recordase  cosas  de  la  vida  de  á  bordo.  Echándose  un 
remo  al  hombro,  fué  de  pueblo  en  pueblo,  preguntando  á  cuanta 
muchacha  casadera  encontraba  si  sabía  lo  que  era  ese  palo, 
y  todas  le  contestaban  que  era  un  remo.  Al  fin  dio  con  una 
que  lo  ignoraba,  y  se  casó  con  ella.  En  la  noche  de  la  boda 
al  acostarse  el  matrimonio,  la  mujer  exigió  que  se  acostase 
primero  su  marido.  Complacióla  éste,  y  entonces  le  preguntó 
ella:— Dime:  ¿qué  lado  es  el  que  me  corresponde  ocupar  en 
la  cama?  ¿el  de  babor,  ó  el  de  estribor?— Si  el  marinero  hubiera, 
podido  proceder  á  la  antigua  usanza  chorrillana,  de  fijo  que 
reprobaba  en  la  prueba  á  la  muchacha. 

Después  del  octavario  de  San  Pedro,  cesa  en  Corongos  todo 
jolgorio,  y  ya,  sin  un  centavo  en  el  bolsillo,  regresan  á  Lima 
los  coronguinos  á  trabajar  de  firme  once  meses...  para  la  fiesta 
siguiente. 


II 


Que  los  coronguinos  no  inventaron  la  pólvora,  y  ni  siquiera 
el  palillo  para  los  dientes,  es  artículo  de  fe  en  todo  el  departa- 
mento; pues  hasta  como  heladeros  quedan  muy  por  debajo 
de  los  indios  de  Huancayo.  Y  para  que  no  digan  que  los  ca- 
lumnio al  negarles  dotes  de  inteligencia,  básteme  relatar  un 
hecho  acaecido  en  1865. 

Un  travieso  Inuchacho  fustigaba  á  un  burro  remolón,  y  tanto 
hubo  de  castigarlo,  que  el  cachazudo  cuadrúpedo  perdió  su 
genial  calma,  y  le  aplicó  tan  tremenda  coz  en  el  ombligo  que 
lo  dejó  patitieso.  Acudió  gente,  y  con  ella  el  boticario,  quien 


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182  RICARDO    PALMA 

declaró  que  no  quedaba  ya  más  por  hacer  que  enterrar  al 
difunto. 

Aquel  año  ejercía  el  cargo  de  Juez  de  paz  en  Corongos  un 
vecino  principal  llamado  don  Macario  Remusgo,  el  cual,  á  pe- 
tición del  pueblo,  levantó  sumaria  información  del  suceso,  y 
en  vez  de  terminar  declarando,  por  lo  expuesto  por  los  testigos, 
que  la  muerte  del  muchacho  era  un  hecho  casual  motivado  por 
su  travesura,  concluyó  dictando  auto  de  prisión  contra  el  burro. 

Pero  el  condenado  borrico  se  había  hecho  humo,  y  no  hubo 
forma  de  encontrarlo  y  meterlo  en  la  cárcel. 

Y  tanto  se  alborotaron  los  coronguinos  celebrando  la  jus- 
tificación y  talento  de  su  paisano  Remusgo,  que  la  cosa  llegó 
á  oídos  del  Juez  letrado  de  la  provincia,  el  cual  pidió  los  autos, 
y  en  ellos  estampó  un  decreto  declarando  la  nulidad  de  todo 
lo  actuado,  por  existir  inmediato  parentesco  entre  el  Juez  de 
paz  y  el  burro. 


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Googíe 


EL    PADRE     OROZ 


Allá  por  los  no  muy  remotos  años  en  que  dominaba  el  Perú 
la  usurpadora  autoridad  del  general  Santa-Cruz,  existía,  en  el 
convento  de  franciscanos  de  la  ciudad  del  Cuzco,  un  sacerdote, 
conocido  con  el  nombre  de  padre  Oroz  y  que  gozaba  de  gran 
influencia  en  el  pueblo.  Debida  era  ésta  á  su  reputación  de 
austeridad  y  á  su  talento  y  dotes  oratorias  en  el  sagrado  pulpito. 

Los  buenos  habitantes  de  la  imperial  ciudad  de  los  Incas 
miraban  con  tal  respeto  al  franciscano,  que  no  se  encontró 
enlre  ellos  motilón  que  no  creyese,  á  pie  juntillas  y  como  ver- 
dad evangélica,  cuanta  palabra  salía  de  los  inspirados  labios 
del  recoleto.  Los  hipócritas  no  sirven  á  Dios;  pero  se  sirven 
de  Dios  para   engañar  á  los  hombres. 

Mas  diz  que  un  día  el  demonio  de  la  ambición  se  le  entró 
en  el  pecho,  y  codició  la  mitra  de  obispo.  El  camino  más  fácil 
para  obispar  era,  sin  disputa,  mezclarse  en  alguna  intriga  po- 
lítica; porque  averiguada  cosa  es  que  nada  lleva  tan  pronto 


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181  RICARDO    PALMA 

á  la  horca  y  á  todos  los  altos  puestos,  como  tomar  cartas  en 
ese  enmarañado  juego. 

Los  cuzqueños  miran  con  gran  devoción  una  imagen  del 
Señor  de  los  Temblores,  obsequiada  á  la  ciudad  por  Carlos  V, 
y  que  suponen  pintada  por  el  pincel  de  los  ángeles.  Una  ma- 
ñana empezó  á  esparcirse  por  la  ciudad  el  rumor  de  que  la 
efigie  iba  á  ser  robada  por  emisarios  de  Santa-Cruz,  para  tras- 
ladarla á  un  templo  de  Bolivia.  El  pueblo  se  arremolinó,  acudió 
la  fuerza  armada,  hubo  campanas  echadas  á  vuelo  y,  para  de- 
cirlo de  una  vez,  motín  en  toda  forma,  con  su  indispensable 
consecuencia  de  muertos  y  heridos. 

El  agitador  de  las  turbas  había  sido  el  santo  padre  Oroz. 

Pero  no  fué  sólo  la  ambición  el  sentimiento  que  de  impro- 
viso brotara  en  su  alma.  También  estaba  locamente  enamorado 
de  ima  de  sus  confesadas,  la  hermosa  Angela,  hija  de  una  res- 
petable familia  del  Cuzco.  La  pasión  del  fraile  por  ella  se  con- 
virtió en  una  de  esas  fiebres  que  matan  la  razón. 

El  se  repetía  con  un  poeta: 

El  alma  que  siento  en  mí 
está  partida  entre  dos: 
la  mitad  es  para  ti, 
la  otra  mitad  es  de  Dios. 

El  padre  Oroz,  (jue  había  pasado  su  juventud  entera  con- 
sagrado al  estudio,  qiie  se  había  captado  el  respeto  del  pueblo, 
que  en  distintas  ocasiones  había  sido  elevado  al  primer  rango 
de  la  comunidad  franciscana,  sacrificó  en  un  instante  su  pasado 
de  ascetismo  y  beatitud,  manchándose  con  el  crimen. 

Angela,  que  tal  vez  no  habría  resistido  á  un  seductor  ar- 
mado de  rizados  bigotes  y  guantes  de  Preville,  tuvo  odio  y 
repugnancia  por  im  amante  que  vestía  hábito  de  jerga  y  mos- 
traba rapado  el  cerviguillo.  El  fraile,  convertido  en  rabioso  sá- 
tiro, la  amenazó  con  im  puñal;  y  por  fin,  desesperado  con  el 
obstinado  desdén  de  la  joven,  terminó  fK)r  asesinarla. 

Ei  mismo  día  desapareció  del  Cuzco  el  padre  Oroz. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  185 


Tal  es,  despojado  de  episodios,  el  argumento  de  una  novela 
histórica  que  con  el  título— El  padre  jfforán— publicó  el  malo- 
grado Narciso  Aréstegui.  El  autor  de  esa  notable  leyenda  murió 
el  segundo  día  del  Carnaval  de  1869,  siendo  á  la  sazón  Pre- 
fecto de  Puno.  Al  regresar  de  un  paseo  en  el  lago  Titicaca 
se  volcó  la  embarcación,  desapareciendo  para  siempre  Arés- 
tegui y  algunos  de  sus  compañeros. 

El  padre  Horán^  literariamente  juzgado,  fué  un  hábil  ensayo 
en  la  novela  nacional.  Las  letras  americanas  tuvieron  una  sen- 
sible pérdida  con  el  triste  fin  del  inteligente  escritor  cuzqueño. 
]  Tributémosle  doloroso  recuerdo  I 


Veinticinco  años  habían  pasado  siu  que  nadie  supiese  algo  so- 
bre la  existencia  de  Oroz,  hasta  que,  en  1862,  apareció  una  carta 
datada  en  Zepita  el  4  de  Marzo,  y  de  la  cual  extractamos  las 
siguientes  líneas: 

Hace  algunos  años  que  en  el  pueblo  de  Zorata  (próximo 
á  la  Paz,  en  Bolivia)  se  presentó  un  hombre  de  aspecto  serio 
que  revelaba  talento,  y  más  que  todo,  cavilosidad.  Se  instaló 
en  una  pobre  casita  que  arregló  de  tal  modo,  que  ninguno 
podía,  por  curioso  que  fuese,  penetrar  en  su  interior  ni  colum- 
brar lo  que  allí  había  y  se  hacía.  El  desconocido  se  ocupaba 
en  el  santo  empleo  de  enseñar  á  los  niños  las  primeras  le- 
tras. Su  conducta  era  moral  y  austera.  A  veces  se  le  veía  re- 
zar el  oficio  divino  en  el  lugar  más  recóndito  de  la  casa,  y 
también  se  advertía  que  sus  alimentos  no  pasaban  de  una 
sencilla  sopa  de  pan  y  agua.  Era  un  hombre  retraído  de  la 
sociedad,  sin  que  por  eso  tuviese  su  trato  los  resabios  del  mi- 
sántropo; pues  que  su  conversación  era  muy  agradable  á  los 
que  lo  visitaban.  Al  fin  cayó  mortalmente  enfermo;  y  después 
de  haberse  confesado,  declaró  de  un  modo  humano  que  no 
se  llamaba  José  Mariano  Sánchez,  sino  que  era  el  padre  Oroz, 
religioso  franciscano  conventual  de  la  ciudad  del  Cuzco;  que 


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186  RICABDO    PALMA 

habiendo  tenido  la  desgracia  de  dejarse  vencer  por  unas  afec- 
ciones poco  honestas  hacia  una  joven,  su  hija  de  confesión, 
viendo  que  ésta  iba  á  casarse  la  puso  estorbos  de  todo  género 
y  que,  siendo  éstos  inútiles,  la  asesinó  á  puñaladas.  Dijo  tam- 
bién al  confesor  que  registrase  el  baúl  que  en  su  cuarto  estaba, 
donde  encontraría  el  hábito  que  vestía  en  la  hora  de  su  des- 
gracia, y  el  puñal  con  que  había  causado  su  propia  ruina  y 
la  de  su  desdichada  víctima.  Registrado  el  baúl,  se  encontraron 
lo  uno  y  lo  otro,  todavía  con  manchas  de  sangre.  A  los  pocos 
días  de  esta  declaración,  murió  el  desventurado  padre  Oroz, 
á  los  veinticinco  años  de  haber  empezado  la  expiación.  Exa- 
minado el  cuerpo  del  difunto,  se  le  halló  casi  descarnado  á 
disciplinazos.  Los  cilicios  apenas  dejaban  libres  las  coyunturas 
de  los  codos. 

El  padre  Oroz  había  expiado  su  crimen  sobre  la  tierra  du- 
rante un  cuarto  de  siglo,  y  sus  sufrimientos  morales  dejan 
en  el  espíritu  esta  magnífica  lección:— Hay  algo  en  el  hombre 
tan  severo  como  la  justicia  de  Dios,  y  ese  algo  es  el  remordi- 
miento. 


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SISTEMA  DECIMAL   ENTRE   LOS   ANTIGUOS   PERUANOS 


El  ilustrado  señor  Daubrée,  miembro  de  la  Academia  de 
Cicntías  de  París,  juzgando  los  dos  primeros  volúmenes  de 
los  Anales  de  Construcciones  Civiles  y  de  Minas ^  que  publica  en 
Lima  la  Escuela  de  Ingenieros,  pone  en  duda  que  los  ameri- 
canos, antes  de  la  conquista,  hubieran  conocido  la  immera- 
ción  decimal,  tal  como,  en  un  artículo  de  los  citados  Anales^ 
lo  asegura  el  ingeniero  señor  Chalón. 

Ciertamente  que  la  historia  del  Perú,  así  en  sus  tiempos 
pi'ehistóricos  ó  anteriores  á  la  fundación  del  Imperio  Tiahuan- 
tisuyo  por  Manco-Capac,  como  en  aquellos  en  que  la  civili- 
zación incásica  convirtió  en  pueblos  sujetos  á  vida  regular  y 
ordenada,  á  las  que  antes  eran  tribus  nómadas  y  salvajes,  tie- 
ne puntos  tan  obscuros  que  casi  se  confunden  con  la  fábula. 
La  teogonia  ó  culto  religioso  de  los  Incas,  no  está  aún  sufi- 
cientemente estudiada,  ni  hay  datos  fijos,  sino  contradictorios, 
para  formarnos  de  ella  ima  idea  clara.  Y  lo  mismo  puede  de- 
cirse de  su  legislación  y  costumbres.  Lo  único  que  hay  de 
determinado  y  ya  indiscutible  es,  que  la  dinastía  incásica  tuvo 
hábitos  belicosos  y  de  conquista,  y  qué  fué  ingénita  en  ella 
la  generosidad  para  con  los  vencidos. 

Hablando  de  la  literatura,  tuvimos  en  una  ocasión  la  bue- 
na suerte  de  anotar  que  la  poesía  dramática,  el  teatro,  fué 
desconocido  para  los  antiguos  peruanos.   Sólo   el   historiador 


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188  RICARDO    PALMA 

Gmxilasü  da  noticia  de  representaciones  escénicas,  noticia  que, 
sin  examen  crítico,  ha  sido  aceptada  por  casi  todos  los  ame- 
ricanistas contemporáneos.  Existe  una  obra  de  este  género, 
Oltaniay^  escrita  en  quechua,  de  la  cual  nadie  había  tenido 
noticia  en  el  Perú  antes  de  1780,  en  que  se  representó  á  pre- 
sencia del  rebelde  Tupac-Aniaru  y  de  su  improvisada  corte. 
La  crítice  ha  venido  á  demostrar,  recientemente,  que  el  cura 
de  Sicuaní,  don  Antonio  Valdés,  mediano  conocedor  de  los 
teatros  griego  y  español,  fué  el  poeta  autor  del  Oltantay.  Por 
mucho  que  halagara  nuestro  nacionalismo  la  especie  de  que 
tuvima>  f>oesía  dramática,  el  buen  sentido  nos  aconseja  re- 
nunciáis á  esa  gloria,  por  más  que,  aparte  Garcilaso,  dos  nota- 
bles americanistas  modernos,  Clemente  Markham  y  Sebastián 
Barranca,  se  empeñen  aún  en  sostenerla,  sin  que  influyan  en 
elJos,  no  los  débiles  argumentos  por  mí  presentados  de  una 
maner<i  incidental,  sino  los  que,  en  luminoso  y  concienzudo 
trabajo  ad  hoc^  ha  aducido  el  historiador  argentino  don  Bar- 
tolonu;  Mitre. 

Pero,  si  somos  de  los  primeros  en  convenir  que  hay  mu- 
cho en  los  tiempos  incásicos  que  admite  controversia,  es  para 
nosotror  clarísimo  y  ya  bien  dilucidado  punto,  el  de  que  la 
numeración  decimal,  base  del  sistema  generalizado  hoy  en  el 
mundo,   fué   la  usada   por  los   antiguos   peruanos. 

Fernando  Hoefer,  en  su  Historia  de  las  Matemáticas,  dice: 
cLa  contemplación  de  los  cinco  dedos  de  la  mano  derecha 
unidos  á  los  cinco  dedos  de  la  mano  izquierda,  es  la  cuna  del 
primer  sistema  de  numeración  y  la  base  de  la  Aritmética,  que 
es  la  ciencia  de  los  números.  Contar  por  los  dedos  de  la  mano, 
es  el  verdadero  método  de  numeración  universal  y  primitivo. 
Los  salvajes  de  la  América  cuentan  sin  fatiga  hasta  diez:  jun- 
tando dos  veces  las  manos  expresan  la  cifra  veinte;  y  suce- 
sivamente las  decenas  restantes». 

Y  esta  afirmación  de  Hoefer,  corroborada  pw)r  el  testimo- 
nio de  viajeros  antiguos  y  modernos,  dio  campo  á  un  escri- 
tor de  buen  humor  para  decir,  que  el  sistema  decimal  era 
de  origen  divino;  pues  no  otro  usó  ni  usar  pudo  Adán  en 
el  Paraíso. 

Pero  estos  argumentos,  por  su  mismo  carácter  de  genera- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  189 

lidad,  no  bastan  para  probar  que,  entre  los  peruanos,  no  fué 
otro  el  método  de  numeración. 

Los  quipus^  exclusivos  del  Perú  y  de  algunos  pueblos  de 
Asia,  no  servían,  como  algunos  sostuvieron,  para  consignar  he- 
chos, sino  cantidades.  No  reemplazaban  á  la  palabra  escrita, 
sino  á  la  numeración.  Eran  un  manojo  de  hilos  de  diversos 
colores,  en  los  que,  f>or  medio  de  nudos,  se  marcan  la  uni- 
dad, la  decena,  la  centena  y  el  millar.  Por  lo  menos  tal  es 
mi  creencia,  que  no  me  propongo  imponer  á  los  demás. 

Otro  argumento  en  el  que,  como  en  el  de  los  quipvs,  están 
uniformes  todos  los  cronistas  de  Indias,  es  el  de  la  organi- 
zación que  los  Incas  daban  á  sus  ejércitos  y  aun  á  sus  pue- 
blos, lo  que  les  permitía  tener  una  base  firme  para  la  formación 
de  un  exacta  censo  y  cobro  de  contribución.  Las  decurias  y 
cenluriac.  de  los  romanos  existieron  en  el  Perú.  Cada  cuerpo 
de  ejército  ó  batallón,  entre  los  peruanos,  se  componía  de  diez 
centurias  ó  sea  mil  soldados. 

Dice  literalmente  Garcilaso:  «Todos  los  juegos  se  llaman 
en  quichua  chunca  (diez),  porque  todos  los  números  van  á  pa- 
rar al  deceno.  Los  peruanos  tomaron,  pues,  el  número  diez 
por  el  juego^  y  para  decir  juguemos  dicen  chuncasun^  que,  en 
rigor  de  significación,  es:  contemos  por  dieces.  (Comentarios  Rea- 
les.  Capítulo   14,  libro  20)». 

Otras  razones  en  apoyo  de  mi  creencia  de  que  la  numera- 
ción decimal  fué  la  usada  por  los  antiguos  peruanos,  podría 
alegar;  pvero  excuso  hacerlo,  porque  carecen  de  la  importaij- 
cia  decisiva  que  revisten  las  ya  apuntadas.  Una  de  ellas  sería, 
por  ejemplo,  la  de  que  en  los  ya  casi  destruidos  caminos  rea- 
les del  Cuzco  á  Quito,  y  que  hasta  hoy  se  llaman  Camino  del 
Inca^  á  cada  distancia  de  diez  mil  pasos  colocaban  una  piedra 
ó  sefíal  especial. 

Ponemos  punto,  que  para  expresar  los  fundamentos  en  que 
apoyamos   nuestra   opinión   histórica,   sobra   con   lo   escrito. 


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DE   GALLO  A  GALLO 
Historia   de   dos   improvisaciones 


Entre  el  doctor  don  José  Joaquín  de  Larriva  y  el  presbí- 
tero Echegaray  existía,  por  los  años  de  1828,  constante  cam- 
bio de  bromas  en  verso.  Ambos  eran  limeños,  poetas  festivos 
y,  aunque  sacerdotes,  de  costumbres  nada  edificantes. 

Con  menos  culto  público  que  hubiera  tributado  á  Venus 
y  con  un  poco  más  de  consecuencia  política,  Larriva  habría 
alcanzado,  por  su  talento  y  erudición,  á  ocupar  los  más  al- 
tos puestoc  del  Estado.  Con  la  misma  pluma  con  que  escri- 
biera, en  1807,  el  elogio  universitario  de  Abascal;  en  1812,  el 
discurso  contra  los  insurgentes  del  Alto-Perú;  en  1816,  el  elo- 
gio del  virrey  Pezuela;  y  en  1819,  la  oración  fúnebre  por  los 
prisioneros  realistas  en  la  Punta  de  San  Luis,  producciones 
todas  de  subido  mérito  literario;  con  esa  misma  pluma,  repe- 
timos, escribió,  en  1824,  el  sermón  por  los  patriotas  que  mu- 


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192  BIGARDO    PALMA 

rieron  en  la  batalla  de  Junín;  el  elogio  académico  de  Bolívar, 
en  1826;  el  bellísimo  artículo  crítico  titulado  El  Fmilico,  en 
que  puse  al  Libertador  como  ropa  de  pascua,  y  la  tan  popu- 
lar letrilla 

Sucre,  en  el  año  veintiocho, 
irse  á  su  tierra  promete... 
i  cómo   permitiera  Dios 
que  se  fuera  el  veintisiete! 

Hasta  1820,  juzgándolo  por  sus  escritos,  fué  Larriva  más 
monarquista  y  godo  que  el  rey  Wamba;  y  desde  1824  á  1826 
más  republicano  y  bolivarista  que  Bolívar.  Después  fué,  en 
política,  todo  lo  que  Dios  quiso  i>ermitirle  que  fuera.  Siempre 
oportunista  ó  partidario  del  sol  que  alumbra. 

Un  día  hace  frío 
y  otro   hace   calor... 
¡qué  tiempo.  Dios  mío, 
tan  jeringador! 

Muy  ventajosa  idea  del  risueño  pweta  tendrá  que  formarse 
todo  el  que  lea  la  parte  que  llegó  á  publicar  de  su  poema  La 
Angulada^  y  sus  preciosas  fábulas  La  Araña  y  El  Mono  y  los^ 
Gaiod.  Musa  verdaderamente  traviesa  inspiraba  al  iK)eta  que 
escribía,  como  el  mismo  nos  lo  dice, 

en  el  silencio  de  la  noche,  cuando, 

tosiendo   y  rebuznando, 

los  hombres  y  borricos 

tienen  en  movimiento  los  hocicos. 

Como  periodista  no  está  Larriva  á  la  altura  de  su  mérito 
como  orador.  En  1821  publicó  varios  números  del  Nuevo  Depo- 
sitario; y.  en  1825,  la  Nueva  Depositaría^  papeluchos  que,  aun- 
que chistosos,  no  tuvieron  significación  política  ni  social.  Am- 
bos fuerou  hacinamiento  de  injurias  personales  contra  don  Gas- 
par Rico  y  Ángulo,  periodista  español  de  revesado  estilo.  No- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  193 

falló  quien  echase  en  cara  á  nuestro  paisano  el  que  malgastara 
su  tiempo  ocupándose  tan  tesoneramente  de  un  pobre  diablo. 
Pero  Larriva  contestó: — «Cada  vez  que  se  me  dirige  este  re- 
tproche,  me  quiero  desbautizar,  i  Gran  empeño  de  la  laya!  Yo 
»no  escribo  p«ara  todos,  y  si  se  me  apura  no  escribo  para  na- 
»die  sino  para  mí  solo;  porque  me  agrada  ver  mis  escritos- 
»en  letras  de  molde.  A  nadie  le  pongo  puñal  sobre  el  pecho 
»para  que  compre  y  lea  el  Depositario.  ¿Qué  cuenta  tiene  na- 
i>die  con  que  yo  gaste  mi  tiempo  en  lo  que  me  diera  la  gana? 
»¿Yo  gasto  el  tiempo  de  otro?  ¿No  es  mío  el  que  gasto?  Si 
>yo,  para  escribir,  pidiese  prestada  una  noche  á  zutano,  un 
»día  á  perensejo,  y  á  mengano  una  semana,  entonces  sí  que 
atendrían  fundamento  para  hablar;  pero,  gracias  á  Dios  que 
ipuedo  dar  una  vuelta  en  redondo,  sin  que  nadie  me  señale 
icoii  el  dedo  y  diga  que  le  debo  ni  un  minuto»  (1). 

Graciosa  es  la  defensa;  mas  no  por  ella  merecerá  Larriva 
pueírto  culminante  en  el  periodismo  del  Perú. 


El  presbítero  Echegaray  era,  como  hemos  dicho,  un  clé- 
rigo libertino;  pero  justo  es  también  consignar  que,  si  en  la 
mocedad  dio  no  flojo  escándalo,  fué  en  la  vejez  austero  sa- 
cerdote. 

De  sus  producciones  literarias  sólo  nos  son  conocidas  al- 
gunas fáciles  y  graciosas  letrillas,  impresas  en  los  listines  de 
toros;  y  entre  las  compovsiciones  místicas,  que  escribió  en  los 
úllimos  años  de  su  vida,  es  muy  notable  un  soneto  que  existe 
en  una  pared  del  convento  de   los  padres  Descalzos. 

Tertulios  del  café  de  Bodegones  eran  Larriva  y  Echegaray, 
El  primero  padecía  de  reumatismo  en  una  pierna,  dolencia 
que  le  había  conquistado  el  apodo  de  cojo;  y  el  segundo  era 
de  una  gordura  fenomenal,  por  lo  que  el  pueblo  lo  bautizó 
con  el  nombre  de  tinaja. 


(1)    En  1872,  es  de^ir,  años  después  de  publicado  este  articulo,  coleccionó  Odríozola,  en  el 
tomo  II  de  sus  Documentos  literarios^  las  principales  producciones  de  Larriva. 

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194  RICARDO    PALMA 

En  el  frecuente  tiroteo   de  chanzas  entre  los  dos  poetas, 
decía  el  cojo  Larriva  que  Ech^aray  era 


Juicio  final  con  patas; 
nido  de  garrapatas; 
envoltorio  estupendo; 
tambora  de  retreta  y  sin  remiendo ; 
demonio   vil   injerto   en  papagayo 
que  viste  largo  sayo; 
judío  de  Levante 
que  lleva  el  pujavante 
para  cortar  los  callos  á  Lonjino, 
su  padre  y  su  padrino. 


El  adversario  no  tenía  necesidad  de  ir  á  Roma  por  la  res- 
puesta y,   entre  otras  bromas,  ensartaba   estos   pareados: 


Cállese  usted,  cojete; 
cojo  y  recojo,  cojo  con  bonete; 
cojo  con  muletilla; 
cojo  y  cojín  con  sudadero  y  silla; 
cojo  reqiiiem-eterna 
que  se  desencuaderna; 


palitroque  cojito; 

muleta  de  costilla  de  mosquito; 

mísero  monigote, 

cojo  desde  los  pies  hasta  el  cogote. 


Pero  ya  es  tiempo  de  entrar  en  la  historia  de  las  dos  im,- 
provisaciones,  historia  á  la  que  ha  servido  de  introibo  todo  el 
largo  párrafo  hasta  aquí  escrito. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  193 


Una  noche  charlábase  sobre  política,  manjar  de  gente  ocio- 
sa, enlre  los  turtulios  del  café  de  Bodegones.  Larriva  había 
volteado  la  casaca  y  dejado  de  ser  bolivarista.  No  se  acordaba 
ya  de  que  dos  años  antes,  en  1826,  había  dicho  en  el  discurso 
universitario,  que  ni  con  los  ojos  de  la  imaginación  quería 
ver  á  Bolívar  lejos  del  Perú,  que  la  Fama  necesitaba  de  cla- 
rín nuevo  para  ensalzar  á  un  héroe  tan  grande  como  Ale- 
jaudio,  César  y  demás  capitanes  de  la  antigüedad,  y  pongo 
punto  á  las  demás  exageraciones  lisongeras.  Ahora  decía  La- 
rriva. 

El  tal  don  Simón 
nunca  ha  sido  santo 
de  mi  devoción. 

¡Desmemoriado  poeta!  A  esa  época  de  su  vida  pertenecen 
también  estos  popularísimos  versos,  que  los  peruanos  repe- 
timos siempre: 

Cuando  de  España  las  trabas 
en  Ayacucho  rompimos, 
otra  cosa  más  no  hicimos 
que  cambiar  mocos  por  babas. 
Mudamos  de  condición; 
pero  fué  sólo  pasando 
del  poder  de  Don  Femando 
al  poder  de  Don  Simón. 

No  había  por  aquel  tiempo  hombre  ilustrado  que,  en  la 
conversación  familiar,  y  como  entre  col  y  col  lechuga,  no  sol- 
tase un  latinajo.  No  sabemos  á  propósito  de  qué  objeción  que, 


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1%  BIGARDO    PALMA 

sobre  sucesos  ó  partidos  políticos,  hizo  Echegaray,  contestó  La- 
rriva .-—Puede  que  así  sea.  El  potest  ni  los  teólogos  lo  recha- 
zan. Nihil  dificile  est—y  levantándose  de  la  silla  se  dispuso  á 
salir  del  café. 

Echegaray  lo  detuvo,  largándole  á  quemarropa  este  trabu- 
cazo: 

Si  nihil  dificile  est, 
según  tu  lengua  relata, 
enderézate  esa  pata 
que  la  llevas  al  revés. 

Una  salva  de  palmadas  acogió  la  feliz  redondilla.  Larriva 
tomó  vuelo,  se  terció  el  manteo,  y  poniendo  la  mano  sobre 
el  hombro  de  su  rival  en  Apolo,  contestó  al  pelo : 

Cuando  Dios  hizo  esta  alhaja, 
tan  ancha  de  vientre  y  lomo, 
no  dijo: — faciamus  homo — 
sino: — faciamus   tinaja. 

No  menos  ruidosos  aplausos  obtuvo  la  improvisación  de 
Larriva  que  los  tributados  á  la  de  Echegaray. 

¿En  cuál  de  las  dos  improvisaciones  hay  mayor  mérito? 
Decídalo  el  lector.  De  mí  sé  decir  que  no  doy  preferencia 
á  la  una  sobre  la  otra.  La  lucha  fué  de  bueno  á  bueno^  de 
potencia  á  potencia,  de  gallo   á  gallo. 


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DOS   CUENTOS   POPULARES 


Los  que  van  á  leerse  no  son  fruto  íntegro  de  mi  cálamo. 
Me  lor»  envió  im  amigo,  y  sólo  he  tenido  que  alterar  la  forma. 


I 

Guardián  de  los  franciscanos  de  Lima,  por  los  años  de  1816, 
era  un  fraile  notable,  más  que  por  su  ciencia  y  virtud,  por 
lo  extremado  de  su  avaricia.  Llegaba  ésta  á  pimto  de  mer- 
mar á  los   conventuales   hasta   el   pan   del   refectorio. 

El  famoso  padre  Chuecas,  que  á  la  sazón  era  corista,  fas- 
tidióse del  mal  trato;  y  en  uno  de  los  días  del  novenario  de 
san  Antonio,  hallándose  el  guardián  én  un  confesonario  aten- 
diendo al  desbalijo  de  culpas  de  una  vieja,  subió  nuestro  co- 
rista al  pulpito  para  rezar  en  voz  alta  la  novena  del  santo 
lisbonense.  Chuecas  se  propuso  afrontar,  en  público,  la  taca- 
ñería del  reverendo  padre  guardián,  seguro,  segurísimo  de  que 


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198  RICARDO    PALMA 

las  bealao  contestarían  como   loros  con  el  estribillo  de  cos- 
tumbre. 

Empezó  así  el  corista: 

Los  frailes  en  las  tarimas 

y  el  guardián  en  los  colchones... 

á  lo  que  las  devotas  contestaron  en  coro: 

Humilde  y  divino  Antonio, 
ruega  por  los  pecadores. 

Y  prosiguió  el  travieso  fraile: 

El  guardián  come  gallina, 
los  frailes  comen  fréjoles... 

y  las  rezadoras,  sin  darse  cuenta  de  la  píuUa,  volvieron  á  can- 
turrear. 

Humilde  y  divino  Antonio, 
ruega  por  los  pecadores. 

Y  tornó  fray  Mateo  Chuecas: 

Todos  los  frailes  en  cueros 

y  el  guardián  buenos  calzones... 

y,  dale  que  le  darás,  las  hembras  repitieron  el  consabido  es- 
tribillo. 

Y  por  este  tono  siguió  el  tunante  corista  cantándole  á  su 
superior  las  verdades  del   barquero. 

Amostazóse,  á  la  postre,  el  guardián,  y  sacando  la  cabeza 
del  confesonario,  dijo: 

Baje  del  pulpito  el  pillo 
antes  que  yo  lo  acogote... 


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MIS    ULTIMAS    TBADICIONES  199 

y  las  beatas  contestaron: 

Humilde  y  divino  Antonio, 
ruega  por  los  pecadores. 

El  corista  obedeció,  y  su  guardián  lo  plantó  en  la  cárcel 
del  convento,  á  pan  y  agua,  i>or  ocho  días;  pero  la  cosa  llegó 
á  oídos  del  arzobispo  Las-Heras,  quien  llamó  al  superior  fran- 
ciscano, le  echó  una  repasata  de  padre  y  muy  señor  mío,  y  lo 
obligó  á  cambiar  de  conducta  para  con  los  conventuales  que, 
graciao  á  la  aguda  iniciativa  del  corista  Chuecas,  se  vieron 
desde  ese  día  bien  vestidos  y  mejor  alimentados. 


II 


En  el  pueblo  de (bautícelo  el  lector  con  el  nombre  que 

le  cuadre) se  veneraba  como  patrona  á  la  Santísima  Vir- 
gen. Andando  los  tiempws,  la  polilla  que  no  respeta  ni  el  man- 
to real  ni  las  efigies  de  los  santos,  les  comió  las  orejas  y  el  cuer- 
po, de  modo  que  las  puso  inservibles  para  el  culto.  Visto  lo 
cual,  el  señor  cura,  el  alcalde,  los  sacristanes,  los  mayordomos, 
los  notables  y  feligreses  pertenecientes  á  ambas  cofradías,  se 
reunieron  en  junta  solemne,  y  después  de  discusión  más  larga 
que  la  paciencia  de  un  pobre,  se  acordó  y  resolvió  hacer  santos 
nue\os;  y  al  efecto  se  nombró  una  comisión  de  cinco  gamo- 
nales del  pueblo   para  contratar  la  obra. 

Jpso  fado  la  comisión  se  dirigió  á  Lima  y,  después  de  ave- 
riguar por  el  tallador  ó  escultor  de  imágenes  que  de  mayor 
fama  disfrutara  en  la  ciudad,  ajustó  contrato  con  don  Pascual, 
y  regresó  con  él  al  pueblo,  donde  se  le  recibió  con  música, 
camaretazos,  repique  y  mesa  de  once.  Brindó  el  alcalde,  brin- 
dó el  cura,  brindaron  los  mayordomos,  y  cuando  le  llegó  turno 
á  don   Pascual,  éste  dijo:   que  tenía  á  mucha  honra  el  haber 


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200  HICARDO    PALMA 

sido  contratado  para  ejecutar  obra  de  tanta  importancia,  y 
que  el  nial  de  polilla,  de  que  adolecían  con  frecuencia  los 
santos,  provenía  de  la  pésima  calidad  de  las  maderas  ó  de 
torpeza  del  artista  en  la  preparación  del  barniz;  por  ende,  lo 
primero  que  había  que  hacer  era  escoger  buenos  troncos,  y 
que  para  ello  iría  él  mismo,  acompañado  de  las  autoridades 
y  vecinos,  de  fuste,  á  recorrer  el  campo  hasta  dar  con  los  tron- 
cos de  que  había  menester.  Aplauso  atronador  del  auditorio. 
Al  otro  día,  muy  de  madrugada,  salió  don  Pascual  con  la 
comitiva,  y  después  de  recorrer  gran  trecho  de  monte  sin  dar 
con  árbol  que  petase,  llegaron  á  un  sitio  llamado  el  Rome- 
ral, en  el  cual  se  detuvo  el  artista,  fijándose  en  un  tronco  her- 
moso que  estaba  frente  á  la  choza  de  un  pobre  viejo,  conocido 
por  el  apodo  de  ño  Pachurro,  tronco  que  le  servía  para  amarrar 
su  asno.  ' 

—  Muchachos— exclamó  gozoso  don  Pascual,— mano  á  las  ha- 
chas, y  á  ver  si  en  cuatro  minutos  cortamos  este  tronco,  que 
no  lo  he  visto  mejor,  en  los  días  de  mi  vida,  para  hacer  de  él 
á  la  Virgen. 

—  ¡Alto,  alto,  caballeros'.— brincó  el  viejo.~No  aguanto  in- 
fracción constitucional.  ¿O  soy  peruano  ó  no  soy  peruano? 
El  tronco  es  mío,  y  no  lo  dejo  cortar  sin  que  haya  resuelto 
el  supremo  gobierno  el  expediente  de  utilidad  y  necesidad  para 
expropiarme  de  mi  propiedad;  y  aun  así,  si  no  se  me  paga 
el  justo  precio  del  tronco,  tendremos  pleito  hasta  que  san  Juan 
baje  el  dedo. 

Como  el  alcalde  y  los  cabildantes  eran  de  la  comitiva,  y 
el  ladino  viejo  hablaba  en  razón,  entraron  en  componendas 
con  él:  y  por  cuatro  duros  de  plata  y  una  botella  de  cañazo, 
se  convino  en  que,  siendo  el  tronco  bastante  largo  se  corta- 
ra, do  la  parte  de  arriba,  lo  suficiente  para  labrar  la  imagen 
de  la  Virgen,  dejando  la  de  abajo  para  que  ño  Pachurro  atase 
su  borrico. 

Hecho  el  corte  regresaron  al  pueblo  como  en  procesión 
ti'iuufal.  siendo  recibidos  con  muchas  aclamaciones  y  vivas; 
y  patán  hubo  que  se  arrodilló  al  pasar  el  tronco,  como  si 
fuera  ya  la  misma  Santísima  Virgen,  tributándole  lo  que  la 
Iglcsici  llama  culto  de  hiperdulía. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  201 

Transcurrieron  tres  días  y,  cuando  don  Pascual  estaba  ya 
acabando  de  descortezar  y  piulir  el  tronco,  el  señor  cura  vol- 
vió á  convocar  á  junta  solemne,  y  en  ella  expuso:  que  la  fiesta 
del  patrón  san  Saturnino,  que  se  celebra  mucho  antes  que  la 
de  la  patrona,  se  venía  encima,  y  que  era  más  urgente  hacer 
el  sanio;  que,  i>or  consiguiente,  el  tronco  que  se  había  escogido 
para  la  Virgen  se  destinara  para  aquél,  y  que  después  se  bus- 
caría otro  para  la  patrona.  Hubo  de  parecer  á  todos  sesuda 
la  proposición,  se  comunicó  lo  resuelto  á  don  Pascual,  y  éste 
labró  la  imagen  del  santo,  que  diz  (fue  salió  una  obra  de  arte 

El  día  de  la  fiesta  y  estreno  de  la  imagen,  le  cantaron  al 
santo  las  siguientes  coplas: 

Glorioso  san  Saturnino, 
qué  nunca   os   olvidéis  vos 
de  que  fuisteis  escogido 
para  ser  madre  de  Dios. 

Naciste  en  el  Romeral, 
en  frente  de  ño  Pachurro, 
y  el  pesebre  de  su  bxirro 
vuestro  hermano  natural. 

De  raíz  de  árbol   nacido, 
sin  pecado  original, 
has  tomado  forma  humana 
por  obra  de  don  Pascual. 

Dios  te  libre  de  polilla, 
y  á  nosotros  del  afán 
de   andar  en   busca   de   tronco 
que   te  venga   tas   con   tas. 

De   este   modo   tú   en   el   cielo, 
y  nosotros  por  acá, 
cantando  tus  alabanzas 
tendremos  la  fiesta  en  paz. 


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202  RICARDO    PALMA 

Esperamos  tus  milagros, 
nuevecito  como  estás, 
y   que  no  salgan  diciendo 
que  el  santo  viejo  hacía  más. 

Que  viva   san   Saturnino 
y  que  viva  don  Pascual, 
y  que  todos  nos  juntemos 
en  la  patria  celestial, 
y  el  señor  cura  también, 
por  siempre  jamás,   amén. 


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MARÍA  ABASCAL 
(Reminiscencias) 


Recorriendo  ayer  el  salón  de  cuadros  en  el  Palacio  de  la 
Exposición,  después  de  admirar  el  magnífico  retrato  que  de 
la  cantatriz  Luisa  Marchetti  pintó  en  Madrid  el  ilustre  Federico 
Madrazo,  me  detuve  ante  otro  retrato  de  mujer,  hecho  por 
humilde  pintor  peruano  conocido  con  el  nombre  del  maestro  Pá- 
bulo, y  que  según  entiendo  fué  hasta  1850,  en  que  murió,  el 
retratista  mejor  reputado  en  Lima. 

—  Yo  conozco  á  esta  señora— me  dije;— pero  no  caigo  en 
quién  sea...  ¿Quién  será?  ¿Quién  será? 

Y  habría  seguido  cavilando  hasta  el  fin  de  mis  días  á  no 
ocunírseme  preguntar  al  guardián: 

—¿Sabe  usted,  amigo,  quién  es  la  persona  de  este  retrato? 

— N(»  lo  sé,  caballero;  i>ero  he  oído  decir  que  la  retratada 
fué  querida  de  un  señor  Monteagudo,  quien  parece  que  era 
mucha  gente,  ciiando  se  juró  la  patria. 


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204  RICARDO    PALMA 

—  ¡Acabáramos!— murmuré,— i  Vaya  si   la   conozco  I 
Y  como  alguna  vez  he  escrito  sobre  Rosa  Campmsano  (la 
querida   de   San   Martín)   y  sobre   Manuela   Saenz   (la   querida 
de  Bolívar),  encuentro  lógico  borronear  hoy  algunas  cuartillas 
sobre   María   Abascal   (la   querida   de   Monteagudo). 


Por  los  años  de  1807  existió,  en  la  calle  ancha  de  Cochar- 
cas  (hoy  Buenos  Aires),  la  más  afamada  picantería  de  Lima, 
como  que  en  ella  se  despachaba  la  mejor  chicha  del  Norte  y 
se  condimentaban  un  seviche  de  camarones  y  unas  papas  ama- 
rillas con  ají,  que  eran  cosa  de  chuparse  los  dedos.  Los  do- 
mingos, sobre  todo,  era  grande  la  concurrencia  de  los  aficio- 
nados al  picante  y  á  la  rica  causa  de  Trujillo. 

La  propietaria  de  la  picantería  era  una  mulata  de  Chiclayo, 
casada  con  un  lambayecano  que  trabajaba  como  ebanista  en 
una  fábrica  de  muebles. 

En  la  tarde  del  8  de  Septiembre,  día  en  que  medio  Lima 
concurría  á  las  fiestas  que  se  efectuaban  en  homenaje  á  la 
Virgen  de  Cocharcas,  fiestas  que,  después  de  la  solemne  misa 
y  procesión,  concluían  con  opíparo  banquete  dado  en  el  con- 
ventillo por  el  canónigo  capellán,  lidia  de  toretes,  jugada  de 
gallos,  maroma  y  castillitos  de  fuego,  entró  á  la  picantería  una 
negra  que  llevaba  en  brazos  una  preciosa  niña,  de  raza  blan- 
ca, y  que  revelaba  tener  nueve  ó  diez  meses  de  nacida.  Pidió 
la  tal  un  mate  de  chicha  de  ;cwa  y  un  plato  de  papas  con  ají, 
y  cuando  llegó  el  trance  de  pagar  la  peseta  que  importaba  lo  con- 
sumido, la  muy  bellaca  puso  sobre  el  mostrador  á  la  cria- 
tura, y  le  dijo  á  la  patrona: 

—Yo  soy  del  barrio,  y  voy  á  mi  cuarto  á  traerle  los  dos 
reales.  Le  dejo  en  prenda  á  la  niñita  María  y  cuídemela  mu- 
cho que  ya  vuelvo. 

Y  fué  la  vuelta  del  humo. 

Después  de  muchas  investigaciones,  la  picantera  sacó  en 
limpio  que  la  negra  era  una  de  las  muchas  amas  de  cría  de 


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Maria  Abascal 


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2fk\  RICARDO   PALMA 

la  cas/i  de  los  expósitos  que,  por  ocho  pesos  de  sueldo  al  mes, 
se  encargaban  de  la  lactancia  de  los  infelices  niños. 

Pero  fué  el  caso  que  la  chiclayana,  que  nunca  había  tenido 
hijos,  en  los  ocho  días  transcurridos  desde  aquel  en  que  reci- 
bió la  prenda,  tomóla  cariño  y  decidió  quedarse  con  ella,  de- 
cisión favorecida  por  la  circunstancia  de  que  la  huérfana  estaba 
ya  en  condiciones  de  destete. 


Es  sabido  que  á  los  expósitos  se  les  daba  por  apellido  el 
del  virrey,  arzobispo,  oidores  ó  el  de  alguno  de  los  magnates 
que  con  limosnas  favorecían  el  santo  asilo.  Así,  en  Arequipa 
por  ejemplo,  casi  todos  los  incluseros  eran  Chávez  de  la  Rosa, 
en  memoria  del  obispo  de  ese  nombre  fundador  de  la  benefi- 
cente  institución.  También  el  apellido  Casapía  se  generalizó 
en  ese  orfanatorio  ú  orfelinato,  vocablos  del  lenguaje  moderno 
que  aun  no  han  alcanzado  á  entrar  en  el  Diccionario. 

El  mismo  día  en  que  la  picantera  y  el  oficial  de  ebanista 
decidieron  quedarse  con  la  chiquilla,  en  calidad  de  madrina, 
la  llevó  á  confirmar,  declarando  que  la  ahijadita  se  llamaba 
María  Abascal,  adjudicación  de  paternidad  que  tal  vez  nunca 
llegó  á  oídos  del  virrey. 

ALascal  hizo  su  entrada  en  Lima  á  fines  de  Julio  del  año 
anterior  y,  cronológicamente  computando,  mal  podía  tener  en 
Septiembre  de  1807  hija  de  nueve  meses. 

La  madrina  y  su  marido  se  encariñaron  locamente  i>or  la 
criatura,  disputándose  á  cuál  la  mimaba  más,  y  agotando  en 
ella  cuanto  adquirían  para  tenerla  siempre  vestida  con  esme- 
rada limpieza  y  buen  gusto. 

María  llegó  á  cumplir  los  seis  años  en  la  picantería,  y  era 
un  tipo  de  gracia  y  belleza  infantil,  que  traía  bobos  de  ale- 
gría á  sus  padres  adoptivos.  Pero  las  envidiosas  muchachas 
del  barrio,  para  amargar  la  felicidad  de  la  inocente  niña  y 
hacerla  verter  lágrimas,  la  bautizaron  con  el  apodo  de  la  JPapita 
con  ají. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  207 

El  padrino,  que  trabajaba  ya  en  taller  propio  y  que,  mo- 
neda á  moneda,  guardaba  como  ahorro  un  centenar  de  pelu- 
conas,  resolvió  que  su  mujer  cerrase  la  picantería;  y  el  ma- 
Irimonio  fué  á  establecerse  en  el  extremo  opuesto  de  la  ciu- 
dad, en  la  calle  del  Arco,  donde  con  modesta  decencia  arregla- 
ron una  casita.  No  querían  que  la  niña  siguiese  en  contacto 
de  vecindad  con  gentes  que  la  humillasen  recordándola  lo  in- 
fortunado de  su  cuna. 


Y  así  vivieron  muy  felices  hasta  fines  de  1821  en  que  el 
diablo,  que  es  muy  diablo,  metió  la  cola  en  la  limpia  casita 
de  l»f  calle  del  Arco. 

María  había  culnplido  quince  años,  y  la  fama  de  su  hermo- 
sura y  discreción  estaba  generalizada  en  la  parroquia. 

Sus  protectores  la  cuidaban  como  oro  en  paño,  y  apenas 
si  los  apasionados  de  la  joven  podían  complacerse  en  mirarla, 
y  aun  atreverse  á  dirigirla  un  piropo  ó  galaptería,  cuando  los 
domingos,  acompañada  de  su  madrina,  salía  de  la  misa  de 
nueve  en  Monserrate. 

Poíiuísimas  semanas  hacía  que  San  Martín  ocupaba  la  ca- 
pital y  que  la  Independencia  del  Perú  se  había  jurado.  Entre 
los  jefes  y  personajes  argentinos  cundió  la  reputación  de  des- 
lumbradora belleza  conquistada  por  la  joven  limeña,  á  quien 
la  crónica  callejera  daba  por  hija  de  todo  un  virrey,  nada 
menos. 

La  misa  de  nueve,  en  Monserrate,  se  convirtió  en  romería 
para  los  galanteadores  argentinos.  Todos  se  volvieron  devo- 
tos cumplidores  del  precepto  dominical,  empezando  por  el  mi- 
niítro  don  Bernardo  Monteagudo,  cuya  neurosis  erótica  (tan 
magistralmente  descrita  por  el  doctor  Ramos  Mejía  en  su  de- 
licioso libro  Neurosis  célebres)  llegó  al  colmo  cuando  conoció 
á  María  Abascal.  Es  claro  que,  desde  los  primeros  momentos, 
él  y  ella  se  dirigieron  con  los  ojos  más  trasmisiones  que  dos 
centralej  telegráficas. 


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208  RICARDO    PALMA 

¿Cómo  pasaron  las  cosas?  No  he  alcanzado  á  averiguar  tan- 
to, ni  hace  falta.  Lo  que  sé  es  que,  después  de  dos  meses  de 
obstinado  asedio  por  parte  de  Monteagudo,  que  derrochando 
oro  conquistó  el  auxilio  de  una  celestina  con  hábito  de  beata 
comulgadora,  que  frecuentaba  la  casita  como  amiga  de  la  chi- 
clayana^  la  fortaleza  se  rindió  á  discreción,  desapareciendo  una 
noche  María  Abascal  del  honrado  hogar  de  sus  favorecedores. 

El  amor  romántico  ó  platónico  es  algo  que  se  parece  mu- 
cho al  vino  aguado.  Eso  de  querer,  por  sólo  el  gusto  de  querer, 
no  tiene  sentido  común.  El  hombre  es  fuego,  la  mujer  estopa, 
y  come  el  diablo  pasa  día  y  noche  sopla  que  sopla,  por  sabido 
está  lo  que  discretamente  callo. 


No  fué  sólo  la  fiebre  de  los  sentidos  la  que  dominó  á  Moi\- 
teagudo  en  sus  relaciones  de  catorce  meses  con  María.  Mas 
de  un  año  de  constancia,  en  hombre  tan  caprichoso  y  voluble 
como  él,  prueba  ^que  su  corazón  también  estuvo  interesado. 
Las  aventurillas  de  veinticuatro  horas  que  de  don  Bernardo 
se  refieren,  fueron  acaso  sólo  satisfacciones  para  su  amor  pro- 
pio y  n(.  dejaron  honda  huella  en  su  espíritu. 

Cuando  la  tempestad  política  se  desencadenó  contra  el  mi- 
nistro de  Estado,  y  el  populacho  rugía  ferozmente  pidiendo 
la  cabeza  de  Monteagudo,  éste  no  quiso  partir  para  el  des- 
tierro sin  despedirse  de  la  mujer  amada.  La  atmósfera  de  Lima 
tenía  para  el  ex  ministro  olor  de  calabozo  con  humedades  de 
cadalso.  Rodeándose  de  precauciones  para  no  ser  conocido  en 
la  calle  por  los  enemigos  que  ansiaban  apoderarse  de  su  per- 
sona. Monteagudo  llegó  á  media  noche  á  casa  de  su  María,  de 
la  que,  acompañado  de  dos  leales  amigos,  salió  á  las  cinco 
de  la  mañana  para  embarcarse  en  el  Callao. 

I  11  añc  después,  en  Diciembre  de  1824^  volvió  á  Lima  Mon- 
teagudo. y  se  informó  de  que  María  tenía  un  amante.  No  quiso 
verla  y  la  devolvió,  sin  abrirlo,  un  billete  en  que  ella  le  pedía 
una  entrevista. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  209 

Uií  mes  más  tarde,  en  Enero  de  1825,  caía  una  noche  Mon- 
leagudo  bajo  el  poiñal  de  un  asesino;  y  María  Abascal,  atro- 
pellando  á  la  guardia,  penetraba  como  loca  en  la  iglesia  de 
San  Juan  de  Dios,  y  regaba  con  sus  lágrimas  el  cadáver  de 
su  primer  amante,  que  quizá  fué  el  único  hombre  que  alcanzó 
á  inspirarla   verdadera  pasión. 


Era  yo  un  granuja  de  doce  años  cuando  conocí  á  María 
Abascal  tal  como  la  retratara  el  pincel  del  maestro  Pablito. 
Principiaba  para  ella  el  ocaso  de  su  hermosura;  pues  los  cua- 
renta venían  á  todo  venir. 

Habitaba  María  los  altos  de  una  casa  en  la  calle  de  Les- 
cano,  y  en  el  piso  bajo  vivía  la  familia  de  uno  de  mis  com- 
pañeros de  colegio.  Tuve  así  ocasión  para  verla  muchas  ve- 
ces subir  ó  descender  del  calesín,  vestida  siempre  con  elegan- 
cia y  luciendo  anillos,  pendientes  y  pulseras  de  espléndidos  bri- 
llantes. Recuerdo  también  haberla  visto  de  saya  y  manto  entre 
las  traviesas  tapadas  que  á  las  procesiones  solemnes  concu- 
rrían, y  que  con  sus  graciosas  agudezas  traían  al  retortero  á 
los  golosos  descendientes  de  Adán.  La  saya  y  manto  desapare- 
ció de  la  indumentaria  limeña  después  de  1855. 

María  Abascal  fué  lo  que  se  entiende  por  una  aristocrática 
cortesana,  una  horizontal  de  gran  tono.  Las  puertas  de  su  sa- 
lón no  se  abrían  sino  para  dar  entrada  á  altas  personalidades 
de  la  política  ó  del  dinero.  No  se  encanalló  nunca,  ni  fué  cari- 
tativa para  con  los  enamorados  pobres  diablos.  No  daba  li- 
mosnas de  amor. 

Su  figura,  acento  y  modales  eran  llenos  de  distinción.  Pa- 
recía una  princesa  austriaca,  y  no  una  mujer  de  humilde  origen. 
Por  eso  nadie  dudaba  de  que  fuera  hija  del  gallardo  y  caballe- 
resco virrey  Abascal  en  alguna  aristocrática  marquesa  de  Lima. 

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210  RICARDO   PALMA 

Contábame  un  contemporáneo  y  amigo  de  María  que  el  día 
en  que  cumplió  cuarenta  y  cinco  años,  lo  que  debió  ser  en 
1851,  rompió  ella  para  siempre  con  el  mimdo,  y  sus  deleites 
y  vanidades.  Convirtió  en  dinero  sonante  sus  lujosos  muebles 
y  valiosas  alhajas,  depositando  el  total  en  casa  de  un  comer- 
ciante que  era  por  esos  años,  en  que  aun:  no  se  conocían  Ban- 
cos en  el  Perú,  el  banquero  de  la  ciudad.  Se  redujo  á  vivir 
modestamente  con  la  renta  mensual  de  cien  pesos,  intereses  del 
capital,  y  se  consagró  á  la  vida  devota,  que  es  el  obligado  re- 
mate de  toda  vida  alegre.  Quien  pecó  y  rezó,  la  empató. 

Así  vivió  tranquila  por  más  de  veinte  años,  hasta  que  en 
1873  ó  74  la  estrepitosa  quiebra  del  comerciante,  fruto  no  de 
falta  de  honradez,  sino  de  errados  cálculos  y  de  adversidades 
mercantiles,  colocó  á  María  en  condición  mendicante.  Aque- 
lla quiebra  fué  muy  sonada,  porque  comprometió  el  bienestar 
de  muchas  familias  de  Lima. 

El  arzobispo  cedió  á  la  Abascal  dos  habitaciones  en  la  casa 
de  pobres  que,  en  la  calle  de  san  Carlos,  posee  el  arzobispado, 
y  casi  todos  los  viejos  y  viejas  de  Lima,  que  conocieron  á 
la  Tapa  con  aji  en  sus  buenos  tiempos  de  opulencia,  se  obligaron 
á  auxiliarla  con  limosna  mensual. 


Ha  seis  ó  siete  años  pasaba  yo,  en  la  mañana  de  un  do- 
mingo, por  el  atrio  de  la  iglesia  de  San  Pedro  en  compañía 
de  un  amigo,  que  precisamente  era  aquel  mi  colega  de  1845, 
cuando,  entre  la  gente  que  salía  de  misa,  pasó  una  anciana  de 
aspecto  distinguido  y  simpático,  cubierta  con  la  antigua  manti- 
lla española.  Esta  circunstancia,  tan  fuera  de  la  moda,  me  lla- 
mó la  atención,  y  dije  al  amigo: 

—  Tengo  curiosidad  de  saber  quién  es  esta  señora  de  la 
mantilla.  ¿La  conoces? 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADlOIONES  211 

—Y  tú  también  la  conoces  desde  hace  medio  siglo— me  con- 
testó.—Hay  recuerdos  que  se  parecen  á  la  cicatriz  de  la  pri- 
mera vacuna  de  la  infancia,  en  que  difícilmente  se  borran. 

— Pue¿  que  me  aspen  si  la  recuerdo. 

—  ¡Hombre!  Esa  señora  es  la  Fa'pa  con  ají. 


María  Abascal  murió  en  1898,  á  los  noventa  y  dos  años  de 
edad. 


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Monseñor  Manuel  Tovar  y  Chamorro 

Vioi^;siuo  <¿ri5TO  t  actual  Arzobispo  de  Lima 


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LA  MOxNJITA  DE  AYACUCHO 


No  sé  por  qué  haya  de  ser  causa  de  escándalo  el  que  una 
monja  rompa  la  clausura  y  votos  (impuestos  ó  aceptados  es- 
pontáneamente) contra  las  inmutables  leyes  de  la  naturaleza, 
á  la  que  mal  pueden  contrariar  las  flacas  criaturas  terrestres. 
Los  votos  monásticos,  y  el  de  castidad  perpetua  sobre  todo, 
son  indefendibles  en  nuestra  época.  Subsisten  [>or  rutina  ó 
costumbre,  por  histrionismo  religioso  más  que  poT  disciplina 
ó  necesidad  de  la  Iglesia  de  Cristo.  Así  como  una  hormiga  no 
hace  verano,  el  que,  entre  cada  centenar  de  frailes  haya  uno 
de  organismo  atrofiado,  nada  prueba  en  pro  del  celibato  sa- 
cerdotal. Precisamente  las  excepciones  sirven  para  vigorizar 
toda  regla.  La  luz  avanza,  y  el  siglo  xx,  tenemos  fe  en  ello, 
verá  desaparecer  muchas  estupideces  y  barbaridades  inventa- 
das y  mantenidas  ix>r  la  conveniencia  del  mercantilismo  ro- 
mano. 

No  somos  de  esos  librepensadores  que  no  quieren  que  los 
demás  piensen  libremente,  sino  á  condición  de  que  han  de 
pensar  como  ellos  piensan;  pero,  en  medio  de  nuestro  genial 
espíritu  de  tolerancia,  no  transigimos  con  farsas  absurdas  como 
las  excomuniones,  con  la  tiranía  que  sobre  la  conciencia  se 
ejerce  eu  el  confesonario,  con  instituciones,  como  el  jesuitis- 
mo, adversas  al  progreso  social,  y  mucho  menos  con  la  sub- 
sistencia de  esas  asociaciones  llamadas  conventos  de  frailes  y 


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214  EICARDO    PALMA 

monjas,  asociaciones  que,  en  nuestros  días,  carecen  de  razón 
de  ser.  No  siempire  el  agua  es  sucia;  con  frecuencia  lo  sucio 
es  la  botella.  Mientras  haya  nidos,  habrá  cuervos  y  lechuzas. 
¡Abajo  los  conventos! 

Hoy  á  nadie,  y  menos  á  la  mujer,  es  lícito  el  aislamiento 
y  lo  que  los  teólogos  llaman  vida  contemplativa,  propia  de 
ángeles  espirituales  y  no  de  seres  corporales.  La  humanidad 
es  una  inmensa  colmena,  y  nadie  tiene  derecho  á  ser  zánga- 
no en  ella.  En  la  tierra  como  en  la  tierra,  y  en  el  cielo  como 
en  el  délo. 

Dicen  los  fanáticos  que  siendo  de  católicos  ortodoxos  la 
gi*an  mayoría  de  la  nación  peruana,  nadie  debe  atacar  los  erro- 
res y  farsas  del  catolicismo  romano.  Tanto  valdría  sostener 
que,  en  tierra  donde  la  mayoría  fuese  de  borrachos,  no  es 
lícito  predicar  contra  el  alcoholismo. 

Y  hecha  la  moraleja,  vamos  ahora  á  la  historieta  contem- 
poránea que  nos  ha  inspirado  aquélla. 


Por  los  años  de  1848  á  1849,  siendo  obispo  de  Ayacucho 
el  ilustrísimo  señor  Ofelán  y  prefecto  el  general  don  Isidro 
Frisauctío,  hubo  ima  mañana  gran  conmoción  en  la  ciudad, 
y  no  por  motivo  de  política. 

Decíase  que  él  acaudalado  agricultor  don  Remigio  Jáure- 
gui,  personaje  que  en  1839  figuró  mucho  como  diputado  en  el 
Congreso  de  Huancayo,  había,  en  la  noche,  escalado  el  mo- 
nasterio de  las  clarisas  y  robádose  á  sor  Manuelita  G monja 

que  era,  para  quien  no  fuese  un  mililoto,  todo  lo  que  se  en- 
tiende por  bocado  de  cardenal. 

Convencido  el  pueblo  de  ^que  era  realidad  el  rapto,  y  azu- 
zado por  algunos  frailes  envidiosos  de  la  dicha  de  un  lego, 
se  lanzó  sobre  la  casa  de  Jáuregui  con  el  firme  propósito 
de  no  dejar  en  ella  piedra  sobre  piedraj  y  este  acto  de  fana- 
tismo, barbarie  y  justicia  populachera  se  habría  realizado,  á 
ser  el  prefecto  de  pocos  bríos.  La  chusma,  ad  majorem  gloriam 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  215 

Dei,  opuso  resistencia  á  la  tropa,  se  cambiaron  balas  y  hubo 
muertos  y  heridos,  y  el  bochinche  fué  sofocado  Me  alegro  y 
vuelvo  á  alegrarme. 

Entretanto  Jánregui,  con  la  paloma  por  supuesto,  estaba 
en  su  hacienda  de  Huanta,  á  cinco  ó  seis  leguas  de  Ayacu- 
cho,  y  sus  peones,  bien  armados  y  municionados,  habían  tam- 
bién rechazado  una  embestida  popular. 

El  obispo  se  limitó...  á  lo  de  siempre:— excomunión  y  tente 
perro. 

La  justicia,  por  hacer  que  hacemos,  enredó  el  asunto  en 
papel  sellado,  y  aunque  el  juez  llegó  á  librar  mandamiento  de 
prisión  contra  el  excomulgado,  no  halló  forma  de  hacerlo  efec- 
tivo. A  la  postre,  lo  dejó  en  libertad,  bajo  de  fianza  y  la  causa 
siguió  á  paso  de  tortuga  renga. 

El  presidente  de  la  república  y  otros  magnates  patrocina- 
ban á  Jáuregui  y  tanto  que,  en  1851,  se  le  nombró  sub-pre- 
fecto  de  Huanta,  por  considerarlo  el  gobierno  como  hombre 
preciso  para  alcanzar  el  triunfo  de  una  candidatura  oficial. 
Fatalmente,  á  los  belicosos  huantinos  les  supo  á  chicharrón 
de  sebo  el  nombramiento,  y  en  la  primera  oportunidad  pro- 
picia se  rebelaron  contra  la  autoridad  provincial.  Jáuregui  y 
la  monja  escaparon  milagrosamente,  y  fueron  á  refugiarse  en 
un  pueblo  de  la  provincia  de  La-Mar. 

Y  allí  vivieron  tranquilamente,  como  vive  todo  matrimonio 
bien  avenido,  hasta  1860  en  que  la  flaca  se  llevó  al  amante. 

¡Cosa  curiosa  y  que  explotó  á  su  sabor  el  fanatismo  su- 
persticioso: Tuvieron  hijos,  y  todos  varones.  ítem,  los  nenes, 
tan   luego   como   eran  bautizados,   volaban   al   otro   mundo. 

Muerto  Jáuregui  volvió  la  monja  á  su  convento,  donde  pasó 
veinte   años   de  vida   asaz   penitente.   Murió   en   1881. 


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LOS  REPULGOS  DE  SAN  BENITO 

Si  Deus  non  fuera   DeuSy   aant 
Antonio  serta...   ¡  un  como  ! 

(Decires   portugueses.) 


Los  pocos  mataperros  de  1845  que  aun  comen  pan  en  esta 
metrópoli  limeña,  recordarán  al  hermano  Piojo  blanco^  lego  pro- 
feso del  convento  de  San  Francisco.  Me  parece  que  lo  estoy 
viendo  en  pleno  ejercicio  de  sus  funciones  de  cuidador  ó  sa- 
cristán del  altar  de  san  Benito,  santo  del  que  era  gran  devoto. 

El  apodo  de  Piojo  blanco  veníale  de  que  el  pigmento  ó  ma- 
teria colorante  de  su  piel  era  de  la  naturaleza  que  caracteriza 
á  los  hombres  que  la  ciencia  denomina  albinos. 

El  buen  lego  se  había  familiarizado  tanto  con  san  Benito 
que,  cuando  empleaba  el  plumero  para  sacudir  el  polvo  del 
altar,  lo  hacía  platicando  con  la  efigie;  y  tan  grande  era  su 
alucinación  que  afirmaba,  formalmente,  que  el  santo  le  res- 
pondía y  que,  en  conversación  íntima,  lo  había  puesto  al  co- 
rriente en  cosas  de  la  otra  vida. 


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218  RICAKDO    PALMA 

Yo  no  sé  por  qué  (pues  no  he  tenido  un  cuarto  de  hora 
ocioso  para  leer  la  vida  del  santo)  exhiben  en  los  altares  al 
bienaventurado  italiano  con  rostro  y  manos  de  negro  retinto. 
Sospecho  que  será  por  encomiar  en  él  la  virtud  de  la  humil- 
dad; y  si  no  estoy  en  lo  cierto,  que  no  valga. 

En  materia  de  santos  milagreros  disputábanse  la  palma,  en 
Lima  y  por  aquellos  años,  san  Antonio  y  san  Benito.  Hoy  son 
un  par  de  panfilos  al  lado  de  san  Expedito  que  ha  alcanzado 
á  destronarlos,  si  bien  me  aseguran  que  el  actual  Padre  Santo 
se  propone  privar  de  santidad  al  susodicho  don  Expedito  de- 
clarando nulos  y  sin  valor  sus  milagros.  Sea  lo  que  Dios  y  su 
merced  quieran,  que  á  mí  la  cosa  me  importa  un  pepinillo  en 
escabeche. 

Un  grupo  de  granujas  entre  los  que  yo  militaba,  solía^  por 
la  tarde,  rodear  á  Fio  jo  blanco  en  el  atrio  de  San  Francisco, .  y 
el  bendito  hermano  no  se  hacía  rogar  para  dar  suelta  á  la 
sin  hueso  ni  pelos,  relatándonos  maravillas  de  san  Benito.  Cie- 
gos á  los  que  el  santo  hizo  recobrar  la  vista,  cojos  á  los  que 
mandó  arrojar  la  muleta,  Magdalenas  arrepentidas,  picaros  que 
se  metieron  frailes,  cadáveres  que  se  echaron  á  caminar;  en 
fin...  I  la  mar  de  milagros! 

Uno  de  mis  camaradas,  que  era  un  chico  con  más  tras- 
tienda que  una  botica  y  más  resabioso  que  un  cornúpeta  de 
lá  Rinconada  de  Mala,  interrumpió  al  narrador  diciéndole: 

—En  resumidas  cuentas,  hermano;  si  su  san  Benito  es  tan 
poderoso,  bien  puede  competir  con  Dios,  echarle  la  zancadi- 
lla y  reemplazarlo. 

—Me  parece— contestó  el  lego  con  el  aplomo  de  un  sec- 
tario entusiasta,— y  hasta  creo  que  su  merced  no  lo  haría  mal 
en  el  oficio  de  Dios. 

—  i  Cómo!  i  Qué  herejía!  ¿Cómo  es  eso ?— exclamamos  en  coro 
y  escandalizados  los  muchachos. 

—No  crean  ustedes— prosiguió  el  hermano,— que  en  el  cie- 
lo no  haya,  como  en  la  tierra,  descontentos  y  bochincheros. 
Que  los  hay,  lo  sé  de  buena  tinta;  y  diré  á  ustedes  en  con- 
fianza (y  ¡cuidado!  con  que  me  comprometan  contándoselo  al 
Comisario  del  barrio  ó  al  Intendente  de  policía)  que  una  vez 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  219 

varioi  santos  demagogos  le  ^propusieron  á  san  Benito  que  fue- 
se Dios 

—¿Y  qué  contestó  el  negrito?— preguntó   uno  de   nosotros. 

—  Contestó...  que  no  quería  ser  Dios  ni  con  plata  encima, 
ni  aunque  lo  fusilaran,  hicieran  cuartos  ó  lo  convirtieran  en 
picadillo.  Esto  me  lo  ha  dicho  el  mismo  san  Benito,  en  conver- 
sación que  tuvimos  hace  ocho  días. 

—Pero  le  habrá*  dicho  también  el  por  qué  no  quiere  ser 
Dios— dijo  un  granujilla  que,  por  lo  espiritado,  parecía  que 
estab<i  haciendo  estudios  escolares  para  convertirse  en  alambre. 

— ¡Vayd  si  me  lo  ha  dicho!  Sepan  ustedes  que  san  Benito 
discurre  que  el  oficio  de  Dios  ha  de  ser  oficio  muy  cócora, 
y  que  al  que  lo  ejerce  debe  repudrírsele  la  sangre  palpando 
que,  no  obstante  su  tan  cacareada  omnipotencia,  no  logra  te- 
ner á  todos  satisfechos  y  contentos. 


Saco  en  limpio  de  estas  palabras  de  Fiojo  blanco  que  el 
ser  Presidente  de  la  república  ha  de  ser  bocado  más  apeti- 
toso que  el  de  ser  Dios;  pues  no  ha  libado  á  mi  noticia  que 
candidato  alguno  haya  hecho  ascos  al  jpuesto  alegando  los  re- 
pulgos de  san  Benito.  El  que  nos  diga  no  quiero  será  porque 
encuentre  que  las  uvas  no  están  maduras;  pero  no  por  miedo 
á  las  desazones  del  mando  ni  á  la  cosecha  de  espinas. 


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SAN  AxNTONIO   DEL   FONDO 

Por  loü  años  de  1838  á  1842  era,^  todos  los  sábados,  la  ave- 
nida de  Mercedarias  un  hormiguero  de  mujeres,  no  sólo  de 
las  clases  popular  y  media  sino  hasta  de  la  aristocracia,  que 
entraban  y  salían  al,  hasta  hoy,  conocido  por  el  nombre  de 
callejón  del   Fondo. 

Aquello  era  una  verdadera  romería  para  la  gente  devota 
que  iba  á  solicitar  milagros  de  una  efigie  de  san  Antonio,  á 
la  cual  una  beata  que,  por  vieja  y  fea,  era  ya  de  todo  punto 
tabaco  infumable,  que  habitaba  dos  cuartos  en  el  antedicho 
callejón  del  Fondo,  tributaba  fervoroso  culto. 

En  el  primero  de  los  cuartos  que  mediría,  sobre  poco  más 
ó  menos  seis  varas  cuadradas,  veíase  un  primoroso  allarico 
sobre  el  que,  entre  columnas  cubiertas  por  exvotos  de  oro  y 
plata,  se  alzaba  la  efigie  del  santo,  finamente  labrada  en  pie- 
dra de  Huamanga. 

Hací*r  los  honores  á  los  visitantes  de  ia  capilla  el  confe- 
sor de  1?  beata,  que  era  un  fraile  franciscano,  más  flaco  que 


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222  RICARDO    PALMA 

esqueleto  de  sardina,  cuyo  nombre  he  olvidado^  y  aunc^ue  .lo 
recordara  eso  no  da  ni  quita  interés  á  mi  relato. 

En  ur  extremo  de  la  capilla  veíase  un  buzón  en  que  las 
devotas,  aparte  de  una  moneda  de  plata  como  ofrenda  para 
el  mantenimiento  del  culto,  depositaban  una  carta  ó  memo- 
rial dirigidos  á  san  Antonio,  pidiéndole  que  se  empeñase  con 
Dios  para  obtener  la  realización  de  tal  ó  cual  anhelo,  víx  fue- 
se la  salud  para  un  enfermo^  un  empleo  para  un  deudo  ó  el 
premio  gordo  de  la  lotería  próxima.  Hasta  los  picaros  y  las 
doncellaf^  de  malandanza  tenían  algo  que  pedirle  al  santo. 

Lo  seguro,  para  la  beata  y  el  confesor,  era  una  cosecha 
semanal  de  pesetas,  que  nimca  bajó  de  diez  i>esos. 

Regresaban  devotos  y  devotas  el  sábado  siguiente,  y  despoiés 
de  nueva  ofrenda  monetaria,  les  entregaba  la  beata,  en  re- 
presentación del  santo,  el  memorial  despachado,  si  no  siem- 
pre con  un  decreto  de  interpretación  sibilina,  de  esos  que  el 
vulgo  llama 

¡bambolla!  ¡bambolla! 
ni  pan  ni  cebolla, 

por  lo  menos  con  un— veremos— se  hará  lo  que  se  pueda— 
confíe  en  Dios— no  pierda  la  esperanza.  Y  no  fué  raro  en- 
contrarse con  un— como  lo  pide  la  suplicante— sobre  todo  cuan- 
do la  solicitud  se  reducía  á  pedirle  novio  á  San  Antonio,  que 
era,  hasta  aquellos  aflos,  el  santo  casamentero  por  excelen- 
cia. Por  eso  dijo  un  poeta  de  mi  tierra: 

¿A  qué  de  Celestinas  el  ser\icio 
si,  encendiéndole  un  cirio  á  san  Antonio, 
consiguen  las  muchachas  matrimonio? 
Pues,  señor,  ¡tiene  el  santo  buen  oficio! 

Persona  que  de  estas  cosas  sabe  me  asegura  que  san  An- 
tonio ha  sido  destronado  por  san  Expedito,  que  es  hogaño 
el  santo  á  la  moda  para  proveer  de  marido  á  niñas  crédulas 
y  alborotadas.  Felizmente,  el  Papa  piensa  desanUzar  á  san  Ex- 
pedito. 


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MIS    CXTIMAS    TRADICIONES  223 

Poi*  el  mes  de  Junio  no  era  chico  el  toletole, que  se  armaba, 
entre  los  devotos  y  devotas,  para  el  novenario  y  fiesta  de  san 
Antonio.  Hasta  misa  y  sermón  hubo  el  año  42,  y  vísperas  con 
castillo  de  fuego  en  la  puerta  del  callejón.  El  día  de  la  fiesta 
repartió  la  beata,  entre  la  concurrencia,  mucha  mixtura  y  una 
dcclmíta  (que  á  la  vista  tengo)  impresa  en  papel  verde,  fruto 
primerizo  de  una  joven  que  acababa  de  declararse  en  estado 
de  poetisa. 


A   san    Antonio    del   Fondo 


i  Oh  I  glorioso  san  Antonio 
que,  en  humilde  callejón^ 
sin  hacer  ostentación 
avasallas  al  demonio, 
sigue  dando  testimonio 
de  tu  fK)der  infinito, 
y  alcanza  de   Dios   bendito, 
como  celeste  laurel, 
gracias   para   todo   aquel 
que  á  ti  las  pida  contrito. 

El  escándalo  llegó,  á  la  postre,  á  oídos  del  arzobispo,  que 
lo  era  á  la  sazón  el  franciscano  padre  Arrieta,  quien  hizo  ve- 
nir á  su  presencia  al  hermano  cai>ellán  de  san  Antonio  del 
Fondo,  y  lo  conminó  á  que,  sin  alboroto,  pusiese  término  á 
mojiganga  que  no  era  más  que  una  de  las  muchas  verrugas 
que  nos  legara  el  pasado.  La  superstición  y  el  fanatismo  son 
plantas  que  echan  raíz  muy  honda. 

En  los  Avisos  de  Jerónimo  Barrionuevo,  correspondientes 
al  aflo  1665,  habría  leído,  probablemente,  nuestro  simoniaco 
fraile,  que  una  vez  despachó  san  Antonio  el  memorial  de  una 
señora,  que  le  pedía  al  santo  trajese  á  buen  camino  á  su  ma- 
rido que  andaba  un  mucho  extraviado,  con  el  siguiente  de- 


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224  RICARDO    PALMA 

ci-elifor— Hermana,  acuda  asan  Cayetano,  que  alo  que  pide 
no  alcanzan  ni  mi  influencia  ni  mi  mano. 

Y  en  que  lo  leyó  el  franciscano  limeño  no  cabe  para  mí 
dudar;  pues  el  sábado  inmediato  recibieron  todas  las  peticio- 
narias el  respectivo  memorial  con  este  proveído:— Ya  no  des- 
pacho. 

De  aquí  dedujeron  los  profanos  que  en  el  cielo  había  ha- 
bido crisis,  y  que  san  Antonio  estaba  en  la  categoría  de  mi- 
nislro  cesante  y  sin  pizca  de  favor  para  con  el  (jue  le  /luitó 
la  cartera. 

A  santo  que  se  niega  á  despachar  ó  que  no  hace  ya  mila- 
gros, no  hay  por  qué  visitarlo  ni  rezarle— dijeron  mis  paisa- 
nilas— y  desde  ese  día  no  volvió  san  Antonio  del  Fondo  á 
ser  importunado  por  pedigüeñas,  ni  volvió  el  buzón  á  reci- 
bir pesetas. 


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¿QUIEN  TOCA  EL  HARPA?  JUAN  PÉREZ 
(Origen  de  este  reirán) 

Créanmí  ustedes,  por  la  cruz  con  que  me  santiguo,  que 
en  cierta  villa  del  Perú,  que  no  determino  pwr  evitarme  de- 
sazones, existía  un  tocador  de  harpa  tan  eximio  que,  en  cer- 
tamen ó  concurso  musical,  habría  dejado  tamañito  al  mismí- 
simo santo  rey  David. 

Juan  Pérez,  que  así  se  llamaba  el  harpista,  hacía  vibrar 
armoniosamente  las  metálicas  cuerdas  sólo  por  amor  al  arte.^ 
y  nuncci  estimulado  por  las  monedas  que,  con  su  habilidad, 
podrí«i  lucrar.  No  era  precisamente^  rico;  pero  bastábanle  una 
casita  y  unos  terrenos  bien  cultivados,  que  de  su  padre  here- 
dara, para  vivir  en  holgada  medianía.  No  codiciaba  tampoco 
aumento  de  bienes,  y  era  feliz,  á  su  manera,  con  lo  que  po- 
seía y  con  tocar  el  harpa,  libre  de  las  preocupaciones  y  cui- 
dados que  la  fortuna  trae  consigo. 

Todo  vecino  precisado  á  festejar  el  bautizo  de  un  mamón, 

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226  RICARDO    PALMA 

un  cumpleaños,  matrimonio  ú  otra  fiesta  d^  familia,  invitaba 
indefectiblemente  á  Juan  Pérez,  el  cual  no  se  hacía  rogar  para 
concurrir  con  su  harpa  y  deleitar,  gratis  et  amore,  á  los  con- 
vidados.  Era   hombre  muy   querido   y  popular. 

Cada  gallo  canta  en  su  corral;  pero  el  que  es  bueno,  bue- 
no, canta  en  el  suyo  y  en  el  ajeno.  A  esta  clase  pertenecía 
Juan  Pérez;  porque,  si  en  su  casa  tocaba  bien,  en  la  de  los 
vecinos  lo  hacía  maravillosamente.  Mejor,  sólo  santa  Cecilia 
en  el  cielo. 

Sí  loG  aplausos  lo  embriagaban,  no  menor  embriaguez  le 
producían  las  reiteradas  libaciones.  Y  como  casi  no  pasaba 
noche  sin  parranda,  se  fué,  poquito  á  poquito,  aficionando  al 
zumo  de  parra.  El  harpa  y  la  copa  llegaron,  á  la  postre,  á 
ser  par.i  él  divinidades  á  las  que  tributaba  fervoroso  culto. 
En  cuanto  á  hijas  de  Eva  no  pasaba  de  ser  pecador  de  con- 
trabando y  á  dure  lo  que  durare,  como  cuchara  de  pan,  y 
después, 

de  ella  hacía  tanto  caso 
como  el  autócrata  ruso 
del   primer  calzón  de  raso 
que  se  puso. 

Frisaba  ya  Pérez  en  los  cuarenta  cuando  Zoilita  Vejar,  que 
era,  como  dijo  el  conde  de  Villamediana,  una  de  tantas 

santas  del  calendario  de  Cupido, 

consiguió  hacerlo  pagar  derechos  en  la  aduana  parroquial  por 
ante  su   merced  el  padre  cura. 

Juan  Pérez  no  se  atuvo  al  refrán  que  dice:— Ni  cabra  ho- 
rra ni  mujer  machorra— y  apuró  el  tósigo. 

—Para  marido  sirve  cualquiera— dijo  para  sus  adentros  la 
moruela,  como  aquel  pobre  diablo  que  fué  á  solicitar  empleo 
en  una  casa  de  comercio,  y  preguntándole  el  patrón  si  estaba 
expedito  en  el  manejo  de  la  caja,  contestó:— Calcule  usted  si 
lo  estará  quien,  como  yo,  ha  sido  cinco  años  tambor  en  cuer- 
po de  línea. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  227 

No  es  del  todo  exacto  aquello  de  que  estado  cambia  cos- 
tumbres; porque,  después  de  la  luna  de  miel,  que  no  fué  larga, 
volvió  Juan  Pérez  á  sus  casi  olvidadas  harpa  y  copa,  pasán- 
dose las  noches  de  turbio  en  turbio,  como  cuando  era  solte- 
ro, en  las  jaranas,  y  siempre  entre  participio  y  gerundip,  es  decir, 
bebido  y  bebiendo. 

Como  Zoilita  trajo  al  matrimonio,  por  toda  dote,  un  regi- 
mienlo  de  enamorados  galanes,  éstos  se  turnaban  para  acom- 
pañarla en  la  noche,  cuidando  sólo  de  asomarse  á  la  casa  en 
que  sonaran  cuerdas,  y  preguntar:-— ¿Quién  toca  el  harpa?  ¡Ah! 
Juan  Pérez— lo  que  equivalía  á  decirse:  no  hay  cuidado  de 
que,  antes  del  alba,  vaya  el  músico  á  interrumpirme  la  con- 
versación con  su  oíslo. 

¿Quién  toca  el  harpa?  Juan  Pérez— fué,  pues,  frase  que  lle- 
gó á  popularizarse  adquiriendo  honores  de  refrán,  y  así  ha 
llegado  hasta  nosotros  que  la  usamos  familiarmente  cuando, 
tratándose  de  uji  marido  descuidado  con  su  hogar,  queremos 
dar  á  entender  que  lleva  sobre  la  frente  aquellos  que,  en  los 
toros,  son  honra  cuando  son  bien  puestos,  lisos  y  puntiagudos. 


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UN  SANTO  VARÓN 
A  Luis   Berisso,  en  Buenos  Aires. 


Vivo  y  comiendo  pan  está  todavía  en  Huauya,  estancia  ve- 
cina á  Caraz,  el  protagonista  de  este  artículo.  Llámase  José 
Mercedes  Tamariz,  aunque  generalmente  se  le  conoce  por  él 
Tuerto^  si  bien  él  se  requema  cuando  oye  el  mote  y  la  empren- 
de á  puñetazo  limpio  con  el  burlón. 

Hasta  hace  pwcos  aflos  fué  Tamariz  persona  de  fuste  en 
la  parroquia  de  San  Ildefonso  de  Caraz,  como  que  ejercía 
los  socorridos  cargos  de  sacristán,  campanero,  misario  en  las 
misas  rezadas,  organista  en  las  fiestas  solemnes,  y  cantor  fúne- 
bre en  todo  sei>elio.  Era  hombre  á  quien  nadie  habría  tenido 
entrañas  para  negarle  un  par  de  zapatos  viejos. 

Gran  devoto  del  zumo  de  parra,  que  en  tan  buen  predica- 
mento para  con  la  humanidad  puso  el  abuelo  Noé,  era  fre- 
cuente que,  para  la  misa  dominical,  tuviese  el  párroco  que  ir 
en  j>ersona  á  sacar  al  organista  de  alguna  tracamandana.  El 
bellaco  Tuerto  era  un  don  Preciso,  pues  en  diez  leguas  á  la 
redondí*   no   había  hombre  capaz   de  manejar  el  órgano. 

Y  sucedió  que  un  domingo,  en  que  lo  sacaron  de  una  cu- 
chipanda para  llevarlo  á  la  iglesia,  en  vez  de  arrancar  al  ór- 
gano notas  que  pudieran  pasar  por  imitación  del  Gloria  in 
exceUis,  tocó  una  cachica  con  todos  sus  ajilimógilis.  Los  ca- 
bildantes, que  á  la  misa  cojicurrieron  se  sulfuraron  ante  tama- 
ña irreverencia,  y  ordenaron  al  alguacil  que,  amarrado  codo 
con  codo,  llevase  á  la  cárcel  al  tuno  del  organista,  el  cual 
protestaba  con  esta  badajada,  propia  de  un  trufaldín: 


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230  RICABDO   PALMA 

—Dios  no  entiende  de  música  terrena,  y  para  él  da  lo  mis- 
mo una  tonada  que  otra. 

Acostumbrábase,  en  muchos  pueblos  del  Perú,  celebrar  la 
Semana  Santa  con  mojigangas  populacheras  que  ni  pizca  te- 
nían de  religiosas.  En  Lima  misma,  como  quien  dice  en  el 
cogollitc  de  la  civilización,  tuvimos  hasta  que  entró  la  patria 
la  exhibición  de  la  Llorona  de  Viernes  Santo,  de  la  Muerte  car- 
can<í1ia  y  de  otras  profanaciones  de  idéntico  carácter.  A  Dios 
gracias  van  desapareciendo  del  país  esas  extravagancias  de  una 
mal  entendida  devoción. 

En  la  costa  y  en  la  sierra,  toda  mestiza  de  quince  á  veinte 
primaveras  y  de  apetitoso  palmito  en  disponibilidad  para  no- 
viazgo, se  desvivía  porque  la  designase  el  Cura  para  repre- 
sentar en  la  Iglesia  á  la  Verónica,  á  la  pecadora  de  Magdala 
á  María  Cleofe  ú  otra  de  las  devotas  mujeres  que  asistieron 
al  dranu>   del  Calvario. 

Nq  hace  aún  medio  siglo  que,  en  Paita  y  otros  pueblos 
del  departamento  de  Piura,  ponían  en  la  cruz  al  mancebo  más 
gallardo  del  lugar,  y  cuentan  que  una  vez  interrumpió  éste 
al  predicador,  diciendo: 

—Mande  su  paternidad  que  se  vaya  la  bendita  Magdale- 
na, porque  me  está  haciendo  cosquillas. 

En  cuanto  á  los  hombres,  el  papel  de  sanios  varones  no  te- 
nía menos  pretendientes.  Durante  la  cuaresma,  el  cura  los  en- 
sayaba para  que,  en  las  tres  horas  del  Viernes  Santo,  varones 
y  varonesas  desempeñasen  correctamente  su  papel. 

El  cura  de  Caraz,  presbítero  don  José  María  Saenz  que, 
corriendo  los  años,  murió  en  el  antiguo  manicomio  de  San 
Andrés,  designó  en  una  ocasión  á  Mercedes  Tamariz  para  que 
funcionara  como  santo  varón  á  quien  correspondía  desclavar 
la  mano  izquierda  de  Cristo. 

Pero  fué  el  caso  que  imaginándose  el  orador  que  era  más 
culto  emplear  las  palabras  diestra  y  siniestra^  en  vez  de  derecha 
é  izquierda^  vocablos  de  uso  corriente,  dijo  dirigiéndose  á  Ta- 
mariz: 

—  Santo  varón,  desclava  la  mano  siniestra  del  Señor. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  231 

Tamariz  se  quedó  hecho  un  pasmarote,  y  sotto  voce  dijo  á 
su  compañero: 

—Eso   de   siniestra  irá  contigo desclava,   hombre. 

—No,  Mercedes,  á  ti  te  toca. 

— ¿Qu<?  diablos  va  á  tocarme  á  mí?  Me  corresponde  la  iz- 
quierda. 

El  cura,  viendo  que  el  sacristán  se  hacía  remolón,  para  cum- 
plir la  orden,  repitió:— Santo  varón,  desclava  la  mano  sinies- 
tra del  Señor. 

Ni  por  esas.  Mercedes  Tamariz  no  se  daba  por  notificado 
y  seguía  disputando  con  el  otro  prójimo. 

Entonces,  aburrido  el  párroco,  le  gritó: 

—  i Tuerto  borracho!  Desclava  la  mano  izquierda  dej  Señor. 

Eso  de  llamarle  TiAerto,  y  en  público  para  mayor  agravio, 
le  llegó  al  sacristán  á  la  pepita  del  alma,  le  removió  el  concho 
alcohólico,  arrojó  con  estrépito  la  herramienta  que  para  des- 
clavar tenía  en  la  mano,  y  se  salió  furioso  de  la  iglesia,  pa- 
rí oquial,  diciendo: 

—Padre,  no  tiene  usted  la  culpa  sino  yo,  por  haberme  me- 
tido eu  semejantes  candideces. 


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LAS  MENTIRAS   DE  LERZUNDI 

Allá  en  los  remotos  días  de  mi  niñez  conocí  al  general 
de  caballería  don  Agustín  Lerzundi.  Era  él,  por  entonces,  aun- 
que frisaba  con  medio  siglo,  lo  que  las  francesas  llaman  un 
bel  homme.  Alto,  de  vigorosa  musculatura,  de  frente  despeja- 
da y  grandes  ojos  negros,  barba  abundante,  limpia  y  lucieiite 
como  el  ébano,  elegante  en  el  vestir,  vamos,  era  el  general 
todo  lo  que  se  entiende  por  un  buen  mozo.  Añadamos  que 
su  renombre  de  valiente,  en  el  campo  de  batalla,  era  de  los 
ejecutoriados  y  que,  por  serlo,  no  se  ponen  en  tela  de  juicio. 

Como  jinete  era  el  primero  en  el  ejército,  y  su  gallardía 
sobre   el   brioso   caballo   de   pelea   no   hallaba   rivales. 

Cuéntase  que,  siendo  comandante,  recibió  del  Ministerio  de 
la  Guerra  órdenes  para  proveer  á  su  regimiento  de  caballa- 
da, procurando  recobrar  los  caballos  que  hubieran  pertenecido 
al  ejército  y  que  se  encontraran  en  poder  de  particulares.  Don 
Agustín  echó  la  zarpa  encima  á  cuanto  bucéfalo  encontró  en 


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234  RICARDO    PALMA 

la  ciudad.  Los  propietarios  acudieron  ai  cuartel  de  Barbones 
reclamando  la  devolución,  y  Lerzundi,  recibiéndolos  muy  cor- 
tésmente,  les  contestaba: 

—Con  mucho  gusto,  señor  mío,  devolveré  á  usted  el  ca- 
ballo que  reclama,  si  me  comprueba  que  es  propiedad  suya  y 
no  del  Estado. 

—  Muy  bien,  señor  comandante.  Basta  con  ver  la  marca  que 
lleva  el  caballo  en  la  anca  izquierda.  Es  la  inicial  de  mi  ape- 
llido. 

¿La  marca  era  una  A?  Pues  Lerzundi  decía:— Al  canchón 
con  el  caballo,  que  esa  A  significa  Artillería  volante.— ¡^Ern  una 
B?  Entonces  el  jamelgo  pertenecía  á  Batidores  montados.  Para 
Lerzundi  la  C  significaba  Coraceros  ó  Carabineros,  la  D  Drago- 
nes, la  E  Escolta,  la  F  Fusileros  de  descubierta,  la  G  Granaderos 
de  d  caballo,  la  L  Lanceros,  la  P  Parque;  en  fin,  á  todas  las 
letras  del  alfabeto  les  encontraba  descif ración  militar.  Segim 
él,  todos  los  caballos  habían  sido  robados  de  la  antigua  caba- 
llsda  del  ejército.  Lerzundi  los  reivindicaba  en  nombre  de  la 
patria. 

Sexagenario  ya,  reumático,  con  el  cuerpo  lleno  de  alifa- 
fes y  el  alma  llena  de  desengaños,  dejó  el  servicio,  y  con  le- 
tras de  cuartel  ó  de  retiro  fué  á  avecindarse  en  el  Cuzco,  don- 
de poseía  un  pequeño  fundo,  y  donde  vivía  tranquilamente 
sin  tomai-  cartas  en  la  política,  y  tan  alejado  de  la  autoridad 
como  de  la  oposición.  Un  día  estalló  un  motín  ó  bochinche 
revolucionario;  y  Lerzundi,  por  amor  al  oficio,  que  maldito  si 
á  él  le  importaba  que  se  llevase  una  legión  de  diablos  al  go- 
bierno, con  el  cual  no  tenía  vínculos,  se  echó  á  la  calle  á  ha- 
cer el  papel  de  Quijote  amparador  de  la  desvalida  autoridad. 
Los  revoltosos  no  se  anduvieron  con  melindres  y  le  clavaron 
una  bala  de  á  onza  en  el  pecho,  enviándolo  sin  más  pasaporte 
al  mundo  de  donde  nadie  ha  regresado. 

Sarah  Bemardt  contaba  que,  representando  en  un  teatro  de 
América,  después  del  segundo  acto  entró  en  su  camarín  á  vi- 
sitarla el  Presidente  de  la  república.  Terminó  el  tercer  acto,  y 
entró  también  á  felicitarla  un  nuevo  Presidente.  De  acto  á  acto 
había  habido  una  revolución.  ; Cosas  de  América!...  contadas 
por  los  franceses,  como   si   dijéramos  jwr  Lerzundi,  pues  lo 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  235 

Único  qiie  ha  sobrevivido  á  este  general  es  su  fama  de  men- 
tiroso. 

El  célebre  Manolito  Gásquez,  de  quien  tanto  alardean  los 
andalucte,  no  mentía  con  más  gracejo  é  ingenio  que  mi  pai- 
sano, el  limeño  don  Agustín  Lerzundi.  Dejando  no  poco  en 
el   tintero,   paso   á  comprobarlo. 


Conversábase  en  un  corro  de  amigos,  siendo  el  tema  refe- 
rir cada  uno  el  lance  más  crítico  en  que  se  hubiera  encontrado. 
Tocóle  turno  á  Lerzundi,  y  dijo: 

—Pues,  señores,  cuando  yo  era  mozo  y  alegroncillo  con  las 
hijas  de  Eva,  fui  una  tarde  con  otros  camaradas  á  la  picante- 
ría de  ña  Petita^  en  el  Cercado.  Allí  encontramos  una  miichachena 
del  coco  y  de  rechupete^  mozas  todas  de  mucho  cututeo;  hem- 
bras, en  fin,  de  la  hebra.  Ello  es  que,  entre  un  camaroncito 
pipifindingucy  acompañado  de  un  vaso  de  chicha  de  jora,  y  un 
bocadito  de  seviche  en  zumo  de  naranja  agria,  seguido  de  una 
cepita  del  congratulámini  quita  pesares,  nos  dieron  las  ocho  de 
la  noche,  hora  en  que  la  obscuridad  del  Cercado  era  superior 
á  la  del  Limbo.  Nos  disponíamos  ya  á  emprender  el  regreso 
á  la  ciudad,  llevando  cada  uno  de  bracero  á  la  percuncha  res- 
pectiva, cuando  sentimos  un  gran  tropel  de  caballos  que  se 
detuvieron  á  la  puerta  de  la  picantería,  y  una  voz  aguarden- 
tosa que  gritó: 

— I  Rendirse  todo  el  mundo,  vivos  y  muertos,  que  aquí  está 
Lacunza  el  guapo! 

Las  mozas  no  tuvieron  pataleta, .  que  eran  hembras  de  mu- 
cho juego  y  curtidas  en  el  peligro;  pero  chillaron  recio  y  sos- 
tenido, y  como  palomas  asustadas  por  el  gavilán  corrieron  á 
refugiarse  en  la  huerta,  encerrándose  en  ella  á  tranca  y  ce- 
rrojo. 


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23ü  RICARDO    PALMA 

Nosotros  estábamos  desarmados,  y  escapó  cada  cual  por  don- 
de Dios  quiso  ayudarlo;  pues  los  que  nos  asaltaron  eran  nada 
menos  que  los  ladrones  de  la  famosa  cuadrilla  del  facineroso 
negro  Lacunza,  cuyas  fechorías  tenían  en  alarma  la' capital. 
Yo,  escalando  como  gato  una  pared,  que  de  esos  prodigios 
hace  el  miedo,  conseguí  subir  al  techo;  pero  los  bandidos  em- 
pezaron á  menudearme,  con  sus  carabinas,  pelotillas  de  plo- 
mo. Corre  que  corre,  y  de  techo  en  techo,  no  paré  hasta  Mon- 
serrate  (1). 

—Eso  es  mucho— comentó  uno  de  los  oyentes.— ¿Y  las  bo- 
cacalles, general?  ¿Y  las  bocacalles? 

— ¡Hombre!  jEn  qué  poca  agua  se  ahoga  usted!— contestó 
Lerzundi.— ¡Las  bocacalles!  ¡Valiente  obstáculo!...  Esas  las  sal- 
taba de  un  brinco. 

Roberto  Robert,  que  saltó  desde  el  almuerzo  de  un  do- 
mingo á  la  comida  de  un  jueves,  sin  tropezar  siquiera  con 
un  garbanzo,  no  dio  brinco  mayor  que  el  de  las  bocacalles 
de  mi  paisano. 


II 


Siendo  Lerzundi  capitán,  una  de  nuestras  rebujinas  polí- 
ticas lo  forzó  á  ir  á  comer  en  el  extranjero  el,  á  veces  amargo, 
pan  del  ostracismo.  Residió  por  seis  meses  en  Río  Janeiro, 
y  su  corta  permanencia  en  la  capital  del,  por  entonces,  impe- 
rio americano,  fué  venero  en  que  ejercitó  más  tarde  su  vena 
de  mentiroso  inofensivo. 

Corrieron  años  tras  años;  después  de  una  revolución  venía 
otra  revolución;  hoy  se  perdía  una  batalla,  y  mañana  se  ga- 
naba otra  batalla;  cachiporrazo  va,  cachiporrazo  viene;  tan 
pronto  vencido  como  vencedor;  ello  es  que  don  Agustín  Ler- 
zundi llegó  á  ceñir  la  faja  de  General  de  brigada.  Declaro  aquí 


(t)    Kl  Cercado  y  Monserrate  son,  en  línea  recta,  eatremos  de  la  ciudad  ó  sea  un  trayecto  de 
más  de  dos  millas.  * 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  237 

(y  lo  ratificaré  en  el  valle  de  Josaphat,  si  algún  militroncho 
se  picare  y  me  exigiese  retractación)  que  entre  un  centenar, 
por  lo  menos,  de  generales  que,  en  mi  tierra,  he  alcanzado  á 
conocer,  ninguno  me  i>areció  más  general  á  la  de  veras  que 
don  Agustín  Lerzundi.  ¡Vaya  un  general  bizarro!  No  se  diría 
sino  que  Dios  lo  había  criado  para  general  y...  para  mentiroso. 

Acompañaba  siempre  á  Lerzundi  el  teniente  López,  un  mu- 
chachote  bobiculto  que  no  conoció  el  Brasil  más  que  en  el 
mapamundi,  y  á  quien  su  jefe,  citándole  no  sé  qué  artículo  de 
las  Ordenanzas  que  prohibe  al  inferior  desmentir  al  superior, 
impuso  la  obligación  de  corroborar  siempre  cuanto  él  le  pre- 
guntase en  público. 

Hablábase  en  una  tertulia  sobre  la  delicadeza  y  finura  de 
algunas  telas,  producto  de  la  industria  moderna,  y  el  gene- 
ral exclamó: 

—¡Oh!  ¡Para  finos  los  pañuelos  que  me  regaló  el  empera- 
dor de)   Brasil!  ¿Se  acuerda  usted,  teniente  López? 

—  Sí,  mi  general...  ¡finos  muy  finos! 

—Calculen  ustedes— prosiguió  Lerzundi— si  serían  finos  que 
los  lavaba  yo  mismo  echándolos,  previamente,  á  remojar  en 
un  vaso  de  agua.  Recién  llegado  al  Brasil  me  aconsejaron, 
que  como  preservativo  contra  la  fiebre  amarilla,  acostumbra- 
se beber  un  vaso  de  leche  á  la  hora  de  acostarme,  y  nunca 
olvidaba  la  mitcama  colocar  éste  sobre  el  velador.  Sucedió  que 
una  noche  llegué  á  mi  cuarto  rendido  de  sueño  y  apuré  el 
consabido  vaso,  no  sin  chocarme  algo  que  la  leche  tuviese 
mucha  nata,  y  me  prometí  reconvenir  por  ello  á  la  criada. 
Al  otro  día  vínome  gana  de  desaguar  cañería  y...  ¡jala!  ¡jala! 
¡jala!  salieron  los  doce  pañuelos.  Me  los  había  bebido  la  vís- 
pera en  lugar  de  leche ¿no  es  verdad,  teniente  López? 

—Sí,  mi  general,  mucha  verdad— contestó  con  aire  beatí- 
fico el  sufrido  ayudante. 


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238  RICARDO    PALMA 


III 


PcTd  un  día  no  estuvo  el  teniente  López  con  el  humor  de 
seguir  aceptando  humildemente  complicidad  en  las  mentiras. 
Quiso  echar,  por  cuenta  propia,  una  mentirilla  y...  ese  fué 
el  día  de  su  desgracia;  porque  el  general  lo  separó  de  su  lado, 
lo  puso  á  disposición  del  Estado  Mayor,  éste  lo  destinó  en 
filas,  y  en  la  primera  zinguizarra  ó  escaramuza  á  que  concu- 
rrió,  lo   desmondongaron  de  un   balazo. 

Historiemos  la  mentira  que  ocasionó  tan  triste  suceso. 

Hablábase  de  pesca  y  caza. 

—¡Oh!  Para  escopeta  la  ,que  me  regaló  el  emperador  del 
Brasil.   ¿No   es  verdad,   teniente  López? 

—Sí,  mi  general...  ¡buena!...  ¡muy  buena! 

—Pues,  señores,  fui  una  mañana  de  caza,  y  en  lo  más  en- 
marañado de  un  bosque  descubrí  un  árbol  en  cuyas  ramas 
habría  por  lo  menos  unas  mil  palomas...  Teniente  López  ¿se- 
rían mil  las  palomas? 

—Sí,  mi  general...  tal  vez  más  que  menos. 

—  ¿Qué  hice?  Me  eché  la  escopeta  á  la  cara,  fijé  el  ¡Hinto 
de  mira  y...  ¡pum!  ¡fuego!  ¿No  es  verdad,  teniente  López? 

—  Sí,  mi  general...   Me  consta  que  su  señoría  disparó. 
—¿Cuántas  palomas  creen  ustedes  que  mataría  del  tiro? 
—Tres  ó  cuatro— contestó  uno   de  los  tertulios. 

— ¡Quiál  Noventa  y  nueve  palomas...  ¿o  es  verdad,  teniente 
López? 

—Sí,  mi  general...  Noventa  y  nueve  palomas...  y  un  lorito. 

Pero  Lerzundi  aspiraba  al  monopolio  de  la  mentira,  y  no 
tolerando  una  mentirilla  en  su  subalterno,  replicó: 

—i Hombre,  Lói>ez...!  ¿Cómo  es  eso?...  Yo  no  vi  el  lorito. 

-^-Pues,  mi  general— contestó  picado  el  ayudante,~yo  tam- 
l>oco  vi  las  noventa  y  nueve  palomas. 


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EL  DESAFIO  DEL  MARISCAL  CASTILLA 
(Reminiscencia  histórica) 


Entre  el  gran  mariscal  don  Ramón  Castilla  y  el  cónsul  de 
Francia  monsieur  de  Saillard  se  i>actó,  en  1839,  un  duelo  que 
debía  realizarse  un  año  después.  Pero  antes  de  dar  a  cono- 
cer la  causa  del  desafío,  y  lo  que  impidió  su  realización,  con- 
viene que  el  lector  sepa  quién  fué  monsieur  de  Saillard,  para 
que  así  no  se  vea  en  el  caso  de  aquel  que,  ignorando  lo  que 
es  un  ojo  de  gallo^  le  preguntó  á  un  amigo: 

—¿Qué  tiene  usted,  don  Restituto,  que  le  veo  tan  alique- 
brado? 

—Poca  cosa un  maldito  ojo  de  gallo  que  me  está  ha- 
ciendo vei'  estrellas. 

—Hombre,  eso  es  muy  serio Al  ojo  con  el  codo No 

se  descuide,  y  vea  hoy  mismo  al  oculista. 


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240  BIGARDO    PALMA 


A  fines  de  1829  la  fragata  francesa  Moselle,  de  60  cañones, 
se  detuvo,  sin  fondear,  frente  á  Valparaíso,  el  corto  tiempo 
preciso  para  que  desembarcase  el  vizconde  de  Espinville  que 
venía  investido  con  el  carácter  de  vice-cónsul,  pues,  por  aque- 
llos tiempos,  Inglaterra  y  Francia  no  acreditaban  ministros  cer- 
ca de  las  nacientes  repúblicas  americanas  sino  Cónsules  ge- 
nerales,  á  los   que  auxiliaba   un  vice-cónsul   ó  canciller. 

La  Mosellc  continuó  su  viaje  para  el  Callao  conduciendo 
también  á  monsieur  de  Saillard,  vice-cónsul  nombrado  i>ara 
el  Perú. 

Ambos  agentes  consulares  eran  tipos  opuestos.  El  aristo- 
cratice» vizconde  era  un  simpático  normando,  de  veintiocho 
años  de  edad,  buen  mozo,  elegante  y  con  refinamientos  pari- 
sienses. Monsieur  de  Saillard  era  un  ¡wovenzal,  hijo  de  mo- 
desto receptor  de  rentas,  pequeño  y  regordete  como  candidato 
á  una  apoplegía  fulminante,  y  representaba  treinta  años,  so- 
bre poco  más  ó  menos.  Su  genio  era  altanero  é  iracundo,  tam- 
bién en  oposición  al  del  vizconde,  que  era  todo  moderación 
y  amabilidad. 

Para  matar  el  fastidio  de  la  larga  navegación,  entre'tíaían- 
se  una  noche  los  dos  vice-cónsules  en  una  partida  de  naipes, 
en  la  que  sólo  interesaban  céntimos  de  franco,  cuando,  á  pro- 
pósito de  una  jugada,  suscitó  Saillard  una  disputa;  y  tanto 
hubieron  de  agriarse  los  ánimos  que  Espinville  dio  un  bofe- 
tón á  su  compañero.  Intervinieron  el  comandante  de  la  nave 
y  los  oficiales;  pero  quedó  concertado  un  duelo  para  cuando 
los  doá  adversarios  se  encontrasen  en  tierra.  En  el  resto  del 
viaje  no  cambiaron  saludo  ni  palabra. 

Al  desembarcar  el  vizconde  en  Valparaíso,  monsieur  de  Sai- 
llard, que  estaba  recostado  en  la  borda,  le  gritó: 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  241 

—Hasta  muy  pronto,  señor  de  Espinville. 

-— Hastd  cuando  usted  guste,  señor  de  Saillard— le  contestó 
el  vizconde. 

El  vice-cónsul  acreditado  para  Chile  fué  muy  bien  acogido 
por  la  sociedad  de  Valparaíso,  y  pasó  ocho  meses  de  paseo  en 
paseo,  de  fiesta  en  fiesta  y  de  baile  en  baile.  La  voz  pública, 
que  es  muy  vocinglera,  lo  daba  por  novio  de  una  de  las  más 
bellas  y  ricas  señoritas  porteflas. 

En  tanto  Saillard  pasaba  su  tiempo  en  Lima,  esquivo  á 
frecuentai'  la  sociedad,  adiestrándose  en  el  manejo  de  la  pistola 
hasta  llegar  á  conquistarse  fama  de  eximio   tirador. 

Un  día  sufK),  por  un  comerciante  chileno  que  estuvo  en 
el  consulado  á  hacer  visar  unos  documentos,  que  el  vizconde 
celebraría  su  enlace,  en  pocos  meses  más,  y  el  vice-cónsul  le 
dijo : 

—Pues  regresa  usted  pronto  á  Valparaíso,  hágame  el  ser- 
vicio de  decirle  que  los  hombres  que  tienen  deudas  como  la 
que  él  ha  de  pagarme,  no  pueden  casarse  sin  faltar  al  honor 
y  á  la  lealtad. 

El  comisionado  cumplió  con  el  encardo,  y  el  vizconde  le 
contestó :  —  Si  escribe  usted  á  esc  caballero,  dígale  qtie  soy 
de  razci  de  buenos  pagadores. 

Paso  por  alto  muchísimos  pormenores  que  trae  Vicuña 
Mackenna,  en  su  libro  Relaciones^  para  llegar  al  11  de  Junio 
de  1830,  día  en  que  Saillard  se  presentó  en  el  domicilio  de 
su  compatriota,  para  decirle  que  había  hecho  un  viaje  de  ocho- 
cientas leguas  con  sólo  el  propósito  de  matarlo. 

El  duelo  se  efectuó  en  Polanco  (que  era,  por  entonces,  un 
caserío  vecino  á  Valparaíso)  en  la  mañana  del  13  de  Junio, 
fiesta  de  san  Antonio,  día  en  que,  por  ser  cumpleaños  de  la 
no\áa,  se  preparaba  en  casa  de  ésta  un  gran  sarao. 

El  vizconde  cayó  con  el  corazón  destrozado  por  una  bala. 

Saillard  se  embarcó  inmediatamente  en  un  buque  ballene- 
ro que,  á  las  dos  de  la  tarde,  levó  anclas  con  destino  al  Callao. 


16 


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242  RICARDO    PALMA 


II 


Ahora  cúmpleme  narrar  lo  que  motivó  el  duelo  (cuya  rea- 
lización impidió  la  Providencia)  con  el  general  Castilla  que, 
en  1839,  era  ministro  de  Guerra  en  el  gobierno  del  presidente 
Gamarra.  También  Saillard  había  adelantado  en  su  carrera, 
y  era,  á  la  sazón,  Cónsul  General  de  Francia  en  el  Perú. 

Era  una  noche  de  tertulia,  en  palacio,  con  asistencia  del 
cuerp<»  consular.  Todavía  no  nos  dábamos  tono  con  tener  en 
casa  cueriK)  diplomático. 

En  un  grupo  de  militares  charlábase  sobre  cosas  de  mili- 
cia, y  monsieur  de  Saillard,  estimulado  acaso  por  el  champagne^ 
se  enfrascó  en  críticas  imprudentes  sobre  la  manera  cómo  es- 
taba organizado  el  ejército  peruano;  y  hablando  del  arma  de 
caballería,  dijo  que  los  soldados  eran  escogidos  entre  los  fa- 
cinerosos de  la  costa. 

Feo,  feísimo  defecto  es,  en  muchos  europeos,  no  saber  mor- 
derse la  lengua  antes  de  criticar  públicamente  nuestros  erro- 
res y  vicios.  Conocí,  y  tuve  por  maestro  en  mis  horas  de  estu- 
diante, á  un  ilustrado  caballero  italiano,  el  cual  solía  decir 
siempre  que  escuchaba  á  algún  europeo  maledicente:— Es  po- 
sible que,  en  el  Perú,  todo  sea  malo,  insoportable;  pero  nadie 
negará  que  esta  tierra  tiene  una  cosa  buena,  inmejorable;  y 
esa  cosa  es,  muchos  y  cómodos  puertos  para  que  puedan  em- 
barcarse los  extranjeros  que  no  estén  contentos  del  país,  de 
sus  costumbres,  ni  de  su  gobierno. 

Peor  calamidad  que  las  de  Egipto  es  la  de  los  patriotas  en 
patria  ajena. 

Don  Ramón  Castilla  que,  hasta  entonces,  había  escuchado 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  243 

con  indiferencia  los  desahogos  del  francés,  lo  interrumpió  con 
estas  palabras: 

— ¡Eh!  señor  cónsul...  ¡moderación!...  i mucha  moderación- 
señor  cónsul! 

Para  el  irritable  Saillard  fué  esto  como  avivar  una  hogue- 
ra. Se  encaró  con  el  ministro  de  Guerra,  el  cual  le  volvió 
la  espalda,  murmurando  con  el  acento  corlado  que  le  era  pe- 
culiar. 

— jEh!  i  Déjeme  en  paz,  hombre!...  ¡Borrachito...!  ¡Bo- 
rracho... ! 

Ai  día  siguiente  Saillard  le  enviaba  sus  padrinos.  El  bravo 
general   de   caballería   contestó: 

—  ¡Está  bien...!  Aceptado...  cuando  guste...  elijo  armas...  es 
mi  derecho...  soy  el  desafiado...  A  caballo  y  lanza  en  mano... 
Así  nos  batimos  los  facinerosos...  de  caballería... 

Los  padrinos  regresaron  en  la  tarde  á  casa  del  general,  y 
le  comunicaron  que  su  ahijado  aceptaba  la  condición,  pero 
que  necesitaba  un  plazo  para  aprender  el  manejo  de  la  lanza. 

—¡Eso  es!...  Muy  justo...  que  aprenda...  tiene  razón...  no 
hay  inconveniente. 

—  ¿\  qué  plazo  le  concede  usted,  general ?— preguntó  uno 
de  los  padrinos,  que  era  un  acaudalado  comerciante  belga  cuyo 
nombre  he  olvidado. 

—¡Hombre!...  el  que  ustedes  quieran...  Por  mí...  tanto  da  im 
año  como  un  día... 

—Pues  será  un  año— dijo  don  Bernardo  Poumaroux  que 
era  el  otro  padrino. 

— ¡Eh!...  ya  lo  he  dicho...  me  es  indiferente... 

Saillard,  que  contaba  en  Francia  con  protector  ó  amigos 
de  gran  influencia,  recibió  cuatro  meses  después  el  nombra- 
miento de  Cónsul  general  en  Caracas. 

Llegado  á  Venezuela,  pasó  cinco  meses  recibiendo  lección 
diaria  de  equitación  y  manejo  de  lanza.  Sus  maestros,  á  los 
que  remuneraba  con  esplendidez,  eran  dos  llaneros  del  Apu- 
re, de  esos  que,  á  las  órdenes  de  Paez  y  á  bote  de  lanza, 
destrozaron   los   aguerridos   batallones   del   ejército   esi>añol. 

Cuando  sus  maestros  le  dijeron  que  nada  tenían  ya  por 
enseñarle,  lo  que  equivalía  á  expedirle  y  refrendarle  título  de 


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244  RICARDO   PALMA 

priniera  lanza  de  Colombia,  encomendó  el  consulado  al  can- 
ciller, y  se  dirigió  á  la  Guaira  con  la  firme  resolución  de  em- 
barcarse para  el  Perú.  Faltaban  menos  de  dos  meses  jmra 
la  expiración  del  año  de  plazo. 

Pero   el   hombre  propone y  la  fiebre  amarilla   dispone. 

Treó  días  después  de  llegado  á  la  Guaira,  recibía  cristiana 
sepultura  el  cadáver  del  testarudo  provenzal. 


DON  POR  LO  MISMO 

A  César  Gondra,  en  el  Paraguay. 

El  Gran  Mariscal  don  Ramón  Castilla, '  entre  otras  de  sus 
cualidades  de  carácter  tuvo  la  de  la  obstinación,  y  gracias  á 
ella  alcanzó,  con  frecuencia,  éxito  en  sus  empresas.  Raro  fué 
que  cejase  en  lo  que  una  vez  acometía.  ¿Era  la  cosa  difícil 
ó  peligrosa?  Pues  por  lo  mismo.  Los  obstáculos  y  riesgos  eran 
para  él  un  acicate. 

Gran  rocamboriata^  como  decimos  en  América,  ó  jugador  de 
tresillo,  como  dicen  en  Esi>aña,  era  don  Ramón  Castilla.  Des- 
pués de  las  ocho  de  la  noche,  salvo  cuando  graves  atenciones 
de  gobierno  se  lo  impedían,  hasta  sonadas  las  doce,  tribu- 
taba culto  á  Birján,  el  dios  de  la  baraja.  Sobre  jugar  bien, 
diz  que  lo  acompañaba  buena  suerte. 

Don  Ramón  buscaba  siempre  con  quien  compartir  la  ga- 
nancia, y  apenas  cogía  entre  las  manos  los  cuarenta  naipes 
ó  cartulinas  que  componen  la  baraja,  paseaba  la  mirada  por 
el  salón,  y  dirigiéndose  á  alguno  de  los  palaciegos  \isitantes, 
decía: 

— ¡Eh!  Don  fulano...  acerqúese...  siéntese  de  mirón  á  mi 
lado...  jugaremos  á  medias...  ya  sabe  usted...  calladito...  los  mi- 
rones son  de  palo... 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  245 

Si  terminada  la  partída  que,  por  lo  regular,  era  de  á  cua- 
tro pesos  el  apunte,  no  resultaba  ganancioso^  se  oponía  tenaz- 
mente á  que  el  compañero  pagase  la  cuota  que,  en  la  pérdida, 
le  correspondía. 

—Déjese  de  eso,  hombre...  Ha  sido  bufonada  mía  la  de 
invitarlo... 

—Pero,  general... 

—¡Nada!  ¡Nada!...  Obedecer  es  amar...  Yo  sé  mi  cuento... 
No  me  venga  usted  con  algórgoras... 

Y  no  había  más  que  callar,  y  no  insistir  ni  con  el  gesto. 

Por  el  contrario,  cuando  resultaba  el  mariscal  favorecido,  lo 
que  era  frecuente,  con  un  centenar  de  fichas,  decía  al  com- 
pañero, pasándole  la  mitad  de  ellas: 

— ¡Ehl  mi  amigo...  me  ha  traído  usted  buena  suerte...  cobre 
lo  que  le  corresponde...  es  una  pequenez...  ¡Paciencia!...  no 
está  Dios  muy  enojado...  hay  que  aceptar  lo  que  buenamente 
TÍOS  envía... 

Téngase  en  cuenta  que  casi  siempre  el  compañero  era  al- 
gún diputado  monosilábico,  de  esos  cuya  elocuencia  parlamen- 
taria se  encierra  en  decir  si  ó  noj  ajustándose  á  la  consigna 
ministerial. 


Corría  el  año  de  1845,  año  notable  porque  en  él  tuvo  el 
Perú,  por  primera  vez,  ley  de  Presupuesto.  Las  rentas  públi- 
cas se  habían,  hasta  entonces,  manejado  de  manera  discre- 
cional por  el  presidente  de  la  república.  Cabe  á  don  Ramón 
Castilla  la  gloria  de  haber  roto  con  el  inmoral  abuso,  que  ya 
iba  haciéndose  mal  crónico. 

Formada  una  noche  la  partida  de  tresillo^  hacían  la  contra 
al  [ugador  los  generales  Castilla  y  Aparicio.  Dobladas  ya  por 
don  Ramón  cuatro  bazas,  aconteció  que  el  hombre  ó  jugador 
puso  sobre  la  mesa  un  siete  de  bastos,  y  sirvió  don  Ramón 
el  cinco,  diciendo: 

—Ya  he  cumplido  con  mi  deber...  cumpla  usted,  don  Ma- 
nuel, con  el  suyo,  haciendo  esa  baza... 


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246  RICARDO    PALMA 

Grande  fué  la  sorpresa  para  Castilla  al  ver  que  Aparicio 
soltaba  el  tres  de  bastos. 

—  ¡Pero,  hombre!..,  ¿Está  usted  loco?...  ¿Por  qué  no  ha  plan- 
tado el  reyV 

—Porque  no  lo  tengo— contestó  el  compañero. 

—Por  lo  mismo. 

—¿Cómo  se  entiende  eso  de  'por  lo  mismo í  ¿No  está  usted 
viendo,  general,  que  ese  siete  es  todo  un  rey  disfrazado? 

—¡Pues  por  lo  mismo!— insistió  don  Ramón.— Ha  debido  us- 
ted pintar   el   rey,   y  no   tolerar   disfraces. 


El  lance  se  hizo  público,  y  desde  esa  noche  quedó  bauti- 
zado el  presidente  don  Ramón  Castilla  con  el  mote  de  Doyi  por 
lo  mismo. 


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MINUCIAS   HISTÓRICAS 


I 


En  la  estación  veraniega  de  1847  encontrábame  yo  cierta 
tarde  en  un  grupo  de  muchachos  en  el  sitio  que  entonces  se 
conocía  con  el  nombre  de  la  Punta  del  muelle,  viendo  entrar 
al  puerto  del  Callao  al  vapor  que  venía  de  Panamá  con  corres- 
pondencia y  pasajeros  de  Europa.  Por  aquel  año  era  todavía 
motivo  de  alboroto  el  anuncio  de  vapor  á  la  vista,  pues  sólo 
desde  fines  de  1840,  con  dos  vapores  de  una  compañía  in- 
glesa—el Chile  y  el  Perú— se  había  sistemado  la  navegación 
mensual  entre  Valparaíso  y  Panamá,  con  escala  en  los  puertos 
intermedios. 

El  presidente  de  la  república  gran  mariscal  don  Ramón 
Castilla  veraneaba  aquel  año  en  el  Callao,  y  fué  uno  de  los 
muchos  cmiosos  que  acudieron  esa  tarde  á  la  punta  del  mue- 
lle. El  vapor  echó  el  ancla  como  á  seiscientos  metros  de  dis- 
tancia de  la  Punta,  é  inmediatamente  salió  á  recibirlo  la  fa- 
lúa de  la  Capitanía.  Media  hora  más  tarde  regresaba,  y  el  ca- 


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248 


BIGARDO    PALMA 


pitan  del  puerto  acercándose  á  su  excelencia  le  comunicó  que 
el  buque  traía  patente  limpia,  á  la  vez  que,  en  baja  voz,  su- 
pongo que  lo  informaría  de  las  sucintas  noticias  adquiridas  á 
bordo  sobre  novedades  europeas,  y  aun  sobre  el  rol  de  pasa- 
jeros. Algo  debió  disgustar  á  don  Ramón,  porque  alzando  el 
tono  do  la  voz  y  con  las  interrupciones  que  le  eran  peculia- 
res, le  oímos  decir  los  muchachos  que  rodeábamos  el  grupo  pre- 
sidencial: 

—Vuelva  usted  á  bordo,  señor  capitán  de  puerto...  sí...  sí... 
prohíbale  á  ese  hombre  que  ponga  la  planta  en  tierra  peruana... 
¡canalla...  sí...  canalla!...  ha  venido  ese  Judas  á  América  en 
busca  de  árbol  para  ahorcarse...  no...  no...  que  vaya  á  ahor- 
carse en  Chile. 

Cuando  la  autoridad  marítima  se  reembarcaba,  ya  algunos 
botes  desprendidos  del  vapor  hacían  rmnbo  al  muelle.  El  ca- 
pitán de  puerto  se  dirigió  á  una  de  las  embarcaciones  que  dis- 
taría doscientos  metros  del  desembarcadero.  En  ella  veíanse 
dos  pasajeros:  una  dama  enlutada  y  un  caballero  también  ves- 
tido de  negro.  Tras  breve  plática  entre  éste  y  el  jefe  de  ma- 
rina, el  bote  regresó  al  vapor  con  los  viajeros. 

Por  supuesto  que  yo  y  mis  compañeros  nos  quedamos  sin 
sabej'  quién  era  la  persona  á  la  que  el  jefe  de  la  nación  aplicara 
el  epíteto  de  Judas,  y  seguiría  ¿ignorándolo  si  once  años  después, 
en  1858,  desempeñando  yo  el  empleo  de  contador  ú  oficial  de 
cuenta  y  razón  en  uno  de  los  buques  de  nuestra  difunta  escuadra 
no  hubiera,  en  qportunidad  apropiada,  venido  á  mi  memoria 
ese  recuerdo  de  mis  primeros  años. 

El  presidente  Castilla,  en  su  segunda  época,  veraneaba  en 
Chorrillos,  y  cuando  á  las  dos  de  la  tarde  arreciaba  el  calor, 
se  iba  por  un  par  de  horas  á  bordo;  se  arrellanaba  en  una 
mecedora  en  la  toldilla  de  popa,  el  comandante  le  agasajaba 
con  un  vaso  de  refrigerante  cerveza,  y  su  excelencia,  que  siem- 
pre tuvo  gran  predilección  jpor  los  marinos^  convocaba  en  tor- 
no suyo  á  los  oficiales  entregándose  con  ellos  á  expansiva  con- 
versación, la  que  concluía  al  picar  un  guardián  las  cinco  de 
la  tarde,  hora  en  que  regresaba  á  tierra,  llevándose  siempre 
á  uno  de  los  oficiales  francos  para  que  le  acompañase  á  comer. 

Una  tarde  me  animé  á  hablarle  al  presidente  de  la  escena 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  249 

que  yo  presenciara  en  la  Punta  del  muelle,  cuando  yo  era 
un  granuja  de  trece  años: 

-^Hombre...!  Tiene  buena  memoria  el  contador...  sí...  Así 
fué  como  usted  lo  relata...  muy  cierto— y  no  añadió  palabra 
más,  ni  yo  estimé  discreto  proseguir. 

Decididamente  había  perdido  mi  tiempo.  Mi  curiosidad  que- 
daba siempre  en  pie. 

Llego  la  hora  de  la  partida.  Estaba  distraído,  con  los  bra- 
zos apoyados  en  la  borda,  contemplando  varias  canoas  de  pes- 
cadores que  se  desprendían  de  la  playa,  cuando  se  me  acercó 
el  gran  mariscal  y  me  dijo:— Contador,  véngase  á  comer  con- 
migo. 

Ya  de  sobremesa,  me  dijo: 

— Conocí  esta  tarde  que  le  rebosaba  á  usted  la  curiosidad... 
¡bueno!...  no  es  delito  ser  curioso...  no...  Ese  picaro  fué...  sé- 
palo usted...  el  godo  Maroto. 


II 


Don  Ramón  Castilla  nació  en  Tarapacá  en  1797  y  era  siete 
ú  oche  años  menor  que  su  hermano  don  Leandro,  quien  á 
la  muerte  del  padre  de  ambos  ejerció  para  con  aquél  funciones 
casi  paternales.  Era  don  Leandro  capitán  del  ejército  español, 
y  cuando  la  campaña  contra  los  patriotas  de  Chile  llevó  á 
su  hermano  en  condición  de  cadete,  obteniéndole  á  i>oco  el 
ascenso  á  subteniente. 

Tan  luego  como  en  1821  se  proclamó  la  Independencia  del 
Perú,  don  Ramón,  que  investía  ya  la  clase  de  teniente,  se  se- 
paró de  los  realistas,  incorporándose  como  capitán  en  el  ejér- 
cito patriota. 

En  la  batalla  de  Ayacucho,  herido  don  Ramón  en  un  bra- 
zo fué  conducido  en  camilla  al  hospital  de  sangre,  donde  se 
le   colocó    en   un   salón   destinado   para   jefes,    así   vencedores 


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250  RICARDO    PALMA 

como  vencidos.  Terminaba  el  cirujano  de  hacerle  la  primera 
curación,   cuando   se   oyó   una   voz   que   preguntaba: 

—¿Dónde  está  el  comandante  Castilla? 

—Aquí,  á  la  derecha— contestó  don  Ramón,  á  la  vez  que 
otro  herido  decía:— Aquí,  á  la  izquierda. 

Los  dos  hermanos,  heridos  en  defensa  de  distinta  bandera, 
oslaban  en  el  hosi>ital  de  sangre  y,  ¡coincidencia  curiosa!  la 
lesión  de  ambos  era  en  un  brazo.  De  más  está  decir  que  aque- 
lla tarde  fué  de  fraternal  reconciliación. 

Don  Leandro  no  quiso  tomar  servicio  en  el  Perú,  y  se  em- 
barcó para  España.  A  poco  Fernando  VII  le  ascendió  á  coronel^ 
dándole  alto  empleo  militar  en  una  de  las  provincias  del  reino. 

Cuando  fallecido  el  monarca  estalló  la  guerra  civil,  don 
Leandro  renunció  el  cargo  que  servía  y  fué  á  incorporarse  en 
el  ejército  carlista.  Tres  ó  cuatro  aflos  después,  por  méritos 
en  acción  de  guerra,  le  ascendió   Carlos  V  á  brigadier. 

Después  de  la  inicua  traición  de  Maroto,  bautizada  en  la 
historia  con  el  hipócrita  nombre  de  Abrazo  de  Vergara^  sólo  las 
tropas  del  cabecilla  Cabrera  continuaron  batiéndose  con  bra- 
vura, en  el  Maestrazgo  de  Aragón,  contra  los  isabelinos.  Ca- 
brera con  12,000  hombres  se  contrajo  á  impedir  que  el  ejér- 
cito de  O'Donell  se  uniera  con  el  de  Espartero,  quien  con 
30,000  soldados  y  mucha  artillería  sitiaba  la  fortaleza  de  Mo- 
rella,  defendida  pK)r  2,800  carlistas  con  quince  cañones.  Los 
biigadieres  don  Pedro  Beltrán  y  don  Leandro  Castilla  ftieron 
los  jefe¿  á  quienes  Cabrera  encomendara  la  resistencia.  Desde 
el  21  hasta  el  30  de  Mayo  no  pasó  día  sin  recio  cañoneo  por 
ambas  partes,  y  sin  que  fuesen  rechazados  los  liberales  en  sus 
lentativa¿:  de  asalto  á  la  plaza. 

En  la  tarde  del  30  una  bomba  produjo  la  explosión  del 
principal  depósito  de  municiones,  y  como  apenas  quedaban  per- 
trechos se  resolvió,  en  junta  de  guerra,  que  el  brigadier  Bel- 
trán abandonase  la  plaza  i>ara  reunirse  con  Cabrera,  enco- 
mendándose al  brigadier  Castilla  que  con  sólo  dos  compañías 
permaneciese  entreteniendo  al  enemigo,  y  autorizándole  i>ara 
capitular  cuando  considerase  que  ya  Beltrán,  con  su  gente,  es- 
taba libre  de  ser  batido  en  la  retirada.  Así  convenía  á  la  causa 
carlista,  y  el  abnegado  don  Leandro  aceptó  el  tristísimo  deber 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  251 

de  rendir  la  plaza  y  la  i>enosa  condición  de  prisionero,  en  la 
que  permaneció  muchos  meses  hasta  que  consiguió  evadirse 
y  emigrai-  á  Francia. 

Cuando  en  1865  las  turbulencias  políticas  del  Perú  llevaron 
á  Europa,  en  condición  de  proscrito,  al  gran  mariscal  Casti- 
lla, ya  no  existía  don  Leandro;  pero  en  Pau  (Francia)  tuvo  el 
placer  de  recibir  la  visita  de  doña  Dolores,  la  viuda  del  bri- 
gadier carlista. 

Don  Ramón  Castilla  debió  llegar  al  Callao  del  27  al  28  de 
Abril  de  1866  y  participar  de  la  gloria  que  cupo  á  los  comba- 
tientes del  Dos  de  Mayo;  pero  la  víspera  del  día  en  que  iba 
á  embarcarse  en  Southampton,  un  criado  infiel  le  robó  el  ma- 
letín en  que  guardaba  el  mariscal  veinte  mil  francos.  Por  ese 
fatal  incidente  su  arribo  al  Callao  fué  el  10  de  Mayo. 

El  Dictador  anhelaba  mantener  al  mariscal  Castilla  en  el 
extranjero.  Su  secretario  de  relaciones  exteriores  doctor  don 
Toribio  Pacheco  envió,  en  Enero  de  1866,  á  don  Ramón  el 
nombramiento  de  Ministro  Plenipotenciario  en  Francia  é  In- 
glaterra, el  cual  en  el  mismo  día  de  recibido  devolvió  Casti- 
lla con  las  siguientes  líneas  de  su  puño  y  letra:— «Saludo  aten- 
tamente al  doctor  don  Toribio  Pacheco,  y  no  aceptando  el 
cargo  con  que  ha  creído  honrarme,  le  devuelvo  el  nombra- 
miento, pliego  de  instrucciones  y  libranzas  con  que  acompa- 
ñó su  oficio.  Soy  del  señor  Pacheco  atento  servidor.— Ramón 
Castilla». 

De  regreso  á  la  patria  levantó  el  gran  mariscal  bandera 
contra  la  dictadura  en  Tarapacá;  y  desatendiendo  la  prohi- 
bición de  los  médicos  que  le  asistían,  montó  á  caballo  para 
emprender  campaña  sobre  Tacna.  Al  llegar  á  la  estancia  ó 
aldea  de  Tiviliche  cayó  moribundo.  El  general  Beingolea  y 
el  coronel  Tomás  Gutiérrez  refirieron  al  gue  estas  páginas  es- 
cribe, que  sus  últimas  y  enigmáticas  palabras  fueron:— Valien- 
tes... sí...  adelante...  la  patria...  imposible... 


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252  KICARDO    PALMA 


III 


Dolí  Rafael  Maroto  nació  en  Lorca,  población  vecina  á  Mur- 
cia en  1782  (1).  Siguió  desde  muy  joven  la  carrera  de  las  ar- 
mas, y  en  la  lucha  contra  la  invasión  francesa  tuvo  oportu- 
nidades para  distinguirse  y  adelantar  en  ascensos. 

El  14  de  Abril  de  1814  fondeó  en  el  Callao  el  navio  Asia  tra- 
yendo al  batallón  Talavera,  fuerte  de  800  plazas,  al  mando 
del  coronel  Maroto.  Los  talaverinos  hicieron  atrocidades  en 
Lima,  pues  más  que  soldados  fueron  bandidos,  como  que  tres- 
cientos de  ellos  habían  sido  sacados  de  las  cárceles  y  presidios. 
El  virrey  Abascal  estimó  prudente  complacer  al  vecindario  de 
la  capital  y  se  deshizo  de  esa  nlala  gente  enviándola  de  regalo 
á  los  insurgentes  de  Chile,  que  poco  á  poco,  como  hila  la  vie- 
ja el  copo,  los  fueron  pasaporteando  para  la  eternidad.  Tanto  en 
Lima  como  en  Santiago  acostimibraban  esos  perdidos  no  abo- 
nar lo  que  compraban,  y  se  iban  diciendo  el  rey  paga.  Recla- 
mar ante  el  coronel  era  como  ir  con  la  demanda  al  Nuncio 
de  su  Santidad. 

Maroto  contrajo,  en  1815,  matrimonio  con  doña  Antonia  Cor- 
tés y  García,  rica  heredera  y  perteneciente  á  la  más  alquita- 
rada aristocracia  de  Santiago.  Era  doña  Antonia  sobrina  del 
famoso  tribuno  Madariaga,  que  á  la  sazón  ejercía  en  Caracas 
fructuosa  propaganda  doctrinaria  en  favor  de  la  república,  y 
al  comunicarle  uno  de  sus  deudos  la  noticia  del  casorio,  con- 
testó eic  carta  que  existe  hoy  en  poder  del  historiador  don 
Diego  Barros  Arana:— -¿Se  han  vuelto  ustedes  locos?  ¿Casar 
á  la  niñü  con  un  sarraceno?  No  se  los  perdono. 

Después  de  Maypú,  Maroto  tuvo  que  regresar  á  Lima,  de 
donde  el  virrey  le  envió  al  Alto-Perú.  Fué  en  Bolivia  donde 
nació  su  hija  Margarita  en  1819.  Es  fama  que  Maroto  enterró 
en  un  subterráneo  de  la  casa  de  su  mujer,  situada  en  la  ca- 


(1  Mendibuní  incurre  en  error  al  onnHifrnar  quA  nació  en  1780.  Cuando  Abascal  le  ascendió  á 
bri$;adier.  tuvo  á  la  vista  su  hoja  de  servicios  (que  exinte  entre  los  manuscritos  de  la  Biblioteca 
Nacional)  y  en  ella  aparece  Maroto  como  nacido  en  1782. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  253 

lie  de  los  Huérfanos^  los  fondos  de  la  Comisaría  real  que  exce- 
dían do  ochenta  mil  pesos  en  oro  sellado,  á  la  vez  que  entre 
las  vigas  de  uno  de  los  techos  alcanzó  á  esconder  más  de 
doscientos  fusiles. 

Maroto  después  de  la  capitulación  de  Ayacucho,  en  que  no 
estuvo  porque  se  encontraba  en  Puno  como  jefe  superior  de 
ese  territorio,  se  embarcó  con  su  familia  en  la  Ernestina^  fragata 
francesa  en  la  que  también  se  dirigía  á  Europa  el  virrey  La 
Serna  con  muchos  jefes  y  oficiales  realistas. 

Llegado  á  España,  Fernando  VII  lo  trató  con  afecto,  le  dio 
la  íQ-an  cruz  de  Isabel  la  Católica  y^  en  1838  lo  ascendió  á  te- 
niente general. 

En  1829  Maroto  envió  á  América  á  su  esposa  acompañada 
de  un  niño  de  siete  años  para  que  reclamase  del  gobierno  de 
Chile  la  devolución  de  los  bienes  que  la  habían  sido  secues- 
trados, entre  los  que  se  encontraba  la  hoy  muy  valiosa  ha- 
cienda de  Concón,  próxima  á  Valparaíso.  La  nave  tocó  para 
refrescar  víveres  en  la  costa  del  Brasil,  y  tanto  la  señora  como 
el  niño   fueron  víctimas  de  la  fiebre  endémica  del  país. 

Desde  que  estalló  en  España  la  guerra  de  sucesión,  Ma- 
roto tomó  servicio  en  el  bando  carlista.  Un  día,  en  ima  junta 
de  guerra,  desestimando  el  monarca  con  alguna  acritud  la  opi- 
nión de  Maroto  se  dio  éste  por  agraviado,  separándose  de  la 
causa  y  marchándose  á  Francia.  Pero  Maroto  tenía  amigos 
que  disfrutaban  de  influencia  en  el  ánimo  del  pretendiente,  y 
éstos  alcanzaron,  después  de  dos  años,  reconciliar  al  vasallo 
con  su  señor,  quien  le  confirió  el  mando  en  jefe  de  sus  ejér- 
citos. 

Maroto  no  había  perdonado  el  antiguo  agravio,  y  se  vengó 
de  don  Carlos  realizando  la  gran  perfidia  del  Abrazo  de  Ver- 
gara,  vileza  que  premió  la  reina-regente,  ascendiéndolo  á  ca- 
pitán general,  dándole  la  gran  cruz  de  san  Hermenegildo,  y 
haciéndolo  conde  de  Casa  Maroto. 

Los  mismo  liberales  ó  isabelinos  que  usufructuaron  la  trai- 
ción fueron  los  primeros,  así  en  Madrid  como  en  las  gi*an- 
des  ciudades  del  reino,  en  abrumar  con  desaires  é  injurias  al 
émulo  de  Judas.  Para  todo  español,  liberal  ó  ultramontano, 
Maroto   era  un  reprobo. 


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254 


HICARDO    PALMA 


Al  fin  convencióse  el  flamante  conde  de  Casa  Maroto  de  que 
para  él  no  había  rehabilitación  posible  en  su  patria;  á  pe- 
sar de  lo  desmemoriados  y  misericordiosos  que  son  los  pue- 
blos latinos  para  con  los  grandes  pecadores  políticos.  Para 
Maroto  fué  y  sigue  siendo  inflexible  la  sanción  moral. 

Además  en  dos  ó  tres  ocasiones  corrió  peligro  de  ser  ase- 
sinado, y  aun  parece  que  la  enfermedad  del  estómago  de  que 
adoleció  en  los  últimos  nueve  años  de  su  vida,  tuvo  origen 
en   un  veneno  que  le  propinaron. 

Entonces  decidió  trasladarse  á  América  con  su  hija  Mar- 
garita; y  fué  entonces  cuando  en  Febrero  ó  Marzo  de  1847, 
le  negé   el  presidente  'Castilla  que  pisase  tierra  peruana. 

¿Simpatizaba  el  mariscal  con  el  carlismo?  Ciertamente  que 
no,  pues  en  toda  su  vida  pública  ostentó  apego  á  las  ideas 
liberales.  En  él  no  hubo  más  que  repulsión  por  el  traidor 
que  con  la  traición  ocasionara  muchos  males  á  sti  hermano 
don  Leandro. 

En  Valparaíso  y  en  Santiago  fué  recibido  Maroto  con  ce- 
remoniosa frialdad  por  los  chilenos,  y  con  ultrajante  desdén 
por  la  colonia  española.  Las  visitas,  más  que  á  él,  fueron  á 
la  simpática  y  desventurada  joven,  perteneciente,  por  línea  ma- 
terna,  á  la   créme  social  de   Chile. 

Maroto,  antes  de  resolverse  á  emigrar,  había  enviado  po- 
der al  canónigo  Aristegui,  después  obispK)  in  par  tibias,  para  que 
recobrase  la  hacienda  de  Concón  y  demás  bienes  confiscados. 
Todo  le  fué  devuelto  á  doña  Margarita,  la  cual  contrajo  ma- 
trimonio  con   un   distinguido   caballero   del   cual   enviudó. 

Doña  Margarita  Maroto  de  Borgoño  falleció  en  Valparaí- 
so el  23  de  Noviembre  de  1902. 

La  casa  en  que  el  general  esperaba  encontrar  intacto  el 
tesoro  pK)r  él  enterrado,  había  sido  arrendada  en  1843  á  unos 
comerciantes  ingleses,  hombres  de  finísimo  olfato,  pues  llegó 
á  darles  en  la  nariz  el  tufillo  de  las  onzas  p^luconas  con  las 
efigies  de  Carlos  III  y  Carlos  IV.  Sólo  encontró,  cubiertos  de 
moho,  los  fusiles  que  depositara  en  las  vigas  del  techo. 

Marotc  murió  en  Valparaíso  el  25  de  Agosto  de  1853,  á  la 
edad  de  setenta  y  un  años. 


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Francisco  Bolognesi 

LA   CAJETILLA   DE   CIGARROS 
(Episodio  de  la  guerra  del  Pacífico) 

Aquella  mañana,  la  del  7  de  Junio  de  1880,  habían  corrido 
raudales  de  sangre  peruana  en  el  legendario  Morro  de  Arica. 
Francisco  Bolognesi,  el  inmortal  soldado,  había  sucumbido,  ca- 
yendo en  tomo  suyo  900  bravos  de  los  1,600  que  formaban  su 
cuerpo  do  ejército. 

Se  había  batallado  hasta  quemar  el  illtitno  cartucho,  y  G,500 
soldados  chilenos  se  adueñaron  del  Morro,  sin  más  pérdida 
para  ellos  que  la  de   144  muertos  y  337  heridos. 


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Señor  General  don  Roque  Stonz  PeBa 


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17 


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Señor  General  don  Roque  Stenz  Peña 


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MONUMENTO  A  LA  GLORIA  DE  BOLOGNE8I 

Xnairurado  el  6  de  Voylembre  de  1806 


17 


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258  RICARDO    PALMA 

La  lucha  fué  en  la  proporción  de  uno  contra  cuatro.  La 
victoria  no  correspondió  al  esfuerzo  heroico  sino  al  número 
inflexiblemente  abrumador. 

En  momentos  de  pronunciarse  el  desastre,  un  joven  ca- 
pitán peruano  á  quien  acompañaban  cuatro  soldados,  golpeó 
con  la  culata  de  su  rifle  el  fulminante  de  una  mina,  produ- 
ciéndose la  explosión  que  mató  á  tres  de  los  enemigos,  de- 
jando  heridos   ó  contusos   á  muchos   más. 


Disipada  la  espesa  nube  de  polvo  y  humo,  se  encontraron 
el  capital»  García  y  sus  cuatro  valientes  rodeados  por  un  gru- 
po de  treinta  chilenos  al  mando  del  teniente  Lujan.  Toda  re- 
sistencia era  imposible,  y  los  cinco  peruanos  fueron  hechos 
prisioneros. 

En  esos  momentos  se  presentó  un  coronel  quien,  informado 
por  Lujan  del  estrago  producido  por  la  mina,  dijo  lacónica- 
mente:— Baje  usted  con  esos  hombres  á  la  falda  del  Morro,  y 
fusílelos. 

\  vencedores  y  vencidos  emprendieron  con  lentitud  el  des- 
censo de  más  de  trescientos  metros  que  los  separaban  de  la 
llanura. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  259 

Habrían  caminado  ya  una  cuadra  cuando  el  capitán  Gar- 
cía se  detuvo,  y  sin  fanfarronería,  con  entera  serenidatl  de  es- 
píritu, le  preguntó  al  oficial  chileno,  que  tenía  aspecto  de  buen 
muchacho: 

—¿Me  permite  usted,  teniente,  encender  un  cigarrillo? 

— Nc  hay  inconveniente,  caj>itán.  Fume  usted  cuantos  quiera 
hasta  llegar  áJa  falda. 

García  sacó  del  bolsillo  de  su  talismán^  nombre  con  que  se 
bautizó,  por  entonces,  á  la  levita  de  los  oficiales,  una  caje- 
tilla de  cigarros  de  papel. 

— ¿Fumi  usted,  teniente? 

—Sí,  capitán,  y  gracias— contestó  el  chileno  aceptando  el  ci- 
garrillo. 

—Así  como  así— continuó  García,— siendo  éste  el  último  que 
he  de  de  fumar,  hago  á  usted  mi  heredero  de  los  doce  ó  quince 
que  aun   quedan  en  la  cajetilla,  y  fúmeselos  en  mi  nombre. 

Lujan  se  sintió  conmovido  y  aceptando  el  legado  contestó: 

—Muchas  gracias.  Es  usted  todo  un  valiente,  y  créame  que 
me  duele  en  el  alma  tener  que  cumplimentar  el  mandato  de 
mi  jefe. 

Y  sin  más,  prosiguieron  el  descenso. 

Faltábales  poco  menos  de  cincuenta  metros  para  llegar  á 
la  siniestra  falda  cuando,  á  una  cuadra  de  altura,  resonaron 
gritos  dados  por  otro  oficial  chileno:— ¡Eh!  i Lujan!  ¡Teniente 
Lujan!   ¡Párese,  hombre!   ¡Espéreme! 

Lujan  mandó  hacer  alto  á  su  tropa,  y  retrocedió  para  salir 
al  encuentro  del  voceador. 

¿Qué  había  sucedido?  Que  el  coronel,  calmada  la  primera 
impresión,  reflexionó  que  su  orden  de  fusilar  prisioneros  en- 
carnaba mucho  de  injusticia  y  de  ferocidad  salvaje.  Llamó  á 
uno  de  sus  subalternos  y  le  mandó  que  corriese  á  detener  á 
Lujan. 

—Dice  el  coronel— fueron  las  palabras  del  emisario  al  apro- 
ximársele su  compañero,- que  no  fusiles  á  estos  cholos  y  que 
los  lleves  al  depósito  de  prisioneros. 

—Me  alegro— contestó  Lujan,— porque  el  capitancito  me  ha 
sido  simpático,  como  que  me  ha  hecho  nada  menos  que  su 
heredero. 


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260  RICARDO    PALMA 

Unido  el  teniente  á  los  cautivos  y  á  su  tropa,  dijo: 
—Le»  traigo  á  usted  una  buena  noticia,  capitán.  Va  usted, 
con  suá  cuatro   hombres,  al   depósito   de  prisioneros.   Ya  no 
lo  fusilo. 

—Entonces,  mi  amigo  — -  contestó  el  imperturbable  capitán 
García,— se  quedó  usted  sin  herencia.  Devuélvame  mi  cajeti- 
lla  de   cigarros. 


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títulos  de  castilla 


Después  que  el  Perú  quedó  en  reposo  de  las  guerras  civi- 
les que  siguieron  á  la  conquista,  era  consiguiente  que,  en  su 
territorio,  se  cono*ciesen  los  títulos  ó  dignidades  qiie,  en  Es- 
paña, aparecieron  bajo  el  reinado  de  Recaredo,  que  posterior- 
mente se  renovaron,  imitando  á  otras  naciones,  y  qiie  más  tar- 
de se  concedieron  á  muchos  ilustres  caballeros. 

Se  habían  trasladado  y  avencidado  en  el  Perú  no  j>ocos 
sujetas  de  noble  ascendencia,  relacionados  con  familias  dis- 
thiguidas  de  la  metrópoli,  y  que  poseían  bienes  más  ó  menos 
vinculados  ó  libres.  Contábanse  entre  éstos  varios  funciona- 
rios y  empleados  de  la  corona,  cuya  sangre  y  jerarquía  les 
daba  preferente  lugar  en  la  sociedad;  y  otros  individuos  que 
descendían  de  conquistadores,  entre  los  cuales  muchos  habían 
contraído  posteriormente,  en  la  pacificación  del  reino,  méri- 
tos bastantes  por  sí  solos  para  engrandecerlos. 

Reunida  así  una  clase,  superior,  pK)r  la  diferencia  antide- 
mocrática que  establecen  la  cuna,  el  talento  y  la  riqueza  (cla- 
se que  con  el  tiempo  tuvo  mucho  aumento)  natural  fué  que 
asomasen  las  aspiraciones  á  elevados  títulos  y  dignidad.  Veían- 
se entre  los  vecinos  del  Perú  (españoles  y  americanos)  caba- 
lleros de  las  órdenes  militares  que  vinieron  cruzados  de  Es- 
paña,  ó  las   obtuvieron   aquí  gracia   de  los   reyes. 

Crecí  i  ya  el  número  de  mayorazgos  por  fundaciones  que 
se  hacían  con  autorización  y  requisitos  competentes ;  y  el  po- 


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262  RICARDO    PALMA 

der  y  fortuna  de  los  encomenderos  colocaba  á  éslos  en  po- 
sición ventajosa  para  pretender,  con  éxito,  honores  durade- 
ros y  hereditarios.  Y  si  en  cualquier  país  está  siempre  visible 
la  gente  que  se  considera  de  alta  esfera,  en  el  Perú  había 
superior  razón  para  que  así  sucediese;  porque  no  era  grande 
el  número  de  personas  á  quienes  favorecían  felices  excepcio- 
nes; porque  éstas,  necesariamente,  tenían  que  hacerse  nota- 
bles entre  la  muchedumbre  de  españoles  del  estado  llano;  por- 
que la  masa  de  indígenas  era  mirada  como  muchedumbre  de 
idiotas;  y  por  último,  porque  había  negros  esclavos  y  otras 
castas  que,  consiguientemente,  componían  lo  que  se  llamó  úl- 
tima plebe. 

Casi  hasta  mediados  del  siglo  xvii  puede  decirse  que  no 
se  conocieron  en  el  Perú  otros  títulos  de  Castilla  (fuera  del 
de  marqués,  dado  por  el  rey  á  don  Francisco  Pizarro)  que 
los  'de  algunos  virreyes,  como  los  marqueses  de  Cañete,  de 
Salinas,  de  Montesclaros,  de  Guadalcázar  y~de  Mansera,  y  los 
condes  de  Nieva,  del  Villar-don-Pardo  y  de  Monte  Rey.  Los 
más  de  estos  virreyes  suscribían  muchos  de  sus  actos  poniendo 
sólo  El  Conde  6  El  Marqués^  sin  expresar  en  sus  firmas  cuál 
era  el  dictado  de  sus  títulos,  cosa  que,  entonces,  pudo  usarse 
así,  pero  que  parece  se  hiciera  por  no  haber  en  el  reino  otro 
conde  ó  marqués;  y  á  manera  de  los  grandes  señores  que, 
escribiendo  para  dentro  de  sus  dominios  y  á  sus  propios  va- 
sallos, no  necesitaban,  en  España,  firmarse  de  otra  suerte. 

El  Cabildo  de  Lima,  que  se  componía  de  los  hombres  más 
ilustres  del  país,  tuvo  un  registro  fiel  de  los  caballeros  hijos- 
dalgo, que  existían  en  el  vecindario;  y  de  esa  lista  se  sacaban 
anualmente,  por  elección,  los  que  habían  de  servir  el  alto  y 
distinguido  cargo  de  Alcalde  ordin^io.  Así  era  en  los  anti- 
guas tiempos:  probándose  que,  desde  la  fundación  de  Lima, 
habitaron  en  su  recinto  personas  ilustres,  sin  que  pueda  de- 
cirse que  el  rey  ennobleció  á  algunas;  porque,  aunque  sea  evi- 
dente, hubo  muchas  otras  jque  no  necesitaron  de  esa  gracia. 

Encuéntranse,  aun  en  los  conquistadores  conocidos  por  los 
Trece  de  la  Gorgona^  hombres  de  limpia  ascendencia;  entre  ellos 
Nicolás  de  Rivera,  el  Viejo,  primer  alcalde  de  Lima  en  1535. 
Y  esto  se  acredita  con  haber  dicho  la  reina  en  la  capitulación 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  263 

de  Toledo,  el  26  de  Julio  de  1529,  que  hacía  hidalgos  á  los 
que  no  lo  eran,  y  á  los  hidalgos  los  hacía  caballeros  de  espuela 
dorada. 

Ahora,  en  cuanto  á  los  títulos  de  Castilla  que  se  conocie- 
ron en  el  Perú,  diremos  que  el  de  Cazares,  conferido  á  la 
casa  de  Pastrana,  fué  el  primero  de  marqués  que  se  conce- 
dió, siguiéndose  el  de  Santiago,  creado  en  1660,  en  favor  del 
oidor  don  Dionisio  Pérez  de  Manrique,  primer  título  de  Cas- 
tilla que  hubo  en  la  Audiencia  de  Lima.  Aunque  antes  del 
de  Santiago  eran  el  marqués  de  Villarrubia  de  Langre,  nom- 
brado desde  1649,  y  el  marqués  de  Castellón,  desde  1657,  los 
poseedores  de  ambos  estaban  en  España,  y  no  vinieron  á  fa- 
milias y  vecinos  del  Perú,  sino  en  años  posteriores,  y  cuando 
ya  existia,  en  Lima,  el  título  de  Santiago.  El  de  marqués  de 
Guadalcázar  que  trajo,  en  1622,  el  virrey  don  Diego  Fernán- 
dez de  Córdova,  recayó  años  después  en  un  pariente  suyo, 
vecino  del  Perú,  establecido  según  creo  en  Moquegua,  des- 
pués de  cuyos  días  no  lo  invistió  aquí  ninguna  otra  persona. 

El  primer  conde  que  hubo,  de  familia  radicada  en  el  Perú, 
fué  el  del  Puerto,  título  que  se  confirió,  en  1632,  á  don  Juan 
de  Vargas  y  Carbajal,  cuarto  señor  de  la  villa  del  Puerto  de 
Santa  Cruz  de  la  Sierra.  Siguióse  el  de  conde  del  Portillo, 
el  cual  lo  obtuvo  como  vizconde,  en  1642,  don  Agustín  Sar- 
miento de  Sotomayor,  vecino  de  Lima,  y  quedó  erigido  en 
condado  en  1670. 

Fueron  58  los  títulos  de  marqués  que,  durante  la  domi- 
nación de  España,  se  conocieron  como  pertenecientes  á  fami- 
lias y  vecinos  del  Perú,  según  datos  que  hemos  consultado, 
sin  contar  algunos  de  otros  lugares  de  Sud-América  que  de- 
penóieroij  en  un  tiempo  de  este  virreinato.  El  número  de  los 
conde.»  llegó  á  44,  excluido  el  de  San  Donas  que  fué  sólo  viz- 
conde, el  único  que  había  en  el  Perú,  y  á  quien  la  vulgari- 
dad denominaba  conde.  Este  título  era  de  la  nobleza  de  Flan- 
des,  y  no  de  la  de  Castilla. 

Grandeza  de  España,  no  enumerando,  como  no  debemos 
hacerlo,  la  que  varios  virreyes  investían,  como  el  conde  de 
Alba  de  Liste  (que  fué  el  primero  que  trajo  esa  jerai-quía 
en  1655),  el  de  Lemos,  el  de  la  Monclova,  el  marqués  de  Cas- 


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264  RICARDO    PALMA 

lell-dos-rius  y  el  príncipe  de  Santo  Buono  (que  fué  el  último 
en  1716)  diremos  que  sólo  hubo  una,  conferida  á  familia  pe- 
ruana, y  fué  la  que  obtuvo  en  1779,  con  el  título  de  duque 
de  Sai»  Carlas,  el  correo  mayor  de  las  Indias  don  Fermín 
de  Garba  jal  y  Vargas,  natural  de  Lima;  y  recayó  en  él  des- 
pués de  tener  la  grandeza  honoraria,  desde  1768.  Era  el  favo- 
rito de  Carlos  III,  quien,  para  más  honrarlo,  le  dio  su  pro- 
pio nombre  por  título  del  ducado. 

Concediéronse  siempre  los  títulos  en  favor  de  familias  ilus- 
tres y  con  antecedentes  honrosos,  aunque  en  algunas  no  hu- 
biese tan  antigua  nobleza;  y  previos  requisitos,  informaciones, 
documentos  y  pruebas,  que  jamás  se  dispensaron,  aunque  mu- 
chos de  dichos  títulos  se  alcanzasen  mediante  erogaciones  de 
dinero,  directas  ó  indirectas,  en  favor  de  la  corona.  Hubo  un 
caso  que  merece  citarse,  pwr  extraordinario,  en  cuanto  á  dis- 
pensa de  esenciales  condiciones:  este  fué  el  del  marquesado 
de  Villarrica  de  Salcedo,  otorgado  por  Felipe  V,  en  1703,  al 
capitán  don  José  Salcedo,  siendo  hijo  de  letra  gótica  (es  decir, 
hijo  natural)  del  célebre  minero  de  Laycacota,  porque  cedió 
al  rey  ciento  cuarenta  mil  pesos,  y  por  considerable  suma  que 
debía  la  real  Hacienda  á  su  padre  y  abuelo,  fuera  de  présta- 
mos y  donativos.  Entre  los  títulos  radicados  en  el  Perú,  no 
pocos  se  libraron  por  pura  recompensa  á  señalados  servicios 
hechos  por  los  que  los  obtuvieron  ó  por  sus  ascendientes  en 
España  ó  América,  en  los  ejércitos,  ó  de  otras  maneras.  De 
esta  clase  fueron  los  marquesados  de  Villarrubia  de  Langre, 
de  Valle-umbroso,  de  Montemira,  de  Lara,  de  Castellón,  de 
Corpa,  de  Feria,  de  Otero,  de  Casa  Boza,  de  Fuente  Hermosa, 
de  Tabalosos,  etc.,  y  los  condados  de  Montemar,  del  Puerto, 
de  Castell  Blanco,  de  las  Lagunas  y  otros. 

Los  hubo  también  adquiridos  por  sólo  el  lustre  de  algu- 
nas casas,  como  las  de  los  marqueses  de  Moscoso,  de  Casa 
Calderón,  de  Casa  Concha,  de  Valdelirios,  etc.;  y  las  de  los 
condes  del  Puerto,  de  Monteblanco,  de  las  Torres,  de  Sierra 
Bella,  de  Valle  Oscile  y  muchos  otros. 

Loá  títulos  eran  gravados  con  el  derecho  llamado  de  lan- 
zas y  con  el  de  media  anata,  que  se  i>agaban  al  recibir  la 
concesión,  y  después  anualmente.  Podían  redimirse  ambos  gra- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  265 

vámenes  ó  uno  de  ellos,  como  varios  lo  hicieron.  No  falta- 
ron títulos  á  los  cuales  los  reyes  dispensaron  uno  de  esos  de- 
rechos ó  los  dos,  para  siempre  ó  para  durante  la  vida  de  los 
agiaciados,  por  servicios  notables  ó  por  otras  causas. 

Podían  los  interesados  consignar  juros  para  la  satisfacción 
de  lanzas,  y  quedaban  así  relevados  de  este  cargo  cuando  los 
productos  llenaban  el  objeto.  Así  lo  hicieron  el  conde  de  Mon- 
temar,  eJ   marqués  de  Lara,  el  conde  del  Portillo  y  otros. 


II 


Hubo  en  el  Perú  títulos  de  procedencia  extranjera,  y  por 
eso  no  pagaban  lanzas.  Era  esto  conforme  á  las  antiguas  re- 
glas de  Castilla,  y  se  comprendía  entre  ellos  á  los  que  habían 
tenido  principio  en  Navarra.  Estaban  en  esa  línea  los  mar- 
quesado.-  de  Castellón,  que  fué  de  Ñápeles;  el  de  San  Miguel, 
cuyo  origen  fué  en  Sicilia;  el  de  Feria  y  el  de  Fuente  Her- 
mosa, salidos  de  Navarra;  y  el  de  vizconde  de  San  Donas,  que 
procedía   de   Flandes. 

El  virrey  duque  de  la  Patata  debió  traer  autorización  del 
rey  para  otorgar  unos  pocos  títulos;  aunque  motivos  tenemos 
para  creer  que  procedió  por  sí  y  ante  sí,  al  crear  el  condado 
de  Torre  Blanca,  conferido  en  1683  á  la  casa  de  Ibáfiez  y 
Orellana  Al  virrey  conde  de  Superunda  se  le  dio  también 
autoridad  para  hacer  esa  clase  de  nombramientos,  con  las  con- 
diciones y  limitaciones  contenidas  en  reales  cédulas  de  30  de 
Abril  y  14  de  Septiembre  de  1743,  y  19  de  Junio  de  1748. 

Fueroi:  grandes  los  atrasos  de  la  real  Hacienda  en  esa  épo- 
ca, reagravados  con  las  pérdidas  y  destrucción  causadas,  en 
Lima,  por  el  terremoto  de  28  de  Octubre  de  1746:  y  es  evi- 
dente que  los  títulos  de  Castilla,  que  dicho  virrey  confirió, 
fueron,  como  se  dice,  beneficiados;  ó  lo  que  es  lo  mismo,  con- 


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260  RICARDO    PALMA 

seguidos  en  virtud  de  donativos  pecuniarios,  y  de  la  entrega 
de  las  sumas  correspondientes  á  los  derechos  de  lanzas  y  me- 
dia anata:  porque  todos  ellos  se  expidieron  libres  perpetua- 
mente de  tales  gravámenes.  Pero  recayeron  en  familias  de  rango 
y  mérito  notorio,  como  las  de  los  marqueses  de  Campo 
Ameno,  San  Felipe  el  Real  y  Torre  Hermosa,  y  las  de  los 
condes  de  San  Javier,  de  Torre  Velarde,  de  Valle  Hermoso, 
de  Castañeda  de  los  Lamos  y  de  Vista  Florida,  previos  los 
requisitos  y  pruebas  legales  acostumbradas. 

También  al  virrey  don  Manuel  Amat  se  le  enviaron  cua- 
tro títulos  que  el  rey  concedió  al  Perú,  para  que  se  llenasen 
con  los  nombres  de  personas  dignas  de  llevarlos;  y  así  se 
verificó,  en  1771,  la  creación  y  nombramiento  de  los  condes 
de  Sai\  Pascual  Bailón  y  San  Antonio  de  Vista  Alegre,  etcétera, 
confirmados  por  Carlos  JH  en  1774.  No  consta  ni  aparece  noti- 
cia de  que  otros  virreyes,  además  de  los  antes  citados,  hubiesen 
recibido   autorización   para   hacer   esas   altas   concesiones. 

Felipe  IV  dispuso  que  á  nadie  se  le  invistiese  de  la  dig- 
nidad de  conde  ó  marqués,  sin  haber  sido  antes  vizconde.  El 
cumplimiento  de  esta  disposición  se  reducía  á  nombrar  al  agra- 
ciado vizconde,  y  en  la  misma  fecha  cancelarle  el  despacho, 
otorgándole  otro  del  título  de  conde.  Prescindiendo  de  si  era 
ó  no  inútil  ese  trámite,  sólo  diremos  que  fué  oneroso,  porque 
ocasionaba  gastos  excusables  á  los  que  alcanzaban  dicha  je- 
rarquía 

Después  de  expedirse  en  forma  los  reales  despachos  para 
los  títulos  de  Castilla,  quedaban  éstos  inscritos  y  reconocidos 
en  España,  entre  los  de  su  clase.  Pero  se  otorgaban,  en  se- 
guida, por  la  Cámara  de  Indias,  las  que  se  llamaban  cartas 
auxiliatorias.  Dábanse  éstas,  en  favor  de  los  agraciados,  con 
el  objeto  de  que  hiciesen  fe  en  los  dominios  de  América,  y 
se   les   tuviese   en   ellos   por  tales   condes   ó  marqueses. 

El  primer  título  de  Castilla  que  hubo  en  el  Cabildo  de 
Lima  fué  el  marqués  de  Guadalcázar,  alcalde  ordinario  en  el 
año  de  1673,  siguiéndole  el  marqués  de  Villafuerte,  alcalde  en 
1712,  el  conde  del  Portillo  en  1714,  etc. 

El  último  á  quien  se  concedió  el  título  de  marqués  fué  el 
regidor  don  Tomás  Muñoz  y  Lobatón,  que  recibió  el  de  Casa 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  267 

Muñoz,  eu  1817;  y  el  último  conde,  el  de  Casa  Saavedra,  por 
despacho   del  año   1820:   ambos  fueron  naturales  de   Lima. 

Los  títulos  de  Castilla  caducaban  pK)r  insolvencia,  caso  en 
que,  no  pudiendo  los  poseedores  sostener  su  rango  ni  pagar 
lanzas  ni  medias  anatas,  hacían  renuncia  y  abandonaban  la 
investidura.  De  éstos  fueron  los  condes  de  Olmos  y  marque- 
ses de  Casa  Montijo,  Sotohermoso,  Casafuerte,  Villar  del  Tajo, 
Torre  Bermeja  y  Casa  Torres.  También  se  suspendía  el  ejer- 
cicio de  los  títulos  por  deudas  crecidas  en  aquellos  gravá- 
menes, ó  porqiie  se  litigiaba  entre  partes  el  derecho  á  suce- 
sión. No  era  prohibido  hacer  dejación  del  título  por  atrasos, 
conservando  facultad  para  reasimiirlo  en  mejor  oportunidad. 
De  esto  ocurrieron  ejemplares. 

Olroo  títulos  se  extinguieron  porqiie  faltó  heredero  directo, 
y  no  hubo  parientes  del  último  poseedor,  ó  si  los  hubo,  no 
prelendió  ninguno  que  recayese  en  él  la  sucesión. 

Todo  sucesor  tenía  obligación  de  pedir  al  rey  carta  de  su- 
cesión para  que  le  permitiesen  usar  de  su  título  y  honores, 
antes  de  lo  cual  no  podía  firmar  con  la  denominación  respec- 
tiva. Lo  mismo  pasó  y  pasa  hoy,  en  España,  reservándose  los 
monarcas  la  facultad  de  permitir  la  continuación  de  aquellos, 
aunque  hubiesen  sido  concedidos  para  todos  sus  descendien- 
tes. Exceptuábanse  de  estas  reglas  los  Grandes  de  España,  que 
entraban  en  la  sucesión  sin  otro  deber  qiie  el  de  participarlo 
al  rey. 

Las  herederos  ó  sucesores  ocurrían  al  trono  por  conducto 
de  los  virreyes,  y  éstos  proveían  entre  tanto  la  prosecución 
del  título,  previo  el  pago  de  la  media  anata,  con  lo  que  des- 
de luego  entraban  en  posesión,  sin  exigírseles  otros  derechos, 
ni  bajo  el  carácter  de  voluntarios.  Después  el  rey  libraba, 
por  la  Cámara  de  Indias,  la  carta  correspondiente. 

Tenían  pena  de  mil  pesos,  los  que  usaban  de  los  honores 
y  firma  del  título  sin  los  requisitos  ya  dichos.  Y  cuando  algu- 
nos, por  no  satisfacer  la  media  anata,  tardaban  en  pedir  la 
carta,  creyendo  qiie  podían  aceptar  ó  renunciar  cuando  les 
acomodase,  el  juzgado  de  lanzas  los  estrechaba  á  que  oum- 
plicseí!  con  imo  ú  otro  extremo,  dentro  del  plazo  que  les  es- 
taba dado. 


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268  RICARDO    PALMA 

Sólo  cuando  los  títulos  no  tenían  mayorazgo  ó  territorio 
anexo,  podían  los  que  lo  gozaban  renunciarlos  y  hacer  libre 
dimisión  de  ellos.  De  lo  contrario,  aun  cuando  fuese  en  favor 
de  suo  inmediatos,  no  les  era  dado  verificarlo  sin  renunciar 
también  el  mayorazgo  inseparable  del  título.  Para  las  renun- 
cias y  acciones,  era  preciso  ocurrir  al  rey  y  alcanzar  su  li- 
cencia y  aprobación;  porque  los  títulos,  siendo  dignidades  rea- 
les, eran  intrasmisibles  sin  este  trámite,  qiie  si  no  se  llenaba, 
caducaban  y  tenían  reversión  á  la  corona.  Los  que  una  vez 
llegaban  á  obtenerlo,  aun  después  de  hecha  renuncia  en  fa- 
vor de  otra  persona,  siempre  quedaban  con  el  derecho  de 
disfrulai*  las  mismas  honras  y  distinciones. 

Tampoco  podían  los  títulos  ni  sus  primogénitos  contraer 
matrimonio  sin  real  permiso,  expedido  por  la  Cámara  de  Cas- 
lilla.  Este  providencia  se  extendió  á  la  América,  por  real  cé- 
dula de  8  de  Marzo  de  1787,  autorizándose  á  los  virreyes  para 
otorgar  aquél,  en  razón  á  la  distancia,  y  sin  necesidad  de  voto 
consultivo  de  las  Audiencias. 

Esta,  como  las  demás  disposiciones  sobre  la  sucesión,  bien 
se  vé  que  tenía  por  objeto  conservar  el  brillo  y  estimación 
de  dichas  dignidades. 

A  los  títulos  de  América  podía  expedírseles  sus  despachos 
por  la  Cámara  de  Castilla  y  por  la  de  Indias,  según  real  re- 
soluciói.  de  24  de  Mayo  de  1776.  Guardábanseles  las  mismas 
honras  y  preminencias  que  en  España,  y  la  ley  13,  título  15, 
libro  4.Q  mandó  se  les  diese  asiento  en  las  Audiencias,  como 
en  las  chancillerías  de  Valladolid  y  Granada.  Disfrutaban  del 
tratamiento  de  Señoría.  En  sus  carruajes  usaban  cuatro  caba- 
iros,  y  tenían  asiento,  en  las  funciones  de  Catedral,  en  el  coro, 
y  con  loe  canónigos. 


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HIS    ULTIMAS    TRADICIONES  269 


III 


Para  concluir,  insertamos  por  orden  de  antigüedad,  los  titu- 
las de  Castilla  que  hubo  en  el  Perú;  y  en  cuanto  á  la  historia 
particular  de  cada  uno  de  ellos,  véase  ésta  en  los  respectivos 
artículos  del  Diccionario  Histórico  Biográfico  de  Mendiburu,  en 
la  Esiadíaiica  de  Córdova  y  Urrutia  ó  en  el  Nobiliario  de  Re- 
zabal   titulado  Lanzas  y  Anatas  del  Perú, 

Duques 

El  de  San  Carlos  (con  grandeza  de  España). 

Marqueses 

De  Guadalcázar. 

—Cazares. 

— Villarrubia  de  Langre. 

—Castellón. 

—Santiago. 

—San  Juan  de  Buenavista. 

— Villafuerte. 

—Corpa. 

— Maenza. 

—Santa  Lucía  de  Conchan. 

—Feria. 

—Mon  térrico. 

—San  Lorenzo  de  Valleumbroso, 

— Zelada  de  la  Fuente. 

— Casafuerte. 

—Otero. 

—  Villablanca. 


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270  KICARDO    PALMA 

— -Villahermosa  de  San  José. 

—Torre  Bermeja. 

— Sotoflorido. 

— Moscoso. 

—Villar  del  Tajo. 

—La  Puente  y  Sotomayor. 

— Valdelirios. 

— Villarrica  de  Salcedo. 

—  Salinas. 

— Sotohermoso. 

—Santa  María  de  Pacoyán. 

— Negreiros. 

—Torre  Tagle. 

—Casa  Calderón. 

— Mozobamba  del  Pozo. 

—Casa  Boza. 

—Monte  Alegre  de  Aulestia. 

—  Casa  Torres. 
— Lara. 

— Bellavista. 

—Casa  Jara. 

—San  Felipe  el  Real. 

—Casa  Montijo. 

— Rocafuerte. 

—San  Miguel  de  Hijar. 

—Campo  Ameno. 

—Torre  Hermosa. 

—Casa  Flores. 

—Casa  Castillo. 

—Fuente  Hermosa. 

— Tabalosos. 

—Herrera. 

—la  Real  Confianza. 

—Casa  Hermosa. 

— Montemira. 

—Casa  Dávila. 

—San   Juan  Nepomuceno. 

— Castell  Bravo. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  271 


—Casa  Concha. 
—  Casa  Muñoz. 


Condes 


Del  Puerto. 

Del  Portíllo, 

Del  Castillejo. 

De   Torreblanca, 

—  Santa  Ana  de  las  Torres. 

—La  Vega  del   Rén. 

— Villanueva  del  Soto. 

— Cartago. 

—Laguna  de  Chancocaye. 

—Olmos. 

— Montemar. 

—Sierra   Bella. 

—San  Juan  de  Lurigancho. 

— Castell   Blanco. 

—La  Dehesa  de  Velayos. 

— Polentinos. 

—Las  Lagunas. 

—Fuente  Roja. 

—Casa  Dávalos. 

—Casa  Tagle. 

—San  Isidro. 

—Torre  Velarde. 

—Valle  Hermoso. 

—San  Javier  y  Casa  Laredo. 

—Valle  Oselle. 

— Monteblanco. 

— Vistaflorida. 

—Villar  de  Fuentes. 

—  Montesclaros  de  Sapán. 
—La  Unión. 

—Montes   de   Oro. 
— Alastaya. 

—  San  Antonio  de  Vista  Alegre. 


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272  RICARDO    PALMA 

—San  Pascual   Bailón. 

— Valdemar  de  Bracamonte. 

—Castañeda  de  los  Lamos. 

—San  Carlos. 

—Premio  Real. 

—Fuente  González. 

— Guaqui. 

—Torre  antigua  de  Ore. 

—Casa  Saavedra. 

Vizconde  de  San  Donas. 

El  título  de  marqués  de  Santa  Rosa,  aunque  es  razonable 
prc&umir  qiie  fuera  acordado  á  peruano,  sólo  una  vez,  y  de 
un  modo  incidental,  lo  hemos  visto  citado.  Hay  también  quie- 
ne.s  afirman  que  no  existió  tal  título  en  el  Perú,  fundándose 
en  que  no  figura  en  ninguno  de  los  nobiliarios  americanos; 
pero  es  hecho  comprobado  que  personaje  de  tal  título  fué 
casado,  en  Lima,  con  una  ilustre  dama  que,  en  segundas  nupr 
cias,  contrajo  matrimonio  nada  menos  que  con  un  virrey 
(Aviles).  Quizá  fué  uno  de  los  títulos  que,  á  pK)co  tiempo  de 
creados,  se  extinguieron  pK)r  alguna  de  las  causales  que  de~ 
jamos  apuntadas. 

En  cuanto  al  título  de  conde  de  la  Granja,  que  disfruta 
un  gobernador  de  Potosí,  poeta  notabilísimo  de  su  época,  pa- 
rece que  no  fué  título  del  Perú  sino  de  España.  Lo  misma 
decimos  sobre  el  marquesado  de  Casa  Guisla. 

Aunque  la  Capitanía  General  de  Chile  estuvo  siempre  baja 
la  jurisdicción  de  los  virreyes  del  Perú,  los  títulos  que  en  esa 
región  se  crearon,  y  que  no  excedieron  de  diez,  no  se  con- 
sideraron en  los  registros  de  la  Audiencia  de  Lima  ni  en  el 
Nobiliaric  del  Perú.  El  temor  de  incurrir  en  inexactitudes,^ 
por  la  deficiencia  de  nuestros  datos,  nos  obliga  á  no  desig- 
narlos. 


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Sir^UE^^A.® 


En  lo  creado  hay  cosas  más  fuertes  i  as 

unas  que  las  otras. 
Las  montañas. 
El  fierro  que  las  allana. 
El  fuego  que  funde  el  fierro. 
El  agua  que  apaga  el  fuego. 
La  nube  que  absorbe  el  agua. 
El  viento  que  arrastra  la  nube. 
El  hombre  que  desafía  al  viento. 
La  embriaguez  que  aturde  el  hombre. 
El  sueño  c]ue  disipa  la  embriaguez. 
La  ambición  que  quita  el  sueño. 
La  muerte  que  mata  la  ambición. 

Mahoma.— -E/  Koran. 
I 
Hernando   de   Soto 

Animoso,  prudente  y  liberal,  es  Hernando  de  Soto  la  figu- 
ra más  simpática  entre  los  hombres  que  acompañaron  á  Fi- 
za rro  para  la  captura  de  Atahualpa. 

Hernando  de  Soto,  que  había  sido  uno  de  los  conquistadores 
de  Nicaragua  y  que  disfrutaba  de  fortuna  y  honores,  como 
primer  regidor  de  la  ciudad  de  León,  acogió  á  Nicolás  de  Rivera 
el  Viejo,  que  fué  á  proponerle,  en  nombre  de  don  Francisco 
Pizarro,  que  tomase  parte  en  la  conquista  del  Perú.  Soto  se 
unió  á  Pizarro,  en  Panamá,  con  dos  buques,  en  los  que  traía 
sesenta  hombres  aguerridos  y  diez  caballos.  El  jefe  de  la  con- 
quista, reconociendo  la  importancia  de  Hernando,  lo  nombró 
por  su  segundo,  no  sin  oposición  de  los  hermanos  Pizarro. 

Soto  fué  el   primer  español  que  habló  con  Atahualpa,  en 

18 


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274  RICARDO    PALMA 

SU  carácter  de  embajador,  mandado  por  don  Francisco  al  cam- 
pamento de  Inca,  y  logró  de  éste  que  aceptase  la  invitación 
de  pasai'  á  Cajamarca. 

Atahualpa,  en  su  prisión,  tomó  gran  cariño  por  Hernando 
de  Soto,  en  el  cual  vio  siempre  un  defensor.  Hernando  de  Soto 
era  verdaderamente  caballero,  y  tal  vez  el  único  corazón  noble 
entre  los  ciento  setenta  españoles  que  apresaron  al  hijo  del  Sol. 
—Aun  es  fama  que  este  conquistador  pasaba  horas  acompa- 
ñando en  su  prisión  al  desventurado  monarca,  y  enseñándole 
á  jugar  al  ajedrez.  El  discípulo  llegó  á  aventajar  al  maestro. 

Cuando  regresó  de  una  exploración,  á  que  lo  había  enviado 
Pizarro,  se  encontró  con  que  el  Inca  acababa  de  ser  decapitado. 

Gran  enojo  manifestó  Soto  por  el  crimen  de  sus  compañe- 
ros, y  disgustándose  cada  día  más  con  la  conducta  de  los  Pi- 
zarro, se  regresó  á  España  en  1536,  llevándose  diecisiete  mil 
setecientas  onzas  de  oro  que  le  correspondieron  en  el  rescate 
del  Inca. 

El  rey  le  dio  el  título  de  Adelantado,  le  concedió  muchas  mer- 
cedes y  honores,  y  lo  autorizó  para  sacar  de  España  mil  hom- 
bres y  emprender  con  ellos  la  conquista  de  la  Florida.  En 
ésta  no  fué  menos  heroico  y  prudente  que  en  el  Perú,  y  falleció, 
en  medio  de  los  bosques,  atacado  de  una  fiebre  maligna. 

La  historia  es  injusta.  Toda  la  gloria,  en  la  conquista  del  Pe- 
rú, refleja  sobre  Pizarro,  y  apenas  hace  mención  del  valiente 
y  caballeroso  Hernando  de  Soto. 

Era  hidalgo  de  nacimiento,  natural  de  Villanueva  de  Barca- 
rrota,  buen  mozo,  moreno  de  Color,  sufridor  de  trabajos  y  el 
primero  en  los  peligros,  con  lo  que  daba  ejemplo  á  los  solda- 
dos, desprendido  de  la  riqueza,  clemente  en  i>erdonar,  y  de 
gran  juicio  y  cautela.  Tal  es  el  retrato  que  de  Hernando  de 
Soto  hace  mi  cronista. 

Murió,  muy  llorado  de  los  suyos,  á  la  edad  de  cuarenta  y 
dos  años. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  275 


II 

Pedro  de  Candía 

Cuando  Francisco  Pizarro  se  vio,  en  la  isla  del  Gallo,  aban- 
donado por  sus  compañeros  de  aventura,  sólo  trece  hombres 
se  resolvieron  á  permanecer  con  él  y  sufrir  todas  las  penali- 
dades anexas  á  lo  desesperado  de  la  situación.  Esos  trece  hom- 
bres eran  almas  verdaderamente  heroicas.  Llamábanse  Nico- 
lás do  Rivera  el  Viejo,  Bartolomé  Ruiz,  Juan  de  La  Torre,  Fran- 
cisco do  Cuellar,  Alonso  Briceño,  Cristóbal  de  Peralta,  Alonso 
de  Molina,  Pedro  Alcón,  Domingo  de  Sorialuce,  Antonio  de 
Carrión,  García  de  Jerez,  Martín  Paz  y  Pedro  de  Candía. 

Tres  de  ellos  debían  morir  sin  ver  realizada  la  conquista. 
Alonso  de  Molina  se  quedó  en  Tumbes,  enamorado  de  una  india, 
y  fué  asesinado  por  los  naturales;  Pedro  Alcón  murió  loco; 
Martín  Paz  falleció  en  la  Gorgona,  víctima  de  la  fiebre;  Alonso 
de  Molina  es  el  héroe  de  una  novela  de  Marmontel;  y  Fran- 
cisco de  Cuellar  murió  á  manos  del  v^erdugo,  ignorándose  por 
completo  si  Carrión  y  Sorialuce  militaron  después  en  el  Perú. 
Estos  dos  nombres  no  son  recordados  por  ningún  cronista, 
ni  en  los  combates  con  los  indios,  ni  en  las  guerras  civiles  de 
los  conquistadores.  Sólo  Alonso  Briceño  regresó  á  España,  donde 
vivió  holgadamente  con  la  piarte  que  le  cupo  del  tesoro  de 
Atahualpa. 

En  cuanto  á  Juan  de  La  Torre,  murió  muy  tranquilamente 
en  su  lecho,  y  siendo  uno  de  los  fundadores  y  más  acaudalados 
vecinos  de  Arequipa. 

Luego  que  Pizarro,  transcurridos  muchos  meses,  recibió  re- 
fuerzos y  salvó  de  la  crítica  situación  en  que  se  'había  hallado 
en  las  islas  del  Gallo  y  de  la  Gorgona,  se  dirigió  á  Tumbes, 
en  cuyo  puerto  hizo  desembarcar  á  Pedro  de  Candía  en  calidad 
de  emDajador.  Todos  los  cí'onistas  están  conformes  en  que  Pe- 


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276  RICARDO    PALMA 

dro,  natural  de  la  isla  de  Candía,  en  el  archipiélago  griego,  era 
un  mancebo  de  arrogantísimo  porte.  Se  presentó  en  Tumbes 
ante  los  indios,  armado  de  coraza  y  casco  relucientes,  espada, 
rodela  y  una  cruz;  y  su  sola  figura  ejerció  influencia  mágica 
sobre  los  sencillos  habitantes. 

A  propósito  de  su  embajada,  muchos  historiadores  refieren 
con  gran  seriedad  la  fábula  siguiente:-— Los  habitantes  de  Tum- 


bes aceptaron  la  amistad  de  los  españoles,  convencidos  de  que 
eran  seres  divinos;  pues  habiéndole  echado  un  tigre  al  embaja- 
dor Pedro  de  Candia  para  que  lo  devorase,  éste  amansó  á  la 
fiera  presentándole  la  cruz  que  llevaba  en  la  mano.  En  tiempo 
del  virrey  Toledo,  se  levantó  una  información  minuciosa  que 
vino  á  destruir  el  prestigio  de  tal  fábula. 

Después  de  esta  expedición,  Pizarro  se  dirigió  á  España  para 
entenderse  directamente  con  el  emperador  y  alcanzar  mercedes 
y  facilidades  para  realizar  la  conquista.  Su  compañero  de  viaje 
fué  Pedro  de  Candia,  á  quien  la  reina  doña  Juana  acordó  el 
uso  del  Don,  declarándolo  hidalgo,  por  mucho  que  en  sus 
primerOvS  años  hubiera  sido  marinrro,  y  luego  pirata.  Además. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  277 

lo  nombró  regidor  i>erpetuo  ele  Tumbes  y  artillero  mayor  *de 
Pizarro. 

£n  la  captura  del  inca'Atahualpa,  fué  Pedro  de  Candía  quien, 
disparando  ima  bombarda  ó  pequeña  pieza  de  artillería,  dio 
la  sefial  para  que  comenzase  la  matanza  de  los  indios. 

Del  rescate  del  inca  le  tocaron  á  Pedro  de  Candía  cuatro- 
cientos siete  marcos  de  plata  y  nueve  mil  novecientas  onzas 
de  oro. 

Ya  que  incidentalmente  hemos  hablado  del  rescate  de  Ata- 
hualpa,  es  oportuno  consignar  que  lo  repartido  entre  los  ciento 
setenta  audaces  aventureros  que  apresaron  al  Inca,  subió  á 
treinta  y  cinco  mil  cuatrocientos  ochenta  y  seis  marcos  de  plata 
y  novecientas  cincuenta  y  un  mil  novecientas  treinta  y  dos  on- 
zas de  oro. 

Además,  la  parte  del  emperador  fué  la  litera  de  oro  macizo 
sobre  la  que  era  conducido  Atahualpa. 

Quimérica  parecería  tanta  riqueza,  acumulada  en  la  pri- 
sión de  Cajamarca  en  reducido  espacio  de  tiempo,  si  no  exis- 
tiera en  forma  el  documento  que  comprueba  la  repartición 
hecha  del  tesoro. 

Después  de  Francisco,  Juan  y  Gonzalo  Pizarro  y  de  los  ca- 
pitanes Benalcázar  y  Hernando  de  Soto,  fué  Pedro  de  Candía 
el  que  alcanzó  mayor  suma  del  rescate. 

Pizarro  comisionó  á  Candía  para  que  explorase  el  valle  «de 
Jauja,  y  más  tarde  le  dio  igual  encargo  en  las  montañas.  Pedro 
de  Candía  escaló  los  Andes  con  increíble  trabajo  y,  en  algunos 
sitios,  tuvo  que  hacer  subir  los  caballos  por  medio  de  maromas, 
y  poniendo  en  ejercicio  su  práctica  é  industrias  de  marinero. 
Fatigada  la  gente  por  todo  género  de  miserias,  se  dirigió  al  Ca- 
llao, y  obtuvo  en  el  Cuzco,  de  Hernando  Pizarro,  que  lo  au- 
torizase para  reclutar  gente  y  emprender  la  conquista  de  Ca- 
rabaya,  aventtira  en  la  que  también  fué  desgraciado. 

Uno  de  los  capitanes,  Alonso  Mesa  el  Canario,  conspiraba 
contra  Hernando.  Este,  creyendo  que  Candía  no  era  extraño 
al  proyecto  revolucionario,  lo  hizo  arrestar  y  quitó  el  mando 
de  la  conquista.  Candía  logró  probar  su  inocencia,  y  Hernando 
Pizarro  mandó  decapitar  á  Mesa. 

Alonso  Mesa,  natural  de  las  islas  Canarias,  era  soldado  de 


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278  RICARDO    PALMA 

infantería  en  la  traición  de  Cajamarca  y  fué  el  que,  en  unión 
de  Miguel  de  Astete,  tomó  prisionero  á  Atahualpa;  y  le  hubiera 
dado  muerte  á  no  imi>edirlo  Pizarro.  Del  reparto  del  tesoro 
le  tocaron  ciento  treinta  y  cinco  marcos  de  plata,  y  tres  mil 
trescientas  treinta  onzas  de  oro.  Hombre  vulgarísimo,  pero  muy 
valiente,  tenía  á  veces  arranques  hidalgos;  y  cuando,  en  la  en- 
trevista de  Mala  se  propusieron  los  pizarristas  apoderarse  por 
traición  de  la  i>ersona  de  Almagro  el  Viejo,  Alonso  de  Mesa 
fué  de  los  pocos  que  protestaron  indignados  contra  esa  felonía, 
y  cuéntase  que  al  pasar  junto  al  Mariscal,  lo  hizo  cantando 
esta  popular  copla  del  romancero  español: 

Tiempo  es  el  caballero, 
tiempo  es  de  huir  de  aquí, 
que  me  crece  la  barriga 
y  se  me  acorta  el  vestir. 

Con  lo  que  Almagro  se  dio  por  avisado  y  escapó  á  la  celada 
que  tan  indignamente  le  tendían. 

Desde  entonces  Pedro  de  Candía  vivió  resentido  con  los 
Pizarro;  y  cuando,  muerto  el  marqués,  Almagro  el  Mozo  se 
proclamó  gobernador  del  Perú,  aceptó  sin  vacilar  el  mando  de 
la  artillería.  En  esta  época  desplegó  Candía  toda  su  actividad 
é  inteligencia,  y  en  breve  tiempo  fabricó  mosquetes  y  cañones. 

El  yerno  de  Pedro  de  Candía,  que  militaba  en  las  filas  de 
Vaca  de  Castro,  le  escribió  pidiéndole  que  falsease  la  artillería, 
arma  en  que  los  almagristas  cifraban  toda  su  sui>erioridad  sobre 
el  enemigo.  Candía  mostró  inmediatamente  la  carta  á  su  caudi- 
llo, dándole  así  una  prueba  de  lealtad.  Esto  sucedía  en  los 
momentos  en  que  Vaca  de  Castro  enviaba  á  Almagro  proposi- 
ciones de  paz.  Almagro  desconfió,  y  con  justicia,  del  negocia- 
dor, que  á  la  vez  que  proponía  un  arreglo,  estaba  minándole 
el  ejército. 

En  el  acto  el  campo  almagrista  se  puso  en  movimiento 
sobre  Chupas  para  presentar  la  batalla.  Esta  fué  reñidísima. 
El  grito  en  ambos  ejércitos  era:— i  Santiago!  ¡Viva  el  Rey  y 
Almagro!  ó  ¡Santiago!  ¡Viva  el  Rey  y  Vaca  de  Castro!— Allí 
murió  Perálvarez  Holguín,  el  más  distinguido  de  los  capitanes 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  279 

realistas,  que  entró  al  combate  con  sobreveste  blanca,  y  salió 
herido  Garcilaso  de  la  Vega,  padre  del  historiador. 

Ya  Almagro  recorría  el  camp>o  gritando:— j Victoria!  ¡Pren- 
der y  no  matar!— El  desorden  cundía  en  las  tropas  de  Vaca  de 
Castro,  y  sólo  Francisco  de  Carbajal  sostenía  la  lucha.  A  este 
tiempo,  el  capitán  Saucedo,  uno  de  los  mejores  amigos  de  Al- 
magro y  que  acababa  de  derrotar  la  vanguaixlia  realista,  comu- 
nicó á  Pedro  de  Candía  orden  de  que  variase  la  situación  de 
la  artillería.  Candía  obedeció  á  su  sui>erior,  y  colocó  en  otro 
lugar  las  piezas;  pero  los  tiros  no  producían  ya  mortífero  efecto 
sobre  el  enemigo,  y  rehaciéndose  los  realistas,  entró  el  pánico 
entre  los  que  fwcos  minutos  antes  entonaban  el  himno  de 
triunfo. 

Almagro,  sin  averiguar  nada,  pues  los  momentos  no  lo  per- 
mitían, se  dirigió  al  nuevo  sitio  que  ocupaba  la  artillería,  y 
lanzando  el  caballo  sobre  Candía,  le  dijo:— ¡Traidor!  Has  se- 
guido el  consejo  de  tu  yerno— y  lo  atravesó  con  la  lanza. 

Así  murió,  tenido  por  infame  en  el  concepto  de  su  caudillo, 
un  soldado  que  había  sido  siempre  leal  para  con  la  causa 
que  abrazara. 

Era  hombre  de  bien,  generoso,  valiente,  de  bella  figura, 
alto  y  fornido,  de  pablada  barba,  con  pocas  cualidades  de  man- 
do, y  el  más  inteligente,  hasta  entonces,  en  la  arma  de  artille- 
ría. Murió  á  la  edad  de  cincuenta  y  dos  años. 


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280  RICARDO    PALMA 


III 

Alonso   de  Toro 


Hombre  fiero,  áspero,  vengativo,  cruel  é  indigesto  llama  un 
cronista  á  este  conquistador,  que  obtuvo  en  el  botín  de  Caja- 
marca  la  misma  porción,  en  oro  y  plata,  que  Mesa  el  Canario. 
Su  hermano,  Hernando  de  Toro,  fué,  jwco  después  de  la  muerte 
del  Inca,  asesinado  por  los  indios  de  Tumbes,  y  es  fama  que 
con  su  cadáver  celebraron  un  festín  de  antropófagos. 

Puesto  en  capilla  el  Mariscal  Almagro,  Toro,  que  era  su 
enemigo  personal,  se  constituyó  de  guardia  en  el  calabozo, 
y  el  desgraciado  anciano  se  desahogó  diciéndole: 

—Por  fin  vas  á  beber  mi  sangre  hasta  hartarte. 

—Y  esa  es  la  mayor  fortuna  que  Dios  me  concede— contestó 
el  cínico  guardián. 

Alonso  de  Toro  fué  uno  de  los  que  más  azuzaron  á  Gonzalo 
Pizarro  para  su  rebeldía,  y  mereció  ser  nombrado  maese  de 
campo.  Pero  Toro  era  generalmente  aborrecido,  y  su  nombra- 
miento tuvo  mala  acogida  en  el  ejército.  Entonces  Gonzalo  lo 
hizo  gobernador  del  Cuzco,  y  en  ese  puesto,  lejos  de  propiciarse 
los  ánimos,  dio  rienda  suelta  á  su  perverso  carácter  y  aumentó 
el  número  de  los  desafectos.  Por  una  querella  personal  mandó 
cortar  la  mano  á  Hernando  Díaz,  y  recelando  siempre  una  re- 
volución, que  su  mal  gobierno  provocaba,  hizo  degollar  á  los 
que  le  fueron  denunciados  como  cabecillas. 

Su  lealtad  para  con  Gonzalo  no  fué  de  las  más  probadas,  y 
mucho  se  murmuraba  de  que  mantenía  correspondencia  se- 
creta con  los  parciales  de  La  Gasea.  En  esta  época,  habiendo 
un  día  tenido  un  altercado  con  su  suegra  y  dádola  de  bofetones, 
Diego  González,  marido  de  la  ultrajada  señora,  fué  á  buscarlo 
á  su  casa,  y  sin  pronunciar  una  palabra,  le  dio  muerte  á  pu- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  281 

ñaladas,   con   gran   contentamiento   del   vecindario   del    Cuzco, 
que  celebró  el  suceso  con  repiques  y  luminarias. 

Paula  de  Silva,  la  viuda  de  Toro,  casó  en  segundas  nupcias 
con  el  licenciado  Pedro  López  de  Cazalla,  famoso  por  su  ta- 
lento y  por  haber  sido  el  primero  que  elaboró  vinos  en  el 
Peni. 


IV 
Francisco  de  Almendras 

Perteneció  también  á  los  ciento  setenta  que  capturaron  al 
Inca,  y  obtuvo  una  buena  partí  ja  en  el  rescate. 

Hecho  algunos  años  después  regidor  del  Cuzco,  tomó  parti- 
do con  Almagro;  y  en  breve  lo  traicionó,  uniéndose  á  los  Pi- 
zarro. 

En  la  revolución  de  Pizarro  se  hizo  Almendras  notable  por 
sus  crueldades,  y  parecía  querer  rivalizar  en  ferocidad  con  el 
Demonio  de  los  Andes. 

Hallándose  una  noche  acostado  en  la  cama,  entró  á  visitarlo 
Diego  Centeno,  su  compadre  y  amigo  íntimo.  Después  de  un 
rato  de  conversación,  Centeno  le  declaró  que  era  partidario 
de  La  Gasea  y  que  venía  á  tomarlo  preso.  Francisco  de  Almen- 
dras no  podía  resisürse,  y  rogó  á  Centeno  que  le  perdonase 
la  vida,  teniendo  en  cuenta  sus  antiguos  vínculos  y  que  era 
padre  de  doce  hijos. 

Los  hombres  de  ese  siglo  tenían  el  corazón  tan  duro  como 
la  cota  de  fierro  bajo  la  cual  palpitaba. 

Centeno  mandó  degollar  á  su  compadre  Francisco  de  Al- 
mendras. 


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2S2  RICAKDO    PALMA 


V 
Diego  Centeno 


Vino  al  Perú,  dos  años  después  del  asesinato  de  Atahual- 
pa,  en  la  exi>edición  de  Pedro  Al  varado;  y  Pizarro  le  dispensó 
de^dc  el  primer  día  su  poderoso  amparo.  Por  eso,  en  las  bata- 
llas de  Salinas  y  de  Chupas,  lo  hallamos  combatiendo  biza- 
rramente contra  los  almagristas. 

Comprometido  al  principio  en  la  revolución  de  Gonzalo, 
cambió  pronto  de  bandera,  ajusticiando,  como  hemos  referido, 
á  Francisco  de  Almendras.  La  Gasea  dio  á  Centeno  el  mando 
de  una  división,  la  que  en  diversos  encuentros  fué  siempre 
vencida  por  Francisco  de  Carbajal.  En  la  batalla  de  Huarina, 
las  tropas  de  Centeno  pasaban  de  mil  hombres,  y  las  de  Car- 
bajal, que  no  llegaban  á  quinientos,  alcanzaron  la  victoria.  Por 
eso,  cuando  estando  para  morir  el  Demonio  de  los  Andes,  le 
preguntó  Centeno  si  le  conocía,  le  contestó  Carbajal  que  no, 
porque  siempre  le  había  visto  de  espaldas. 

En  sus  desgraciadas  empresas  contra  Carbajal,  que  había  ju- 
rado darle  garrote  cuando  lo  hubiese  á  mano,  tuvo  Alarias  ve- 
ces que  caminar  por  muchos  días,  solo  y  á  pie,  entre  riscos 
y  precipicios;  y  una  ocasión  vivió  más  de  seis  meses  escondido 
en  una  cueva,  y  debiendo  el  sustento  á  la  caridad  de  una  in- 
dia y  de  Cornejo  el  Bueno. 

Por  fin,  en  la  batalla  de  Saxsahuaman,  La  Gasea  le  confió 
el  mando  de  la  reserva,  y  pacificado  el  país,  lo  nombró  go- 
bernador del  Río  de  la  Plata.  Mas  la  víspera  del  día  en  que 
iba  á  marchar  para  su  destino,  murió  en  un  banquete,  envene- 
nado por  uno  de  los  deudos  de  Francisco  de  Almendras. 

Diego  Centeno  fué  un  capitán  organizador  y  activo,  de  ca- 
rácter sanguinario  á  la  vez  que  cauteloso.  Poseía  minas  muy 
ricas  en  Potosí,  y  era  hombre  dadivoso  y  cortesano. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  283 


VI 
Pedro   Fuelles 


Vino  al  Perú  en  1534  con  el  Adelantado  don  Pedro  de  Al- 
varado.  Era  un  joven  hidalgo  de  Castilla,  muy  pagado  de  sus 
pergaminos.  Un  cronista  dice  de  él  que  era  avariento,  feroz, 
y  de  ánimo  inquieto  y  novelero. 

A  poco  de  haber  tomado  servicio  en  el  Perú,  tuvo  una  insu- 
bordinación con  Benalcázar,  y  éste  le  impuso  arresto.  Por  eso, 
cuando  en  la  batalla  de  Iflaquito  se  vio  Benalcázar  herido  y 
prisionero,  el  hidalgo  Puelles  tuvo  la  cobardía  de  insultarlo.  Xo 
es  hidalgo  quien  nace  hidalgo,  sino  quien  sabe  serlo. 

Cuando  Gonzalo  Pizarro  marchó  al  descubrimiento  de  la 
Canela,  dejó  en  Quito  á  Puelles  i>or  su  teniente  gobernador;  y 
Vaca  de  Castro,  después  de  la  batalla  de  las  Salinas,  lo  nombró 
para  que  acabase  de  fundar  y  poblar  la  ciudad  de  León  de 
Huánuco. 

Sublevado  Gonzalo  contra  el  virrey  Blasco  Núñez  de  Vela, 
Puelles  principió  por  servir  la  causa  de  éste;  mas  pronto  se 
unió  á  Gonzalo,  traición  que  inclinó  por  completo  la  balanza 
en  favor  de  los  revolucionarios.  Puelles  fué  el  inaese  de  campo 
de  Pizarro  en  la  batalla  de  Iñaquito. 

Después  del  triunfo,  Gonzalo  le  dejó  en  Quito  por  su  tenien- 
te gobernador.  A  este  propósito  dice  un  cronista:  «Encargado 
» Puelles  del  gobierno,  se  vieron  en  el  cielo  algunas  lumbres 
» extraordinarias  y  dos  leones  que  peleaban,  uno  en  la  parte 
»del  oriente  y  otro  en  la  parte  del  poniente,  y  el  sol  se  obscure- 
»ció,  con  otros  fenómenos  que  fueron  tenidos  por  los  habitan- 
»tes  de  Quito  como  augurios  de  grandes  sucesos  y  de  terribles 
5»  desastres.» 

Al  arribo  de  La  Gasea,  empezó  á  palidecer  la  buena  estrella 
de  Gonzalo;  y  Puelles,  á  la  vez  que  enviaba  un  emisario  cerca 


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284  RICARDO    PALMA 

del  licenciado,  ofreciéndole  alzar  bandera  por  el  rey  si  se  le  acor- 
daban ciertas  gracias,  se  preparó  á  marchar  con  tropas  sobre 
Guayaquil,  que  se  había  pronunciado  contra  la  revolución.  Pero 
la  víspera  de  la  marcha,  y  con  pretexto  de  acompañarlo  á  misa, 
entraron  varios  oficiales  al  cuarto  de  Fuelles,  que  aun  no  se 
había  levantado  de  la  cama,  le  dieron  de  puñaladas,  le  corta- 
ron la  cabeza  y  la  pusieron  en  el  mismo  sitio  público  donde 
él  había  hecho  colocar  antes  la  del  virrey  Blasco  Núñez  de 
Vela. 


VII 
Hernando   Machicao 


He  aquí  un  tipo  de  ferocidad  y  cobardía,  un  aventurero 
sin  Dios  y  sin  ley.  Parece  que  vino  al  Perú  en  1531  y  que  fué 
á  establecerse  en  el  Cuzco,  donde  era  regidor  cuando  el  Ca- 
bildo reconoció  la  autoridad  de  Almagro  el  Viejo.  Machicao 
principió  por  aceptar  al  caudillo;  mas,  no  alcanzando  de  éste 
grandes  provechos,  se  escapó  una  noche  del  Cuzco  y  pasó  á 
Lima,  donde  tomó  servicio  con  los  Pizarro. 

En  la  batalla  de  las  Salinas,  Machicao  encontró  en  el  cam- 
¡K),  cubierto  de  heridas,  al  noble  y  valiente  capitán  almagrista 
Pedro  de  Lerma,  de  quien  era  enemigo  personal,  y  tuvo  la 
vileza  de  teñir  su  espada  en  la  sangre  del  moribundo. 

Después  de  haber  entrado  en  acuerdos  con  los  partidarios 
de  Almagro  el  Mozo,  en  el  Cuzco,  los  traicionó  también  como 
lo  había  hecho  con  el  padre. 

En  la  rebelión  de  Gonzalo,  siguió  la  bandera  de  éste;  mas  lue- 
go solicitó  el  perdón  del  virrey.  El  enérgico  Blasco  Núñez  con- 
testó que  Machicao  y  Francisco  de  Almendras  eran  dos  in- 
fames tales,  que  no  merecían  sino  la  horca,  y  que  para  vencer 
no  necesitaba  de  traidores. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  285 

Despechado  Machicao,  aceptó  la  comisión  de  ir  á  Tumbes 
con  treinta  hombres  y  asesinar  al  virrey;  pero,  frustrada  su 
empresa,  se  apoderó  de  algunos  buques,  entregándose  á  mons- 
truosas piraterías  en  la  costa.  Llegó  á  Panamá  é  intimó  al  ve- 
cindario que  si  no  reconocía  á  Gonzalo  i>or  gobernador  del 
Perú,  saquearía  la  ciudad  y  degollaría  á  los  recalcitrantes.  Ate- 
morizados los  panameños  le  dieron  buques,  armas,  dinero  y 
nueve  piezas  de  artillería. 

La  conducta  de  Machicao  en  Panamá  fué  asaz  infame.  Robó 
mujeres;  mandó  que  sus  soldados  entrasen  á  las  tiendas  y  se 
vistiesen  de  paño,  sin  pagarlo;  y  llevaba  en  la  mano  un  rosa- 
rio, no  por  devoción,  sino  para  contar  el  número  de  mosquetes 
que  Ic  entregaban  los  vecinos. 

Sus  atrocidades  no  podían  dejar  de  sublevar  los  ánimos, 
y  se  armó  una  conspiración;  mas,  descubierta  por  Machicao, 
hizo  dar  garrote  á  los  cabecillas. 

Salió  al  fin  de  Panamá  con  veintidós  buques  y  quinientos 
hombres,  y  en  la  travesía  apresó  un  bajel  que  le  llevaba  al 
virrey  im  refuerzo  de  armas,  caballos  y  tropas.  Entonces  Blas- 
co Núñez  le  hizo  proposiciones  para  atraerlo  á  su  bandera, 
y  Machicao  le  contestó:— Tarde  piaste.  Cuando  quise  no  qui- 
siste. 

En  Tumbes  se  imaginó  que  algunos  de  los  tripulantes  de 
los  buques  trataban  de  insurreccionerse,  y  sin  más  fórmula 
ni  proceso,  los  hizo  colgar  de  las  entenas. 

Machicao  tenía  el  proyecto  de  batir  primero  al  virrey,  y 
luego  sorprender  á  Gonzalo,  alzarse  con  el  gobierno  y  procla- 
marse emperador  del  Perú.  Mas,  traicionado  fK)r  uno  de  sus 
confidentes,  Gonzalo  tuvo  conocimiento  del  pérfido  plan  y,  á 
marchas  forzadas,  vino  á  unirse  con  Machicao  en  Latacunga. 
Esto  logró  calmar  los  recelos  de  Pizarro,  y  lo  acompañó  á  la 
batalla  de  Iñaquito. 

Machicao  secundaba  á  Francisco  de  Carbajal  en  aconsejar 
á  Gonzalo  que  se  alzase  con  el  poder,  desconociendo  al  rey 
de  España,  y  su  bandera  fué  la  única  que,  en  la  batalla  de 
Iñaquito,  llevaba  i>or  lema— Ptzarro— con  una  corona  real  en- 
cima. 

Después  de  Iñaquito,  Gonzalo  le  regaló  algunos  millares  de 


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28G  RICARDO    PALMA 

onzas  y  le  dio  á  mandar  un  regimiento  de  picas,  compuesto 
de  ciento  cuarenta  hombres. 

En  la  batalla  de  Huarina,  el  ejército  de  Gonzalo  no  excedía 
de  quinientos  hombres,  y  el  mando  de  una  piarte  de  la  infan- 
tería fué  confiado  á  Machicao.  Como  hemos  dicho,  esta  batalla 
contra  doble  fuerza,  sólo  pudo  ganarla  un  soldado  tan  entendi- 
do como  el  maese  de  campo  Francisco  de  Carbajal,  quien 
manchó  sus  laureles  haciendo  ahorcar  en  el  mismo  campo 
á  un  sacerdote  dominico,  el  padre  González,  junto  con  treinta 
de  los  principales  prisioneros. 

Pero  en  Huarina  hizo  Carbajal  una  acción  muy  meritoria. 
Machicao,  que  dudaba  del  triunfo,  abandonó  cobardemente  su 
puesto  apenas  se  rompieron  los  fuegos.  AI  otro  día  regresó 
al  campamento,  y  Carbajal  lo  mandó  arcabucear.  Bien  merecido 
se  tenía  tan  desastroso  fin. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  287 


VIII 
Martín  de  Robles 


Sin  cfue  se  pueda  determinar  con  fijeza  la  época  en  que 
Martín  de  Robles  vino  al  Perú,  hallamos  que  en  1541  era  al- 
férez real  ó  abanderado  de  Perálvarez  Holguín,  y  que,  tres  años 
después,  el  virrey  Blasco  Núñez  lo  distinguió  mucho  y  le  dio 
el  mando  de  una  compañía.  Martín  de  Robles  contaba  enton- 
ces cerca  de  sesenta  años,  había  militado  en  Europa,  y  se  le 
reputaba   como   hombre   de   gran   valor   y  experiencia. 

Fué  de  los  primeros  en  traicionar  al  virrey,  tomando  partido 
por  la  Audiencia,  y  mereció  en  pago  de  su  defección  que  aqué- 
lla lo  nombrara  capitán  general.  Mas  reconocida  la  autoridad 
de  Gonzalo  Pizarro,  renunció  Robles  el  nombramiento  de  los 
oidores,  confiriéndole  Gonzalo  el  mando  de  los  piqueros  y  re- 
galándole, después  de  la  batalla  de  Iñaquito,  la  misma  suma 
en  oro  que  á  Machicao. 

Los  hombres  de  ese  siglo  se  habían  avezado  á  la  traición. 
Cuando  Robles  vio  que  la  buena  estrella  de  Gonzalo  princi- 
piaba á  desmayar,  aconsejó  á  Diego  Maldonado  el  Rico  que  se 
desertase  con  una  compañía;  y  luego,  con  el  pretexto  de  per- 
seguirlo, se  le  unió  con  los  piqueros  de  su  mando  y  alzaron 
bandera  por  Gasea.  La  traición  de  Robles  fué  contagiosa,  y 
muchos  caballeros  notables   siguieron   el   pérfido   ejemplo. 

Muerto  Gonzalo  en  el  cadalso,  Martín  de  Robles  salió  pre- 
cipitadamente de  Lima  con  algunos  hombres  en  dirección  á 
Potosí.  Díjose  en  el  primer  momento  que  Robles  era  el  caudillo 
de  ima  conspiración  que  debía  estallar  contra  la  Audiencia, 
tan  luego  como  falleciese  el  virrey  marqués  de  Mondeja r.  Pero 
la  verdad  es  que  la  marcha  repentina  de  Robles  fué  motivada 
porque  Vasco   Godines   y  Egas   de   Guzmán   le   habían   escrito 


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288  RICARDO    PALMA 

que  su  esposa  doña  Juana  de  los  Ríos  tenía  relaciones  de  amor 
con  Pablo  Meneses,  corregidor  de  Potosí,  íntimo  amigo  de  Ro- 
bles y  tan  anciano  como  él.  Todo  ello  era  una  calumnia. 

Desde  Arequipa  fué  Robles  reclutando  gente;  pero  el  gene- 
ral don  Pedro  de  Hinojosa,  que  acababa  de  ser  nombrado  Jus- 
ticia Mayor  de  Potosí,  apaciguó  á  Robles,  y  éste  se  fué  á  Cha- 
yanta,  residencia  de  doña  Juana. 

Vasco  Godines,  que  era  el  azuzador  de  los  celos  de  Robles, 
se  presentó  un  día  en  Potosí  y  clavó  en  la  puerta  de  Meneses 
un  cartel  en  que  don  Martín  exigía  que,  si  don  Pablo  no  que- 
ría batirse  en  duelo,  declarase  en  presencia  de  Pedro  Portu- 
gal, de  Hernando  Panlagua  y  de  otros  caballeros,  que  él  no 
era  hombre  para  haber  requerido  de  amores  á  doña  Juana 
de  los  Ríos;  porque  si  lo  hiciera,  ella  era  persona  tal  que  le 
pelara  las  barbas  y  diera  de  chapinazos;  y  que,  para  satisfa- 
cer á  Robles,  estaba  pronto  á  rendirle  la  daga  que  llevaba  al 
cinto. 

Meneses,  que  aun  era  corregidor  de  la  villa  por  no  haber 
llegado  el  Justicia  Mayor,  quiso  mandar  prender  á  Robles  y 
cortarle  la  cabeza  por  el  desacato.  Pero,  mejor  aconsejado, 
temió  que  Hinojosa  desaprobase  su  proceder,  creyendo  que 
la  pasión  y  la  venganza  habían  torcido  en  sus  manos  la  vara 
de  juez. 

Tres  días  después  se  hizo  cargo  Hinojosa  del  gobierno;  y  Me- 
neses, recelando  un  ataque  de  Robles,  se  echó  á  reunir  gpnte, 
y  la  villa  imperial  quedó  dividida  en  dos  bandos  rivales.  En- 
tonces contestó  al  cartel  de  Robles  diciéndole  que  estaba  pron- 
to á  salir  al  campo  y  darle  la  satisfacción  que  fuese  justa  y 
que,  si  oyéndolo  no  se  daba  por  satisfecho  del  supuesto  agra- 
vio, se  batirían  en  camisa,  con  espada  y  daga.  Aceptó  Robles, 
y  cuando  ya  iban  á  ensangrentar  los  aceros,  se  presentó  el 
Justicia  Mayor  y  condujo  preso  á  don  Martín. 

Hinojosa  tomó  á  empeño  reconciliar  á  los  adversarios,  y  al 
fin  consiguió  que  celebrasen  un  pacto  por  el  que  María  de 
Robles,  niña  de  ocho  años,  debía  casarse,  al  cumplir  los  doce, 
con  Pablo  Meneses,  anciano  de  más  de  sesenta  diciembres, 
ítem,  se  estipuló  que  la  niña  llevaría  una  dote  de  dos  mil  onzas 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  289 

de  oro.  Como  es  de  suponerse,  el  acuerdo  se  celebró  con  gran- 
des festejos. 

Pero  Vasco  Godines  y  los  revoltosos,  que  veían  con  esto 
aplazada  la  revolución,  quedaron  descontentos,  y  comprome- 
tieron para  caudillo  á  don  Sebastián  de  Castilla,  huésped  y 
amigo  de  Hinojosa. 

Aunque  el  Justicia  Mayor  tenía  aviso  de  que  su  huésped  cons- 
piraba contra  él,  no  quiso  darle  crédito:  y  un  día  contestó  al 
guardián  de  San  Francisco,  que  le  participaba  haber  descubier- 
to, bajo  secreto  de  confesión,  lo  que  se  tramaba:— No  me  hable 
de  eso  su  paternidad,  que  teniendo  yo  lugar  para  echar  mano 
de  mi  toledana,  me  río  de  todos  los  revoltosos  del  mundo. 

Concertada,  en  fin,  la  revolución,  entraron  una  noche  los 
conjurados  en  casa  de  Hinojosa.  Al  ruido  salió  éste  al  patio, 
y  uno  de  los  traidores  le  dijo: 

—Señor,  estos  caballeros  quieren  á  vuesa  merced  por  caudillo 
y  padre. 

—Vean  vuesamercedes  lo  que  me  mandan— contestó  el  Jus- 
ticia adelantándose  hacia  el  grupo,  y  por  la  espalda  le  dieron  una 
estocada  mortal.  Hinojosa  cayó  sobre  unas  barras  de  p^ata, 
y  los   conjurados   le  remataron,   diciéndole: 

—Muere  sobre  lo  que  tanto  amaste. 

Después  de  saquear  la  casa,  salieron  los  rebeldes  á  tomar 
presos  á  Robles  y  á  Meneses.  Este,  afortunadamente  para  él, 
se  había  quedado  á  dormir  en  una  de  sus  haciendas;  y  Robles 
pudo  escapar  en  camisa  por   una  ventana. 

Larga  tarea  sería  historiar  esta  guerra  civil,  en  la  que,  á 
poco,  Vasco  Godines  asesinó  á  don  Sebastián,  reemplazándo- 
lo como  caudillo.  Baste  decir,  en  compendio,  que  el  cadalso 
fué  permanente  y  las  atrocidades  sin  número. 

Revolucionado  Girón,  en  1553,  escribió  á  Robles  solicitan- 
do su  apoyo;  mas  don  Martín  se  puso  á  órdenes  del  mariscal 
Alvarado.  En  la  batalla  de  Chuquinga,  fué  Robles  encargado 
de  pasar  el  río  con  treinta  mosquetes  y  treinta  partesanas, 
con  prevención  de  que,  después  de  situarse  en  un  cerrillo, 
no  comprometiese  choque  hasta  una  señal  dada.  Robles  cre- 
yó  que   él   solo   podía  vencer   á  Girón,   y  desobedeciendo   las 

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290  BIGARDO    PALMA 

instrucciones,  cayó  sobre  el  enemigo.  Martín  de  Robles  salió 
herido,  escapando  milagrosamente;  la  mortandad  fué  gran- 
de entre  los  realistas,  y  el  mariscal  culpó  siempre  al  insubor- 
dinado teniente  de  la  derrota  de  Chuquínga. 

Cuando,  en  1555,  llegó  á  Lima  el  virrey  primer  marqués 
de  Cañete,  Martín  de  Robles  era  ya  tan  viejo  y  achacoso,  que 
para  ir  á  misa  ó  á  Cabildo,  lo  hacía  apoyándose  en  un  (fsclavo 
y  llevándole  otro  la  espada.  Como  el  nuevo  virrey  había  subs- 
tituido el  tratamiento  de  muy  nobles  señores  que  hasta  entonces 
se  daba  á  los  cabildantes,  con  el  de  nobles  señores^  dijo  riéndose 
don  Martín,  en  pleno  Cabildo  de  Potosí:— Ya  le  enseñaremos 
á  tener  crianza  á  ese  virrey  de  mojiganga,  que  viene  asaz  des- 
comedido en  el  escribir.— El  vejete,  que  había  sido  siempre 
revoltoso,  creía  conservar  aún  los  bríos  de  su  mocedad  y  vol- 
ver á  armar  la  gorda. 

Súpolo  el  marqués  de  Cañete,  y  se  propuso  castigar  tanto 
la  burla  á  su  persona  cuanto  la  traición  de  Robles  al  virrey 
Blasco  Núñez.  Con  tal  fin  salió  de  Lima  el  oidor  Altamirano 
con  el  encargo  de  hacerle  dar  garrote.  El  octogenario  Martín 
de  Robles,  que  investía  la  clase  de  general,  fué  sin  ningún  mi- 
ramiento ni  proceso  ejecutado  en  secreto,  lo  que  produjo  un 
serio  tumulto  en  Potosí. 

Fehpe  II  desaprobó  la  conducta  del  virrey,  relevándolo  in- 
mediatamente con  el  conde  de  Nieva,  y  colmando  de  honores 
y  gracias  á  doña  María  de  Robles  y  á  su  hijo  Pablo  Meneses. 

Martín  de  Robles  fué  tío  del  famoso  padre  Calancha,  autor 
de  la  curiosa  crónica  agustina  del  Perú. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  291 


IX 

Lope  de  Agnirre  el  traidor 


Asusta  y  da  temblor  de  nervios  asomarse  al  abismo  de  la 
conciencia  de  algunos  hombres.  El  sólo  nombre  de  Lope  de 
Aguirrc  aterroriza. 

Fecundísimo  en  crímenes  y  en  malvados  fué  i>ara  el  Perú 
el  siglo  XVI.  No  parece  sino  que  España  hubiera  abierto  las 
puertas  de  los  presidios  y  que,  escapados  sus  moradores,  se 
dieron  cita  para  estas  regiones.  Los  horrores  de  la  conquista, 
las  guerras  de  pizarristas  y  almagristas,  y  las  vilezas  de  Godi- 
ncs,  en  las  revueltas  de  Potosí,  reflejan,  sobre  los  tres  siglos 
que  han  pasado,  como  creaciones  de  una  fantasía  calenturienta. 
El  espíritu  se  resiste  á  aceptar  el  testimonio  de  la  historia. 

Entre  los  aventureros  que  can  el  capitán  Perálvarez  llegaron 
al  Perú  en  1544,  hallábase  Lope  de  Aguirre,  mancebo  de  veinti- 
trés años,  y  reputado  por  uno  de  los  mejores  jinetes.  Aunque 
oriundo  de  Oñate,  en  Guipúzcoa,  y  de  noble  familia,  que  lucía 
por  mote  en  su  escudo  de  armas  esta  leyenda:— Piérdale  todor 
sálvese  la  /lowm,— había  pasado  gran  parte  de  su  juventud  en 
Andalucía,  donde  su  destreza  en  domar  caballos,  y  su  carác- 
ter pendenciero  y  emprendedor  le  habían  conquistado  poco 
envidiable  fama. 

En  la  rebelión  de  Gonzalo  Pizarro,  tomó  partido  por  éste; 
y  cuando,  al  arribo  del  licenciado  La  Gasea  se  vio  en  1549,  for- 
zada Gonzalo  á  alejarse  de  Lima,  encomendó  á  Aguirre,  como 
uno  de  los  capitanes  de  más  confianza,  que  con  cuarenta  hom- 
bres de  caballería  cubriese  la  retirada. 

Apenas  emprendido  el  movimiento,  Lope  de  Aguirre  retro- 
cedió con  su  fuerza  y  entró  en  Lima  gritando:— ¡Viva  el  rey! 
; muera  Pizarro,  que  es  tirano! 

Y  alzando  bandera  por  La  Gasea,  asesinó  en  la  ciudad  á 


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292  RICARDO    TALMA 

dos  partidarios  de  Gonzalo,  y  en  toda  la  campaña  hizo  os- 
tentación de  ferocidad.  Lope  de  Aguirre  se  entusiasmaba  como 
el  tigre  con  la  vista  de  la  sangre;  y  sus  camaradas,  que  lo 
veían  entonces  poseído  de  la  fiebre  de  la  destrucción,  lo  lla- 
maban caritativamente:— ÍJZ  loco  Aguirre, 

Cuando,  terminada  la  guerra,  llegó  la  hora  de  recompensar 
á  los  realistas.  La  Gasea  el  Justiciero  estimó  en  poco  los  ser- 
vicios de  Aguirre.  Resentido  éste,  se  retiró  á  Potosí,  y  en  1553, 
después  del  asesinato  del  corregidor  Hiño  josa,  se  alzó  con  Egas 
de  Guzmán,  y  fué  uno  de  los  jefes  de  aquel  destacamento  que, 
en  una  semana,  cambió  tres  veces  de  bandera:— por  el  rey, 
contra  el  rey  y  por  el  rey.  El  mariscal  don  Alonso  de  Alva- 
rado,  pacificador  de  esos  pueblos,  á  quien  se  unió  Aguirre, 
tomó  á  empyeño  ahorcar  al  traidor;  pero  como  los  picaros  hallan 
siempre  valedores,  el  mariscal  tuvo  que  guardarse  en  el  pecho 
la  intención. 

Combatió  después  contra  Francisco  Girón,  y  recibió  una  heri- 
da en  la  pierna,  de  la  cual  quedó  un  tanto  lisiado. 

El  marqués  de  Caftete  vino  al  fin,  en  1555,  como  virrey  del 
Perú,  á  estirpar  abusos,  ahogando  todo  germen  de  revuelta. 
El  buscó  ocupación  á  los  espíritus  inquietos,  destinando  á  unos 
á  la  empresa  de  desaguar  la  laguna  en  que,  según  la  tradición, 
existe  la  gran  cadena  de  oro  de  los  Incas,  y  empleando  á  otros 
en  la  exploración  del  estrecho  de  Magallanes. 

En  Moyobamba,  y  con  aquiescencia  del  virrey,  preparaba 
el  bravo  capitán  Pedro  de  Urzua,  natural  de  Navarra,  una 
expedición  á  las  riberas  del  Marañón,  en  busca  de  una  tierra 
que,  según  noticias,  era  tan  abundante  en  oro,  que  sus  pobladores 
se  acostaban  sobre  lechos  del  precioso  metal.  Grande  fué  el 
número  de  codiciosos  que  se  alistaron  bajo  la  bandera  de 
Urzua,  capitán  cuyas  dotes  como  soldado  y  hazañas  en  el  nuevo 
reino  de   Granada   le   habían   granjeado   positiva   popularidad. 

La  curiosa  crónica  titulada  Carnero  de  Bogotá^  escrita  por 
un  contemporáneo  de  Urzua,  nos  pinta  la  heroicidad  de  este 
caudillo,  á  la  par  que  la  nobleza  de  su  corazón.  Pedro  de  Ur- 
zua fué  el  fundador  de  Pamplona,  una  de  las  más  importantes 
ciudades  de  Colombia. 

Lope  de  Aguirre  se  presentó  á  Urzua,  acompañado  de  una 


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MIS    ULTIMAS    TKADICIONES  293 

hija,  niña  de  once  años  de  edad.  A  Urzua  seguía  también  en 
la  expedición  la  bellísima  doña  Inés  de  Atienza,  limeña  é  hija 
del  conquistador  Blas  de  Atienza,  favorito  del  marqués  Piza- 
rro,  y  algunas  otras  mujeres,  entre  las  que  se  encontraba  una 
aragonesa  llamada  la  Torralba,  manceba  de  Aguirre. 

Las  fatigas  de  los  expedicionarios  aiunentaban  sin  encontrar 
el  país  del  oro.  Vino  luego  la  desmoralización  propia  de  gente 
allegadiza,  y  una  noche  estalló  un  motín  encabezado  por  Agui- 
rre. Pedro  de  Urzua  y  su  querida  doña  Inés  fueron  asesinados. 

Los  revoltosos  proclamaron  por  general  á  don  Fernando  de 
Guzmán,  hidalgo  sevillano,  y  por  maese  de  campo  á.  Lope  de 
Aguirre.  Extendida  el  acta  revolucionaria,  firmó  con  el  mayor 
cinismo— Xoí)e  de  Aguirre  el  Traidor.— Un  historiador  añade  que 
dijo  Aguirre  que  firmaba  con  este  mote  de  infamia,  porque, 
después  de  asesinado  el  gobernador  Urzua,  habían  de  pasar 
siempre  por  traidores ,  que  el  cuervo  no  podía  ya  ser  más 
negro  que  sus  alas,  y  que  en  vez  de  justificaciones  y  penosos 
descubrimientos ,  lo  que  debían  hacer  era  apoderarse  del  Perú, 
el  mejor  Dorado  del  mundo,  que  el  cielo  lo  hizo  Dios  para 
quien  lo  merezca,  y  la  tierra  para  quien  la  gane. 

Los  expedicionarios,  arrastrados  por  Aguirre  y  por  las  bár- 
baras ejecuciones  que  éste  realizara  con  los  que  le  eran  sospe- 
chosos, reconocieron,  no  ya  sólo  por  general,  sino  por  príncipe 
del  Perú  á  don  Femando  de  Guzmán.  Un  día  reconvino  éste 
á  su  maese  de  campo,  por  el  inútil  lujo  de  crueldad  que 
desplegaba  con  sus  subordinados;  y  no  pasó  mucho  tiempo 
sin  que  el  vengativo  Aguirre  asesinase  también  á  su  príncipe. 
Y  seguido  de  doscientos  ochenta  bandoleros,  que  él  llamaba 
sus  maratones  (1),  cometió  inauditos  crímenes  en  la  isla  de  Mar- 
garita, en  Valencia  y  otros  pueblos  de  Venezuela,  que  entregó 
al  incendio  y  al  saqueo  de  los  desalmados  que  lo  acompañaban. 

La  bandera  de  Lope  de  Aguirre  era  de  tafetán  negro  con  dos 
espadas  rojas  en  cruz. 

Una  mañana  levantóse  el  caudillo  fuerte^  título  con  que  lo  en- 
galanaron sus  marañones,  algo  aterrorizado,  y  llamó  á  un  fraile 


(1)    En  1881  tenía  el  autor  escrita  gran  parte  de  una  larga  novela  histórica  titulada  Los  Mara^ 
ñones f  cuyo  manusciito  desapareció  en  el  incendio  de  Miraflores. 


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294  RICARDO    PALMA 

dominico.  Oyólo  éste  en  confesión,  y  tal  sería  ella,  que  se  negó 
á  absolverlo.  Lope  de  Aguirre  se  alzó  del  suelo,  llamó  al  ver- 
dugo, y  le  dijo  con  mucha  flema:— Ahora  mismo,  ahórcame 
á  este  fraile  marrullero. 

Por  fin,  desamparado  de  los  suyos,  y  acorralado  como  fiera 
montaraz,  se  metió  en  un  rancho  con  su  hija,  y  la  dijo: 

—Encomiéndate  á  Dios,  que  no  quiero  que,  muerto  yo,  ven- 
gas á  ser  una  mala  mujer,  ni  que  te  llamen  la  hija  del  traidor. 

Y  aquel  infame,  que  fingía  creer  en  Dios,  rechazando  á  la 
Torralba,  que  se  le  interponía,  hundió  su  puñal  en  el  pecho 
de  la  triste  niña. 

Un  soldado  llamado  Ledesma  intimó  entonces  rendición  á 
Lope,  y  éste  contestó:— No  me  rindo  á  tan  grande  bellaco  como 
vos-  y  volviéndose  al  jefe  de  los  realistas,  pidió  le  acordase 
algunas  horas  de  vida,  porque  tenía  que  hacer  declaraciones 
importantes  al  buen  servicio  de  Su  Majestad;  mas  el  jefe,  re- 
celando un  ardid,  ordenó  á  Cristóbal  Galindo,  que  era  uno 
de  los  que  habían  desertado  del  campo  de  Aguirre,  que  hiciese 
fuego.  Disparó  éste  su  arcabuz,  y  sintiéndose  Aguirre  herido 
en  un  brazo,  dijo:— ¡Mal  tiro!  ¿no  sabes  apuntar,  malandrín? 

Hiciéronle  un  segundo  disparo,  que  lo  hirió  en  el  pecho, 
y  Lope  cayó  diciendo:— ¡Este  sí  es  en  regla!— Fué  también  \mo 
de  sus  marañones  el  que  ultimó  al  tirano. 

Luego  le  cortaron  la  cabeza,  descuartizaron  el  tronco,  y  du- 
rante muchos  años  se  conservó  su  calavera  en  una  jaula  de 
hierro,  en  uno  de  los  pueblos  de  Venezuela. 

Dice  un  cronista  que  Lope  de  Aguirre  tomó  por  modelo,  no 
sólo  en  la  crueldad,  sino  en  el  sarcasmo  impío,  á  Francisco 
de  Carbajal,  y  que  habiendo  sorjM'endido  rezando  á  uno  de 
sus  soldados,  lo  castigó  severamente,  diciendo:— Yo  no  quiero 
á  los  míos  tan  cristianos,  sino  de  tal  condición,  que  jueguen 
el  alma  á  los  dados  con  el  mismo  Satanás. 

Detenido  en  una  de  sus  excursiones  por  un  fuerte  chapa- 
rrón, exclamó  furioso:— ¿Piensa  Dios  que  porque  llueve  no 
tengo  de  hacer  temblar  el  mundo?  Pues  muy  engañado  está 
su  merced.  Ya  verá  Dios  con  quién  se  las  há,  y  que  no  soy 
ningún  bachillerejo  de  caperuza  á  quien  agua  y  truenos  dan 
espanto. 


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MIS    CLTIMAS    TRADICIONES  295 

La  caria  que  dirigió  á  Felipe  II  es  curiosísimo  documento 
que  basta  para  formarse  cabal  idea  del  personaje. 

Lope  de  Aguirre  murió  en  Diciembre  de  1561,  á  los  cincuenta 
años  de  edad.  Era  feo  de  rostro,  pequeño  de  cuerpo,  flaco  de 
carnes,  lisiado  de  una  pierna  y  sesgo  de  mirada,  muy  bullicioso 
y  charlatán. 

Tal  es  la  historia  de  uno  de  esos  monstruos  que  aparecen  so- 
bre la  tierra  como  una  protesta  contra  el  origen  divino  de  la 
raza  humana.  Oviedo  y  Baños,  en  su  curiosa  crónica,  y  Pedro 
Simón  en  sus  Historiales,  son  verdaderamente  minuciosos  en  el 
relato  de  las  atrocidades  realizadas  por  el  traidor  Lope  de 
Aguirre. 


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LAS  POETISAS  ANÓNIMAS 


En  literatura,  como  en  religión,  como  en  política  y  como 
en  todo,  haj  mixtificaciones  ó  supercherías;  y  para  mí  entra  en 
el  número  de  ellas  la  epístola  en  silva  que,  con  el  seudónimo 
de  Amarilis^  dirigió  á  Lope  de  Vega,  en  1620,  una  dama  huanu- 
queña.  Menéndez  y  Pelayo  cree  á  pie  juntillas  en  la  existen- 
cia real  de  la  poetisa,  y  forzando,  con  el  admirable  talento 
que  le  es  propio,  la  disquisición,  llega  hasta  á  bautizarla  con 
el  nombre  de  doña  María  de  Alvarado.— En  Huánuco,  agre- 
go yo,  no  ha  faltado  vecino  que,  estimándola  como  ascen- 
diente suya,  la  llamó  doña  María  de  Figueroa;  y  hasta  hay 
quien  lü  supone  hija  de  don  Diego  de  Aguilar,  autor  de  un 
poema  titulado  El  Marañón^  que  no  debe  valer  gran  cosa,  pues 
aun  se  conserva  inédito  en  un  archivo  de  España.  El  poeta 
fué  un  español  avencidado  en  Huánuco. 

También  la  limeña  Clarinda  (que  escribió  en  1507),  á  quien 
Cervantes  nos  presenta  no  como  madre  de  gallardos  infan- 
tes sino  de  unos  robustos  tercetos  En  loor  de  la  poesía^  antó- 
Jaseme  que  es  otra  mixtificación,  y  tan  clara  como  la  luz  del 
medio   día. 

No  es  esto  decir  que  niegue  yo,  en  la  mujer  americana  de 
aquellos  siglos,  ingenio  para  el  cultivo  del  Arte;  y  ciertamen- 
te, que  halagaría  mticho  nuestro  amor  propio  ú  orgullo  na- 
cional  el   que  fuese  verdad  tanta  belleza. 

La  educación  de  la  mujer,  en  el  siglo  xvii,  era  tan  desaten- 
dida que  ni  en  la  capital  del  virreinato  abundaban  las  damas 


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298  RICAHDO    PALMA 

que  hubiesen  aprendido  á  leer  correctamente;  y  aun  á  éslas  na 
se  las  consentía  más  lectura  que  la  de  libros  devotos,  autori- 
zados pwr  el  gobierno  eclesiástico  y  por  la  Inquisición,  ene- 
raiga  acérrima  de  que  la  mujer  adquiriese  una  ilustración  que 
se  consideraba  como  ajena  á  su  sexo.  Aun  dando  de  barato 
que,  substrayéndose  la  mujer  al  rigorismo  de  los  padres  y 
al  medio  social  ó  ambiente  prosaico  en  que  vivía,  se  desper- 
tasen en  ella  aficiones  p>oéticas,  mal  podía  cultivarlas  por  ca- 
rencia de  libros,  que  rara  vez  nos  venían  de  España;  amén 
de  que  muchos  sólo  de  contrabando  podían  llegamos,  por  no 
consentir  el  gobierno  de  la  metrópoli  que  circulasen  en  el 
Nuevo  Mundo.  Las  bibliotecas  de  los  conventos  abundaban, 
es  verdad,  en  infolios  latinos,  lengua  que  siempre  fué  pro- 
blemático alcanzasen,  ni  medianamente,  á  traducir  las  monjas 
de  nuestros  monasterios.  Todavía  otra  cortapisa.  No  bastaba 
con  que  un  libro  estuviera  excomulgado  ó  puesto  en  el  Index 
expurgatorio,  por  contener  frases  mal  sonantes  ó  doctrinas  ca- 
lificada;^  de  heréticas,  sino  que,  hasta  para  la  lectura  de  cier- 
tos clásicos,  necesitaba  un  hombre  proveerse  de  licencia  ecle- 
siástica. Y  si  á  esta  severidad  estaba  estrictamente  sometido 
el  sexo  fuerte,  mal  puede  aceptarse  que  en  manos  de  mujer 
anduvieran  Ovidio,  Marcial  ó  Tíbulo.  Ni  la  Biblia  podía  vul- 
garizarse. 

Como  no  hemos  de  acordar  ciencia  infusa  á  nuestras  com- 
patriotas de  pasados,  presentes  y  venideros  siglos,  está  dicho 
que  noü  resistimos  á  creer  que  las  dos  imaginadas  poetisas 
hubieran,  sin  muchos  años  de  lectura  y  de  estudio,  alcanzado 
á  versificar  con  la  corrección  y  buen  gusto  que  en  la  silva 
y,  más  que  en  ella,  eñ  los  tercetos  de  Clarinda^  nos  cautivan. 
Hay  primores  ó  exquisiteces  rítmicas  que  no  se  conocen  ni  ad- 
quieren, sino  después  de  mucha  costumbre  de  rimar  y  de  estar 
uno  familiarizado  con  las  producciones  de  los  más  aventaja- 
dos ingenios;  y  en  esas  gallardías  son  pródigas  ambas  poetisas. 

Clarinda  pudo  sustentar  cátedra  de  Historia  griega  y  de  Mi- 
tología. Nos  habla,  sin  femeniles  escrúpulos,  como  mujer  su- 
perior á  su  siglo,  de  los  dioses  y  diosas  del  Olimpo  y  de  Ho- 
mero y  la  Ilíada^  y  de  Virgilio  y  la  Eneida  nos  dice  maravillas; 
manosea  con  desenfado  á  los  personajes  bíblicos,  y  casi  trata 


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MIS    CLTIMAS    TRADICIONES  299 

tú  por  tú,  como  quien  ha  vivido  ea  larga  intimidad  con  ellos, 
á  Horacio,  Marcial,  Lucrecio,  Juvenal,  Persio,  Séneca  y  Ca lu- 
lo. Véase  algo  de  lo  que  de  ellos  dice: 


Conocido  es  Virgilio,  que  á  su  Dido 
rindió  el  amor  con  falso  disimulo, 
y  el  tálamo  afeó  de  su  marido. 

Pomponio,   Horacio,  Itálico,  Catulo, 
Marcial,  Valerio,  Séneca  Avieno, 
Lucrecio,  Juvenal,   Persio,   Tibulo, 

y  tú  ¡oh  Ovidio  de  sentencias  lleno! 

que  aborreciste  el  foro  y  la  oratoria 

por  seguir  de  las  nueve  el  coro  ameno etcétera. 

El»  tercetos  anteriores,  y  como  para  relatai^nos  que  ha  leí- 
do á  Sófocles,  á  Aristóteles,  á  Ennio,  á  Estrabón  y  á  Plinio, 
nos  exhibe  á  Cicerón,  al  cual  indudablemente  no  ha  conocido 
sólo  de  nombre,  pues  traduce  uno  de  sus  conceptos: 

Oid  á  Cicerón  cómo  resuena 

con  elocuente  trompa,  en  alabanza 

de  la  gran  dignidad  de  la  Camena; 

el  buen  poeta  (dice  Tulio)  alcanza 
espíritu  divino,  y  lo  que  asombra 
es  darle  con  los  dioses  semejanza. 

Dice  que  el  nombre  del  poeta  es  sombra 

y  tipo  de  deidad  santa  y  secreta, 

y  que  Ennio  á  los  poetas  santos  nombra. 

Aristóteles  diga  qué  es  poeta, 

Plinio,  Estrabón,  y  díganoslo  Roma 

que   dio   al   poeta   nombre   de  profeta etcétera. 


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300  RICARDO    PALMA 

En  los  tercetos  En  loor  de  la  poesía  hay  lo  que  puede  11a- 
juaisc  derroche  de  ilustración  y  gran  conocimiento  de  los  clá- 
sicos griegos  y  latinos,  cuyo  estudio,  en  1607,  apenas  si  se 
iniciaba  en  la  Universidad  de  San  Marcos,  á  cuyas  aulas  no 
era  aún  lícito  penetrar  á  la  mujer.  Si  la  anónima  poetisa  vi- 
viera en  las  postrimerías  de  este  nuestro  siglo  xix,  de  fijo 
que  podría  decir  con  vanagloria: —Ya  no  hay  en  el  mundo  más 
que  dos  personas  que  saben  latín  á  las  derechas:  el  papa 
León  XIII  y  yo. 

La  mujer  sabia  no  fué  hija  del  siglo  xvii,  en  América,  como 
tampoco  lo  fué  la  mujer  librepensadora  ó  racionalista.  Para 
la  mujer,  en  el  Perú,  no  había  siquiera  un  colegio  de  instruc- 
ción media,  sino  humildísimas  escuelas  en  las  que  se  ense- 
ñaba á  las  ñiflas  algo  de  lectura,  poco  de  escritura,  lo  sufi- 
ciente para  hacer  el  apunte  del  lavado,  las  cuatro  reglas  arit- 
méticas, el  catecismo  cristiano,  y  mucho  de  costura,  bordado 
y  demás  labores  de  aguja.  Hasta  después  de  1830  no  hubo 
escuela  en  la  que  adquiriesen  las  niñas  nociones  de  Geografía 
é  Historia.  No  siempre  había  de  subsistir  lo  de  misa,  misar, 
y  casa  guardar. 

La  verdad  es  que,  en  la  primera  mitad  del  siglo  xvii,  Mé- 
xico se  enorgullecía  con  ser  patria  de  una  gran  poetisa— Sor 
Junna  Inés  de  la  Cruz— nacida  en  1614,  la  que  mantenía  co- 
rrespondencia poética  con  laureados  ingenios  de  Madrid,  y  aun 
con  vates  españoles  residentes  en  el  Perú.  No  era  una  poetisa 
anónima,  sino  un  espíritu  que  sentía  y  se  expresaba  con  la 
delicadeza  propia  de  su  sexo,  de  un  talento  claro  y  de  una 
inteligencia,  cultivada  hasta  donde  era  posible  que  en  América 
alcanzase  la  mujer.  No  fué  una  sabia,  no  fué  un  portento 
de  erudición  como  la  pseudo-autora  de  los  tercetos;  fué  sen- 
cillamente una  poetisa  que  transparentó  siempre,  en  sus  ver- 
sos, femeniles  exquisiteces.— Si  México  posee  una  hija  mimada 
de  Apolo,  el  Perú  la  tuvo  antes,  se  dijeron  nuestros  antepasa- 
dos: y  por  esta  razón  de  pueril  vanidad  patriótica  no  hubo, 
en  los  tiempos  de  la  colonia,  quien,  sin  prejuicios  y  con  áni- 
mo sereno,  acometiera  la  investigación.  Y  así  la  mixtificación 
se  perpetuaba,  y  podíamos  exhibir  una  competidora  á  la  bien 
y  legítimamente  conquistada  fama  de  la  mexicana  monja. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  301 

Indudablemente,  el  autor  de  la  composición  En  loor  de  la 
poesía  era  buen  poeta  y  hombre  de  vastísima  ilustración,  que 
se  propuso  halagar  á  su  amigo  Diego  Mexía,  el  sevillano,  en- 
viándole,  para  proemio  de  su  Parnaso  antartico,  los  magníficos 
tercetos.  Y  que  Mexía  se  hizo  cómplice  en  la  mixtificación, 
no  cabe  dudarlo;  pues,  aparte  de  que  mucho  debió  engreírlo 
el  ser  objeto  del  encomio  de  una  dama,  estampa  socarrona- 
mente  que  la  autora  de  los  tercetos  es  una  señora  principal 
de  Lima,  muy  versada  en  las  lenguas  toscana  y  portuguesa, 
cuyo  nombre  calla  por  justos  respetos.  ¡Connu!  que  diría  un 
francés. 

Nuncí  los  resplandores  del  sol  pasaron  inadvertidos,  y  sol 
esplendoroso  en  nuestro  mundo  americano  habría  sido  la  mu- 
jer que  tan  alto  descollara  en  las  letras.  Ni  el  mismo  Diego 
Mexía  se  habría  obstinado  en  guardar  secreto  sacramental,  no 
porque  con  ello  defraudaba  gloria  ajena  usufructuándola  casi 
en  su  provecho,  sino  porque  el  aplauso  anónimo  parece  aplau- 
so mendigado,  y  no  brinda  garantía  de  ser  sincero  y  merecido. 

Sospecho  que,  aun  en  los  tiempos  de  Diego  Mexía,  hubo 
de  ser  generalizada  la  creencia  en  que  los  rotundos  tercetos 
eran  liijo:  de  varonil  inspiración;  pues,  de  otra  manera,  la 
excitada  curiosidad  se  habría  puesto  en  acción  para  conocer 
el  nombre  de  la  sabia  y  misteriosa  Clarinda.  En  literatura  no 
hay  secreto  impenetrable  cuando  hay  firme  empeño  en  cono- 
cerlo; y  menos  éste,  pues  se  trataba  sólo  de  investigar  entre 
cien  limeñas,  que  supieran  leer  y  escribir  con  regular  correc- 
ción, cuál  era  la  que  mantenía  comercio  con  las  musas,  investi- 
gación no  muy  trabajosa  en  una  ciudad  cuya  masa  total  de 
población  era,  en  muy  poco,  mayor  de  cuarenta  mil  almas. 
Sólo  la  piedra  preciosa  puede  esconder  su  brillantez  en  la 
impenetrabilidad  de  la  mina;  pero  el  talento  es  como  el  sol, 
cuyos  rayos  deslumbradores,  si  alguna  vez  se  esconden  entre 
la  niebla,  no  por  eso  dejan  nuestras  pupilas  de  adivinarlos. 

Tiene  sobrada*  razón,  como  dice  Menéndez  y  Pelayo,  el  poe- 
ta colombiano  Rafael  Pombo  cuando,  en  el  prólogo  de  las 
poesías  de  Agripina  Montes  del  Valle,  escribe  que,  en  verso 
castellano,  no  se  ha  discurrido  tan  alta  y  poéticamente  sobre 
la  poesía,  como   en  la  composición  de  la  anónima  limeña. 


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302  KICAKDO    PALMA 

Estas  mixtificaciones,  marrullerías  ó  chanchullos  poéticos, 
han  sido  moneda  corriente  en  América,  y  quiero  comprobarlo 
cilüudo  algunos  de  nuestros  días.  Durante  más  de  dos  años 
fué  unánime  el  coro  de  elogios  tributado  á  varias  delicadas 
composiciones  que,  con  la  firma  Edda  la  bogotana^  reprodujo  la 
prensa  de  nuestras  repúblicas.  Al  fin,  se  desvaneció  el  miste- 
rio, y  llegó  á  ser  de  público  dominio  que  esa  firma  fué  un 
seudónimo  que  ocultaba  el  nombre  de  uno  de  los  más  escla- 
recidos poetas  contemporáneos  de  nuestro  continente,  el  cual 
encontró  complacencia  en  avivar  la  curiosidad  de  los  lecto- 
res manteniendo  en  pie,  mientras  le  fué  posible  contar  con 
la  discreción  del  impresor,  la  que  él  estimaba  como  inocente 
travesura. 

Y  para  hablar  sólo  del  Perú,  recordemos  que  ha  casi  im 
cuarto  de  siglo  nos  traía  intrigados  la  firma  Leonor  Manrique^ 
que  con  frecuencia  se  leía  en  uno  de  nuestros  diarios,  al  pie 
de  versos  muy  galanos,  así  como  las  de  Lncüa  Monroy  y  Adriu- 
na  Buendía  suscribiendo  poesías,  si  bien  menos  correctas  que 
las  de  aquélla,  no  por  eso  menos  agradables.  Pues  bien,  todo 
ello,  con  el  correr  de  los  meses,  se  supo  que  fué  puro  en- 
tretenimiento y  pura  broma  de  dos  poetas  de  buen  humor. 
No  sería  de  maravillar  que  un  futuro  historiógrafo  de  las  le- 
tras peruanas,  ateniéndose  á  la  prensa  periódica,  obsequiase 
al  Perú  un  cardumen  de  poetisas  qfue  existieron  sólo  en  la 
fantasía  de  escritores  traviesos,  y  que  hoy  se  están  embobados 
y  sin  acordarse  de  la  travesura,  como  diz  que  se  está  san  Gi- 
lando  en  el  cielo,  donde  Dios  no  hace  caso  de  san  Gilando 
ni  san   Gilando   de  Dios. 

Trece  años  después  de  la  aparición  de  Clarinda^  que  no 
volvió  á  inspirarse  ni  á  dar  señales  de  vida,  se  nos  presenta, 
en  1620j  la  Amarilis  de  Huánuco,  con  su  epístola  en  silva, 
dirigida   á  Lope   de   Vega.   Nueva   mixtificación. 

Lo  artificioso  de  las  imágenes  en  el  platonicismo  amoroso, 
más  aun  que  la  estructura  de  los  versos,  propia  de  pluma 
muy  ejercitada  en  la  métrica,  nos  están  revelando  á  gritos  á 
un  hijo,  y  no  de  los  peores,  del  dios  Apolo.  Ese  mismo  em- 
peño en  hacer  su  autobiografía  nos  es  sospechoso  por  lo  im- 
propio y  rebuscado,  pues  ninguna  mujer  románticamente  ena- 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  303 

morada  de  un  hombre,  á  quien  no  conoce  más  que  por  sus 
comedias,  es  capaz  de  imaginar  que,  para  obtener  correspon- 
dencia de  afectos,  la  sea  preciso  contar,  de  buenas  á  prime- 
ras, ai  hombre  de  su  amor,  que  los  abuelos  de  ella  fueron  de 
los  conquistadores  del  Perú  y  de  los  que  fundaron  la  ciudad 
de  los  caballeros  del  León  de  Huánuco;  que,  niña  aun,  quedó 
huérfana  y  confiada  á  la  tutela  de  una  tía;  que  tiene  una  her- 
mana, un  tanto  devota^  llamada  Belisa,  cuyo  marido  es  muy 
buen  muchacho;  y  por  fin  que  ella  vive  contenta  en  su  celi- 
bato, consagrada  sólo  al  amor  espiritual  que  la  inspira  Be- 
lardo,  nombre  con  que  bautiza  á  Lope  de  Vega.  ¿A  qué  venía 
esa  confesión,  no  de  culpas,  sino  de  boberías?  ¿Quién  sabe 
si  el  malicioso  vate  madrileño,  después  de  leer  las  noticias 
autobiográficas,   no   exclamaría: 

— y    á  mi,   señora,   ¿qué  me   cuenta   usted? 

Xo  siempre  tiene  uno  interés  en  imponerse  de  vidas  ajenas. 
Quede  eso  para  los  ociosos,  y  Lope  no  lo  era. 

ti  inventor  de  Amarilis  contrasta  con  el  inventor  de  Cía- 
rinda.  Esta,  en  sus  tercetos,  apenas  si,  por  incidencia,  habla 
de  su  femenil  persona,  y  aun  en  eso  anda  un  tanto  gazmoña. 
La  de  la  epístola  á  Lope,  más  que  una  dama  culta  y  de  buen 
tono,  es  una  comadre  cotorrera. 

Cierto  que  en  la  silva  de  Amarilis  abundan  trozos  de  verda- 
dero estro  poético  y  que  no  hay  pretensión  de  lucir  sabiduría, 
como  en  los  versos  de  Clarinda:  ésta  aspira  á  ser  hombre,  y 
aquélla  se  conforma  con  pertenecer  al  sexo  bello  y  débil.  Sin 
embargo,  para  que  haya  de  todo  en  la  viña  del  Señor,  uvas 
pámpanos  y  agraz,  véase  este  fragmento  con  vistas  a  la  eru- 
dición . 

Dente  el  cielo  favores, 
las  dos  Arabias  bálsamos  y  olores, 
Cambaya  sus  diamantes,  Tíbar  oro, 
marfil  Sofalia,  Persia  su  tesoro, 
perlas  los  orientales, 
el   Rojo   Mar  purísimos  corales, 
hatajes  los  Ceylanes, 
áloes  preciosos  Sámaos  y  Campanes, 


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304 


RICARDO    TALMA 


rubíes  Pegugamba  y  Nubia   algalia, 

amatistas  Karsin^, 

y  prósperos  sucesos  Acidalia. 

Este  lujo  de  erudición  palabrera  ó  catálogo  de  productos 
locales,  me  trae  á  la  memoria  unos  versos  que  dicen: 

En  cierta  obra  de  química  leía 

el  índice  mi  hijo:— 
Nitrato  de  potasio  y  de  magnesio, 

nitrato  de  rubidio, 
nitrato   de  barita  y  de  zirconio, 

nitrato  de  aluminio 

Pues  si  de  nada  trata,  papá,  díme 

¿de  qué  trata  este  libro? 

Tengo  para  mí  que  el  viejo  Lope  de  Vega  no  tragó  el  an- 
zuelo; porque  contestó  á  Amarilis,  llevándola  el  amén  y  deján- 
dose querer,  en  tercetos  muy  desmayados  para  ser  suyos.  Ade- 
más, Lope,  que,  á  pesar  de  la  sotana  que  vestía^  fué  siempre 
muy  galante,  y  muy  cumplido,  y  muy  obsequioso  para  con 
las  damas,  se  negó  á  complacer  á  la  incógnita  huanuquefta  que 
le  había  pedido  escribiese  un  poema  sobre  la  vida  y  mila- 
gros de  Santa  Dorotea,  lo  que  era  un  juguete  para  el  ingenia 
y  facilidad  del  gran  poeta. 

No  se  diría  sino  que  en  el  siglo  xvii,  en  que  la  educación 
de  la  mujer  estuvo  descuidadísima,  porque  tal  era  la  condi- 
ción sociológica  de  nuestros  pueblos  todos,  tuvimos,  en  Amé- 
rica, epidemia  de  pM>etisas  anónimas.  Húbolas  entre  nosotros^ 
en  Bogotá,  y  en  Quito  y en  fin,  las  poetisas  anónimas  bro- 
taban espontáneamente,  como  los  hongos.  Y  lo  curioso,  y  que 
hasta  reglamentario  parece,  es  que  toda  poetisa  anónima,  des- 
pués  de   dar   á  luz una   composición   magistral,   rompía   la 

pluma  y  se  daba  por  difunta,  como  diciendo  á  la  posteridad: 
para  muestra  de  mi  quincallería  intelectual  y  poética,  te  dejo 
un  solo  botón. 


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í^.:v.^^^?í^r^l^>2c^h'^^^'^:>:r*'.^2é':^<'  :•  r-i^i^^r-.'^í.-^^v^-^^v*-.*  ^.;  :v.-  .-■^e^^^i-.^-^ 


SOBRE  EL  QUIJOTE  EN  AMERICA 

A    DON    MIGUEL    DE    ÜNAMüNO 
I 

Minucias  bibliográficas 

En  1877  la  Biblioteca  de  Lima  estaba  cerrada  para  el  pú- 
blico, por  hallarse  en  construcción  la  estantería  de  cedro  del 
espacioso  salón  Europa,  No  obstante,  el  bibliotecario,  coro- 
nel don  Manuel  Odriozola,  sucesor  del  ilustre  Vigil,  daba  facili- 
dades para  consultar  libros  á  sus  amigos  aficionados  á  estu- 
dios históricos,  y  después  de  las  tres  de  la  tarde  nos  congregá- 
bamos en  amena  é  ilustrativa  charla,  alrededor  de  su  poltrona. 

Una  tarde,  llevado  por  el  general  Mendiburu,  que  era  de 
vez  en  cuando  uno  de  los  concurrentes  á  la  tertulia,  nos  fué 
presentado  un  caballero  inglés,  Mr.  Saint  Jhon,  Ministro  de 
la  Gran  Bretaña  en  el  Perú.  Traía  á  este  señor  la  curiosidad 
de  conocer  dos  libros  ingleses  de  que  Mendiburu  le  hablara, 
rarezas  bibliográficas  que,  como  oro  en  paño,  guardaba  el 
bibliotecario,   bajo   de   llave,   en   un   cajón   de   su   escritorio. 

Era  el  uno  el  famosísimo  libro  que  escribiera  Enrique  VIII, 
haciendo  gala  de  ultramontanismo,  y  por  el  cual  lo  declaró 
el  Papa  defensor  de  la  fe,  autorizándolo  para  que,  en  las  ar- 
mas de  su  reino,  se  pusiera  este  lema:  Fidei  defensa.  Era  un 
tomito  de  poco  más  de  doscientas  páginas,  en  octavo  menor 
y  que  Odriozola  encerraba  en  una  cajita  de  latón.  Cuando 
Enrique  VIII  cambió  de  casaca,  rompiendo  lanzas  con  el  Pa- 

20 


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306  RICARDO    PALMA 

pado,  mandó  recoger  y  quemar  los  ejemplares  del  libro,  im- 
poniendo durísimas  penas  á  sus  subditos  remisos  en  obede- 
cer el  regio  mandato.  No  recuerdo  en  qué  Enciclopedia  mo- 
derna he  leído  que  no  excedieron  de  cuarenta  los  ejemplares 
que  libraron  de  la  hoguera,  y  eso  porque  el  monarca  los  ha- 
bía obsequiado  á  embajadores  y  á  cardenales  de  su  devoción. 

Cuando  la  destrucción  de  la  Biblioteca  de  Lima  por  los  chi- 
lenos, en  1881,  desapareció  el  ejemplar  que  poseía  el  Perú,  y 
que  perteneció  á  la  librería  de  los  jesuítas,  la  cual  sirvió  de 
base  á  la  Nacional  fundada  por  el  general  San  Martín  en 
1821.  El  ejemplar  no  llegó  á  la  Biblioteca  de  Santiago,  ni  hay 
noticia  de  que  lo  hubiera  adquirido  bibliófilo  alguno  de  Eu- 
ropa ó  América,  pues  bien  se  sabe  que  los  hombres  domina- 
dos por  la  manía  de  acaparar  libros  jamás  guardan  secreto 
sobre  los  ejemplares  raros  que  adquieren,  y  gozan  con  echar 
la  nueva  á  los  cuatro  vientos.  Como  muchas  de  las  obras  fue- 
ron vendidas,  á  vil  precio  por  la  soldadesca  en  los  bodego- 
nes, utilizándose  el  papel  para  envoltorios  de  sal  molida  ó  de 
pimienta,  no  es  aventurado  recelar  que  tan  indigna  suerte  haya 
cabido  al  curiosísimo  librito. 

En  muy  lujosa  edición,  profusamente  ilustrada  con  lámi- 
nas sobre  acero,  hecha  en  Londres  en  1707,  admiró  Mr.  Saint 
Jhon  un  volumen,  en  folio  menor,  titulado  Perspectiva  picto- 
rum  et  architedorum^  por  Andrés  Putei,  de  la  Compañía  de  Je- 
sús. Nuestro  ejemplar  (felizmente  devuelto,  en  1884,  por  un 
caballero  italiano  que  lo  adquirió  por  dos  pesos  ó  soles,  de 
un  soldado)  tiene  ima  preciosa  miniatura  de  la  reina  Ana,  y 
fué  regalado  por  ella  al  embajador  de  España  en  Londres. 
Más  tarde  lo  poseyó  un  virrey,  quien  lo  obsequió  á  la  librería 
de  los  jesuítas. 

Después  de  discurrir  largo  y  menudo  sobre  bibliografía  in- 
glesa, ramo  en  que  el  ministro  británico  me  pareció  algo  en- 
tendido, recayó  la  conversación  sobre  cuál  era  el  libro  de 
más  pequeño  formato  conocido  hasta  el  día.  Enrique  Torres 
Saldamando  y  el  clérigo  La  Rosa  hablaron  de  un  libro  fran- 
cés que  no  recuerdo;  pero  don  José  Dávila  Condemarín  nos 
dijo  que  él  había  tenido  en  sus  manos,  en  Roma,  un  ejemplar 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  307 

de  la  Divina  Comedia^  impreso  en  Italia,  cuyas  páginas  no  ex- 
cedían de  pulgada  y  media.  (1) 


II 
El  primer  ejemplar  del  Quijote 

Era  el  doctor  don  José  Dávila  Condemarín  un  cervantó- 
filo fervoroso. 

Había  sido  (en  dos  ocasiones)  ministro  de  Estado,  diputado 
á  Congi-eso  y  representante  del  Períi  en  Italia;  pero  su  em- 
pleo en  propiedad  era  el  de  Director  General  de  Correos.  En 
su  bufete,  y  como  para  entretener  los  ratos  de  ocio  oficines- 
co, se  veían,  empastados  en  terciopelo  rojo,  dos  volúmenes 
conteniendo  los  cuatro  tomos  del  Quijote,  edición  de  Ibarra. 
Era  en  Lima  (y  acaso  en  todo  el  Perú)  la  persona  que  más 
había  leído  sobre  Cervantes  y  su  inmortal  novela. 

He  olvidado  á  propósito  de  qué  vino  á  cuento  el  Quijote, 
y  nos  dijo  Saint  Jhon  que  apenas  se  encontraría  inglés  edu- 
cado que  no  hubiese  leído  y  releído  los  hechos  y  aventuras 
del  hidalgo  manchego,  y  las  obras  de  Walter  Scott.  La  prue- 
ba la  tienen  ustedes,  nos  agregó,  en  que  es  Inglaterra,  des- 
pués de  España  ciertamente,  el  país  en  que  más  ediciones 
se   han  hecho  del   Quijote.    Pasan  de  doscientas. 

Ocurrióle  entonces  preguntar  si  sabíamos  cuántas  ediciones 
se  habían  hecho  en  el  Perú  y  en  las  demás  repúblicas,  y  en 
qué  año  se  había  conocido  el  libro  en  Lima.  A  ninguno  de 
los  tertulios  competía  dar  respuesta  estando  presente  Dávila 
Condemarín,   indiscutible   autoridad   en   el   asunto.    Lo   que   él 


Jl)  Rl  libro  de  mis  pequefio  formato  que  conozco  existe  en  la  Biblioteca  de  Lima,  y  lleva  por 
lo  Gáltleo  á  Madama  Crittina  de  Lorena,  1615.  Es  un  tomito  de  206  páginas,  d^  mm.  10  por  6, 
con  nueve  reglonritos  por  página.  Los  editores,  bemanos  Salmini,  de  Padua,  lo  Hamnn  Uvero piu 
piecoh  libro  del  mondo,  y  el  precio  de  venta  era  cuatro  libras  por  ejemplar.  Me  fué  obsequiado 
en  1896,  año  en  que  apareció,  por  mi  amigo  Carlos  Sebastián  Puccio,  Cónsul  del  Perú  en  Chiavari. 
Se  conserva,  como  joya,  en  una  cajita  de  tafilete  de  las  que  sirven  á  los  vendedores  de  alhajas 
para  guardar  un  anillo. 


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308  BIGARDO    PALMA 

no  supiera,  de  seguro  que  pai'a  todos  nosotros  era  ignorado, 

Don  José  dijo  que  sólo  tenía  noticia  de  una  edición,  con 
láminas,  hecha  en  México  en  el  decenio  de  1840  á  1850,  y 
que  estaba  en  lo  cierto  afirmando  que  en  república  algima 
se   hubiera   pensado   en   la   reimpresión. 

En  cuanto  á  la  época  en  que  se  recibió  en  Lima  el  pri- 
mer ejemplar  de  la  novela,  que  á  principios  de  Mayo  de  1605 
apareció  en    Madrid,  nos  hizo  este  muy  curioso  relato. 

Llevaba  poco  menos  de  catorce  meses  en  el  desempeño 
del  cargo  de  virrey  del  Perú  don  Gaspar  de  Zúñiga  Acevedo 
y  Fonseca,  conde  de  Monterrey,  cuando  á  fines  de  Diciembre 
de  1605  llegó  al  Callao  el  galeón  de  Acapulco,  y  por  él  recibió 
su  excelencia  un  libro  que  un  su  amigo  le  remitía  de  México 
con  carta  en  que  le  recomendaba,  como  lectura  muy  entretenida, 
esa  nóvela  que  acababa  de  publicarse  en  Madrid  y  que  esta- 
ba siendo,  en  la  coronada  villa,  tema  fecundo  de  conversación 
en  los  salones  más  cultos,  y  dando  pábulo  á  la  murmuración 
callejera  en  las  gradas  de  San  Felipe  el  Real.  Desgraciada- 
mente, el  virrey  se  encontraba  enfermo  en  cama,  y  con  do- 
lencia de  tal  gravedad,  que  lo  arrastró  al  hoyo  dos  meses 
más  tarde. 

A  visitar  al  doliente  compatriota  y  amigo  estuvo  fray  Die- 
go de  Ojeda,  religioso  de  muchas  campanillas  en  la  Recoleta 
dominica,  y  al  que  la  posteridad  admira  como  autor  del  poe- 
ma La  Cristiada.  Encontrando  al  enfermo  un  tanto  aliviado, 
conversaron  sobre  las  noticias  y  cosas  de  México,  de  cuyo 
virreinato  había  sido  el  conde  de  Monterrey  trasladado  al 
del  Perú.  Su  excelencia  habló  del  libro  recibido  y  de  la  re- 
comendación del  amigo,  para  que  se  deleitase  con  su  lectura. 

El  padre  Ojeda  ojeó  y  hojeó  el  libro,  y  algo  debió  picarle 
la  ciuiosidad  cuando  se  decidió  á  pedirlo  prestado  por  pocos 
días,  á  lo  que  el  virrey,  que  en  puridad  de  verdad*  no  estaba 
para  leer  novelas,  accedió  de  buen  grado,  no  prestándole  sino 
obsequiándole  el  libro. 

En  el  mes  de  Marzo,  y  á  pocos  días  del  fallecimiento  de 
su  excelencia,  llegó  el  cajón  de  España,  como  si  dijéramos 
hoy  la  valija  de  Europa,  trayendo  seis  ejemplares  del  Quijote; 
uno   para  el  virrey  ya  difunto,   otro  para  el  santo  arzobispo 


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inS  ULTIMAS  TRADICIONES  309 

Toribio  de  Mogrovejo,  que  también  había  pasado  á  mejor  vida, 
en  el  pueblo  de  Saña,  siete  ú  ocho  días  después  que  su  exce- 
lencia; y  los  cuatro  ejemplares  restantes  para  aristocráticos 
personajes  de  Lima. 

El  padre  Ojeda  colocó  en  la  librería  de  su  convento  el 
primer  ejemplar  del  Quijote.  Esa  librería,  en  los  primeros 
años  de  la  Independencia,  pasó  al  convento  de  Santo  Domingo, 
y  en  el  inventario  ó  catálogo  que  el  señor  Condemarín  leye- 
ra, figuraba  el  libro.  Aseguraba  nuestro  contertulio  que  él  lo 
tuvo  varias  veces  en  sus  manos;  pero  que  después  de  la  ba- 
talla de  la  Palma  (1855)  había  desaparecido  junto  con  otras 
obras  y  manuscritos,  entre  los  que  se  hallaba  una  especie  de 
diario  ó  crónica  conventual  de  la  Recoleta  dominica,  en  la  cual, 
de  letra  del  padre  Ojeda,  estaba  consignado  lo  que  él  nos  co- 
municaba sobre  el  primer  ejemplar  del  Quijote  llegado  á  Lima. 

En  1862  ocupábame  yo  en  acopiar  materiales  para  escri- 
bir níi  libro  Anales  de  la  Inquisición  de  Lima,  y  con  tal  motivo 
fui  un  día  al  convento  á  visitar  á  mis  amigos  los  padres  Cueto 
y  Calzado,  para  que  me  permitiesen  hojear  los  pocos  procesos 
inquisitoriales  y  dos  crónicas  conventuales  inéditas,  que  yo 
tenía  noticia  se  conservaban  en  el  archivo  del  convento.  Am- 
bos sacerdotes  me  informaron  de  que  realmente  existió  todo 
lo  que  yo  buscaba,  pero  que  hacía  pocos  años  el  padre  Semi- 
nario, fraile  de  mucho  fuste,  había  hecho  auto  de  fe  en  des- 
comunal hoguera  con  procesos,  crónicas  y  otros  documentos. 

Hablé  de  esto  en  la  tertulia  de  aquella  tarde,  y  Dávila  Con- 
demarín nos  dijo  que  era  positivo  el  hecho  á  que  yo  me  re- 
fería, y  que  en  la  prefectura  de  Lima  debería  encontrarse 
una  información,  mandada  hacer  por  el  Ministro  de  Gobierno, 
sobre  el  atentado  que  realizó  el  padre  Seminario,  hablando 
del  cual  nos  refirió  que  fué  un  sacerdote  tan  prestigioso,  res- 
petable é  ilustrado,  que  mereció  ejercer,  en  varias  épocas,  la 
prelacia  del  convento;  pero  que  ya,  bastante  anciano,  adoleció 
de  ataques  cerebrales  que  degeneraban  en  locura  furiosa. 

Fué  en  uno  de  ellos  cuando  entregó  á  la  hoguera  viejos 
mamotretos. 

Acaso,   en   su  fanatismo,  imaginara  realizar  acto  meritorio 


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310  RICARDO    PALMA 

privando  á  la  posteridad  de  noticias  que  en  algo  amenguaran 
el  renombre  de  la  comunidad  dominica. 

No  es,  pues,  desacertado  presumir  que  la  crónica  en  que 
colaboró  el  insigne  fraile  poeta,  sería  devorada  por  las  llamas. 


III 

Otro  ejemplar  curioso  del  Quijote 

Lo  que  el  señor  Dávila  Condemarín  ignoraba,  y  que  yo 
conocía,  era  que  existió  en  Lima  un  ejemplar  del  primer  tomo 
del  Quijote,  con  dedicatoria  de  Cervantes  á  im  caballero  es- 
pañol avecindado  en  el  Perú. 

Llamóse  éste  don  Juan  de  Avendaño,  quien  vino  desde  Es- 
paña con  nombramiento  del  Rey,  expedido  en  1603,  á  servir 
un  empleo  en  las  Cajas  reales,  y  que  en  1610  pasó  con  ascen- 
so á  Trujillo.  Avendaño  había  sido,  en  la  Universidad  de  Sa- 
lamanca, amicísimo  de  Cervantes,  amistad  que  no  se  enfrió 
con  la  distancia,  pues,  aunque  de  tarde  en  tarde,  cambiaban 
cartas.  Sabido  es  que  el  inmortal  manco  de  Lepanto  solicitó 
del  monarca,  en  1590,  un  destino  en  el  Perú,  y  que  en  6  de 
junio  del  mismo  año  proveyó  el  Rey.— Busque  por  acá  el  soli- 
citante en  qué  se  le  haga  merced, — Así,  cuando,  en  1606,  tenía  ya 
el  Quijote  lectores  en  Lima,  Avendaño  daba  noticias  personales 
sobre  el  autor,  agregando  que  no  le  sorprendería  verlo  de 
repente  por  acá,  pues  lo  animaba  para  que  viniese  á  América 
en  pos  de  fortuna  más  propicia  que  la  que  lograba  en  la  ma- 
dre  patria. 

Corriendo  los  años,  ó,  mejor  dicho,  en  el  transcurso  de  dos 
siglos,  el  ejemplar  del  autógrafo  lo  poseyó  la  marquesa  de 
Casa-Calderón,  literata  limeña,  de  la  que  en  otra  ocasión  me 
he  ocupado,  cuya  librería,  no  sé  si  por  compra  ó  regalo,  pasó 
al  doctor  don  Agustín  García,  notable  abogado  de  nuestros 
tribunales  de  justicia,  allá  por  los  años  de  1850,  quien  á  Ni- 
colás Corpancho,  á  Arnaldo  Márquez  y  á  mí,  muchachos  que 


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MIS    últimas'  TRADICIONES  311 

empezábamos  á  cultivar  la  literatura,  tenía  la  generosidad  de 
franquearnos  su  copiosa  y  selecta  librería.  La  primera  lec- 
tura que  hice  del  Quijote,  dígolo  hoy  con  íntimo  y  senil  goce, 
fué  en  el  ejemplar  de  Avendaño.  (1) 


IV 

Ediciones  del   Quijote  en  América 

Muy  devotos  de  Cervantes  debieron  de  ser  los  mexicanos 
cuando,  en  el  siglo  xix,  dieron  á  la  estampa  nada  menos  que 
seis   ediciones  de  la  renombrada   novela. 

La  primera  se  hizo  en  1833,  por  la  imprenta  de  don  Ma- 
riano Arévalo,  cinco  volúmenes  en  octavo.  Entiendo  que  fué 
edición  pobrísima. 

La  segunda,  que  es  á  la  que  se  refería  Dávila  Comlemarín, 
salió  á  luz  en  1842  por  la  imprenta  de  don  Ignacio  Cumplido, 
dos  volúmenes  en  octavo,  con  ciento  veinticuatro  láminas  y 
el  retrato  del  autor.  Es  una  edición  preciosa  y  muy  solicitada 
por  los  bibliófilos. 

En  1853  el  impresor  Blanquel  publicó  la  tercera  edición, 
dos   tomos   en   cuarto. 

La  cuarta  edición  fué  de  cuatro  volúmenes  en  dozavo,  y 
se  hizo  en  los  años  de  1868  á  69  por  la  imprenta  de  la  viuda 
de  Segura. 

En  1877  don  Ireneo  Paz,  actualmente  director  y  j)ropie- 
tario  del  diario  La  Patria,  dio  á  luz  la  quinta  edición,  cuatro 
volúmenes  en  cuarto.  La  novela  apareció  primero  como  folle- 
tín de  aquel  periódico/,  y  fue  esa  la  base  para  la  edición  econó- 
mica en  tomos. 


(1)  Con  motivo  del  reciente  centenario  ha  publicado  el  académico  de  la  espafiola  don  Emilio 
Cotkrelo  y  Morí,  un  entretenido  libríto  titulado  Efemérides  cervatUinaa,  en  el  que  no  sólo  habla 
de  la  intimidad  entre  Cervantes  y  Avendaflo,  sino  de  que  aquel  hizo  de  éste  uno  de  lo»  principa- 
Jes  personajes  de  su  novela  La  más  iJwttre  fregona.  Cotarelo  da  por  cierto  que  Avendaflo  man- 
tuvo conversación  amorosa  (discreta  fra<e  ae  equrllos  tiemptos,)  con  dofia  Constanza  de  Ovando, 
hija  de  dofta  Andrea,  hermana  de  Cervantes,  á  la  que  no  olvidó  en  América,  pues  desde  TruXiDo 
la  envió  dinero  en  1614. 


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312  RICARDO    PALMA 

Concluyó  el  siglo  con  la  aparición  en  1900,  de  una  lujosa 
edición,   en  folio,  con  espléndidos  grabados. 

La  única  edición  del  Quijote  impresa  en  Sud  América  es 
la  que.  conmemorando  el  tercer  centenario,  acaba  de  hacerse 
en  La  Plata,  capital  de  la  provincia  de  Buenos  Aires,  con  muy 
erudito  y  concienzudo  prólogo  del  bibliotecario  don  Luis  Ri- 
cardo Fors.  Dos  volúmenes  en  cuarto,  con  reproducción  del 
busto  de  Cervantes,  que  se  exhibe  en  uno  de  los  salones  de 
aquella  biblioteca,  y  seis  láminas  coloreadas.  La  edición  fué 
de  mil  quinientos  ejemplares,  y  quedó  agotada  en  menos  de 
dos  meses. 

En  las  Antillas,  á  fines  de  1905,  en  edición  económica,  se 
ha  reimpreso  (en  la  Habana)  el  Quijote  por  la  tipografía  del 
Diario  de  la  Marina. 


V 

Noticia   final 

Parece  que  en  España  se  ignora  que  en  Tokio,  y  en  1896, 
se  ha  hecho  una  edición  del  Quijote  traducido  al  japonés. 
Dígolo.  porque  según  la  interesante  Iconografía  publicada  re- 
cientemente en  Barcelona,  los  hechos  y  aventuras  del  hidal- 
go manchego  sólo  pueden  encontrarse  relatados  en  los  idio- 
mas siguientes:  Francés,  inglés,  alemán,  italiano,  portugués,  ca- 
talán, ruso,  polaco,  holandés,  húngaro,  sueco,  danés,  finlan- 
dés, turco,  griego,  croato  y  servio.  Cervantófilos  muy  com- 
petentes opinan  que  las  modernas  traducciones  inglesas  de  Orms- 
by  y  de  Wats  son  las  más  concienzuda  y  literariamente  hechas. 

Y  pongo  punto,  pues  sobre  el  Quijote  no  tengo  más  de 
curioso   que   apuntar. 


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vítores 
cuadro  tradicional  de  costumbres  limeñas 

AL  Sr.  General  1).   Mantel  de  Mendibirc 


Vítores.— He  aquí  una  palalira  que  encontramos  consignada 
en  el  primer  Diccionario  de  la  lengua  y  en  las  ediciones  su- 
cesivas. Calderón  y  Lope  de  Vega  la  usaron  en  sus  comedias, 
poniéndola  en  boca  de  los  estudiantes  de  Salamanca  y  Alcalá 
de  Henares,  así  como  la  palabra  cola  aplicada  á  los  vencidos 
en  im  certamen.  Domínguez  afirma  que,  para  suavizar  la  pro- 
nunciación, se  dice  vítores^  en  vez  de  Víctores^  y  no  acepta  la  voz 
en  singular. 

La  palabra  vítores  (cuide  usted,  señor  cajista,  de  esdruju- 
lizarla)  estuvo  de  moda  en  el  Perií,  allá  i^or  los  tiempos  en 
que  los  virreyes  consignaban  en  la  Memoria  ó  Relación  de  mando 
el  temor  de  (jue  Lima  se  convirtiera  en  un  gran  claustro,  tan 
crecido  era  el  número  de  sacerdotes  y  monjas. 

Mal  hacían  en  alarmarse  desde  que  la  misma  España  era 
en  los  tiempos  de  Felipe  II  un  vasto  convento.  Cuatrocientos 


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314  RICARDO    PALMA 

mil  frailes,  y  número  poco  mayor  de  clérigos,  albergaba  la 
madre  patria. 

En  una  sociedad  que  carecía  de  novedades  y  distracciones 
y  en  la  cual  ni  la  política  era,  como  hoy,  manjar  de  todos  los 
paladares,  cada  capítulo  ó  elección  de  superior  ó  abadesa  de 
convento  era  motivo  de  pública  agitación.  Las  familias  ponían 
en  juego  mil  recursos  para  conseguir  votos  en  favor  del  can- 
didato de  sus  simpatías,  ni  más  ni  menos  que  ogaño  cuando, 
en  los  republicanos  colegios  de  provincia,  se  trata  de  nombrar 
presidente  para  el  gobierno  ó  desgobierno  (cpie  da  lo  mismo) 
de  la  patria.  Rara  familia  había  en  Lima  que,  además  del  se- 
gundón, destinado  desde  el  limbo  materno  para  vestir  hábitos, 
no  contase  entre  sus  miembros  im  par  de  frailes,  por  lo  me- 
nos, y  número  igual  de  monjas.  No  teniendo  los  americanos 
carreras  á  que  consagrarse  con  honra  y  provecho,  optaban  por 
la  del  claustro,  en  la  que,  aparte  la  consideración  social  anexa 
al  prestigio  y  majestad  del  sacerdocio,  tenían  segura  una  exis- 
tencia holgada  y  regalona,  si  se  quiere,  pues  los  bienes  de  la 
Iglesia  eran  cuantiosos.  En  los  virreinatos  de  México  y  el  Perú, 
la  Iglesia  era  tanto  ó  más  rica  que  el  Estado.  Los  conquista- 
dores acaparaban  colosales  fortunas,  no  siempre  por  medios 
lícitos,  y  en  el  trance  del  morir,  creían  quedar  en  pmz  con  la 
conciencia  y  comprarse  un  cachito  de  heredad  en  la  gloría 
eterna,  cediendo  la  mitad  de  sus  tesoros  á  los  conventos,  fun- 
dando capellanías  y  haciendo  otros  devotos  legados.  El  lecho 
del  moribundo  era  rodeado  por  cuatro  ó  cinco  frailes  de  órde- 
nes distintas,  que  se  disputaban  partija  en  el  testamento.  Cada 
cual  arrimaba  la  brasa  á  su  sardina,  ó  tiraba,  como  se  dice, 
para  su  santo;  esto  es,  para  el  acrecentamiento  de  los  bienes 
de  su   comunidad. 

Con  tales  antecedentes,  el  cargo  de  prelado  de  convento 
tenía  que  ser  ai>etitoso  y  suculento  bocado. 

Llenas  están  las  crónicas  conventuales  con  relatos  de  los 
reñidos  capítulos  habidos  entre  los  frailes;  y  con  frecuencia, 
el  virrey,  los  oidores  y  hasta  la  fuerza  pública,  tuvieron  que 
intervenir  para  poner  término  á  los  desórdenes.  Tema  de  mu- 
chas de  mis  tradiciones  han  sido  esas  zagalardas  frailunas. 

No  debe  nadie  maravillarse  de  que  en  aquellos  siglos,  to- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  315 

mase  la  sociedad  muy  á  pecho  los  enjuagues  de  un  capítulo 
frailesco:  pues,  si  no  miente  el  duque  de  Frías,  hasta  los  san- 
tos en  cierne  se  empeñaban  con  Dios  para  el  triunfo  del  candi- 
dato de  sus  simpatías.  Y  el  chiste  está  en  que,  capítulo  hubo 
del  cual  Dios,  con  ser  Dios,  salió  cola.  Compruébolo  con  este 
parrafito  que  al  pie  de  la  letra  copio  del  Deleité  de  la  discreción. 
—«Pidióle  á  Dios  Santa  Teresa,  que  el  provinclalato  carmelita 
» recayese  en  el  padre  Gracián,  su  confesor.  Verificóse  el  ca- 
»pítulo,  y  fué  otro  fraile  el  elegido.  Entonces  la  santa  rogó  á 
Dios  que  la  perdonase  si  había  errado,  y  el  Señor  la  contestó: 
»— Cierto  es,  Teresa  mía,  que  me  i>ediste  lo  que  convenía;  pero 
?»los  frailes  no  siempre  quieren  lo  que  conviene.»— Y  Ja  cosa, 
de  ser  verdad  tiene;  porque  el  libro  del  señor  duque  seí  impri- 
mió en  Madrid,  en  1764,  con  permiso  de  la  Inquisición  qrte, 
á  ser  embustera  la  historieta,  no  la  habría  dejado  correr  en 
letra  de  molde. 

En  los  conventos  de  monjas  eran  más  rettídos,  si  cabe, 
los  capítulos,  y  húbolos  en  que  las  mansas  ovejitas  del  Señor  se 
arañaron  de  lo  lindo  y  sin  misericordia.  En  la  Encamación, 
por  ejemplo,  vióse  una  monja,  la  madre  Frías,  que  mató  á 
otra  á  puñaladas.  ' 

Cada  monasterio  tenía,  entre  profesas,  novicias,  educandas, 
seglares  y  criadas,  crecidísima  población.  Baste  saber  que  hubo 
época  en  que,  sólo  en  el  convento  de  Santa  Clara,  se  encerra- 
ban trescientas  religiosas  y  otras  tantas  criadas,  devotas  ó  ve- 
cinas. 

Y  para  que  no  se  diga  que  hablamos  de  paporreta  ó  que  cal- 
culamos á  ojo  de  buen  cubero,  véase  el  cuadro  que,  en  1665,  for- 
mó el  cronista  de  Indias,  Gil  González  Dávila: 

Convento  de  la  Encarnación:— 150  religiosas  de  velo  negro 
—50  novicias— 40  donadas— 270  seglares  y  criadas. 

Convento  de  la  Concepción:— 190  religiosas  de  velo  negro 
—24   novicias — 15   donadas— 250   seglares   y  criadas. 

Convento  de  la  Trinidad:— 100  religiosas  de  velo  negro— 
50  de  velo  blanco --10  novicias— 10  donadas— 160  seglares  y 
criadas. 

Convento  de  las  Descalzas :~55  de  velo  negro— 10  de  velo 
Dlanco— 10  novicias— 20  criadas. 


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316  RICARDO    PALMA 

Convento  de  Santa  Clara:— 160  de  velo  negro— 37  de  velo 
blanco— 36  novicias— 18  donadas— 130  seglares. 

Convento  de  Santa  Catalina:— 40  de  velo  negro— 6  de  velo 
blanco— 38  seglares. 

Resulta,  pues,  que  de  las  veinticinco  mil  mujeres  con  que, 
según  el  censo  de  aquel  año,  contaba  Lima,  cerca  de  dos  mil 
vestían  hábito,  sin  incluir  las  beatas  callejeras  que  también 
lo  usaban. 

Gobernar  una  republiqueta  de  mujeres  era  empresa,  y  gran- 
de. Las  aspiraciones  eran  infinitas,  y  tenaz  la  oposición  para 
con  la  abadesa,  que  no  podía  satisfacer  los  inniunerables  ca- 
prichos de  sus  subditas,  doblemente  caprichosas  por  ser  mujeres 
y  monjas,  que  es  otro  item  más.  La  anarquía  era,  pues,  plato 
diario  en  los  monasterios. 

La  numerosa  servidumbre,  si  bien  carecía  de  voto,  era  por 
lo  mismo  tan  bullanguera  y  exaltada  como  en  nuestras  demo- 
cracias, aquellos  á  quienes  la  ley  no  concede  carta  de  ciuda- 
danía. Los  (jue  no  tienen  derecho  á  votar,  han  sido,  son  y 
serán,  los  que  levanten  más  polvareda. 

Las  muchachas  dividíanse  en  bandos,  siguiendo  cada  una  el 
de  la  monja  de  quien  dependía;  y  terminado  el  capítulo,  las 
del  partido  vencedor  concurrían  á  los  claustros  armadas  de 
matracas  encintadas,  marimbas,  panderos  con  cascabeles  y  otros 
instrumentos,  cantando  coplas  en  loor  de  la  monja  electa,  y 
aun  satirizando  á  la  derrotada  y  á  sus  secuaces.  A  esas  coplas 
y  á  esc  barullo  se  dio  el  nombre  de  vítores. 

En  ese  día, .  las  seglares  tenían  licencia  para  salir  hasta  la 
puerta  ó  plazuela  del  convento  y  alborotar  el  vecindario  con  el 
desapacible  matraqueo. 

No  puede  determinarse  con  fijeza  la  época  en  que  nacieron 
en  Lima  los  vítores;  pero  consta  que,  en  el  monasterio  de  las 
bernardas  de  la  Trinidad,  se  cantaba  en  1617: 

i  Vítor  la  madre  abadesa, 
modelo  de  santidad! 
¡Vítor  la  lega  y  profesa  I 
i  Vítor  la  comunidad! 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  317 

Por  real  orden  de  31  de  Diciembre  de  1786,  comunicada  al 
virrey  Croix,  se  prohibieron  los  vítores  en  la  elección  de  abadesa ; 
pero  maldito  el  caso  qae  de  la  regia  prohibición  hicieron  las 
monjitas  de  Lima. 

Las  coplas  de  los  monasterios  son  notables  por  la  agudeza 
y  sal  criolla.  Sentimos  haber  olvidado  muchos  vítores,  muy 
graciosos  que,  hace  ya  fecha,  oímos  recitar  á  una  vieja. 

Sin  embargo,  no  (jueremos  dejar  en  el  tintero  un  par  de  vi- 
llancicos que  en  ciertas  fiestas  se  cantaban  en  los  claustros. 

Las  clarisas  tenían  éste: 

Vítor,  vítor  las  llagas 
de  nuestro  padre  San  Francisco! 
I  una,  dos,  tres,  cuatro  y  cinco ! 

Y  las  muchachas  contestaban  en  coro: 

Alegrémonos,  alegrémonos, 
porqpie  es  bien  que  nos  alegremos. 

El  de  las  monjas  trinitarias  no  era  menos  original.  Decía  así: 

San  Bernardo  no  come  escabeche, 
ni  bebe  Campeche, 
porque  es  amigo  de  la  leche. 

A  lo  que  contestaba    el  coro: 

Al  glorioso  mamón 
digámosle  todas  Kyrieleysón. 

De  los  conventos  de  monjas  pasaron  los  vítores  á  los  con- 
ventos de  frailes.  En  éstos  se  albergaba  también  gran  población 
masculina.  Abundancia  de  redondillas  y  décimas,  escritas  con 
añil  ó  almagre,  aparecían  en  las  paredes  inmediatas  á  la  celda 
del  nuevo  prelado;  y  los  devotos,  cuyo  número  aumentaba  con 
el  de  la  gente  de  la  ciudad  que  traspasaba  los  umbrales  de  la 


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318  RICARDO    PALMA 

|)ortería,  formaban  laberinto  no  menor  que  el  de  los  monas- 
terios en  ocasión  idéntica. 

,  En  1709,  el  capítulo  de  los  agustinos  fué  harto  borrascoso. 
Disputábanse  el  triunfo  entre  fray  Alejandro  Paz,  sevillano, 
y  fray  Pedro  Zavala,  vizcaíno.  Tal  fué  el  cúmulo  de  incidentes 
que  la  real  Audiencia,  viendo  que  después  de  muchas  horas 
de  estar  reunidos  los  padres  en  la  sala  capitular  no  ponían 
término  al  acto,  resolvió,  á  media  noche,  trasladarse  al  convento. 
A  las  dos  de  la  mañana  hízose  un  escrutinio,  y  entre  los  que 
esperaban  á  la  puerta,  corrió  la  voz  de  que  el  padre  Paz  había 
salido  vencedor.  Sus  partidarios  atronaron  el  claustro  can- 
tando : 

De  Sevilla  fué  el  olivo 
primero  que  vino   acá. 
¡Vítor,  por  Sevilla!  ¡Vítor! 
¡Vítor  por  el  padre  Paz! 

Uno  de  los  oidores  tuvo  que  salir  de  la  sala  capitular  para 
hacer  que  cesase  el  alboroto.  Había  resultado  empate,  é  iba  á 
repetirse  la  votación.  La  muchitanga  (juedó  en  impaciente  es- 
pectativa. 

Con  el  alba  las  campanas  se  echaron  á  vuelo,  y  los  coheles 
y  camaretas  anunciaron  á  los  vecinos  de  Lima  la  derrota  del 
padre  Paz.  Su  contrario  había  triunfado  por  mayoría  de  dos 
votos,  éxito  que  fué  celebrado  con  un  vítor,  ingenioso  en  verdad, 
pues  en  él  se  les  vuelve  la  oración  por  pasiva  á  los  partidarios 
del  sevillano. 

De  Vizcaya  la  muy  noble 
nunca  vino  cosa  mala. 
¡Vítor  por  Vizcaya!    ¡Vítor! 
¡Vítor  el  padre  Zavala! 

Como  se  ve,  en  estas  luchas  entraba  por  mucho  el  espíritu 
de  provincialismo,  lo  que  hemos  tenido  oportunidad  de  pro- 
bar en  una  tradición  titulada:— E/  Virrey  capiiulero. 

En  los  primeros  años  del  presente  siglo  empezó  á  germinar 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  319 

entre  los  frailes  el  sentimiento  de  la  nacionalidad  peruana. 
Deducírnoslo  del  siguiente  vítor  con  que  los  mercenarios  fes- 
tejaron, en  1804,  la  elección  de  comendador  que  recayó  en  jel 
limefko  fray  Cipriano  Jerónimo  Calatayud. 

i  Vítor  el  padre 

Calatayud, 
faro  de  ciencia, 

sol  de  virtud! 
¡Vítor  el  padre 

Calatayud ! 
{Vítor,  hermanos, 

por  el  Perú! 

No  hemos  encontrado  comprobante  alguno  que  garantice 
la  autenticidad  de  lo  que  vamos  á  referir;  pero  es  tradición 
popularísima  en  Lima,  y  como  tal  la  apuntamos.  Algo  de  verdad 
habrá  en  el  fondo,  y  sobre  todo  ai  noni  é  vero  e  hen  tróvalo. 

Diz  que  los  padres  cruciferos  de  San  Camilo  andaban  abu- 
rridos con  el  prelado  que,  á  mañana  y  tarde,  les  hacía  servir 
en  el  refectorio  un  guisote  conocido  con  el  nombre  de  chanfaina. 
Fama  tiene,  hoy  mismo,  la  chanfaina  de  la  Buenamuerte.  Llegó 
la  époco  de  elecciones,  y  uno  de  los  aspirantes  ganó  capítulo 
sólo  por  haber  dicho:— Si  triunfo,  la  chanfaina  se  quita.  A  esto 
se  refiere  el  vítor : 

Dios  con  su  próvida  mano 
nos  remedió  en  nuestra  cuita, 
i  Vítor  el  padre  Otiniano, 
que  la  chanfaina  nos  quita! 

Y  cumplió  al  pie  de  la  letra  su  paternidad  con  el  com- 
promiso; pues  si  el  antecesor  suministraba  la  chanfaina  con 
caldo,  el  nuevo  prelado  eliminó  éste,  dando  por  descargo,  á 
los  que  lo  reconvenían,  que  él  no  había  ofrecido  suprimir  la 
vianda,  sino  darla  aequitay  esto  es,  sin  caldo.  Y  digan  que  el 
castellano  no  admite  calembourg. 

Las  recreaciones  6  fiestas,  i)or  elección  de  abadesa,  duraban 


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320  RICARDO    PALMA 

ocho  días,  en  los  cuáles  las  devotas  representífban  eutremesies, 
organizaban  cuadrillas  ele  danzas,  quemaban  árboles  de  fue- 
go, y  conventos  hubo,  como  el  de  la  Concepción,  donde  se  ca- 
pearon becerros,  funcionando  las  muchachas  de  toreros.  En 
días  tales,  solían  conseguir  permiso  para  visitar  los  claustros 
algunas  damas  de  la  aristocracia,  deudas  de  las  monjas  y  pro- 
tectoras del  monasterio.  También  había  puerta  Tranca  para 
los  frailes  de  cami>anillas.   Cuchipanda  en  regla. 

De  igual  manera  festejaban  los  frailes  el  éxito  de  un  capí- 
tulo. A  veces  la  corrida  de  novillos  se  efectuaba  en  la  plazuela, 
con  gran  contentamiento  del  pueblo.  Entonces  sacaban,  como 
en  la  procesión  del  Corpus,  á  la  Gigantilla  y  los  Gigantes,  y 
á  la  famosa  Tarasca.  No  me  parece  fuera  de  oportunidad  hacer 
la  descripción  de  ésta. 

La  Tarasca,  según  la  pinta  Monreal,  era  un  monstruo  de 
cartón,  símbolo  del  demonio  Leviathán,  con  lal  artificio  dispues- 
to, que  alargaba  de  improviso  él  ensortijado  cuello  y  les  quitaba 
el  sombrero  á  las  gentes  descuidadas,  tragándoselo,  con  no  poca 
algazara  popular.  Caballera  en  la  horripilante  serpiente  iba 
una  figura  de  mujer,  representando  á  la  meretriz  de  Babilo- 
nia, vestida  con  lujosas  galas  y  según  la  última  moda. 

Al  abrir  el  monstruo  la  desmesurada  boca  solían  los  mu- 
chachos, desde  algunas  varas  de  distancia,  arrojar  en  ella  guin- 
das, y  según  don  Diego  de  Clemencin,  en  sus  notas  al  Quijote, 
nació  de  aquí  la  frase  proverbial:— Echar  guindas  á  la  Ta- 
rasca. 

La  Gigantilla  era  una  muñeca  de  tarfiaño  natural,  pero  de 
extrema  obesidad,  que,  en  la  procesión  del  Corpus,  recitaba 
la  loa  de  Lope  de  Vega  que  empieza  con  esta  redondilla: 

Padre,  ¿no  me  diréis  vos 
aquello  blanco  qué  sea, 
que  á  mí  me  parece  oblea 
y  el  cura  dice  que  es  Dios? 

En  cuanto  á  los  gigantes  y  papa-huevos  ó  enanos,  excuso 
describirlos,  que  hartas  ocasiones  habrán  tenido  mis  lectores 
para  verlos  y  apreciar  la  exactitud  de  aquel  refrán  limeflo  que 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  321 

se  aplica  á  los  que  discurren  sobre  tema  que  ignoran:— Este 
habla  como  los  gigantes,  por  la  bragueta; — pues  realmente,  ese  era 
el  sitio  por  donde  salía  la  voz  del  hombre  que  iba  dentro  del 
embeleco  de  cartón. 

La  costumbre  de  los  vítores  pasó,  en  breve,  de  los  claustros 
á  la  ciudad.  Así,  cuando  se  elegía  Rector  de  la  Real  y  Pontificia 
Universidad  de  San  Marcos,  elección  disputada  á  veces  con  ca- 
lor, ó  se  confería  por  oposición  alguna  cátedra,  echábanse  á 
pasear  por  las  calles  con  banda  de  música,  quemando  cohetes 
y  gritando:— /Ví^or  el  doctor  fulano I—grupws  de  hombres  y  mu- 
jeres de  la  hez.  Por  supuesto,  que  esta  zinguizarra  era  preparada 
con  anticipación  por  los  deudos  y  amigos  del  vencedor.  Di- 
rigíanse á  casa  de  éste,  invadían  el  patio  y  corredores,  le  re- 
citaban loas  en  chabacanos  versos,  infamemente  declamados, 
y  el  bochinche  se  prolongaba  hasta  media  noche.  Tenemos  á 
la  vista  é  impresas,  algunas  loas,  desnudas  de  mérito  literario, 
y  en  las  que  compite  el  gongorismo  más  extravagante  con 
las  más  ridiculas  y  exageradas  lisonjas. 

El  dueño  de  casa  tiraba  plata  por  alto^  distribuíanse  con  prp- 
fusión  licores,  dulces  y  viandas;  y  en  ocasiones,  para  solem- 
nizar más  los  vítores,  acudían  cuadrillas  de  payas,  gibaros, 
y  danzantes.  En  una  palabra,  los  vítores  eran  el  complemento 
del  triunfo.  Elección  sin  vítores,  habría  sido  como  sainete  sin 
bobo  ó  sermón  sin  Agustín. 

Casos  hubo,  y  era  natural,  en  que  uno  de  los  contendientes^ 
juzgando  segura  su  victoria,  hizo  grandes  gastos  y  preparativos 
para  que  lo  vitoreasen,  quedándose,  como  se  dice,  con  los  cres- 
pos hechos  y  sin  bailar. 

No  era  extraño  tampoco  que  grupws  de  pueblo  se  detuvie- 
sen en  la  calle  donde  habitaba  el  derrotado,  quemando  cohe- 
tes,  y  mortificándolo   con   vítores   á  su   afortunado   rival. 

También  al  conferirse  un  grado  de  doctor,  los  amigos  del 
agraciado  lo  festejaban  con  vítores,  y  aun  con  corrida  de  toros. 

Época  hubo,  y  no  remota,  en  que  al  aspirante  á  doctorado 
le  costaba  un  ojo  de  la  cara  la  satisfacción  de  ceñirse  el  capelo. 
Más  que  de  ciencia  y  de  suficiencia,  tenía  necesidad  de  dinero, 
para  obsequiar  á  cada  miembro  del  claustro  lo  que  se  llama- 

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322  RICARDO    PALMA 

ba  la  propina  de  ave  y  confitura.  Muy  pobre  diablo  era  el  que 
salía  del  apuro  con  un  gasto  de  mil  duretes.  Así,  cuentan 
que  un  Rector  de  la  Universidad  solía  decir  i—Accipiamus  pecunia 
et  mitamua  asintis  in  patria  sua. 

A  propósito  de  este  distintivo  universitario,  referiremos  que 
en  1788,  siendo  Rector  de  la  Universidad  de  Lima  el  conde  del 
Portillo,  consiguió,  por  influencia  de  éste,  graduarse  de  doctor 
el  teniente  coronel  de  los  reales  ejércitos  don  Jorgje  Escobedo, 
hombre  de  escasos  estudios  y  de  más  escaso  meollo. 

Advierto  que  este  don  Jorge  Escobedo  no  debió  ser  el  ca- 
ballero del  mismo  nombre  y  apellido  que  reemplazó  á  Areche 
como  Visitador  regio,  que  fué  Intendente  de  Lima  y  Oidor  de 
su  real  Audiencia. 

Por  lo  mismo  que  muchos  miembros  del  claustro  se  habían 
opuesto  á  la  concesión  del  doctoral  capelo,  el  protector  y  los 
del  círculo  de  don  Jorge  creyeron  conveniente  festjejarlo  con 
un  vítor  estrepitoso,  llevándolo  desde  la  Universidad  hasta  su 
casa  pisando  flores,  que  cuatro  lacayos  con  librea  iban  arro- 
jando en  el  camino. 

La  tradición  no  ha  hecho  llegar  hasta  nuestros  días  los 
loores  que  se  tributaron  al  novel  doctor;  pero  sí  la  siguiente 
décima  que,  impresa,  se  distribuyó  por  los  del  partido  de  opo- 
sición. 


Si  en  Roma  el  emperador 
Calígula,  por  su  mano, 
declaró  cónsul  romano 
á  su  caballo  andador, 
no  se  admiren  que  el  Rector, 
por  su  sola  autoridad, 
ultrajando  á  la   ciudad, 
como  quien  se  tira  un... 
haya  hecho  miembro  á  Escobedo 
de  aquesta  Universidad. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  323 

Sácase,  pues,  en  limpio,  que  también  había  manera  de  aciba- 
rar los  vítores,  que  amargo  dejo  debió  quedarle  á  don  Jorge 
Escobedo  si  algún  oficioso  de  esos  que,  so  capa  de  devoción 
y  lealtad  abundan  siempre,  le  hizo  saborear  la  cáustíca  es- 
pinela. 

Parece  que,  en  el  otro  siglo,  no  era  moneda  tan  corriente, 
como  hogaño,  encaramarse  sin  merecimiento.  Difícil  era  que  una 
sabandija  llegase  á  las  alturas.  No  es  esto  decir  que  picaros 
no  escalasen  elevados  puestos,  ni  qu^  jumentos  dejasen  d<e 
lucir  distinciones  reservadas  para  los  hombres  de  saber;  pero 
cuando  esto  acontecía,  y  por  humildísima  que  fuese,  se  levan- 
taba siempre   una  voz   para  protestar. 

A  esos  los  bautizó  el  pueblo  con  el  nombre  de  doctores  del 
tibiqttoquc. 

No  recuerdo  si  leí  ó  me  contaron  que  un  clérigo  molondro, 
y  á  quien  el  pueblo,  aludiendo  á  que  usaba  peluquín  rubio, 
llamaba  el  abate  Citcaracha^  consiguió  á  fuerza  de  trapacerías 
y  bajezas,  la  protección  de  im  virrey,  el  cual,  á  pesar  de  la 
tenaz  resistencia  del  Cabildo  eclesiástico,  logró,  á  la  larga,  que 
su  ahijado  se  calzase  una  canongía.  De  misacantano  á  canónigo, 
¡volar  era  más  que  el  águila! 

—;í¡ Cuánto  ha  subido  Cucaracha!!!— exclamó  escandalizado 
el  campanero. 

—Escupa,  hijo,  esa  herejía— le  contestó  el  sacristán.— Diga, 
y  dirá  bien:— ¡n Cuánto  ha  bajado  la  Catedral  de  Lima!!! 

Y  sí  esta  no  es  protesta  elocuentísima,  digo  que  no  entien- 
do de  protestas. 

Yo  he  visto  (y  no  hace  treinta  mil  años)  á  la  republicana 
Universidad  de  San  Marcos,  aceptar  como  moneda  de  buena 
ley  un  doctorado  manufacturado  en  Roma,  en  obsequio  de  un 
grandísimo  camueso  que  ni  siquiera  estuvo  en  Roma.  Después 
de  esto...  ¡nía  mar!!!  Me  explico  el  consulado  del  caballo  de 
Calígula. 

Tiempos  alcanzamos  en  que  los  muchachos,  al  dejar  el  claus- 
tro materno,  lo  hacen  trayendo  sobre  la  cabeza  el  capelo  doc- 
toral ó  sobre  los  hombros  las  charreteras  de  coronel,  siqíiiera 
sea  de  cachimbos.  De  mí  sé  decir  que  si  epitafio  merezco  sobre 
mi  losa,  ha  de  ser  éste,  y  no  otro: 


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324  BIGARDO    PALMA 

Aquí  yace  un  peruano  escribidor 

Que  ni  fué  coronel,  ni  fué  doctor.  (1) 

Volviendo  á  los  vítores,  y  para  concluir,  diré  que  hace  más 
de  treinta  años  que  no  están  en  uso,  ni  aun  entre  las  monjas. 
Tengo  para  mí  que  poca  falta  hacen,  y  que  en  la  desaparición 
de  ellos  han  ganado  las  costumbres  y  la  moral.  Hoy,  el  derro- 
tado en  una  elección,  no  se  halla  tan  expuesto,  como  antes, 
á  ser  ludibrio  de  su  adversario  ó  de  la  muchedumbre  incons- 
ciente. Quedar  cola  ó  salir  cola  era  la  frase  consagrada  por  el 
vulgacho  para  expresar  que  un  aspirante  había  sido  vencido  ó 
reprobado  un   colegial   en   sus   exámenes. 

Hogaño,  á  Dios  gracias,  podemos  arrastrar  más  cola  que 
un  pavo  real,  sin  miedo  de  que  nos  la  pise  un  zarramplín. 


(1)  Probablemente  la  Universidad  de  Lima  estimó  este  epitafio  como  una  pretensión,  pues  á 
poco  tuvo  la  espontaneidad,  que  agradezco,  de  obsequinrme  con  dos  doctoraaos:  uno  de  Juris- 
prudencia y  otro  de  letras.  ¡Ahítate,  glotón! 


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TAUROMAQUIA 

(apuntes   para  la   historia  del  toreo) 


Grande  fué  siempre  la  afición  del  pueblo  limeño  á  las  fun- 
ciones taurómacas  y  Lima  ha  presenciado  corridas  de  aquellas 
que,  como  generalmente  se  dice,  forman  época.  Viejos  ha  cono- 
cido el  que  estos  apuntes  acopia,  que  no  sabían  hablar  sino  de 
los  toroó  que,  en  la  Plaza  Mayor,  se  lidiaron  para  las  fiestas 
reales  con  que  el  vecindario  solemnizó  el  advenimiento  de 
Carlos  IV  al  trono  español,  ó  la  entrada  al  mando  de  los  virre- 
yes O'Higgins,  Aviles,  Abascal  y  Pezuela,  que  lo  que  fué  La- 
Sema  no  disfrutó  de  tal  agasajo,  pues  las  cosas  políticas  anda- 
ban, á  la  sazón,  más  que  turbias. 

Desde  los  días  del  marqués  Pizarro,  diestrísimo  picador  y 
muy  aficionado  á  la  caza,  hubo  en  Lima  gusto  por  las  lidias; 
pero  la  escasez  de  ganado  las  hacía  imposibles. 

La  primera  corrida  que  presenciaron  los  limeños  fué  en  1540, 
hmes  29  de  Marzo,  segimdo  día  de  Pascua  de  Resurrección,  ce- 


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326  RICARDO    PALMA 

lebrando  la  consagración  de  óleos  hecha  pwr  el  obispo  fray 
Vicente  Valverde.  La  función  fué  en  la  Plaza  Mayor;  principió 
á  la  una  de  la  tarde,  y  se  lidiaron  tres  toretes  de  la  ganadería 
de  Maranga.  Don  Francisco  Pizarro,  á  caballo,  mató  el  se- 
gundo toro  á  rejonazos. 


Desde  1559,  el  Cabildo  destinó  cuatro  días  en  el  año  para 
esta  diversión: —Pascua  de  Reyes,  San  Juan,  Santiago  y  la  Asun- 
ción. El  empresario  que  contrataba  las  funciones  con  el  Cabildo 
construía  tablados  y  galerías  alrededor  de  la  Plaza,  sacando 
gran  provecho  en  el  alquiler  de  los  asientos.  En  aquellos  tiem- 
pos el  mercado  público  estaba  situado  en  la  Plaza  Mayor,  y  en 
los  días  de  corrida  se  trasladaba  á  las  plazuelas  de  San  Fran- 
cisco, Santa  Ana  y  otras. 


En  las  fiestas  reales,  las  lidias  se  hacían  con  el  ceremonial 
siguiente: 

Por  la  mañana  tenía  lugar  lo  que  se  llamaba  encierro  del  ga- 
nado, y  soltaban  á  la  plaza  dos  ó  tres  toretes,  con  las  astas 
recortadas.  El  pueblo  se  solazaba  con  ellos,  y  no  pocos  aficio- 
nados salían  contusos.  Esta  diversión  duraba  hasta  las  diez; 
y  el  pueblo  se  retiraba,  augurando,  por  los  incidentes  del  en- 
cierro,  el  mérito  del.  ganado  que  iba  á  lidiarse. 

A  las  dos  de  la  tarde  salía  de  Palacio  el  virrey,  con  gran 
comitiva  de  notables,  todos  en  soberbios  caballos  lujosamente 
enjaezados.  Mientras  recorría  la  Plaza,  las  damas,  desde  los 
balcones  y  azoteas,  arrojaban  flores  sobre  ellos;  y  el  pueblo, 
que  ocupaba  andamios  en  el  atrio  de  la  Catedral  y  portales, 
victoreaba   frenéticamente. 

El  arzobispo  y  su  cabildo,  así  como  las  órdenes  religiosas, 
concurrían  á  la  función. 

l-n  cuarto  de  hora  después,  el  virrey  ocupaba  asiento,  bajo 
dosel,  en  la  galería  de  Palacio,  y  arrojaba  á  la  plaza  la  llave 
del   toril,   gritando:    ¡Viva   el   rey!   Recogíala   un   caballero,   á 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  327 

quien  anticipadamente  se  había  conferido  tal  honor,  eligién- 
dolo entre  los  muchos  aspirantes,  y  á  media  rienda  se  dirigía 
á  la  esquina  de  Judíos,  donde  estaba  situado  el  toril,  cuya  puerta 
fingía  abrir  con  la  dorada  llave. 


* 


Sólo  bajo  el  gobierno  de  los  Pizarro  y  de  los  virreyes  conde 
de  Nieva  y  segundo  marqués  de  Cañete,  se  vio  en  Lima  rom- 
per cañas  á  los  caballeros,  divididos  en  dos  bandos. 

Después  de  ellos,  fué  cuando  se  Introdujo  en  la  corrida  cua- 
drillas de  parlampanes,  papa-huevos,  cofradías  de  africanos  y 
payas. 

No  es  exacto,  como  un  escritor  contemporáneo  lo  dice,  que 
en  la  corrida  que  se  dio  el  3  de  Noviembre  de  1760,  para 
celebrar  la  exaltación  de  Carlos  III,  fué  cuando  se  empezó  á 
dar  nombre  á  cada  toro  é  imprimir  listines. 

En  1701,  fué  cuando,  por  primera  vez,  se  imprimieron  cuar- 
tillas de  papel  con  los  nombres  de  los  toros  y  de  las  ganade^- 
rías  6  haciendas.  En  esta  época,  las  corridas  que  no  entraban 
en  la  categoría  de  fiestas  reales,  se  efectuaban  eíi  la  plaza  de 
Otero. 

Como  una  curiosidad  histórica,  quiero  consignar  aquí  el 
listín. 


Razón  individual  de  los  toros  qne,  en  dos  tardes,  se  han  de 
lidiar  en  esta  Plaza  Mayor,  en  obsequio  á  la  augusta  procla- 
mación de  Su  Majestad  don  Felipe  V.  nuestro  señor. 

Encierro, — Primera  mañana. 

El  Rompe-ponchos,  azaharito,  de  Oquendo. 
El  Zoquete,  rabón  colorado,  de  Bujama. 
El  Gallareta,  overo,  de  Huando. 


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I 


328  RICARDO    PALMA 

Segunda  mañana. 

El   Patuleco,  barriga  blanca,  de  Casablanca 
El  Cara  sucia,  gateado,  de  Pasamayo. 
El  Potroso,  lúciuno,  de  Contador. 

Tarde  primera. 

El  Flor  de  cuenta,  capirote,  de  Palpa. 

El  Diafanito,  oseo,  de  Larán. 

El  Pichón,  blanco,  de  Gómez. 

El  Lagartija,  gateado,  de  Hilarión. 

El  Floripondio,  barroso,  de  Chincha. 

El   Deseado,   alazán   tostado,  del  Naranjal. 

El   Chivillo,  prieto,  de   Corral   Redondo. 

El  Leche  migada,  de  Vilcahuaura. 

El  Partero  aparejado,  blanco  y  prieto,  de  Retes. 

El  Come  gente,  overo  pintado,  de  Quipico. 

;  Tarde  segunda. 

El   Rasca  moño,   blanco,   de  Lurinchincha. 

El  Pucho  á  la  oreja,  frazada,  de  Chancaillo. 

El  Saca  candela,  frontino,  de  Esquivel. 

El  Gato,  gateado,  del  Pacallar. 

El  Anteojito,  brocato,  de  Mala. 

El  Corre  bailando,  culimosqueado,  de  Sayán. 

El  Longaniza,   prieto   desparramado,   de   Chuquitanta. 

El  Diablito  cojo,  pintado,  de  Hervay. 

El  Sacristán,  ajiseco,  de  Limatambo. 

El  Invencible,  retinto,  de  Bujama. 

Parece  que,  para  estas  corridas,  el  Cabildo  comprometió 
á  cada  hacendado  de  los  valles  inmediatos  á  Lima  para  que  ob- 
seqmasen  un  toro,  y  natural  es  suponer  que  el  espíritu  de 
competencia  los  obligaba  á  enviar  lo  mejor  de  su  ganadería. 

En  los  libros  en  que  corren  consignadas  las  descripciones 
de  fiestas  reales,  se  encuentran  abundantes  pormenores  sobre 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  329 

las  corridas.  En  mi  opinión,  el  libro  de  Terralla  titulado  El 
Sol  en  el  Mec^io  día^  escrito  en  1790  para  las  fiestas  reales  de 
Carlos  IV,  trae  la  más  curiosa  de  las  pinturas  que,  hasta  en- 
tonces se  hubieran  escrito  sobre  corridas  de  toros^.^ 

Por  real  cédula  de  6  de  Octubre  de  1798,  se  mandó  que  las 
corridas  fuesen  en  lunes,  pues  la  autoridad  eclesiástica  creía 
que,  por  celebrarlas  en  domingo,  dejaba  mucha  jgente  de  oir 
misa. 


En  1768,  don  Agustín  Hipólito  Landáburu,  terminó  como 
empresario  la  fábrica  de  una  plaza  para  las  lidias  de  toros, 
en  los  terrenos  denominados  de  Hacho  y  que,  andando  los 
años,  perdieron  una  letra,  convirtiéndose  en  Acho. 

En  la  construcción  de  la  plaza  empleó  tres  aflos,  é  invirtió 
cerca  de  cien  mil  pesos,  debiendo,  después  de  llenadas  ciertas 
cláusulas  del  contrato,  las  que  especifica  Fuentes  en  su  Esta- 
dística de  Lima,  pasar  el  edificio  á  ser  propiedad  de  la  Benefi- 
cencia, que  desde  1827  lo  administra. 

La  plaza  de  Acho  ocupa  más  espacio  que  el  mejor  circo 
de  España,  y  puede  admitir  cómodamente  10,000  espectado- 
res. Es  un  polígono  de  15  lados,  con  un  diámetro  que  mide 
noventa  y  cinco  varas  castellanas. 

Al  principio  se  acordó  licencia  sólo  para  ocho  corridas  al 
año,  concesión  que  lentamente  fué  adquiriendo  elasticidad.  Ha- 
bía además  una  función  llamada  de  encierro^  y  con  la  cual  ter- 
minaba la  temporada.  Los  toros  que  se  lidiaban  en  Ja  corrida 
de   encierro   no   eran   estoqueados. 

Hasta  1845,  las  corridas  se  efectuaban  los  lunes;  de  modo 
que,  con  el  pretexto  de  los  toros,  disfrutaba  el  pueblo  de  dos 
días  seguidos  de  huelga. 

Aunque  se  estableció  el  Circo  de  Acho,  no  por  eso  dejaban 
de  lidiarse  toros  en  la  Plaza  Mayor,  en  las  fiestas  reales  y  re- 
cepción de  virreyes.  La  última  corrida  que  se  efectuó  en  (¿se 
lugar  fut   en  obsequio  del  virrey  Pezuela,  en  1816. 


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330  WCAEDO    PALMA 

Hasta  1750,  en  que  se  puso  á  la  nwÉa  ^ea  España  la  es- 
cuela de  Ronda,  de  matar  á  los  toros  recibiendo,  esto  t!s,  mmm 
do  el  diestro  bandola  y  estoque,  no  hubo  en  Lima  sino  rejo- 
neadores para  ultimar  á  los  comúpetas.  Pocos  años  después, 
vino  la  escuela  de  Sevilla,  en  oposición  á  la  de  Ronda,  con 
las  estocadas  á  volapié  y  la  invención  de  las  banderillas.  Los 
progresos  del  arte,  en  la  metrópoli,  llegaban  pronto  á  la  co- 
lonia. 


En  1770  empezaron  á  aparecer  los  listines  con  una  octava 
ó  un  par  de  décimas.  La  cuadrilla,  en  ese  año,  la  formaban 
como  matadores  Manuel  Romero  el  jerezano,  y  Antonio  López 
de  Medina  Sidonia;  José  Padilla,  Faustino  Estacio,  José  Ra- 
món y  Prudencio  Rosales,  como  rejoneadores  ó  picadores  de 
vara  corta;  y  como  capeadores  y  banderilleros  José  Lagos, 
Toribio  Mújica,  Alejo  Pacheco  y  Bemardino  Landáburu.  Ha- 
bía además  cacheteros,  dos  garrocheros  y  doce  parlampancs. 

Los  parlampanes  eran  unos  pobres  diablos  que  se  presen- 
taban vestidos  de  mojiganga.  Uno  de  ellos  llamábase  doña  Ma- 
ría, otro  el  Monigote,  y  los  restantes  tenían  nombres  que  no  re- 
cordamos. 

Había  también  seis  indios  llamados  mojarreroa,  que  salían  al 
circo  casi  siempre  beodos  y  que,  armados  de  rejoncillos  ó  moha- 
rras, punzaban  al  toro  hasta  matarlo. 

Los  garrocheros  eran  los  encargados  de  azuzar  al  toro  arro- 
jando desde  alguna  distancia  jaras  y  flechas  que  iban  á  cla- 
varse en  los  costados  del  animal. 

La  bárbara  suerte  de  la  lanzada  consistía  en  colocarse  un 
hombre  frente  al  toril  con  una  gruesa  lanza  que  apoyaba  en 
una  tabla.  El  bicho  se  precipitaba  ciego  sobre  la  lanza,  y  caía 
traspasado;  pero  casos  hubo,  pues  para  esta  suerte  se  elegía 
un  toro  bravo  y  limpio,  en  que  el  animal,  burlándose  de  la 
lanza,  acometió  al  hombre  indefenso  y  le  dio  muerte. 


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3nS    ULTIMAS    TRADICIONES  331 


Fué  en  1785  cuando  empezó  á  ponerse  en  boga  la  galana 
suerte  de  capear  á  caballo,  desconocida  entonces  aún  en  Es- 
paña, y  en  la  que  fué  tan  eximio  el  marqués  de  Valle  Umbroso, 
don  Pedro  Zavala,  autor  de  un  libro  que  se  publicó  en  Madrid 
por  los  años  de  1831,  con  el  título  .—Escuela  de  caballería,  con- 
forme  á  la  práctica  observada  en  Lima. — El  capeo  á  caballo,  dice 
el  señor  de  Mendibnru,  no  se  hizo  al  principio  por  toreros 
pagados,  sino  por  individuos  que  tenían  afición  á  ese  ejerci- 
cio; y  aun  las  personas  de  clase  no  se  desdeñaban  de  ir  á 
buscar  lances  que  los  acreditasen  de  jinetes  y  de  valientes. 
Sólo  desde  fines  del  siglo  pasado  los  capeadores  de  á  caballo 
fueron  asalariados. 

Los  matadores  y  banderilleros  españoles  de  esa  época  eran 
Alonso  Jurado,  Miguel  Utrilla,  Juan  Venegas,  Norberto  En- 
calada y  José  Lagos  (a)  Barreta. 


Los  mejores  capeadores  de  á  caballo  que  han  entrado  al  re- 
dondel de  Lima,  fueron  Casimiro  Cajapaico,  Juana  Breña  (mu- 
lata) y  Esteban  An-edondo. 

En  elogio  de  Casimiro  Cajapaico,  dice  el  marqués  de  Valle 
Umbroso  en  su  ya  citado  libro:— -Era  muy  jinete,  y  el  mejor 
enfrenador  que  he  conocido:  siempre  que  lo  veía  á  caballo  me  daban 
ganas  de  levantarle  estatua.  Después  de  esto  de  la  estatua,  no 
hay  más  que  añadir:   apaga,  y  vamonos. 

El  22  de  Abril  de  1792  se  dio  en  Acho  una  corrida  á  bene- 
ficio de  las  benditas  almas  del  Purgatorio.  No  lo  tomen  ustedes 
á  risa,  que  allí  está  el  listín. 

Cogido  por  un  toro  el  banderillero  español  José  Alvarez 
fué  á  hacer  compañía  á  las  beneficiadas,  que  no  tuvieron  poder 
bastante  para  librarlo  de  las  astas  de  un  berrendo  de  Bujama. 


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332  RICARDO    PALMA 


Alejo  Quintín,  á  quien  el  pueblo  conocía  con  el  apodo  de 
Pollollo  tenía  setenta  y  cuatro  años  y  usaba  antiparras.  Era 
picador  de  vara  corta  ó  rejoneador,  como  el  Santiago  Pereira 
de  nuestros  tiempos.  En  1805  figuraba  todavía  en  primera  lí- 
nea, como  lo  prueban  estos  versos  de  un  listín  de  ese  año: 

No  falten  los  guapos; 
pongan  atención, 
que  esta  vez  Pollollo 
vibrará   el   rejón. 
Mariquita  mía, 
vamos  de  mañana, 
que  Quintín  Pollollo 
sale  á  la  campaña. 
Pollollo  no  es  viejo, 
que  es  un  jovencico 
á  quien  faltan  muelas 
y  le  sobra  pico. 

Murió  en  su  oficio,  por  consecuencia  de  golpes  que  le  dio 
un  toro,  en  1807. 


La  lucha  de  un  oso  con  un  toro  no  es,  como  se  ha  querido 
sostener,  novedad  de  nuestros  días. 

El  9  de  Febrero  de  1807  se  efectuó  por  primera  vez  éste  com- 
bate en  el  circo  de  Acho. 


Cuando  un  torero  desobedecía  al  juez  ó  faltaba  en  algo  al 
público,  se  le  penaba  arrestándolo  en  el  templador  durante 
el  tiempo  que  aun  hubiera  lidia.  Sólo  por  falta  muy  grave  se 
le  enviaba  á  la  cárcel. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  333 

Menos  tolerancia  había  con  los  cómicos,  pues  original  existe 
en  la  Biblioteca  de  Lima  la  causa  seguida  en  1810  contra  Luisa 
Valverdc  (alias  la  Ytica)  natural  de  Piura,  y  de  veinte  años  de 
edad,  moza  de  mucho  trueno  que  desempeñaba  papeles  s,je- 
cundarios.  Copiamos  de  esa  causa  este  auto:— «Póngase  presa 
»en  el  cuarto  de  reclusión  del  teatro  de  comedias  á  Luisa  Val- 
» verde,  la  cual  sólo  saldrá  para  desempeñar  sus  papeles  en 
»la  escena;  y  entregúese  la  llave  de  dicho  cuarto  á  los  asentis- 
»tas  para  que  la  confíen  únicamente  al  portero  encargado  de 
» suministrarla  la  comida  que  la  lleven  de  su  casa.»— Rubrica 
este  auto  el  marqués  de  San  Juan  Nepomuceno,  regente  d|e 
la  Real  Audiencia. 

Consta,  pues,  q[ue  para  la  gente  de  bastidores  había  hasta 
cárcel  especial,  de  la  que  se  les  sacaba  en  la  noche  durantie 
las  horas  de  representación  escénica.  A  los  toreros  no  se  les 
sacaba  de  la  cárcel  para  que  fuesen  á  divertir  al  público. 


Hasta  1860  era  costumbre,  en  Acho,  que  antes  del  paseo  de 
la  cuadrilla,  saliese  una  compañía  de  soldados  con  un  escri- 
bano que,  en  dos  sitios  del  redondel,  daba  lectura  al  bando 
en  que  la  autoridad  imponía  penas  á  los  que  promoviesen  des- 
órdenes durante  la  Udia.  El  escribano  recibía  cuatro  pesos  en 
pago  de  su  fatiga  y  de  la  rechifla  con  qae  lo  acogía  el  pueblo. 


Desde  1810,  los  listines  de  toros  empiezan  á  traer  largas 
tiradas  de  versos,  y  los  sucesos  iK)líticos  ele  la  Metrópoli  dan 
alimento  á  la  inspiración  de  nuestros  vates.  Las  listas  de  esas 
épocas  traen,  por  encabezamiento.  Viva  Fernando  FZ/,  y  con- 
tienen versos  contra  Napoleón  y  los  franceses. 

He  aquí  una  muestra  de  ellos: 


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334  BIGARDO    PALMA 


£1  toro  maestro 


Hoy,  á  toda  fortuna  preparado, 
saldrás  feroz  al  coso  y  ¡ojo  alerta! 
que  al  enemigo  osado 
acompaña  cuadrilla  muy  experta. 
Antes  de  entrar  medita  reposado 
en  que  te  invaden  para  muerte  cierta, 
y  pues  todos  conspiran  á  engaflarte, 
mira  en  cada  torero  un  Bonaparte. 

Confiado  en  su  suerte 
solicita  el  tirano  darte  muerte. 
El,  presumido,  astuto, 
quiere  de  tu  ignorancia  sacar  fruto 
y,  en  creerte  salvaje, 
añade  á  la  agresión  mayor  ultraje. 
Dile:— ¡Tirano  ingrato! 
¿piensas  lograr  un  triunfo  tan  barato? 
¿crees  que  el  toro  de  España 
no  es  capaz  de  buscarte  en  la  campaña? 
Ponte,  ponte  á  mi  frente, 
probarás  si  soy  sabio  y  soy  valiente. 
De  ese  modo,  engañado 
y  engañando,  los  toros  has  sacado 
de  las  verdes  dehesas 
donde  el  veneno  entró  de  tus  jM'omesas. 
No  ya,  pérfido,  en  vano 
te  empeñas  tanto  contra  el  toro  hispano 
que,  venciendo  á  Morfeo, 
despierta  para  hacerte  su  trofeo. 
Si  has  leído  la  historia 
de  Nimianda  y  Sagunto,  la  memoria 
imprime  en  tu  vil  pecho 
la  opinión,  la  justicia  y  el  derecho, 
con  que  á  todo  viviente 
natura  lo  conserva,  y  libremente 
lo  conduce  al  empeño 


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i 


MIS  Cltimas  tradiciones  335 

de  defender  aquello  de  que  es  dueño. 

Si  político  fueras, 

con  el  toro  español  no  te  metieras; 

pero  infame,  ambicioso, 

pudiendo  ser  amado,  y  con  reposo 

recordando  tu  infancia, 

disfrutar  el  honor  que  te  dio  Francia, 

te  metes  á  torero 

y  saqueando  rediles,  bandolero, 

sangriento,  abominable, 

á  los  pueblos  te  tomas  detestable. 

Hasta  hoy  de  Meroveo, 

de  Cario  Magno  y  grande  Clodoveo, 

y  de  otros  justos  reyes, 

que  dieron  á  la  Galia  santas  leyes, 

el  tiempo  majestuoso 

conserva  la  memoria  y  fin  dichoso. 

Pero  tú,  fementido, 

echando  sus  virtudes  al  olvido, 

profanas  el  sagrado 

de  aquellos  reyes,  tu  mejor  dechado, 

y  al  pueblo  esclarecido 

que  con  gendarmes  tienes  oprimido, 

la  libertad  amada, 

por  tus  bajas  intrigas  usurpada, 

hollará  el  despotismo; 

y  llevándote  de  uno  en  otro  abismo, 

cual  im  vil  toricida, 

entre  mis  cuernos  perderás  la  vida. 

Dudamos  que  en  la  misma  España  se  hubieran  prodigado 
más  dicterios  al  invasor.  Decididamente,  en  América  pecamos 
por  exagerados. 


Hablemos  de  los  renombrados  toros  de  la  Concordia. 
Para  poner  dique  ó  retardar  siquiera  la  tormenta  revolu- 


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336  RICARDO    PALMA 

cionaria,  el  virrey  Abascal  organizó  en  Lima  un  regimiento- 
compuesto  de  lo  más  distinguido  entre  la  juventud  criolla  y 
españoles  acaudalados.  Llamóse  regimiento  de  la  Concordia, 
y  tenía  por  coronel  al  virrey. 

Anualmente,  desde  1812  hasta  1815,  daba  el  regimiento  una 
corrida,  en  la  que  los  toros  salían  con  enjalmas  cubiertas  de 
monedas  de  oro  y  plata.  Criollos  y  i>eninsulares  competían  en 
esplendidez. 

Entonces  se  vio  que  una  compañía  de  soldados  entrase  al 
circo  á  hacer  las  evoluciones  militares  conocidas,  sólo  desde 
1812,  con  el  nombre  de  despejo. 

Desde  los  primeros  toros  de  la  Concordia  hubo  cuadrilla 
peruana.  En  la  española  figuraban  el  picador  Francisco  Domín- 
guez, el  matador  Esteban  Corujo  y  los  banderilleros,  que  más 
tarde  fueron  también  de  espada,  José  Cantoral  y  Vicente  Ti- 
rado. En  la  cuadrilla  del  país,  los  más  notables  eran  Casimiro 
Cajapaico,  el  famoso  capeador,  Juana  Breña  y  José  Morel;  el 
puntillero  José  Beque,  negro  á  quien  sacaban  de  la  cárcel  para 
cada  función,  Lorenzo  Pizí,  un  tal  Muchos  pañuelos  y  el  espada 
Pedro  Villanueva. 

Estos  matadores  eran  eclécticos;  pues  así  se  ceñían  á  las 
reglas  de  la  escuela  de  Ronda,  como  á  las  de  la  escuela  de 
Sevilla.  Estoqueaban  á  la  criolla;  es  decir,  como  el  diablo  que- 
ría ayudarlos.  Para  ellos,  cerviguillo  ó  rabo,  todo  era  toro. 

Sobre  todos  ellos  dice  cosas  muy  graciosas  el  poeta  don 
Manuel  Segura,  en  su  comedia  El  sargento  Canuto. 

A  la  cuadrilla  española  pertenecía  también  el  diestro  ban- 
derillero Juan  Franco,  quien,  en  1818,  murió  en  Acho,  cogido 
por  un  toro  mientras  conversaba  descuidado  con  su  querida,, 
que  estaba  en  uno  de  los  cuartos  próximos  á  la  barrera. 


El  picador  ó  rejoneador  Francisco  Domínguez  era  una  nota-^ 
bilidad  como  Cajapaico.  Cuando  San  Martín  estableció  su  cuar- 
tel general  en  Huaura,  salió  de  Lima  Domínguez  con  el  com- 
promiso de  asesinarlo.  Descubierto  el  plan,  y  confesado  el 
propósito  por  Domínguez,  San  Martín  lo  puso  en  libertad. 


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MIS    ÚLTIMAS    TRADICIONES  337 

Curioso  es  consignar  que  los  toreros  de  esa  época  eran 
hombres  dados  á  la  política.  Así  figuraba  Esteban  Corujo  como 
denunciante  de  una  revolución  en  tiempos  de  Abascal. 

En  la  corrida  que  dio  el  regimiento  de  la  Concordia,  en  1812, 
se  lidió  un  toro  llamado  el  Misántropo^  que  debía  once  muertes. 
Encontrósele  en  el  monte,  sin  hierro  ó  marca  de  dueño,  y 
acostumbraba  salir  al  camino  y  embestir  á  los  pasajeros.  Con- 
siguieron traerlo  al  encierro  en  medio  de  bueyes  mansos.  En 
la  lidia  hirió  el  caballo  al  picador  Domínguez,  mató  al  chulo 
Guillermo  Casasola  y  estropeó  al  espada  Cecilio  Ramírez.  En 
las  suertes  de  capa,  lució  con  él  admirablemente  Casimiro  Ca- 
japaico.  No  murió  este  toro  en  el  redondel,  sino  en  el  corral, 
por  consecuencia  de  las  heridas. 

Las  otras  corridas  "de  la  Concordia  no  excedieron  en  lujo 
á  la  del  año  12,  ni  ofrecen  circimstancia  particular.  Pasemos 
á  la  última,  que  se  dio  en  10  de  Abril  de  1815;  empezando  por 
copiar  del   listín   estas  fáciles   seguidillas: 


Cantoral   y    Corujo 
llevan  á  emi>eño 
hacer  hoy  con  los  toros 
un  escarmiento; 
lo  que  no  es  chanza, 
porque  estos  caballeros' 
son  de  palabra. 

Una  vieja  maldita 
me  ha  asegurado 
que,  en  su  tiempo,  los  toros 
eran  muy  bravos; 
pero,  al  presente, 
dice  que  hasta  los  hombres 
son  lilas  placientes. 

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338  KICARDO    PALMA 

La  compañía  de  granaderos  del  regimiento  Concordia,  que 
fué  la  nombrada  para  el  desi>ejo,  se  embarulló  en  una  de  las 
evoluciones.  El  capitán  recon\ino  con  aspereza  á  uno  de  los 
oiíciaks,  y  la  tropa  se  insubordinó.  Agregan  que  hubo  gritos 
de  ¡viva  la  patria!  El  despejo  concluyó  como  el  rosario  de  la 
aurora. 

Restablecido  con  gran  trabajo  el  orden,  principió  la  corrida. 
Algunos  patriotas  se  habían  introducido  en  el  corral,  y  para 
deslucir  la  función,  cegaron  con  ceniza  á  los  dos  primeros 
toros.  Ello  es  que  sobre  todos  estos  incidentes  se  levantó  su- 
maria, y  aun  se  hicieron  prisiones. 

El  cuarto  toro  llamábase  el  Abatido  Pumacagua^  aludiendo  al 
desgraciado  fin  de  este  caudillo  patriota.  Recibiólo  Juana  Bre- 
ña, montada  en  im  diestro  alazán  y  fimiando  un  gran  cigarro, 
y  le  sacó  nueve  suertes  de  capa,  contradiciendo  prácticamente 
la  opinión  del  marqués  de  Valle  Umbroso,  que  en  su  libro 
dice: — Difícil  es  que  las  suertes  pasen  de  9iete;  'pues  es  raro  el 
toro  que  las  da,  y  más  raro  el  caballo  que  las  reéiste. — El  entusiasmo 
del  público  fué  tanto,  que  no  hubo  quien  no  arrojase  dinero 
á  la  vaUente  cai>eadora,  á  la  que  el  virrey  Abascal  obsequió 
con  seis  onzas  de  oro.  Juana  Breña  recogió  esa  tarde  más  de 
mil  pesos,  según  afirma  un  periodiquín  de  la  época. 


Desde  1816  á  1820,  los  hacendados  de  Cañete  dieron  mu- 
chas corridas  en  comi>etencia  con  los  de  Chancay,  sin  que 
podamos  saber  á  cuál  de  los  dos  valles  cupo  la  gloria  de  exhi- 
bir mejor  ganado. 

Los  listines  de  esta  época  no  contienen  sino  injurias  contra 
los  patriotas,  y  en  el  circo  se  ponían  figurones  representan- 
do al  Porteño  (San  Martín)  y  á  Cluecón  (lord  Cochr.ine)  para 
que  fuesen  destrozados  por  los  toros. 


Ya  en  1816,  poetas  de  reputación,  como  el  frauciscano  Chue- 
cas y  los  clérigos  Larriva  y  Elchegaray,  no  desdeñaron  escri- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  339 

bir  en  listines  de  toros,  como  lo  han  hecho,  en  tiempos  de 
la  república,  Pardo,  Segura,  Juan  Vicente  Camacho,  su  herma- 
no Simón  y  otros  muchos  distinguidos  alumnos  de  las  musas. 
Listines  conocemos  de  indisputable  mérito  literario,  salpicados 
de  chiste  y  agudeza  epigramática. 

En  cuanto  á  las  revistas  de  toros  ó  descripciones  en  que  cam- 
pea un  salado  tecnicismo,  sólo  después  de  1850  empezaron  á 
aparecer  en  los  diarios  de  Lima.  Algunas  he  leído  dignas  de  la 
pluma  de  Ábetiamar  y  de  los  revistadores  andaluces  y  madrile- 
ños. Hasta  yo,  sin  entenderlo  poco  ni  mucho,  he  escrito  varias, 
por  compromiso.   ¡Así  han  salido  las  pobrecitas! 


La  mayor  parte  de  los  listines  que  se  imprimieron  en  los 
últimos  años  de  la  dominación  española,  llevaban  esta  intro- 
ducción : 


Viva  Fernando  Vn 

El  querer  resistir  á  la  ley  justa, 
contra  el  brazo  y  poder  del  soberano, 
es  empresa  sin  fruto,  intento  vano. 


Pongo  fin  á  estos  apuntes,  que  dedico  á"  quien  tenga  volun- 
tad, tiempo  y  humor  para  utilizarlos,  escribiendo  la  crónica 
taurina  de  Lima.  Yo  no  he  hecho  más  que  hacinar  datos, 
para  que  otro  se  encargue  de  ordenarlos  y  darles  forma  lite- 
raria. 


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GALLISTICA 

APUNTES    SOBRE    LA    LIDIA    DE    GALLOS 

Después  de  los  datos  tauromáquicos  deben  entrar  los  ga- 
llísticos  Tratándose  de  espectáculos  semibárbaros,  el  segundo 
es  complemento  del  primero.  En  el  uno  peligra  la  vida  del 
hombre,  y  en  el  otro  la  honra  y  la  fortuna. 

El  origen  de  las  peleas  de  gallos  es  el  siguiente:— Tjemís tó- 
eles, en  la  expedición  contra  los  persas,  dijo  á  los  soldados 
de  su  ejército  que  peleasen  con  el  esfuerzo  d,e  los  gallos.  Ob-^ 
tenido  el  triunfo  por  los  atenienses,  para  perpetuar  la  memoria 
de  él,  se  dictó  una  ley  estableciendo  una  lucha  anual  de  gallos, 
costumbre  que  pasó  á  Roma,  donde,  á  grito  de  pregonero,  se 
convocaba  al  pueblo  con  estas  palabras:  pulli  pugruint  (hay  pe- 
lea de  gallos).  Hubo  suntuosos  túmulos  para  sepultar  en  ellos 
á  los  gallos  que  más  se  distinguieron  en  la  lucha.  De  Roma 
pasaron   las  lidias  á  los  demás  pueblos  de  Europa. 


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342  RICAKDO    PALMA 

Sin  que  pueda  determinarse  á  punto  fijo  cuándo  tuvo  lu- 
gar la  primera  lidia  de  gallos  en  Lima,  sábese  de  cierto  que 
medio  siglo  después  de  fundada  la  ciudad  era  ya  general  la 
afición;  y  que  en  las  calles,  plazuelas,  huertas,  y  aun  en  los 
claustros  de  los  conventos  había  jugadas  de  á  pico  y  de  á  navaja. 
Como  sucede  hoy  mismo  en  los  pueblos  de  la  costa,  la  festivi- 
dad de  ciertos  santos  se  celebraba  con  fuegos  de  artificio,  no- 
villos y  gallos,  espectáculos  que  también  tenían  lugar  en  la 
elección  de  prelados  ó  en  conmemoración  de  sucesos  faustos. 

En  los  tiempos  de  Amat,  era  la  plebe  harto  entusiasta  por 
las  lidias  de  gallos,  y  así  los  artesanos  como  los  sirvientes, 
desatendían  sus  deberes  por  jugar  gallos  en  plena  calle.  Re- 
sultaban de  aquí  graves  pendencias  y  alarmas  para  el  vecin- 
dario pacífico. 

No  atreviéndose  el  virrey  á  ponerse  en  pugna  abierta  con 
el  pueblo,  prohibiendo  el  feroz  entretenimiento,  sie  decidió  á 
reglamentarlo;  y  para  ello  empezó  por  aceptar  la  propuesta 
que  hizo  don  Juan  Garial  para  construir  un  coliseo  en  la  pla- 
zuela de  Santa  Catalina  y  en  terreno  colindante  con  la  mura- 
lla. La  fábrica  se  concluyó  en  1762,  y  el  empresario  Garial  se 
comprometió  á  dar  anualmente  quinientos  pesos  al  Cabildo  y 
quinientos  al  hospital  de  San  Andrés,  en  compensación  del 
privilegio  exclusivo  que  éste  tenía  sobre  la  casa  de  comedias. 


Al  principio  concedió  Amat  permiso  para  que  los  domingos^ 
días  festivos,  martes  y  jueves,  pudiese  el  empresario  lidiar  ga- 
llos; pero  en  1786,  y  por  real  cédula  que  vino  de  España,  se 
hizo  extensiva  la  licencia  á  los  sábados. 

En  1781  pasó  el  edificio  á  ser  propiedad  del  Estado,  asignán- 
dose al  juez  del  espectáculo  el  sueldo  de  quinientos  piesos 
al  año. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  34S 


En  1804  se  trasladó  el  coliseo  ó  cancha  de  gallos  á  la  calle 
del  Mármol  de  Carbajal,  en  la  parroquia  de  San  Marcelo,  edi- 
ficio que  conocimos  en  pie  hasta  1868,  en  que  fué  demolido 
pasando  á  ser  propiedad  de  un  particular  (jue,  sobre  el  terreno 
donde  corriera  la  sangre  de  innumerables  víctimas  de  la  na- 
vaja, construyó  una  espléndida  casa. 


Proclamada  la  Independencia,  el  ministro  Monteagudo,  por 
decreto  de  16  de  Febrero  de  1822,  abolió  el  juego  de  gallos. 
El  coliseo  permaneció  cerrado  hasta  pocos  meses  después  de 
la  batalla  de  Ayacucho,  en  que  los  colombianos,  que  eran 
tan  aficionados  como  los  limeños  á  la  lucha  de  animales  de 
pluma,  pasaron  por  encima  de  la  prohibición.  Poco  después, 
el  Consejo  de  Gobierno  restableció  las  lidias,  destinando  el 
producto  del  remate  para  sostenimiento  del  Seminario. 

Continuó  funcionando  la  casa  de  gallos  hasta  el  9  de  Febre- 
ro de  1832.  El  Ministro  de  Gobierno  don  Manuel  Lorenzo 
Vidaurre  pasó  en  esa  fecha  un  oficio  al  Prefecto  de  Lima,  en 
el  que  dice:  que  no  podía  tolerarse  que  el  producto  de  una 
casa  de  inmoralidad,  patrocinadora  del  ocio  y  del  fraude,  se 


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344 


RICARDO    PALMA 


aplicase  al  Seminario  de  Santo  Toribio,  dándose  por  sustento 
á  una  escuela  de  virtud  el  pan  producido  por  el  vicio. 

Vino  la  guerra  civil,  y  con  ella  bastó  una  disposición  pre- 
fectural  para  convertir  en  letra  muerta  el  decreto  supremo, 
hasta  que,  bajo  la  administración  del  presidente  coronel  Balta, 
se  eliminó  de  la  central  calle  del  Mármol  de  Carbajal  ese  foco 
de  corrupción. 


Fuentes,  en  su  Estadística  de  Lima^  publicada  en  1858,  trae 
la  siguiente  descripción: 

La  cancha  ó  lugar  de  la  lucha,  es  perfectamente  circular, 
y  tiene  de  circimferencia  cuarenta  y  dos  y  media  varas.  Los 
asientos,  colocados  alrededor,  forman  nueve  gradas  que  pue- 
den alcanzar  para  ochocientas  personas.  Tiene  doce  palcos  ba- 
jos y  treinta  y  uno  altos,  además  de  la  galería  del  juez.  La 
entrada  vale  dos  reales  por  persona.  Hay  doscientas  ocho  ga- 
lleras, que  son  unos  pequeños  cuartos  sin  puertas,  separados 
unos  de  otros  por  quinchas  de  caña.  El  juez  recibe  una  grati- 
ficación (cuatro  pesos*)  todas  las  tardes  de  lidia.  Las  jugadas 
se  hacen,  en  la  actualidad,  casi  todos  los  días.  Concurren  á 
ellas,  por  término  medio,  cuatrocientas  sesenta  personas;  y 
á  las  de  mucho  interés,  hasta  mil  doscientas,  que  son  las  que 
ía  casa  puede  contener.  El  número  medio  de  corredores  els  üe 
quince.  El  dinero  que,  según  datos  fidedignos  se  atraviesa  en 
todo  el  año,  entre  caja  y  apuestas,  asciende  á  noventa  y  ocho 
mil  pesos,  no  incluyéndose  las  jugadas  extraordinarias,  en  las 
cuales  toman  parte  personas  de  alta  posición  social,  y  en  las 
que  han  solido  apostarse  hasta  veinte  mil  pesos  en  una  tarde. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  345 


El  gallero  es  un  tipo  digno  de  estudio. 

Dejando  aparte  á  los  aficionados,  cuya  fortuna  les  permi- 
tía criar  gallos  en  cómodas  casillas  ó  galleras,  y  destinar  dos 
ó  más  criados  para  que  los  cuidasen,  exhibamos  sólo  al  gallero 
del  pueblo  bajo. 

No  había  en  Lima  rapista  ó  maestro  de  obra  prima  que 
no  fuese  insigne  gallero.  Tras  de  la  puerta  de  la  barbería  ó 
al  pi6  de  la  mesita  de  trabajo,  y  entre  el  cerote,  las  hormas 
y  el  tirapié,  estaba  amarrado  el  malatobo,  el  ajiseco^  el  cenizo  6 
el  cazili. 

Cuidábanlo  como  á  la  niña  del  ojo,  y  bien  podía  faltarles 
el  pan  para  su  familia  antes  que  el  maíz  para  su  engreído. 

Una  mañana  el  zapatero  apK)caba  la  pinta  ó  el  espolón  del 
gallo  de  su  vecino  el  barbero.  Picábase  éste,  y  quedaba  amarrada 
¡>elea  para  ima  semana  después.  Desde  ese  instante  se  daba 
otra  alimentación  al  animal  y  se  le  medía  el  agua.— -Ciencia 
se, necesita  para  preparar  im  gallo,  y  cada  aficionado  tenía 
su  método  especial,  fruto  de  la  experiencia. 

El  día  señalado  para  la  lidia  apenas  si  se  dejaba  probar  bo- 
cado al  animalito,  porque  recelaban  que,  con  el  buche  lleno 
anduviese  pesado  en  su  vuelo  y  movimientos.  Aquel  día  no 
cesaba  el  dueño  de  acariciar  á  su  dije. 

Por  la  tarde  envolvíase  el  zapatero  en  la  mugrienta  capa  y, 
llevando  bajo  sus  pliegues  escondido  al  gallo,  dirigíase  al  reñi- 
dero, acompañado  de  sus  amigos  que,  habiendo  conocido  al  ani- 
mal desde  pollo  y  vístolo  topar,  no  daban  por  medio  menos  su 
victoria  sobre  el  lechuza  del  barbero. 

Tal  vez  de  aquí  nació  el  preguntar,  en  Lima,  á  todos  los 
que  llevan  un  bulto  bajo  la  capa:— Amigo,  ¿se  vende  el  gallo? 


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346  RICARDO    PALMA 

Acontecía  que  el  lechuza  hacía  picadillo  al  aguilucho.  Los 
perdidos  se  volvían  cariacontecidos,  llevando  el  dueño,  bajo 
la  capa,  se  entiende,  el  cuerpo  del  difunto  que,  con  arroz  y 
pimientos,  hallaba  al  otro  día  sepultura  digna  en  el  estómago 
del  zapatero  y  de  sus  camaradas. 

Así  el  triunfo,  como  la  derrota,  eran  pretexto  para  empinar 
el  codo.  El  vencido  encontraba  siempre  manera  de  defended- 
al  muerto,  culpando  al  que  amarró  la  navaja  ó  á  un  tropezón 
con  la  tapia  del  circo.— De  puro  bueno  perdió  mi  gallo;  porque, 
si  el  contrario  no  se  rebaja  á  tiempo,  le  habría  clavado  la  na- 
vaja hasta  el  sursum  corda. 

Jamas  convenía  el  f>erdidoso  en  que  su  gallo  hubiera  sido  ven- 
cido en  buena  ley,  ó  en  que  era  chusco  y  cobardón. 

Los  corredores  de  gallos  (dice  otro  escritor)  tienen  signos 
convencionales  para  entenderse  desde  lejos.  Son  los  siguientes: 

El  restregar  cuatro  dedos  de  una  mano  con  el  pulgar  de 
la  otra,  signifíca  que  se  da  diez  contra  ocho.— Juntar  los  índi- 
ces quiere  decir  f>elo  á  pelo  ó  sin  ventaja.— La  mano  puesta  so- 
bre el  hombro  equivale  á  dar  diez  contra  seis.— Hacer  un  sig- 
no en  la  frente,  como  dividiéndola,  es  dar  diez  contra  cinco. 
—Y  por  fin,  echar  un  corte  de  manga,  significáMIiez  contra 
siete. 

Esto  de  contratar  por  señas  convencionales,  nos  recuerda 
á  las  meretrices  de  Grecia,  á  las  que  el  galán  solicitaba  alzando 
el  dedo  índice,  y  la  hembra  contestaba  formando  un  anillo 
con  los  dedos  pulgar  y  anular.  No  había  para  qué  gastar,  pa- 
labras. 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  347 


Pocos  juegos  se  han  prestado  á  trampas  más  que  el  de 
gallos.  Para  explotar  á  los  incautos,  echaban  á  la  arena  im 
animal  rozagante  contra  otro  de  enclenque  aspecto.  Las  apues- 
tas en  favor  del  primero  eran,  por  supuesto,  numerosas,  y 
tenías(*^  por  gran  torpeza  arriesgar  un  centavo  en  pro  de  su 
rival.  Pero,  ¡oh  maravilla!  El  gallazo,  ó  no  hacía  golilla,  ó 
cacareaba  y  corría,  ó  se  dejaba  matar  por  su  contrario  el  gallito 
tísico. 

Los  que  estaban  en  autos  sabían  que  al  rozagante,  ó  lo  ha- 
bían emborrachado  con  sopas  en  vino,  ó  puéstole  un  pedacito  de 
plomo  en  la  cola  para  embarazarle  el  vuelo,  ó  apretádole  las 
entrañas  el  careador,  ó  hecho  con  el  infeliz  alguna  otra  dia- 
blura. 

Gallo  hubo  reputado  por  invencible  y  que  contaba  por  do- 
cenas las  victorias.  ¡Era  un  diablo  el  animal!  A  la  postre, 
una  tarde  se  descubrió  la  trampa:  era  gallo  blindado  como  los 
buques  de  guerra.  Su  dueño  lo  armaba  con  coracita  de  hoja  de 
lata,  ingeniosamente  dispuesta,  y  contra  la  que  era  impotente  la 
navaja. 

«Las  personas  encargadas  de  preparar  los  animales  para 
»la  lucha  (dice  Fuentes);  las  que  con  el  nombre  de  corredores 
»se  ocupan  en  arreglar  las  apuestas;  y  todos  cuantos  tienen 
^interés  ó  participación  en  las  jugadas,  cometen  hechos  de  la 
»más  demostrada  inmoralidad  y  del  más  declarado  robo,  ter- 
» minando  casi  siempre  cada  pelea  con  una  algazara  en  la  que, 
»no  pocas  veces,  se  oyen  insultos  á  la  autoridad  que  preside 
»el  espectáculo.  Las  cuestiones  sobre  equívoca  victoria  de  un 


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348  RICARDO    PALMA 

í  gallo   se   dirimen   por   careo   ó  por   dictamen,   frecuentemente 
parcial,  de  los  peritos  nombrados  ad  hoc». 

Eso  de  amarrar  la  navaja,  requiere  ciencia,  y  más  que  todo, 
probidad.  Los  amarradores^  sujetos  á  quienes  el  pueblo  bautiza 
con  algún  apodo,  son  propensos    á  dejarse  cohechar. 


Así  como  la  víspera  de  una  corrida  de  toros  y  con  acom- 
pañamiento de  banda  de  música  popular,  se  hacía  por  las  ca- 
lles de  Lima  el  paseo  de  enjalmas,  así  cuando  se  trataba  de 
alguna  jugada  de  importancia  recorrían  la  capital  dos  negros 
tocando  una  chirimía  y  un  tambor,  seguidos  de  un  muchacho 
que  cargaba  una  jaula  con  un  gallo. 

Tal  era  el  convite  de  lujo,  salvo  casos  en  que  circularon 
invitaciones  impresas. 


Si  los  toros  han  tenido  y  tienen  su  literatura  especial— los 
listines  y  las  descripciones  en  que  los  gacetilleros  de  los  pe- 
riódicos agotan  el  tecnicismo  tauromáquico,— las  lidias  gallís- 
ticas  no  habían  alcanzado  á  tanto  hasta  1874,  en  que  se  estrenó 
el  actual  circo  de  Malambito  ó  portada  del  Callao.  Verdad  es 
que  el  general  don  Ignacio  de  Escandón,  en  1762,  escribió 
y  publicó  en  Lima  un  folletito  de  ocho  páginas,  á  dos  colun^- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  349 

ñas,  con  un  largo  y  pesado  romance  octosílabo,  celebrando 
las  lidias  de  gallos  y  la  erección  del  circo  que  autorizó  el  virrey 
Amat.  Titulábase  ese  engendro  monstruoso  Época  Galicana^  egh-a 
Galilea, 

Alguien  que  yo  me  sé,  intentó  crear  la  revista  gallística  en 
la  prensa;  pero,  afortimadamente  para  las  letras  peruanas,  no 
halló  eco  su  propósito  y  tuvo  que  guardar  la  pluma. 

Sin  embargo,  y  para  satisfacer  curiosidades  exigentes,  ahí 
va  una  descripción  mía  de  la  lidia  gallística  del  domingo  15 
de  Septiembre  de  1874.  Conste  que  no  reincidí  en  el  pecado. 


A  eso  de  las  3  y  20  salió  el  Volantuzo  á  revolver  la  arena  con  un  pinto, 
que  se  encontró  con  un  carmelo  de  regular  alcance  y  de  mejor  l&mina.  Ade- 
rezados los  gallos,  con  el  careo  v  la  navaja,  y  puestos  en  el  redondel,  partió 
con  presteza  el  pinto,  bajando  el  cuarto  al  carmelo,  que  no  quiso  darse  por 
vencido  ha»ta  que  una  nueva  acometida  del  contrario,  que  era  de  mucho  re* 
gistro,  le  quitó  el  habla. 

Después  de  la  chueca  principió  la  jugada.  Era  ésta  de  cincuonta  y  doscien- 
tos. Llevaba  la  voz  y  la  campana  el  señor  X y  los  contendientes  que 

eran  los  señores  U  .  .  .  .  y  N  .  .  .  .  eran  los  mismos  que  amarraban.  Con» 
¡untititi*,  k  la  derecha,  y  Chuchumeco,  k  la  izquierda,  estaban  k  la  puesta  y 
k  la  levantada,  y  á  los  careos. 

Soltó  el  segundo  un  ají  $eco  prieto,  cabeza  rota,  juntón,  contra  un  a/i-seco 
claro,  cola  blanca,  de  más  alcance,  pues  era  de  plaza,  pero  de  menos  vuelo 
que  su  adversario.  Hecha  la  apuesta,  avanzó  el  prieto  y,  zafando  con  malicia 
de  la  acometida  en  vuelo  del  cola  blanca,  levantóse  más  V,  en  el  aire,  :  irió 
k  éste.  Luego  contestó  el  cola  blanca;  pero  un  tiro  de  suelo,  de  oportunidad  y 
mucho  brío  del  prieto,  y  dos  prendidas,  le  dieron  el  triunfo.  Duró  la  pelea 
un  minuto  y  dieciséis  segundos. 

Conjuntioitts  se  presentó  con  un  aj i-seco,  machetón,  de  tamaño  regular, 
contra  otro  idemiaem,  de  más  alcance.  Al  partir  en  vuelo  el  machetón  se 
hizo  atrás  el  contrario;  pero,  á  su  vez,  al  bajar,  pudo  herirlo.  Después  de  una 
cita  algo  prolongada,  subieron  ambos;  y  superitando  el  último,  por  ser  de 
más  ala,  venció  al  contrario  que,  con  tres  sacudidas,  besó  á  su  madre.  Duró 
un  minuto  y  diecinueve  segundos. 

Se  sacó  en  tercera  un  malatobo,  pata  amarilla,  contra  un  aji-seco,  ala 
blanca,  golilla  anaranjada  y  de  más  cuartilla.  Partir  el  pata  amarilla  y  aga- 
rrarse á  la  mecha  con  el  machetón,  todo  fué  uno.  Era  el  último  un  galio  muy 


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350  RICARDO    PALMA 

frío;  pues,  habiendo  salido  mejor  librado  del  ataq^ue,  se  puso  á  dar  vueltas  sin 
querer  definir.  Dos  careos  sucesivos  hicieron  salir  al  pata  amarilla  llorando 
k  buscar  piedra.  Duró  un  minuto  y  cincuenta  segundos. 

Un  ceniso,  pata  prieta,  guaragüero  y  cu^tralvo,  de  C/mc/iumeco,ae  encon- 
tró con  un  ají  seco,  crespo,  de  más  alcance  y  m^  grande.  A  la  partida  falsa 
de  este  último  se  citaron  los  gallos,  y  remontándobe  el  que  partió  venció  á  su 
adversario  en  un  solo  tiro.  Duró  once  segundos.  El  vencedor  fué  amarrado 
por  Conjuníieitis. 

Un  carmeltto,  de  porte  regular,  se  las  hubo  con  un  ají-seco,  zanqui-largo, 
que  amarró  también  Conjuntioiiis.  Partió  este  último  con  tres  ataques  de 
tanta  sustancia,  movimiento  y  prontitud,  que  hubieran  hecho  añicos  á  otro 
gallo  que  no  hubiese  sido  el  carmeltto,  el  que,  sorteando  sobre  la  cola,  lla- 
móse a  defensa  y  pudo  escapar;  y  luego,  citando  un  momento,  dióle  el  car- 
meló  un  navajazo  tan  terrible  al  ajt'seco  que  éste  se  desparramó.  Nos  entre- 
tuvimos cincuenta  y  cuatro  segundos. 

Se  careó  en  seguida  un  papujoy  cenizo,  cola  blanca  con  un  a/i-seco,  prieto, 
ñaco,  juntón  y  desplumado,  de  Chuchumeco,  Avanzó  el  primero,  y  arran- 
cando el  segundo  en  vuelo,  le  quitó  el  cuarto  9\  papujo  que  quedó  sin  poder 
hacer.  El  prieto  era  picador;  pero  se  levantaba  en  el  aire  sin  saber  definir, 
por  lo  que  duro  la  pelea  un  minuto  doce  segundos,  y  fué  necesario  dar  un 
careo. 

Un  aji'neco^  pata  blanca,  de  última,  se  topó  con  un  jiro,  plateado,  de  Con- 
junticítu.  El  ají  seco  se  presentó  distraído  y  parecía  no  estar  preparado. 
Súpolo  esto  el  jiro  y  se  lanzó  con  tres  tiros,  logrando  solo  el  último.  Cogido  á 
su  vez  sufrió  una  cernida  que  hizo  esperar  &  todos  el  triunfo  del  ají-seco; 
pero  no  fué  así,  pues  reponiéndose  el  jiro,  que  estaba  enteróte,  pasó  sobre  el 
enemigo  varias  veces,  moviéndole  las  costillas  y  haciéndolo  bajar  el  pico. 
Duró  minuto  y  medio. 

Terminada  la  jugada  que  ganó  H  ....  caja,  cuarta  parte  y  mejoras,  y 
que  por  un  tris  no  fué  capote,  empezaron  las  chuscas. 

Apareció  un  cenizo  de  alcance,  enjuto  y  barrillón,  con  un  Carmelo  de  me- 
jor estampa.  Puestos  en  la  arena,  partió  éste  en  vuelo  contra  el  cenizo,  que 
yo  no  sé  cómo  pudo  evitar  una  acometida  de  tanto  movimiento  y  fondo.  Re- 
petido el  mismo  atac^ue,  al  verse  superitado  en  el  aire,  se  ladea  el  cenizo  y, 
paralelo  al  suelo,  riiere  en  su  tiro  al  adversario.  Elévanse  de  nuevo,  cambia 
otra  vez  el  cenizo,  porque  á  subir  no  puede  con  el  carmelo  y,  deteniéndose 
un  momento,  aprovecha  del  descanso  del  otro  para  mondarle  la  pata.  Des- 
ciende, y  un  tiro  de  suelo  de  una  agitación  eléctrica,  apenas  visible,  le  dio 
una  victoria  que  su  malicia  nos  hace  llamar  sobresaliente. 

Luego  vino  un  ajíscco,  pata  prieta,  con  otro  más  chico,  cazili,  pata  ama- 
rilla. El  triunfo  estaba  por  este  último,  ^ue  era  de  más  ejecución;  pero  una 
sacudida,  oportuna  y  feliz,  dio  la  victoria  al  otro.  Conjnniicitis,  en  los  careos 
del  primero,  que  ya  estaba  muerto,  quiso  hacer  de  las  suyas.  Que  la  autoridad 
abra  el  ojo. 

A  un  ají-seco,  papujo,  lo  partió  un  pinto,  en  vuelo,  y  le  vació  el  alma  en 
cinco  segundos. 

Salió  luego  un  cazilí,  mosqueado,  zanqui-tuerto.  con  un  cenizo  cola  blan- 
ca, que  le  hirió  al  partir.  Cogiéronse  á  la  mecha  y  apartados.  Dióle  tres  bati- 
das en  el  lomo  el  primero  al  segundo.  Calmada  la  rabia,  fué  menester  tres 
pruebas;  pero  el  cenizo  dijo  que  tenía  que  hacer,  y  se  despidió  cacareando. 

Un  barbitas,  pata  amarilla,  se  careó  con  un  golilla-naranja,  pata  prieta, 
de  tan  buena  estampa  aue  hizo  dar  plata  á  siete.  ¡Vaya  un  animal  bien  lami- 
nado! Un  tiro  en  vuelo  y  dos  batidas  endemoniadas,  dieron  en  tierra  con 
el  barbitas. 

Cerró  la  tarde  un  aji-aeco,  que,  por  más  que  lo    buscaba,  no  había  encon- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  351 

trado  desde  algún  tiempo  rival  que  le  bajase  el  penacho.  Echáronle  de  tapa- 
da un  Jiro,  aplomado,  recio  de  cuadriles.  La  bondad  del  primero  no  le  bastó 
para  vencer;  pues,  habiéndosele  torcido  la  navaja,  le  mató  el  contrario.  Mu- 
cho se  murmuró  por  este  incidente  contra  Chuchumeco,  y  dicen  que  si  hubo 
intención  ó  no  hubo  intención  en  amarrar  mal  la  navaja.' El  juez  ha  prometi- 
do averiguarlo.  Lo  que  resulte  lo  sabremos  ....  el  día  del  juicio. 

Resumen:  la  jugada  fué  buena  y  entretenida.  El  único  gallo  sobresaliente 
fué  el  cenizo  de  la  primera  chusca.  Gallos  de  esa  inteligencia  para  el  quite  y 
el  ataque,  y  para  aprovechar  el  único  momento  posible  de  triunfo,  no  se  ven 
sino  de  tarde  en  tarde:  son  rara  aois.  También  mencionaremos  á  su  adver- 
sario, que  hubiera  triunfado  á  no  encontrarse  con  un  pillo  de  tan  asombroso 
metal. 

Aunque  la  autoridad  estuvo  sensata,  desearíamos  que,  en  adelante,  les 
meta  la  mano  á  Chuchumeco  y  á  Conjuntimtis.  Al  público  se  le  ha  encajado 
entre  ceja  y  ceja  que,  como  careadores  y  amarradoros  de  navaja,  no  juegan 
limpio,  y  cuando  el  río  suena,  señor  juez  ....  tendrá  por  qué  sonar. 


Por  esta  revista  se  habrá  el  lector  formado  idea  de  los  co- 
lores y  condiciones  de  los  gallos,  de  los  lances  de  una  lucha,  y 
de  que  Conjuntivitis  y  Chuchumeco^  apK>dos  de  los  amarradores, 
eran  dos  peines  de  encargo.  Réstanos  algo  por  explicar. 

Cada  jugada  se  componía  de  siete  parejas.  Regularmente  los 
jefes  do  los  dos  partidos  interesados  apostaban  cincuenta  pe- 
sos á  cada  gallo,  y  depositaban  doscientos  que  corresponde- 
rían al  que  ganase  cuatro  j>eleas. 

A  veces  triimfaba  un  partido  en  las  siete  peleas,  y  á  eso  se 
llamaba  dar  capote.  Ganar  seis  era  dar  mantilla. 

Coteja  se  decía  por  dos  gallos  de  igual  peso  y  tamaño,  y  que 
antes  de  salir  á  la  arena  habían  sido  topados  por  sus  dueños. 

Tapadu  se  llamaba  la  pelea  en  que  cada  dueño  escondía  su  ga- 
llo, dejándolo  ver  en  el  instante  mismo  de  amarrar  las  navajas. 
Las  tapadas  eran  motivo  de  intriga  constante;  pues  cada  inte- 
resado procuraba  averiguar  las  cualidades  del  gallo  preparado 
por  el  contrario,  para  proceder  con  conocimiento.  El  amigo 
vendía  el  secreto  del  amigo. 

Tras  de  las  siete  jugadas  de  interés,  que  eran  las  dadas 
por  personas  de  fuste,  venían  las  chu^casy  que  eran  las  de  la 
plebe,  y  en  las  que  el  gallo  del  zapatero  hacía  cecina  al  del 
barbero.  En  éstas,  la  caja  no  pasaba  de  doce  pesos. 

Aunque  el  reglamento  limitaba  la  suma  de  las  apuestas,  no 
por  eso  los  jugadores  estaban  impK)sibilitados  para  arriesgar 
mil  pesos  en  cada  gallo.  Personaje  hubo  en  Lima  qiie  en  una 


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352  RICARDO    PALMA 

tarde  perdió  quince  mil  duros.  El  hecho  es  reciente  y  notorio.  (1) 
El  tecnicismo  gallístico  es  casi  tan  rico  como  el  tauromáqui- 
co. A  ser  yo  más  entendido  en  esa^  jerigonza,  no  dejaría  en  el 
tintero  algo  que  descifrar  querría.  Baste,  por  hoy,  con  estos 
desaliñados  apuntes,  que  tal  vez  otro  prójimo  ampliará  al- 
gún día. 


(.1)    Ya,  en  189P,  ninguna  peraona  que  en  also  se  estima  concurre  al  circo;  y  aun  entre  el  po- 
pulacho va  perdiendo  terreno  la  afición  ¿  la  lidia  de  gallos. 


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EL  POETA  DE  LA  RIBERA 
DON  JUAN  DEL  VALLE  Y  CAVIEDES 

En  1859  tuvimos  la  fortuna  de  que  viniera  á  nuestro  po- 
der un  manuscrito  de  enredada  y  antigua  escritura.  Era  una 
copia,  hecha  en  1693,  de  los  versos  que,  bajo  el  mordedor 
título  de  Diente  del  Parnaso^  escribió,  por  los  años  de  1683  á 
1691,  un  limeño  nombrado  don  Juan  del  Valle  y  Caviedes. 

Caviedes  fué  hijo  de  un  acaudalado  comerciante  español, 
y  hasta  la  edad  de  veinte  años  lo  mantuvo  el  padre  á  su  lado, 
empleándolo  en  ocupaciones  mercantiles.  A  esa  edad,  envió- 
lo á  España;  pero,  á  los  tres  años  de  residencia  en  la  metró- 
poli, regresó  el  joven  á  Lima,  obligado  por  el  fallecimiento 
del  autoi  de  sus  días. 

A  los  veinticuatro  años,  se  encontró  Caviedes  poseedor  de 
modesta  fortuna,  y  echóse  á  triunfar  y  darse  vida  de  calave- 
ra, con  gran  detrimento  de  la  herencia  y  no  poco  de  la  sa- 
lud.  Hasta   entonces  no  se  le  había  ocurrido   nunca   escribir 

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354  RICARDO    PALMA 

versos;  y  fué  en  1681  cuando  vino  á  darse  cuenta  de  que  en 
su  cerebro  ardía  el  fuego  de  la  inspiración. 

Convaleciente  de  una  grave  enfermedad,  fruto  de  sus  ex- 
cesos, resolvió  reformar  su  conducta.  Casóse,  y  con  los  res- 
tos de  su  fortuna  puso,  en  una  de  las  covachuelas  ó  tendu- 
chos vecinos  al  palacio  de  los  virreyes,  lo  que,  en  esos  tiem- 
fKXS  se  llamaba  un  cajón  de  ribera^  especie  de  arca  de  Noé, 
donde  se  vendían  al  menudeo  mil  baratijas. 

Pocos  años  después  quedó  viudo;  y  el  poeta  de  la  Bibera^ 
apodo  con  que  era  generalmente  conocido,  por  consolar  su 
pena,  se  dio  al  abuso  de  las  bebidas  alcohólicas  que  remata- 
ron con  él  en  1692,  antes  de  cumplir  los  cuarenta  años,  como 
él  mismo  lo  presentía  en  uno  de  sus  más  galanos  romances. 

Por  entonces,  era  costosísima  la  impresión  de  un  libro,  y 
los  versos  de  Caviedes  volaban  manuscritos,  de  mano  en  ma- 
no, dando  justa  reputación  al  poeta.  Después  de  su  muerte 
fueron  infinitas  las  copias  que  se  sacaron  de  los  dos  libros 
que  escribió,  titulados  Dknte  del  Famoso  y  Poesías  varias.  En 
Lima,  además  del  manuscrito  que  poseíamos,  y  que  nos  fu^ 
sustraído  con  otros  papeles  curiosos,  hemos  visto  en  biblio- 
tecas particulares  tres  copias  de  estas  obras;  y  en  Valparaí- 
so, en  1862,  tuvimos  ocasión  de  examinar  otra,  en  la  colec- 
ción de  manuscritos  americanos  que  poseyó  el  bibliófilo  don 
Gregorio  Beeche. 

Caviedes  ha  sido  un  poeta  bien  desgraciado.  Muchas  ve- 
ces hemos  encontrado  versos  suyos  en  periódicos  del  Perú 
y  del  extranjero,  anónimos  ó  suscritos  jwr  algún  pelafustán. 
En  vida,  fué  Cavides  víctima  de  los  empíricos;  y  en  muerte, 
vino  á  serlo  de  la  piratería  literaria.  Coleccionar  hoy  sus 
obras  es  practicar  un  acto  de  honrada  reivindicación.  Al  Cé- 
sar lo   que   es  del   César. 

El  bibliotecario  de  Lima  don  Manuel  de  Odriozola,  que  tan 
útihnentc  sirve  á  la  historia  y  á  la  literatura  patrias,  dando 
á  la  estampa  documentos  poco  ó  nada  conocidos,  es  poseedor 
de  una  copia  de  los  versos  de  Caviedes,  hecha  en  1694.  Des- 
graciadamente el  manuscrito,  amén  de  lo  descolorido  de  la 
tinta  en  el  transcurso  de  dos  siglos,  tiene  tan  garrafales  des- 
cuidos del  plumario,  que  hacen  de  la  lectura  de  una  página 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIOJlíES  355 

tarea  más  penosa  que  la  de  descifrar  logogrifos.  Sin  embar- 
go, á  fuerza  de  empeño  y  tiempo,  haciendo  á  la  vez  una  nue- 
va copia,  hemos  conseguido  ponerla  en  condición  de  poder 
pasar  á  manos  del  cajista.  (1). 

Habríamos  querido  corregir  también  frases,  giros  poéticos, 
faltas  gramaticales,  y  aun  eliminar  algo;  pero,  aparte  el  temor 
de  que  un  zoilo  nos  niegue  competencia,  hemos  pensado  que 
á  un  poeta  debe  juzgársele  con  sus  bellezas  y  defectos,  tal  co- 
mo Dios  lo  hizo,  y  que  hay  mucho  de  pretencioso  y  algo  de 
profanación,  en  enmendar  la  plana  al  que  escribió  para  otro 
siglo  y  para  sociedad  distinta. 

Caviedes  no  se  contaminó  con  las  extravagancias  y  el  mal  gus- 
to de  su  época,  en  que  no  hubo  alumno  de  Apolo  que  no 
pagase  tributo  al  gongorismo. 

En  la  regocijada  musa  de  nuestro  compatriota  no  hay  ese 
alambicamiento  culteriano,  esa  manía  de  lucir  erudición  in- 
digesta, que  afea  tanto  las  producciones  de  los  mejores  inge- 
nias del  siglo  XVII.  A  Caviedes  lo  salvarán  de  hundirse  en 
el  osario  de  las  vulgaridades,  la  sencillez  y  naturalidad  de  sus 
verbos,  y  la  ninguna  pretensión  de  sentar  plaza  de  sabio.  Dé- 
cimas y  romances  tiene  Caviedes  tan  frescos,  tan  castizos,  que 
parecen  escritos  en  nuestros  días. 

A  riesgo  de  que  se  nos  tache  de  apasionados,  vamos  á  emi- 
tir, en  síntesis,  nuestro  juicio  sobre  el  poeta  de  la  Ribera.— 
En  el  género  festivo  y  epigramático,  no  ha  producido  hasta 
hoy,  la  América  española  un  poeta  que  aventaje  á  Caviedes. 
—Tal  es  nuestra  conciencia  literaria. 

Las  galanas  espinelas  á  un  médico  corcobado,  á  quien  lla- 
ma  ))iá^  doblado  que  capa  de  pobre  cuando  nueva  y 

más  torcido  que  una  ley 
cuando  no  quieren  que  sirva; 

el  sabroso  coloquio  entre  la  Muerte  y  un  doctor  moribundo; 
el   repiqueteado   romance   á  la   bella  Anarda,   y  otras   muchas 

(1)  Bate  articulo  fué  encríto  para  servir  de  prólogo  ¿  la  oolección  de  poesías  de  Caviedes.  Esta 
se  imprimió  en  Lima,  en  1873,  y  forma  el  tomo  5.^  de  los  Documentos  IAUrcnrio$  cM  Perú  oompi- 
laeión  notable  hecha  por  Odriozola.  En  1898  se  reimprimió,  como  apéndice,  en  la  obra  titulada 
Flor  de  Academias. 


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356  RICARDO    PALMA 

de  sus  composiciones,  no  serían  desdeñadas  por  el  inmortal  vale 
de  la  sátira  contra  el  matrimonio. 

Réstanos  aún,  como  se  dice,  el  rabo  por  desollar.  Este  libro 
escandalizará  oídos  susceptibles,  sublevará  estómagos  delica- 
dos, y  no  faltará  quien  lo  califique  de  desvergonzadamente  in- 
moral. Vamos  á  cuentas. 

Que  más  que  las  ideas  son  nauseabundas  y  mal  sonantes 
las  palabras  que  emplea  el  poeta  en  varios  de  sus  roman- 
ces, es  punto  que  no  controvertimos;  aunque  pudiera  decirse 
que  el  tema  forzaba  al  escritor  á  no  andarse  con  muchos  per- 
files ni  cultura.  ¡Gordo  i>ecado  es  llamar  al  pan,  pan,  y  al  vino, 
vino!  Pero  en  esto  no  vemos  razón  para  que,  por  los  siglos  de 
los  siglos,  se  conserve  inédito  y  sirviendo  de  pasto  á  ratones 
y  polilla  un  libro  que,  dígase  lo  que  se  quiera  en  contrario, 
será  siempre  tenido  en  gran  estima  por  los  que  sabemos  apre- 
ciar los  quilates  del  humano  ingenio.  Si  fuera  razón  atendible 
la  de  la  desnudez  de  la  frase,  muchos  de  los  mejores  romances 
de  Quevedo  (y  entre  ellos  el  que  empieza — Yo  el  menor  padre  de 
todos)—}  muchas  admirables  producciones  de  otros  escritores 
antiguos,  no  habrían  alcanzado  la  gloria  de  vivir  en  letras  de 
molde 

Pero  por  delicados  y  quisquillosos  que  seamos,  en  estos  tiem- 
pos de  oropel  y  de  máscaras;  por  mucho  que  pretendamos  dis- 
frazar las  ideas,  haciendo  para  ellas  antifaces  de  las  palabras, 
hay  que  reconocer  que,  en  la  lengua  de  Castilla,  tiene  Caviedes 
pocos  que  lo  superen  en  donaire  y  travesura. 

Tenemos  á  la  vista  los  tres  tomos  con  que,  en  1872,  ha 
iniciado  la  casa  editorial  de  Rivadeneira,  en  Madrid,  la  publi- 
cación de  libros  raros  ó  inéditos  y,  exceptuando  el  volumen  del 
Cancionero  de  Estúñiga^  los  otros  dos  corren  i>arejas,  si  no  ex- 
ceden, en  cuanto  á  'pulcritud  de  voces,  con  el  Diente  del  Farnuso, 
Y  téngase  muy  en  cuenta  que  tal  publicación  se  hace  bajo  los 
auspicios  de  la  Real  Academia  Española,  cuerpo  respetable  que, 
en   materia   de  estilo,   limpia^  fija  y  da  esplendor. 

El  volumen  de  la  Tragicomedia  de  Lisandro  y  lloselia,  centón 
de  picantes  y  obscenos  chistes,  es  juzgado  por  don  Juan  Euge- 
nio Ilartzenbuch;  y  el  de  la  Lozana  Andaluza,  historia  en  que 
se  pintan  con  colores  muy  verdes  y  gran  desnudez  de  imáge- 


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MIS    ULTIMAS    TRADICIONES  357 

lies,  las  escandalosas  aventuras  de  una  meretriz,  ha  merecido 
ser  citado  con  elogio,  en  la  Biblioteca  de  autores  españoles, 
por  el  culto  don  Pascual  de  Gayángos. 

La  autoridad,  por  mil  títulos  respetable,  de  estos  dos  ilus- 
tres académicos,  destierra  de  nuestra  alma  todo  escrúpulo  por 
haber  descifrado  el  manuscrito  y  alentado  al  señor  Odriozola 
para  su  impresión.  Para  la  gente  frivola,  será  éste  un  libro 
gracioso,  y  nada  más.  Para  los  hipócritas,  un  libro  repugnante 
y  digno  de  figurar  en  el  índice.  Pero  para  todo  hombre  de 
letras  será  la  obra  de  un  gran  poeta  peruano,  de  un  poeta 
que  rivaliza,  en  agudeza  y  sal  epigramática,  con  el  señor  de 
la  torre  de  Juan  de  Abad. 


FIN  DE  MIS  ULTIMAS  TRADICIONES  PERUANAS 


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PARRAFITO  PROEMIAL 


Tratábase  de  cristianar  á  un  niño,  y  antes  de  llevarlo  al 
bautisterio,  el  cura  apuntaba,  en  la  sacristía,  los  datos  que 
consignaría   más   tarde   en   el   libro    parroquial. 

—¿Qué   nombre   le   ponemos   al   chico? 

-—Por  mí— contestó   el   padrino,— póngale   usted    Tigre. 

— No   puede   ser— argüyó  secamente   el   párroco. 

—Pues  entonces,  póngale  usted  Búfalo  ó  Rinoceronte. 

— Tampoco  puede  ser.  Esos  son  nombres  de  animales  y  no 
de  cristianos. 

—¡No  moje,   padre!   ¿Cómo  el   Papa  se  llama  León? 

Al  hombre  de  sotana  y  birretillo  no  se  le  ocurrió,  por  el- 
momento,  otra  contestación  que  ésta: 
*  —Ya  he  dicho  que  no  puede  ser.  Soy  camanejo  y  no  cejo. 

—Pues  j^o   soy  de  Amedo   (1),   y  no   cedo. 

Y  el  mamón  continuó  morito. 

Algo  parecido  me  sucede  con  este  libro.  Darle  por  título 
Miscelánea,  Variedades,  Mesa  revuelta^  Pandemónium  6  cualquier  otro 
de  los  ya  muy  manoseados,  cuando  un  autor  selecciona  el 
papel  que  su  pluma  ha  emborronado,  me  pareció  chabacano, 
vulgar,   cursi. 

Cuentan  que  un  curioso  le  preguntó  á  una  vieja  quién  era 
el  padre  de  su  nieto,  y  que  la  muy  Celestina  contestó: 

—No  lo  sé  todavía,  porque  hace  un  mes  que  mi  hija  le 
está  escogiendo  padre  al  muchacho,  y  aun  no  se  ha  decidido 
por  ningxmo. 

Para  no  parecerme  á  la  moza  regocijada,  convoqué  en  con- 

(1)    Villa  de  Amedo,  hoy  Chancay,  á  coloree  leguas  de  Lima. 


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362  •  RICARDO    PALMA 

sejo  á  tres  de  mis  amigos  (viejos  muy  discretos)  j'  ellos,  des- 
pués de  alambicar  la  consulta,  opinaron  que  el  libro  se  bau- 
tizase con  el  nombre  de  Cachivachería,  ó  sea:  conjunto,  almá- 
ciga ó  reunión  de  cachivaches. 

Pero  aquí  fué  ella;  porque  el  Diccionario,  como  el  cura 
de  marras,  nos  salió  con  la  enflautada  de  que  aquélla  no  es 
palabra  castellana. 

Los  padrinos  debieron  tener  en  las  venas  gotas  de  sangre 
de  Amedo,  porque  no  cejaron  ante  la  autoridad  de  la-  Acade- 
mia, y  yo,  el  padre  ó  autor,  no  había  de  consentir  en  que 
por  tamaña  nimiedad  quedase  mi  hijo  moro,  ó,  lo  que  es  lo 
mismo,  sin  tener  la  vida  del  libro  los  cachivaches  con  que 
pongo  fin,  remate  y  contera  á  mi  liquidación  de  cuenta  lite- 
raria con  mi  país  y  con  mi  siglo. 

R.   Palma. 


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PRIMERA  PARTE 


EL  CORONEL  FRAY  BRUNO 

¿Fraile  y  coronel? 
Líbreme  Dios  de  él. 

Entre  los  españoles  del  ejército  realista,  que  sucumbió  /en 
la  batalla  de  Ayacucho,  eran  muy  repetidas,  y  alcanzaron  auto- 
ridad de  refrán,  estas  palabras:— ¿.Fraiíc  y  coronel í  TAhreme  Dios 
de  él. — Voy,  pues,  á  emprender  un  ligero  estudio  biográfico  del 
personaje  que  motivó  el  dicho,  apoyándome  en  noticias  que 
contemporáneos  suyos  me  han  proporcionado,  y  en  documen- 
tos oficiales  que  á  la  vista  tengo  sobre  mi  mesa  de  trabajo. 

I 

Por  los  años  de  1788  nació  en  el  pueblo  de  Mito,  á  pocas 
leguas  de  Jauja,  un  muchacho,  hijo  de  india  y  de  español,  á 
quien  inscribieron  en  el  libro  parroquial  con  el  nombre  de 
Bruno  Terreros. 


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364  RICARDO    PALMA 

Despejado  era  el  rapaz,  y  cobrándole  afición  uno  de  los 
religiosos  de  Ocopa,  llevóle  al  convento  hízole  vestir  la  jerga 
de  novicio,  y  cuando  lo  vio  espedito  en  el  latín  de  Nebrija 
y  en  la  filosofía  de  Heinecio,  enviólo  á  Lima  muy  recomendado 
al  guardián  de  San  Francisco. 

En  breve  Bruno  Terreros,  en  cuya  moralidad  no  hubo  pero 
que  poner,  y  cuya  aplicación  era  ejemplar,  se  aprendió  de 
coro  un  tratado  de  teología  dogmática,  y  en  1810  recibió  la  or- 
den del  subdiaconado. 

Años  más  tarde,  el  arzobispo  Las-Heras  lo  nombró  coadju- 
tor del  curato  de  Chupaca,  y  en  esa  condición  se  hallaba  cuando 
estalló  la  guerra  de  Indei>endencia.  Fray  Bruno  se  distinguía 
por  la  austeridad  de  sus  costumbres  y  por  llenar,  conforme 
al  espíritu  del  Evangelio,  los  deberes  de  su  sagrado  ministerio. 

Con  esto,  dicho  está  que  fué  muy  querido  de  sus  feligreses. 

En  la  plática  dominical,  fray  Bruno  se  mostraba  más  rea- 
lista que  el  rey,  y  decía  que  la  revolución  americana  *era  cosa 
de  herejes,  fracmasones  y  gente  piervertida  por  la  lectura  de 
libros  excomulgados.  Añadía  que  eso  de  derechos  del  hombre, 
y  de  patria  y  libertad,  era  pampiroladas  sin  pies  ni  cabeza;  y 
que  pues  el  rey  nació  para  mandar  y  la  grey  para  obedecer, 
lo  mejor  era  no  meterse  á  descomponer  el  tinglado,  ni  en  ba- 
rullos que  comprometen  la  pelleja  en  este  mundo  y  la  vida 
eterna  en  el  otro.  Y  con  esto,  amados  oyentes  míos,  que  viva 
el  rey,  y  viva  la  religión,  y  viva  la  gallina,  aunque  sea  con  sii 
pepita. 

Vino  el  año  de  1822,  y  con  él  la  causa  de  la  monarquía  se 
echó  ádar  manotadas  de  ahogado.  Los  realistas  cometieron 
estorsiones  parecidas  á  las  que,  un  año  después,  ejecutara  Ca- 
rratalá  en  Cangallo.  Hubo  templos  incendiados,  la  soldadesca 
se  entregó  sin  freno  al  pillaje  de  alhajas  y  objetos  sagrados, 
se  escarneció  á  los  sacerdotes,  hasta  el  punto  de  que  el  jefe 
español  Barandalla  hiciera  fusilar  al  cura  Cerda. 

Un  capitán  realista,  al  mando  de  sesenta  soldados,  llegó  á 
Chupacíi  y  amenazó  á  fray  Bruno  con  darle  de  patadas  si  no 
le  entregaba  un  cáliz  de  oro.  Nuestro  humilde  franciscano  con- 
virtióse en  irritado  león,  amotinó  á  los  indios,  y  la  tropa  es- 
capó á  descalza-perros. 


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CACHI  VACH  ERI A  365 

Desde  ese  día  fray  Bruno  colgó  los  hábitos,  se  plantó  al 
cinto  sable  y  pistolas  y,  trabuco  en  mano,  se  puso  á  la  cabeza 
de  doscientos  montoneros,  lanzando  antes  este  original  docu- 
mento, que  así  puede  pasar  por  proclama  como  por  sermón  ó 
pastoral. 

«Compatriotas  y  hermanos  muy  amados:— Penetrado  de  los 
sentimientos  naturales  y  revestido  con  las  sagradas  vestiduras 
de  mi  carácter,  os  anuncié  muchas  veces,  desde  la  cátedra  d\el 
Espíritu  Santo  la  felicidad  de  los  peruanos,  que  ha  de  resultar 
después  de  las  guerras.  Y  ahora,  poseído  de  dolor,  me  veo  pre- 
cisado á  tomar  el  sable  desnudo,  como  defensor  de  la  religión, 
sólo  con  el  objeto  de  derribar  esas  felicidades  lisonjeras  con 
que  los  tiranos  nos  tienen  engañados,  por  saciar  sus  codiciosas 
ambiciones.  Testigos  los  templos  sagrados  destruidos,  violados 
los  santos  Evangelios  de  Jesucristo,  y  sus  miembros  i>ersegui- 
dos.— Sacerdotes  del  Altísimo,  llorad  con  lágrimas  de  sangre 
al  ver  convertidas  en  cenizas  las  casas  de  oración  y  los  taber- 
náculos en  astillas,  por  llevarse  los  vasos  sagrados  y  las  custo- 
dias con  la  Majestad  colocada.  Esos  sacrilegos  españoles,  ple- 
gué á  Dios,  y  hago  testigos  á  los  ángeles  y  á  toda  la  corte  ce- 
lestial, que  á  todo  trote  caminan  al  extremo  de  su  total  ruina. 
Jamás  levantó  el  brazo  Jesucristo,  sino  cuando  vio  su  templo 
infamado  con  ventas  y  comercios.  Yo  jamás  hubiera  tomado 
el  sable,  si  no  hubiera  visto  los  santuarios  servir  de  pesebreras 
de  caballos.  Separaos,  verdaderos  y  fieles  patriotas,  y  dejad  so- 
los á  los  contumaces  en  su  desgraciada  obstinación.» 

Este  curioso  documento  nos  revela  el  temple  de  alma  del 
franciscano.  Invistióse  inmediatamente  de  un  título  militar,  sin 
desdeñar  por  eso  el  que  le  correspondía  por  su  condición  re- 
ligiosa. Así,  sus  proclamas  y  órdenes  generales  iban  encabe- 
zadas con  estas  palabras:— J57Z  coronel  fray  Bruno  Terreros. 

En  el  ejército  argentino  que  San  Martín  condujo  al  Perú, 
vinieron  también  algunos  frailes  que  colgaron  los  hábitos  para 
vestir  el  uniforme  militar.  El  más  notable  entre  ellos  fué  fray 
Félix  Aldao,  de  la  orden  de  la  Merced,  capellán  de  un  iiegi- 
miento,  que,  sable  en  mano,  se  metía  siempre  en  lo  más  reñido 
del  combate.  Aldao  ganó  en  el  Perú  una  fuerte  suma  al  juego, 
y  llevándose,  con  disfraz  de  paje,  á  una  linda  muchacha  á  quien 


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36()  RICARDO    PALMA 

sedujo,  alcanzó  durante  la  época  de  Rosas  la  clase  de  general. 
El  fraile  Aldao  se  entregó  furiosamente  á  la  embriaguez  y  á 
Ja  lascivia,  no  dejó  crimen  por  cometer  como  seide  del  tirano 
argentino  y  murió  (ejerciendo  el  cargo  de  gobernador  ó  autó- 
crata en  Mendoza,)  devorado  por  un  cáncer  en  la  cara,  blasfe- 
mando como  un  poseído. 

Como  se  ve,  el  fraile  Aldao  fué  un  apóstata  y  su  conducta 
no  admite  disculpa.  Por  el  contrario,  si  el  franciscano  Terreros 
tomó  las  armas,  lo  hizo,  como  lo  revela  su  jM'oclama.  impulsado 
por  un   sentimiento   religioso,   exagerado   acaso,  pero   sincero. 

Ni  Vidal,  ni  Guavique,  ni  Agustín  el  largo,  ni  el  famoso  Cholo- 
fuerte,  jefes  de  los  guerrilleros,  que  tanto  hostilizaron  á  las 
tropas  realistas,  igualaron  en  coraje,  actividad  y  astucia  al  co- 
ronel fray  Bruno  Terreros.  Para  él  la  guerra  tenía  el  carácter 
de  guerra  religiosa,  y  sabía  inflamar  el  ánimo  de  sus  monto- 
neros, arengándoles  con  el  Evangelio  en  una  mano  y  el  trabuco 
en  la  otra,  como  lo  hicieron  en  Francia  los  sacerdotes  de  la 
Vendée.  Los  hombres  que  le  seguían  asistían  á  la  misa  que 
su  caudillo  celebraba,  en  los  días  de  precepto,  y  algunos  se 
hacían  administrar  por  él  el  sacramento  de  la  Eucaristía.  Aque- 
llos guerrilleros,  más  que  por  su  patria,  se  batían  por  su  Dios. 
Morir  en  el  combate,  era  para  ellos  conquistarse  la  salvación 
eterna. 

Vive  aún  (1878)  en  el  convento  de  San  Francisco,  un  respe- 
table sacerdote  (el  padre  Cepeda)  que  recuerda  haber  visto 
llegar  á  la  plazuela  de  la  iglesia  á  fray  Bruno,  seguido  de  sus 
guerrilleros,  y  que,  apocándose  con  gran  agilidad,  se  dirigió  á 
la  sacristía,  de  donde  salió  revestido,  y  celebró  misa  en  el  altar 
de  la  Purísima,  con  no  poca  murmuración  de  beatas  y  conven- 
tuales. 

Cuentan  que  fray  Bruno  Terreros  trataba  sin  misericordia 
á  los  españoles  que  tomaba  prisioneros  después  de  alguna  es- 
caramuza, y  que  su  máxima  era:— de  los  enemigos,  los  menos. 
—Pero  esta  aseveración  no  la  encontramos  suficientemente  com- 
probada en  los  boletines  y  gacetas  de  aquella  época. 

Lo  positivo  es  que  el  nombre  del  franciscano  llegó  á  inspirar 
pánico  á  los  realistas,  dando  origen  al  refrán  que  dejamos  apun- 
tado. 


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cachivachería  367 

Papel  no  menos  importante  que  Terreros  hizo,  en  la  guerra 
de  Independencia,  otro  sacerdote  de  la  orden  seráfica.  El  te- 
niente coronel  fray  Luis  Beltrán  fué  quien  fundió  los  cañones 
que  trajo  San  Martín  á  Chacabuco.  En  el  Perii  prestó  también 
á  la  causa  americana  útiles  servicios,  como  jefe  de  la  Maestranza 
y  parque;  pero  injustamente  desairado  un  día,  en  Trujillo,  por 
el  Libertados,  fray  Luis  Beltrán  intentó  asfixiarse.  Aunque  sal- 
vado á  tiempo  por  un  amigo,  nuestro  franciscano  quedó  loco. 
La  figurita,  como  llamaba  el  infeliz  patriota  á  Bolívar,  era  el 
tema  constante  de  su  locura. 

El  comandante  Beltrán  pudo  curarse,  y  regresó  á  Buenos 
Aires,  donde  volvió  á  vestir  el  santo  hábito,  muriendo  poco 
tiempo  después. 


11 


Afianzada  la  Independencia,  renunció  fray  Bruno  su  clase  de 
coronel,  solicitando  de  Bolívar,  por  toda  recompensa  de  sus 
servicios  á  la  causa  nacional,  el  permiso  de  volver  á  su  con- 
vento. El  guardián  de  San  Francisco  vio  la  pretensión  de  mal 
ojo,  recelando  sin  duda  que  el  ex  guerrillero  trajese  al  claus- 
tro costumbres  belicosas.  Informado  de  ello  Bolívar,  se  diri- 
gió al  gobernador  del  arzobispado  con  los  dos  oficios  siguientes : 

Marzo  4  de  1825.— ^Z  Gobernador  dd  Arzobispado,— CwdJiáo  por 
el  feliz  estado  de  las  cosas  ha  creído  el  coronel  don  Bruno 
Terreros  que  sus  servicios  no  son  de  necesidad,  ha  solicitado 
del  gobierno  permiso  para  retirarse  á  sus  claustros  del  con- 
vento de  San  Francisco,  de  cuya  religión  es  hijo;  y  Su  Exce- 
lencia el  Libertador,  teniendo  por  esta  solicitud  toda  la  con- 
sideración que  ella  se  merece,  por  la  conocida  piedad  que 
ella  demuestra,  se  ha  servido  acceder;  y  en  su  consecuencia, 
ha  quedado  el  coronel  Terreros  separado  del  Sicrvicio  y  en 
estado  de  restituirse  á  su  convento.  Pero  como  no  sería  justo 
que  se  echase  en  olvido  ni  viese  con  indiferencia  la  buena  con- 


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368  RICARDO    PALMA 

ducta  que  el  coronel  Terreros  ha  observado,  míenti-as  ha  ps- 
tado  sirviendo  al  gobierno,  y  los  muchos  é  importantísimos  ser- 
vicios que  ha  prestado  á  la  causa  nacional  en  críticas  circuns- 
tancias, Su  Excelencia  el  Jefe  Supremo  de  la  República  me 
manda  recomendar  á  US.  al  expresado  coronel  Terreros,  con 
el  doble  objeto  de  que  su  señoría  lo  atienda,  dándol<e  una  colo- 
cación correspondiente  á  su  distinguido  comportamiento  y  de 
que,  valiéndose  de  los  respetos  de  Su  Excelencia  mismo,  tome 
las  medidas  que  sean  conducentes,  á  fin  de  que  los  prfelados 
de  San  Francisco  vean  á  Terreros  con  el  aprecio  y  conside- 
raciones (fue  tan  justamente  se  ha  grangeado.— Me  suscribo 
de  Useñoría  atento  servidor.— Towáí  Heres. 

Marzo  4  de  1825.— ^í  Gobernador  del  Arzobispado.— Su  Excelen- 
cia el  Libertador  encargado  del  mando  supremo  de  la  Repú- 
blica, ruega  y  encarga  al  Reverendo  Gobernador  Metropolita- 
no que  el  padre  fray  Bruno  Terreros,  por  sus  grandes  servicios 
á  la  patria,  por  su  buena  conducta  y  aptitudes  sacerdotales, 
sea  habilitado  para  obtener  en  propiedad  cualquier  benieficia 
con  anexa  cura  de  almas,  y  que,  si  es  posible,  se  le  dé  co- 
lación del  curato  de  Chupaca,  previo  el  correspondiente  exa- 
men sinodal. — El  ministro  que  suscribe  se  ofrece  de  Us.eñoría 
atento  servidor. — Tomás  Heres. 


En  25  de  Agosto  de  1825  (dice  el  autor  de  la  Historia  del 
Perv,  Independiente)  fué  nombrado  Terreros  cura  de  Mito,  bene- 
ficio que  prefirió  á  otros,  por  ser  el  lugar  de  su  nacimiento. 
En  su  nueva  vida  religiosa  olvidó  sus  costumbres  de  guerrillero; 
y  fué  tan  solícito  en  el  cumplimiento  del  deber  sacerdotal,  que 
en  1827,  al  atravesar  el  río  de  Jauja  para  ir  á  confesar  á  un 
moribimdo,  desoyendo  el  ruego  de  algunos  indios  que  le  pe- 
dían no  se  aventurase  por  estar  el  río  muy  crecido,  fué  arras- 
trado por  la  corriente  y  pereció  ahogado. 

Tal  fué,  á  grandes  rasgos,  el  hombre  por  quien  se  dijo:— 
¿Frailf  y  coronel?  Líbrenos  Dios  de  él. 


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EL    PRIMER   GRAN   MAIUSCAL 


El  nombre  del  primer  peruano  que  invistió,  en  la  patria,  la 
alta  clase  de  Gran  Mariscal  del  ejército,  es  casi  desconocido 
para  la  generación  actual.  Aun  los  historiadores  de  la  época 
de  la  Independencia  apenas  si  hacen  de  él  mención. 

En  cuanto  á  su  desgraciado  fin,  pues  concluyó  por  suicidarse, 
es  tan  ignorado  en  el  Perú,  como  su  hoja  de  servicios. 

No  entra  en  nuestro  propósito  escribir  una  biografía,  sino 
consignar  sencillamente  los  datos  personales  que  sobre  nuestro 
primei*  Gran  Mariscal  adquirió  el  escritor  l)onaerense  don  Vi- 
cente G.  Quezada,  datos  que  ampliamos  con  los  que,  en  cartas, 
nos  han  comunicado  nuestros  benévolos  amigos  los  señores 
don  Ricardo  Trelles,  don  José  María  Zubiría,  don  Ángel  Juv 
tiniano  Carranza  y  el  general  argentino  don  Jerónimo  Espe- 
jo, ayudante  de  San  Martín. 

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370  RICARDO    PALMA 


Don  Toribio  de  Luzuriaga  nació  en  Huaráz  el  16  de  Abril 
de  1782,  y  fueron  sus  padres  doña  María  Josefa  Mejía  Estrada 
y  Villa vicencio  (huarasina)  y  el  vizcaíno  don  Manuel  de  Luzu- 
riaga y  Elgarresta,  acaudalado  comerciante  que  se  ocupaba  en 
el  rescate  de  pastas. 

A  la  edad  de  quince  años,  en  1797,  era  don  Toribio  ama- 
nuense del  gobernador  del  Callao,  marqués  de  Aviles,  quien  te 
profesaba  tan  paternal  cariño,  que  al  ser  promovido  á  la  presi- 
dencia de  Chile,  lo  llevó  consigo.  Nombrado  Aviles  virrey  de 
Buenos  Aires,  acompañólo  también  Luzuriaga  y  allí  obtuvo, 
en  Junio  de  1801,  el  empleo  de  alférez  ¡en  un  regimiento  de 
caballería.  Sus  ascensos,  hasta  el  de  capitán,  los  alcanzó  batién- 
dose contra  los  ingleses,  en  1806  y  1807. 

Al  estallar  la  revolución  del  25  de  Mayo  de  1810,  era  ya  Lu- 
zuriaga comandante  de  artillería,  y  contribuyó  no  poco  al  buen 
éxito  del  movimiento. 


Según  Vicuña  Mackenna,  la  elegancia  y  exquisitos  modales 
de  Luzuriaga  influyeron  mucho  en  el  adelanto  de  su  carrera. 
Llevaba  en  su  físico  un  pasaporte  que  le  conquistaba  univer- 
sales simpatías.  Era  del  número  de  los  favorecidos  por  Dios 
con  varonil  belleza,  palabra  halagüeña  y  despejada  inteligencia. 
Así  se  explica  que,  después  de  haber  desempeñado  en  Buenos 
Aires  el  cargo  de  director  de  la  Academia  militar,  fuera  en  1813, 
á  los  doce  años  de  servicio,  coronel  del  batallón  número  7, 
encargándosele,  aunque  interinamente,  del  despacho  del  mi- 
nisterio de  Guerra. 


De  regreso  del  Alto  Perú,  donde  estuvo  á  órdenes  de  Bel- 
grano,  Balcárcel  y  Castelli,  batiéndose  contra  las  aguerridas 
tropas  de  España,  fué  ascendido  á  general;  y  en  1816  mereció 


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cachivachería  371 

ser  nombrado  gobernador  de  la  p^o^'incia  de  Cuyo  (Mendoza) 
En  este  importantísimo  y  delicado  empleo,  auxilió  eficazmente 
la  expedición  de  San  Martín  sobre  Chile.  Y  tanto,  que  debióse 
á  su  actividad  y  acertados  cálculos  la  memorable  hazaña  del 
paso  de  los  Andes;  y  el  gobierno  argentino  lo  autorizó  para 
reemplazar  á  San  Martín  en  el  mando  del  ejército,  si  ocurría 
alguna  eventualidad  no  prevista. 

En  Febrero  de  1821,  Chile,  que  había  condecorado  á  Luzu- 
riaga  con  la  Legión  de  Mérito,  le  confirió  la  clase  de  Mariscal 
de  campo. 


San  Martín,  que  amaba  á  Luzuriaga  como  á  leal  hermano, 
y  que  además  era  padrino  de  uno  de  sus  hijos,  lo  comprometió 
para  que,  renunciando  la  gobernación  de  Cuyo,  lo  acompañase 
á  acometer  más  ardua  empresa.  Luzuriaga  no  había  olvidado 
que  era  nacido  en  el  Perú,  y  no  vaciló  un  momento.  En  Lima 
fué  condecorado  con  el  distintivo  de  la  Orden  del  Sol;  y  el  22 
de  Diciembre  de  1821  obtuvo  el  ascenso  á  Gran  Mariscal  del 
Perú. 


Corta  fué  la  permanencia  de  Luzuriaga  en  su  patria.  Des- 
pués de  desempeñar  satisfactoriamente  una  misión  en  Guaya- 
quil, sirvió  por  pocos  meses  la  prefectura  ó  presidencia  de 
Huaráz,  y  luego  regresó  á  Buenos  Aires  con  el  encargo,  según 
Paz  Soldán,  de  influir  cerca  de  Puirredón  en  el  desarrollo 
del  plan  monarquizador  que  García  del  Río  y  Paroissien  iban 
á  iniciar  en  Europa. 


Cuando  en  1825  la  anarquía  empezó  á  enseñorearse  del  te- 
rritorio argentino,  Luzuriaga,  que  se  inclinaba  al  partido  pre- 
sidencial, se  retiró  á  la  vida  privada,  no  queriendo  militar  en 
bando  opuesto  al  de  su  hermano  don  Manuel,  entusiasta  par- 
tidario de  Borrego. 


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372  RICARDO    PALMA 

Compró  entonces  en  subido  precio,  y  comprometiendo  su 
crédito  para  conseguir  los  capitales  precisos,  la  estancia  de 
TontezuelaSj  confiando  en  que  pocos  años  de  asiduo  trabajo  bas- 
tarían para  libertarlo  de  acreedores. 

Pero  la  guerra  civil  qfue  en  1829  y  1830  devastó  la  campa- 
ña del  norte,  puso  á  nuestro  compatriota  casi  en  condición 
mendicante. 

Comprobando  el  estado  de  penuria  á  que  se  vio  reducido,  nos 
refiere  el  señor  Trelles:— «Luzuriaga  tuvo  qu-e  vender  á  don 
» Pedro  de  Angelis  todas  sus  condecoraciones,  adquiridas  en 
»la  guerra  de  la  Independencia,  entre  las  cuates  figura  una 
»que  es  personal,  pues  le  fué  decretada  por  haber  descubierto 
»y  sofocado  la  conspiración  de  los  prisioneros  españoles  en 
»San  Luis  (1819).  Las  condecoraciones  del  Gran  Mariscal  fueron 
»vendidas  por  el  señor  de  Angelis,  €fn  1852,  al  doctor  Lama, 
»quien  las  conserva  hoy  en  su  valiosa  colección  de  medallas 
«americanas.» 


En  1835  publicó  Luzuriaga,  en  Buenos  Aires,  un  folleto  do- 
cumentado sobre  los  motivos  que  tuvo  i>ara  hacer  dimisión 
del  mando  de  la  provincia  de  Cuyo  y  afiliarse  con  San  Martín 
en  la  expedición  libertadora  que  vino  al  P^rú.  También  dio 
á  luz,  por  entonces,  una  exposición  relativa  á  los  servicios  que 
prestara  en  Guayaquil. 


Las  decepciones  y  sufrimientos  produjeron  en  el  organismo 
de  Luzuriaga  un  principio  de  reblandecimiento  cerebral.  Su 
palabra  se  hizo  lenta,  su  paso  vacilante,  y  lo  acomelieron  ac- 
cesos de  profundísima  melancolía. 


«El  gran   Mariscal   del   Perú  don  Toribio   Luzuriaga   (dice 

Quezada)  tuvo  un  momento  de  debilidad.  Acosado  por  la  pér- 

):dida  de  su  fortuna,  aquel  espíritu  varonil  se  amilanó  y  puso 


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J 


cachivachería  373 

término  á  su  larga  y  ti-abajada  existencia.  La  desgracia  pro- 
jduce  un   vértigo,   que  no  disculpa,  pero   que  explica  ciertos 

desastres.» 

Fué  el  4  de  Mayo  de  1842,  y  á  los  sesenta  años  de  edad, 
cuando  el  cañón  de  una  pistola  puso  tristísimo  fin  á  la  angus- 
tiosa  existencia  de  nuestro   desventurado   compatriota. 


La  clase  de  Gran  Mariscal,  equivalente  á  la  de  Capitán  Ge- 
neral en  España,  era,  en  la  jerarqfuía  militar,  el  summum  de 
las  aspiraciones  de  nuestros  hombres  de  espada.  ¡Cuántos  mo- 
tines de  cuartel  y  cuánta  sangre  ha  costado  á  mi  patria  ese 
tan  codiciado  ascenso!  Felizmente,  la  Constitución  política  de 
1860  se  encargó  de  proscribirlo. 

En  ese  año,  investían  el  mariscalato  don  Miguel  San  Román 
don  Ramón  Castilla  y  don  Antonio  Gutiérrez  de  La  Fuente, 
tres  soldados  de  la  éix)ca  de  la  Independencia  que  llegaron 
á  ceñir  la  banda  presidencial.  Para  un  Gran  Mariscal,  el  man- 
do supremo  de  la  República  era  un  accesorio.  A  un  Gran  Ma- 
riscal no  le  era  lícito  morir  sin  haber  sido  gobierno. 

Con  La  Fuente,  que  falleció  en  1878,  murió  el  último  (irán 
Mariscal  del  Perú.  En  el  desprestigio  que  pesa  sobre  el  cesa- 
rismo  con  imiforme;  cuando  los  pueblos  empiezan  á  acatar 
como  dogma  evangélico  el  principio  de  que  las  glorias  alcanza- 
das por  la  pluma  son  más  consistentes  que  las  obtenidas  por 
el  sable,  no  hay  que  temer  la  resurrección  de  los  grandes  ma- 
riscalatos. ¡Dios  mío!  Haz  que,  como  i>asó  para  el  mundo 
la  época  del  predominio  frailesco,  acabe  de  pasar  para  la  Amé- 
rica la  de  las  charreteras  y  entorchados. 


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W9wmwwmmmwmm0mmm0!9m^m^wmw'¥mmm^wm09mwmwmwmwwm0mm 


LAS   CORTINAS 

(Costumbres) 

No  lo  puedo  remediar,  no  está  en  mi  mano,  como  dicen 
las  viejas;  pero  la  risa  me  retoza  en  el  cuerpo  cuando  palpo 
costumbres  (pie,  no  por  rancias  sino  por  ridiculas,  debían  pros- 
cribirse  de   esta  capital,  emporio   de   la  civilización   peruana. 

Y  ya  que  en  Domingo  de  Cuasimodo  no  tiene  el  diablo 
permiso  para  dar  un  verde  por  el  mundo,  bien  puedo  echar 
una  cami  al  aire  pidiéndole  á  mi  péñola  un  artículo  de  carác- 
ter entre  religioso  y  humorístico. 

Y  no  digan  que  soy  como  aquel  picaro  santero  que  pedia 
limosna  para  una  estampa  de  Jesús  Nazareno,  y  que  después 
de  hacer  buena  colecta  de  reales  entre  los  devotos,  sacaba 
mía  baraja  y  le  decía  al  buen  Jesús: 

—  En  la  cara  te  conozco  que  tú  quieres  que  echemos  una 
partidita  de  treintaiuna,  ¿A  cómo  va  á  ser  el  juego?  ¿A  pé- 
sela? Bueno,  como,  tú  quieras.  Te  doy  cartas:  un  seis  de  oros, 
un  tres  de  copas  y  una  sota  de  espadas.  ¡Hombre!  tienes  die- 
cinueve. ¿Pides  carta?  Claro  está...  jZas!  El  caballo  de  bas- 
tos. ¿Te  plantas?  Buen  punto  es  veintinueve.  Ahora  me  toca 
á  mí.  Seis  de  bastos,  cinco  de  oros  y  caballo  de  copas.  Pido 
carta.  Rey  de  espadas.  Hombre  ¡qué  casualidad!  Treintaiuna. 

Y  de  partida  en  partida  concluía  por  ganarle  al  Cristo  toda 
la  colecta,  diciéndole  para  mayor  burla: — A  ver  si  escarmien- 
tas, y  te  dejas  de  vicios  que  no  son  para  ti. 


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370  KICAKDO    PALMA 

Eso  de  adornar  puertas  y  balcones  con  cortinas,  cuando 
ha  de  pasai*  procesión  por  una  calle,  es  costumbre  que...  i  va- 
mos! se  me  atraganta  é  indigesta. 

Convengo  en  que  se  gaste  el  oro  y  el  moro  para  levantar 
arcos  triunfales,  bajo  los  cuales  deba  pasar  el  Santísimo.  En 
ello  hay  lujo  y  arte,  á  la  vez  que  el  sentimiento  religioso  paga 
tributo   á  la   divinidad. 

Nada  digo  de  alfombrar  las  calles  con  flores,  con  tapices  de 
los  gobelinos,  ó  con  barras  de  plata;  como  diz  que  se  vio  en 
los  bienaventurados  tiempos  del  virrey  conde  de  Lemus.  Eso 
revela  opulencia,  y  bien  se  puede  echar  la  casa  por  la  ven- 
tana  para   dar   lucimiento   á  la  procesión. 

Santo  y  bueno  que  nubes  de  incienso  encapoten  la  atmós- 
fera y  nos  asfixien;  y  hasta  tolero  que  un  cohete  de  arranque 
deje  tuerto  á  un  sacristán  ó  monaguillo. 

Encintar  las  calles  y  hacer  que  flameen  en  ellas  banderi- 
tas  de  madapolán  ó  de  papel  picado,  tiene  siquiera  su  lado 
pastoril  y  patriarcal,  capaz  de  inspirar  églogas  é  idilios  á  va- 
tes  que   yo   me  sé. 

Pero  con  las  cortinas,  ya  lo  he  dicho,  no  transijo,  aunque 
me  asper.  como  á  san  Bartolomé  ó  achicharren  como  á  san 
Lorenzo. 

En  la  época  colonial,  ciertas  casas  aristocráticas  de  Lima 
ostentaban  cortinaje  de  terciopelo  de  Flandes  recamado  de  oro. 
Pero  y<i  se  sabía  que  este  adorno  no  tenía  otro  uso  y  que, 
concluida  la  fiesta,  se  guardaba  hasta  la  inmediata.  No  es, 
pues,  esta  cortina  la  de  mi  crítica. 

Conforme  fuimos  avanzando  camino  en  la  vida  democrá- 
tica, discurrimos  que  siendo  Dios  el  primero  de  los  republi- 
canos (por  mucho  que  el  catecismo  lo  llame  Rey,  y  no  Presi- 
dente, de  cielos  y  tierra)  le  cuadraban  mal  resabios  y  humi- 
llos aristocráticos,  que  eso  y  no  otra  cosa  significaban  los  cor- 
tiiinjes  ad  hoc  de  terciopelo  y  brocato. 

Y  pensado  y  hecho,  sin  otra  discusión,  pobres  y  ricos,  sa- 
caron á  lucir  colchas  y  sobrecamas,  más  ó  menos  historiadas. 
Y  cata  resuelto   el  gran  problema  de  la  igualdad   social. 

La  sola  palabra  cortina  nos  trae  á  las  mientes  algo  de  encu- 
bridora ó  tapadora;  pues  no  á  humo  de  pajas,  sino  con  mucho 


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cachivachería  377 

reliiilín,  dicen  las  limeñas  esta  frase:— Niña,  yo  no  soy  cor- 
tina de  nadie.— Y  corte  ested  el  vuelo  á  la  imaginación  que 
se  siente  asaltada  por  un  tropel  de  pensamientos  pecaminosos'. 

Dóime  de  calabazadas  por  explicarme  el  simbolismo  de 
las  cortinas  como  signo  extemo  de  devoción,  y  en  puridad 
de  verdad  que,  mientras  más  luz  busco,  más  se  me  obscurece 
él  horizonte.  Será  (y  es  lo  seguro)  que  soy  un  gaznápiro  y 
no  sé  de  la  misa  la  media. 

Pero  no  me  digan  que  colchas  y  sobrecamas,  siquiera  sean 
de  crochet  ó  de  raso  de  China,  son  muestra  de  cristiano  res- 
peto: porque  á  esa  chilindrina  respondo  muy  suelto  de  hue- 
sos, que  la  prenda  precisamente  es  de  lo  más  irrespetuoso 
que  cabe,  porque  trae  consigo  recuerdos  de  dormitorio  que 
no  siempre  son  pulcros  ni  castos.  Mía  la  cuenta  si  hay  algo 
de   más   prosaico   y  churrigueresco. 

Y  prueba  de  esta  verdad  es  que,  un  minuto  después  de 
pasada  la  procesión,  las  cortinas  han  desaparecido,  como  por 
enccinto,  y  vuelto  á  la  habitación  de  donde  nunca  debieron  ha- 
ber salido.  Sin  darse  cuenta  de  ello,  instintivamente,  conoce 
la  dueña  de  una  casa  que  esa  prenda  ha  estado  fuera  de  su 
sitio  }  destino. 

Prendas  hay  que  no  se  hicieron  para  lucidas  como  cara 
de  buena  moza  pegada  á  cuerpo  de  sílfide.  En  la  úllima  pro- 
cesión, vimos  cortinas  tan  abigarradas  y  zurcidas  que,  á  gri- 
tos, se  quejaban  de  que  las  hubiesen  sacado  á  vergüenza  pú- 
blica, haciéndolas  comidilla  de  epigi'amas  y  murmuraciones. 

Francamente,  que  en  buena  ordenanza  municipal  debería 
empezarse  decretando  la  jubilación  ó  cesantía  de  cortinas  va- 
letudinarias, para  concluir  más  tarde  en  la  abolición  del  ador- 
no, que  maldito  si  adorna,  y  que  hace  tanta  falta  en  las  proce- 
siones como,  los  gatos  en  misa. 

A  DioG  lo  que  es  digno  de  Dios...  y  á  la  cama  la  sobrecama. 


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^^wm0mmmm0mM^m0m00mmmm^^W0m^m^m^0^mmmwmwmmm^ww9^ 


DE  COMO  DESHANQUE  A  UX  RIVAL 


ARTICULO   QUE   HEMOS   ESCRITO  ENTRE   CaMPOAMOR  Y   YO,   Y  QUE   DEDICO 

Á  MI  AMIGO  Lauro  Carral 


Como  ya  voy  teniendo,  y  es  notorio, 

bastante  edad  para  morir  mañana^ 

según  dijo  con   chispa  castellana 

Ramón   de   Campoamor  y  Campoosorio 

que,  en  lo  desmemoriado, 

es   un   segundo  yo   pintipintado, 

quiero  dejar  escrita  cierta  historia 

de  un  amor,  como  mío, 

extravagante  y  digno   de   memoria 

perpetua  en  bronce,  ó  alabastro  frío. 

¿La  he  leído  en  francés,  ó  la  he  soñado? 

¿Mía  es  la  narración,  ó  lo  es  de  un  loco? 

¿He   traducido  el   lance,   ó   me  ha  pasado? 

Lectora,   en   puridad:— de   todo   un   poco. 
Ella  era  una  muchacha  más  linda  que  el  arco  iris,  y  me 
quería  hasta  la  pared  del  frente.  Eso  sí,  por  mi  parte  estaba 
correspondida,   y  con   usura   de   un   ciento   por   ciento.    ¡Vaya 
si  fué  la  niña  de  mis  ojos! 

Ha  pasado  un  cuarto  de  siglo,  y  el  recuerdo  de  ella  des- 
pierta todavía  un  eco  en  mi  apergaminado  organismo. 


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380  RICARDO    PALMA 

Veinte  años  que,  en  la  mujer,  son  la  edad  en  que  la  san- 
gre de  las  venas  arde  y  bulle  como  lava  de  volcán  en  ignición; 
morenita  sonrosada  como  la  Magdalena:  cutis  de  raso  liso; 
ojos  negros  y  misteriosos  como  la  tentación  y  el  caos;  una 
boquita  más  roja  y  agridulce  que  la  guinda;  y  un  lodo  más 
subvei-sivo  que  la  libertad  de  imprenta,  tal  era  mi  amor,  mi 
embeleso,  mi  delicia,  la  musa  de  mis  tiempos  de  poeta.  Me 
parece  que  he  escrito  lo  suficiente  para  probar  que  la  quise. 
Para  colmo  de  dichas,  tenía  editor  responsable,  y  ese...  á 
mil  leguas  de  distancia. 

La  chica  se  llamaba...  se  llamaba...  ¡Vaya  una  memoria  fla- 
ca la  mía  I  Después  de  haberla  querido  tanto,  salgo  ahora  con 
que  ni  del  santo  de  su  nombre  me  acuerdo,  y  lo  peor  es,  como 
diría  Campoamor: 

que  no  encuentro  manera, 
por  más  que  la  conciencia  me  remuerde, 
de  recordar  su  nombre,  que  era...  que  era... 
ya   lo  diré   después   cuando   me  acuerde. 


II 


Ella  había  sido  educada  en  un  convento  de  monjas— pienso 
que  en  el  de  Santa  Clara— con  lo  que  está  dicho  que  tenía  sus  ri- 
betes de  supersticiosa,  que  creía  en  visiones,  y  que  se  enco- 
mendaba á  las  benditas  ánimas  del  purgatorio. 

Para  ella,  moral  y  físicamente,  era  yo,  como  amante,  el 
tipo  soñado  por  su  fantasía  soñadora.— Eres  el  feo  más  sim- 
pático que  ha  parido  madre— solía  repetirme,— y  yo,  franca- 
mente, como  que  llegué  á  i>ersuadirme  de  que  no  me  lison- 
jeaba. 

;Pobrecita!  ¡Si  me  amaría  cuando  en<!onlraba  mis  versos  su- 
periores á  los  de  Zorrilla  y  Espronceda,  que  eran,  por  enton- 
ces, los  poetas  á  la  moda!  Por  supuesto  que  no  entraban 
en  su  reino  las  poesías  de  los  otros  mozalbetes  de  mi  tierra, 
hilvanadores  de  palabras  bonitas  con  las  que  traíamos  á  las 


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CACHIVACHKRIA  381 

musas  al  retortero,  haciendo  mangas  y  capirotes  de  la  estética. 
Aunque  no  sea  más  que  por  gratitud  literaria,  he  de  consig- 
nar aquí  el  nombre  del  amor  mío. 


Esperad  que  me  acuerde...  se  llamaba... 
diera  un  millón  por  recordar  ahora 
su  nombre,  que  acababa...  que  acababa... 
no  sé  bien  si  era  en  ira  ó  era  en  om. 


III 


Sin  embargo,  mis  versos  y  yo  teníamos  un  rival  en  Mickt- 
tOy  que  era  un  gato  color  de  azabache,  muy  pizpireto  y  re- 
monono.  Después  de  perfumarlo  con  esencias,  adornábalo  su 
preciosa  dueña  con  un  collarincito  de  terciopelo  con  Ires  cas- 
cabeles de  oro,  y  teníalo  siempre  sobre  sus  rodillas.  El  gatito 
era  un  dije,   la  verdad  sea   dicha. 

Lo  confieso,  llegó  á  inspirarme  celos,  fué  mi  pesadilla.  Su 
ama  lo  acariciaba  y  lo  mimaba  demasiado,  y  maldita  la  gra- 
cia que  me  hacía  eso  de  un  beso  al  gato  y  otro  á  mí. 

El  demonche  del  animalito  parece  que  conoció  la  tirria  que 
me  inspiraba;  y  más  de  una  vez  en  que,  fastidiándome  su 
roncador  ro  ró  ró,  quise  apartarlo  de  las  rodillas  de  ella,  me 
plantó  un  arañazo  de  padre  y  muy  señor  mío. 

Un  día  le  arrimé  un  soberbio  puntapié.  ¡Nunca  tal  hicie- 
ra! Aquel  día  se  nubló  el  cielo  de  mis  amores,  y  en  vez  de  ca- 
ricias, hubo  tormenta  deshecha.  Llanto,  amago  de  pataleta,  y 
en  vez  de  llamarme  ¡bruto!  me  llamó  ¡masón!  palabra  que, 
cu  su  boquita  de  repicapunto,  era  el  summum  de  la  cólera  y 
del  insulto. 

¡Alma  mía!  Para  desenojarla  tuve  que  obsequiar,  no  rejal- 
gar  sino  bizcochuelos  á  Michito,  pasarle  la  mano  por  el  sedoso 
lomo,  y...  ¡Apolo  me  perdone  el  pecado  gordo!  escribirle  un 
soneto  con  estrambote. 


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382  RICARDO    PALMA 

Decididamente,  Michito  era  un  rival  difícil  de  ser  expulsado 
del  corazón  de  mi  amada...  de  mi  amada  ¿qué? 

Me  quisiera  morir,  joh  rabia!  ¡oh  mengua! 
No  hay  tormento  más  grande  para  un  hombre 
que  el  no  poder  articular  un  nombre 
que  se  tiene  en  la  punta  de  la  lengua. 


IV 


Pero  hay  un  dios  protector  de  los  amores,  y  van  ustedes 
á  ver  cómo  ese  dios  me  ayudó  con  pautas  torcidas  á  hacer 
un  renglón  derecho:  digo,  á  eliminar  á  mi  rival. 

Una  noche  leía  ella,  en  El  Comercio ^  la  sección  de  avisos 
del  día. 

—Dime— exclamó  de  pronto  marcándome  un  renglón  con 
el  punterillo  de  nácar  y  rosa,  vulgo,  dedo,— ¿qué  significa  €sle 
aviso  ? 

—Veamos,  sultana  mía. 

Cabalgué  mis  quevedos,   y  leí: 

Adelaida  OmhLASQVi.—Adivifia  y  profesora. 

—  No  sabré  decirte,  palomita  de  ojos  negros,  lo  que  adi- 
vina ni  lo  que  profesa  la  tal  madama:  pero  tengo  para  mí,  que 
ha  de  ser  una  de  tantas  embaucadoras  que,  á  visla  y  pacien- 
cia de  la  autoridad,  sacan  el  vientre  de  mal  aflo,  á  expensas 
de  la  ignorancia  y  tonterías  humanas.  Esta  ha  de  ser  una  Ce- 
lestina,  forrada   en   comadrona   y  bruja. 

— ^Una  bruja!  ¡Ay,  hijo!...  Yo  quiero  conocer  una  bruja... 
llévame  donde  la  bruja... 

Un  pensamiento  mefistofélico  cruzó  rápidamente  por  mi  ce- 
rebro. ¿No  podría  una  bruja  ayudarme  á  destronar  al  gato? 

—No  tengo  inconveniente,  ángel  mío,  para  llevarte  el  do- 
mingo, no  precisamente  donde  esa  Adelaida,  que  ha  de  ser 


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cachivachería  383 

bruja  carera^  y  mis  finanzas  andan  como  las  de  la  patria,  sino 
donde  otra  prójima  del  oficio  que,  por  cuatro  ó  cinco  duros, 
te  leerá  el  porvenir  en  las  rayas  de  las  manos,  y  el  pasado, 
en  el  librito  de  las  cuarenta. 

Ella,  la  muy  toquilla,  brincando  con  infantil  alborozo,  echó 
á  mi  cuello  sus  torneados  brazos,  y  rozando  mi  frente  con  sus 
labios  coralinos,  me  dijo: 

—  ¡Qué  bueno  eres...  con  tu...!  y  pronunció  su  nombre,  que, 
i  cosa  del  diablo!  hace  una  hora  estoy  bregando  por  recordarlo, 

¿Echarán   nuestros   nombres   en   olvido 
lo  mismo  que  los  hombres,  las  mujeres? 
Si   olvidan,   como   yo,   los   demás   seres, 
este  mundo,  lectora,   está  perdido. 


Y  amaneció  Dios  el  domingo,  como  dicen  las  viejas. 

Y  antes  de  la  hora  del  almuerzo,  mi  amada  prenda  y  yo 
enderezamos  camino  á  casa  de  la  bruja. 

No  estoy  de  humor  para  gastar  tinta  describiendo  minucio- 
samente el  domicilio.  La  mise  en  scéne  fórjesela  el  lector. 

La  María  Pipí  ó  barragana  del  enemigo  malo  nos  jugó  la 
barajita,  nos  hizo  la  brujería  de  las  tijeras,  la  sortija  y  el 
cedazo,  el  ensalmo  de  la  piedra  imán  y  la  cebolla  albarrana 
y,  en  fin,  todas  las  habilidades  que  ejecuta  cualquiera  bruja 
de  tres  al  cuarto. 

Luego  nos  pusimos  á  examinar  el  laboratorio  ó  salita  de 
aparato. 

Había  sapos  y  culebras  en  espíritu  de  vino,  pájaros  y  sa- 
bandijas disecados,  frascos  con  aguas  de  colores,  ampolleta, 
y  esqueleto;  en  fin,  todos  los  cachivaches  de  la  profesión. 

La  lechuza,  el  gato  y  el  perro  empajados  no  podían  faltar: 
son  de  reglamento,  como  el  murciélago  sobre  un  espejo  y 
la  lagartija  dentro  de  una  olla. 


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38i  RICARDO    PALMA 

Ella,  fijándose  en  el  michimorrongo,  me  dijo: 

—Mira,   mira,   ¡qué   parecido   á  Michito! 

Aquí  la  esperaba  la  bruja  para  dar  el  concertado  golpe 
de  gracia. 

El  corazón  me  palpitaba  con  violencia  y  parecía  quererse 
escapar  del  pecho.  De  la  habilidad  con  que  la  bruja  alcan- 
zara á  dominar  la  imaginación  de  la  joven,  dependía  la  vic- 
toria ó  la  derrota  de  mi  rival. 

— jüCómo,  señorita!!!— exclamó  la  bruja  asumiendo  ima  ad- 
mirable actitud  de  sibila  ó  pitonisa,  y  dando  á  su  voz  una  infle- 
xión severa.— ¿Usted  tiene  un  gato?  Si  ama  usted  á  este  ca- 
ballero, despréndase  de  ese  animal  maldito.  ¡Ay!  por  un  gata 
me  vino  la  desgracia  de  toda  mi  vida.  0;ga  usted  mi  historia. 
Yo  era  joven,  y  este  gato  que  ve  usted  empajado  era  mi  com- 
pañero y  mi  idolatría.  Casi  todo  el  santo  día  lo  pasaba  sobre 
mis  faldas,  y  la  noche  sobre  mi  almohada.  Por  entonces  llegué 
á  apasionarme  como  loca  de  un  cadete  de  artillería,  arrogante 
muchacho,  que  sin  descanso  me  persiguió  seis  meses  para  que 
lo  admitiera  de  visita  en  mi  cuarto.  Yo  me  negaba  tenazmente; 
pero  al  cabo,  que  eso  nos  pasa  á  todas  cuando  el  galán  es 
militar  y  porfiado,  consentí.  Al  principio  estuvo  muy  mode- 
rado y  diciéndome  palabritas  que  me  hacían  en  el  alma  más 
efecto  que  el  redoble  de  un  tambor.  Poquito  á  poquito  se 
fué  entusiasmando  y  me  dio  un  beso,  lanzando  á  la  vez  un 
grito  horrible,  grito  que  nimca  olvidaré.  Mi  gato  le  había  sal- 
tado encima,  clavándole  las  uñas  en  el  rostro.  Desprendí  al 
animal  y  lo  arrojé  por  el  balcón.  Cuando  comencé  á  lavar  la 
cara  á  mi  pobre  amigo,  vi  que  tenía  un  ojo  reventado.  Lo 
condujeron  al  hospital,  y  como  quedó  lisiado,  lo  separaron 
de  la  milicia.  Cada  vez  que  nos  encontrábamos  en  la  calle, 
me  hartaba  de  injurias  y  maldiciones.  El  gato  murió  del  gol- 
pe, y  yo  lo  hice  disecar.  ¡El  pobrecito  me  tenía  afecto!  Si 
dejó  tuerto  á  mi  novio,  fué  porque  estaba  celoso  de  mi  cariño 
por  un  hombre...  ¿No  cree  usted,  señorita,  que  éste  me  quería  de 
veras V 

Y  la  condenada  vieja  acariciaba  con  la  mano  al  inanimado 
animal,  cuyo  esqueleto  temblaba  sobre  su  armazón  de  alambres. 

Me  acerqué  á  mi  querida  y  la  vi  pálida  como  un  cadáver.. 


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cachivachería  385 

Se  apoyó  en  mi  brazo,  temblorosa,  sobrexcitada;  miróme  con 
infinita  ternura,  y  murmuró  dulcemente:— -Vamonos. 

Saqué  media  onza  de  oro  y  la  puse,  sonriendo  de  felici- 
dad, en  manos  de  la  bruja. 

¡Ella  me  amaba!  En  su  mirada  acababa  de  leerlo.  Ella 
sacrificaría  á  mi  amor  lo  único  que  le  quedaba  aún  por  sacri- 
ficar—el gato,— ella,  cuyo  nombre  se  ha  borrado  de  la  memoria 
de  este  mortal  pérfido  y  desagradecido. 


jAh!  i  malvado  I  ¡malvado! 

Pero  yo,  ¿qué  he  de  hacer  si  lo  he  olvidado? 

No  seré  el  primer  hombre 

que  se  olvidó  de  una  mujer  querida... 

¡Ah!  ¡yo  bien  sé  que  el  olvidar  su  nombre 

es  la  eterna  vergüenza  de  mi  vida! 

¡Dejad  que,  á  gritos,  al  verdugo  llame! 

¡Que  me  arranque,  á  puñados,  el  cabello! 

¡Soy  un  infame,  sí,  soy  un  infame! 

¡Ahórcame,   lectora:    este   es   mi   cuello! 


VI 


Aquella  noche,  cuando  fui  á  casa  de  mi  adorado  tormento, 
me  sorprendí  al  no  encontrar  al  gato  sobre  sus  rodillas. 

—¿Qué  es  de  Michito?— la  pregunté. 

Y  ella,  con  una  encantadora,  indescriptible,  celestial  son- 
risa, me  contestó: 

—Lo  he  regalado. 

La  di  un  beso  entusiasta,  ella  me  abrazó  con  pasión  y  mur- 
muró á  mi  oído: 

—He  tenido  miedo  por  tus  ojos. 


25 


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LOS  VERSOS  DE   CABO  ROTO 


(Tradición  española) 

Cuando  (y  ya  hace  fecha)  éramos,  en  el  colegio,  estudian- 
tes de  literatura  castellana,  cascabeleábanos,  no  poco,  la  es- 
tructura de  esta  y  otras  espinelas  que  se  encuentran  en  el 
QuTJOTK  del  gran   Cervantes: 

Advierte  que  es  desati- 
siendo  de  vidrio  el  teja-, 
tomar  piedras  en  la  ma- 
para  tirar  al  veci-. 
Deja  que  el  hombre  de  jui-, 
en  las  obras  que  compo-, 
se  vaya  con  pies  de  pío-, 
que   el   que   saca   á   luz   pape- 
para  entretener  donce- 
escribe   á    tontas   y   á   lo-. 

En  ese  siglo,  en  que  los  poetas  derrochaban  ingenio,  escri- 
biendo acrósticos,  abusando  de  las  paronamasias,  ó  inventan- 
do combinaciones  rítmicas,  más  ó  menos  estrafalarias,  cupo 
á  Cervantes  poner  á  la  moda  los  versos  llamados  de  caho  rotOy 
y  de  los  que  la  décima  que  acabamos  de  copiar  es  una  muestra. 

Pero  no  fué  el  príncipe  de  los  ingenios  españoles,  como 
generalmente  se  cree,  el  primero  en  escribir  espinelas  de  esa 
especie.  Fué  á  principios  de  1605  cuando  apareció  en  Madrid  el 


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388  RICARDO   PALMA 

Ingenioso  hidalgo^  y  ya  en  el  año  anterior,  habían  profusamente 
circulado,  en  Sevilla,  coplas  de  cabo  roto. 

Fundador  de  ese  género  singular  de  metriftcación  truanes- 
ca,  fué  un  poeta  calavera,  que  tuvo  trágico  fin.  He  aquí  su 
historia,  que  extractamos  de  un  antiguo  periódico  madrileña. 

Vivía  en  Sevilla,  en  los  comienzos  del  siglo  xvir,  un  mozo 
inquieto  y  de  lucido  ingenio,  llamado  Alonso  Alvarez  de  So- 
ria, hijo  de  un  jurado  del  mismo  nombre.  Burlón  y  maleante, 
gustábale  el  trato  de  la  gente  perdida,  y  había  contraído  el 
hábito  de  mofarse  de  todos.  Para  extremar  sus  burlas  y  dar- 
las mayor  escozor,  inventó  una  jamás  oída  manera  de  versos, 
los  de  caho  roto^  hecha  observación  de  que  los  brabucones  y 
ternejales  de  Triana  solían  comerse  las  últimas  sílabas  de  un 
período,   para   hacer  más   huecas   sus  fanfarronerías. 

En  1603,  y  en  una  décima  de  cnbo  roto,  ridiculizó  Alonso 
Alvarez  el  haber  sometido  Lope  de  Vega  su  libro  El  Peregrino 
á  la  censura  del  poeta  Arguijo,  buscando  mentidos  elogios,  antes 
que  advertencia  y  enseñanza. 

Como  el  25  de  Septiembre  de  1604  hubiesen  disparado  un 
pistoletazo  á  don  Rodrigo  Calderón  que,  juntamente  con  don 
Pedro  Franqueza  y  don  Alonso  Ramírez  del  Prado,  hacían  trá- 
fico infame  de  los  destinos  públicos,  y  Prado  y  Franqueza 
fuesen  reducidos  á  prisión,  conservándose  don  Rodrigo  en  la 
plenitud  de  su  valimiento  con  el  monarca,  Alvarez  no  se  jmdo 
contener,  y  le  envió  al  poderoso  ministro  una  décima  de  caho 
roto,  aconsejándole  pusiese  la  barba  en  remojo  y  se  dispusiera 
para  un  funesto  término,  i  Qué  ajeno  estaba  el  aconsejante 
de  que  él  precedería  á  don  Rodrigo  en  muerte  ignominiosa! 

Andaba  por  Sevilla  un  pobre  ó  bellaco,  pidiendo  limosna 
para  San  Zoilo,  abogado  de  los  ríñones.  Habíanle  puesto  los 
muchachos  un  feo  nombre  ó  apodo:  llamábanlo  el  Tío  C.al- 
zones.  El  pobrete  se  enfurecía,  y  los  chicos  le  tiraban  pelotas 
de  lodo  y  aun  peladillas  de  San  Pedro.  Algún  vecino  de  bue- 
na alma,  á  fin  de  aplacarlo,  le  daba  unos  maravedises  de  limos- 
na, y  entonces  el  pedigüeño  colocaba  en  el  suelo  la  imagen  del 
santo,  bailaba  alrededor  de  ella,  y  decía:— «Yo  me  llamo  Juan 
Ajenjos,  natural  de  Córdoba,  y  no  soy  el  Tío  C...alzonefi  que 
decís.» 


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cachivachería  389 

Pues  Alonso  Alvarez  tuvo  la  fatal  ocurrencia  de  poner  ese 
propio  mal  nombre,  nada  menos  que  al  Asistente  de  Sevilla 
don  Bernardino  de  Avellaneda,  señor  de  Casti'illo.  Cimde  entre 
el  vulgo,  llega  á  oídos  del  Asistente,  y  jura  su  señoría  que  el 
malandrín  poeta  le  ha  de  pagar  caro  la  injuria.  Promuévele 
un  altercado  en  la  calle;  ordena  á  los  alguaciles  que  lo  lleven 
á  la  cárcel,  por  desacato  á  la  autoridad;  pono,  el  amenazado 
pies  en  polvorosa;  le  sacan  de  Santa  Ana,  donde  había  tomado 
iglesia;  enciérranle  en  un  calabozo,  y  tras  darle  el  Asistente 
tres  horas  para  encomendarse  á  Dios,  le  cuelga,  sin  más  pro- 
ceso, de  la  horca.  Justicia  expeditiva. 

En  vano  fué  que,  en  la  capilla,  escribiese  Alvarez  el  cris- 
tiano romance  que  así  termina: 

Muera  el  cuerpo  que  pecó, 
pues  bien  la  pena  merece, 
y  vaya  el  alma  inmortal 
á  vivir  eternamente. 

En  vano  todos  los  poetas  sevillanos  se  arremolinaron  pi- 
diendo gracia  para  su  camarada,  llevando  la  voz  el  noble  y 
famosísimo  dramático  don  Juan  de  la  Cueva,  quien  presentó 
al  Asistente,  por  \ia  de  memorial,  este  soneto,  menos  bueno 
que  bien  intencionado: 

No  des  al  febeo  Alvarez  la  muerte 
i  oh  gran  don  Bernardino!  Así  te  veas 
conseguir  todo   aquello   que  deseas, 
en  aumento  y  mejora  de  tu  suerte. 

El  odio  estéril  en  piedad  convierte, 
que  en  usar  de  él  tu  calidad  afeas; 
cierra  el  oído,   ciérralo,   no   creas 
al   vano   adulador  que  te  divierte. 

De   ese   que   tienes   preso,   el  dios   Apolo 
es  el  juez,  no  es  sufragáneo  tuyo; 
ponió  en  su  libertad,  dalo  á  su  foro. 


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390  BIGARDO   PALMA 

Vé  que,  de  hacerla  así,  de  polo  á  polo 
irá  tu  insigne  nombre,  y  en  el  suyo 
Hispalis  te  pondrá  una  estatua  de  oro. 

El  orgulloso  resentimiento,  la  vanidad  herida,  son  impla- 
cables. El  Asistente  se  mantuvo  inflexible,  y  el  poeta  Alvarez 
pereció  en  público  y  afrentoso  cadalso.  ¡Homo,  humus;  farnay 
fumus;  finiSj  cinisi 

En  cuanto  á  los  versos  de  cabo  roto,  de  que  él  fué  el  inven- 
tor, á  pesar  del  empeño  de  Cervantes  por  popularizarlos,  puede 
decirse  que  no  han  hecho  ni  harán  fortuna.  Nacieron  cojí  des- 
gracia. 


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wn^wímmfmmmmw^miímmmwmm^mmmmm^mwmwiitmmwmntwmmmm^ 


ALGO    DE    CRÓNICA   JUDICIAL    ESPAÑOLA 

A  Manuel   N.   Arizaga 

Con  el  título  Documentos^  hay  en  la  Biblioteca  Nacional  va- 
rios gruesos  volúmenes,  en  folio,  conteniendo  alegatos  jurí- 
dicos en  causas  criminales.  Todos  los  alegatos  se  hallan  im- 
presos en  folletos,  y  pertenecen  al  siglo  xvii.  Las  alegaciones 
sobre  robos  y  asesinatos,  poco  de  singular  ofrecen;  pero  las 
que  se  relacionan  con  el  sexto  mandamiento  del  Decálogo  son 
divertidísimas.  Más  que  en  castellano,  estos  últimos  alegatos 
están  en  latín,  lengua  en  que  las  obscenidades  parecen  me- 
nos crudas.  Como  yo  no  quiero  escandalizar  á  nadie,  haré 
caso  omiso  de  cuanto  se  relacione  con  el  pecado  de  la  man- 
zana, y  sólo  me  ocuparé  en  extractar  dos  exposiciones  que 
me  han  parecido  muy  originales  y  aun  graciosas. 


Causa  contra  Antonio  Rodríguez  por  un  carbcxc  ulo 

Esta  causa  es  de  lo  más  original  que  se  ha  visto  en  los  tri- 
bunales del  mundo.  Se  trata  de  un  hombre  acusado  criminal- 
mente, preso,  secuestrados  sus  bienes,  consumidos  más  de  mil 
ducados  de  ellos,  y  atormentado  cuatro  veces  en  el  potro,  sien- 
do el  cuerpo  del  delito  una  fábula  de  la  Mitología. 

Un  Pedro  Lamier  se  querelló  contra  Antonio  Rodríguez, 
acusándolo  de  haberle  quitado  mañosamente,  sin  querer  de- 
volvérsela, una  piedra  que  él  valoraba  en   un  millón,  piedra 


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392  RICARDO    PALMA 

Única  sobre  la  tierra,  pues  de  noche  alumbraba  más  que  una 
vela.  Los  testigos  que  presentó  difieren  en  cuanto  al  color  y 
sus  cualidades.  Unos  dicen  que  era  jaspeada,  otros  azul  y 
otros  color  de  brasa.  Uno  declara  que  echaba  rayos  como  el 
sol;  oti'o  que  no  hacía  más  que  unos  visos;  otro  que  era  mitad 
resplandeciente  y  mitad  obscura;  otro  que  tenía  unas  centellas 
separadas:  y  el  más  juicioso  dijo  que,  en  su  concepto,  la  pie- 
dra de  la  cuestión  no  pasaba  de  ser  un  bonito  rubí. 

Rodríguez  confiesa  que,  realmente,  Lamier  le  había  vendi- 
do una  piedra,  y  que  él  la  estimó  en  tan  poco,  que  se  la  re- 
galó á  una  moza. 

El  abogado  de  Rodríguez,  en  su  alegato,  niega,  por  supues- 
to, la  existencia  de  esa  piedra  fantástica  bautizada  por  los 
poetas  con  el  nombre  de  carbúnculo^  y  conviene  en  que  se  trata 
sólo  de  un  rubí,  piedra  muy  conocida  y  cuyo  precio  su  defen- 
dido está  llano  á  pagar,  á  juicio  de  peritos  lapidarios. 

Parece  que  los  jueces  se  inclinaban  á  creer  en  la  existencia 
del  carbúnculo  ó  piedra  luminosa.  Deducímoslo  así  de  ciertas 
reticencias  que  hay  en  el  alegato. 


II 


Causa  contra  don  Alonso  de  Torres  sobre  si  dijo  cornudo 

o   DIJO   CABRÓN 

De  todos  los  tiempos  ha  sido  el  que  los  apasionados  de  las 
cómicas  se  afanen  por  penetrar  en  el  vestuario,  durante  los 
entreactos.  El  alcalde  don  Pedro  de  Olaverría  se  propuso  des- 
terrar esta  costumbre,  y  al  efecto  se  constituyó  entre  bastido- 
res, acompañado  de  los  alguaciles  Matías  de  Baro  y  Diego 
Hurtado. 

Don  Alonso  de  Torres,  que  era  un  alfeñique,  currutaco  ó 
mancebito  de  la  hoja,  y  que  bebía  los  vientos  no  sé  si  por  una 
actriz  ó  una  suripanta^  se  propuso  entrar.  Detúvolo  uno  de 
los   alguaciles,  diciéndole  cortésmente: 

—Téngase  vuesamerced,  caballero. 


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cachivachería  393 

—Voto  á  Cristo,  que  he  de  entrar,  que  soy  don  Alonso  de 
Torres—contestó   el  mancebo,   empujando   al   corchete. 

—Téngase  el  señor  don  Alonso  y  acate  el  mandamiento  del 
señor  alcalde,  que  no  mío,  y  no  se  empeñe  en  pasar— insistió 
el  alguacil. 

—Pues  por  encima  del  alcalde  tengo  de  entrar. 

Al  alboroto  acudió  el  alcalde,  armado  de  vara,  y  encarándo- 
se con  el  galán,  le  dijo: 

—Téngase  el  caballero  que  por  aquí  no  ha  de  pasar,  que  para 
estorbarlo   estoy   yo   aquí. 

—¿Conóceme  vuesamerced? 

—  ¿Conóceme  á  mí  el  insolente? 

—¿Y  para  qué  le  tengo  de  conocer,  cuerpo  de  Cristo? 

—¿Cómo  me  habla  de  esa  manera?  ¡Favor  á  la  justicia  y 
prendan  á  este  picaro!— gritó  exasperado  el  alcalde. 

—Picaro  será  el  muy  cabrón— contestó  don  Alonso,  desen- 
vainando la  espada  y  arremetiendo  al  alcalde.  Este,  ante  lo 
brusco  de  la  embestida,  retrocedió  y  cayó  al  suelo,  y  en  la 
caída  se  le  rompió  la  vara. 

Por  supuesto,  que  los  circunstantes  se  echaron  sobre  To- 
rres, y  lo  aprehendieron. 

Lo  gracioso  de  la  causa  es  que  siete  testigos  declararon  que 
don  Alonso  dijo:— Picaro  será  el  muy  cornudo;  y  otros  siete 
afirmaron  que  lo  dicho  por  el  reo  fué:— Picaro  será  el  muy 
cabrón. 

La  verdad  es  que  de  palabra  á  palabra  no  va  más  filo 
de  la  uña,  sino  el  de  que  el  uno  lo  es  sin  saberlo,y  el  otro 
lo   es  por  su  gusto. 

También  hay  de  curioso  en  el  alegato  que  el  abogado  tacha 
el  testimonio  de  un  testigo  «por  ser  hermafrodita,  y  no  guardar 
»sexo,  como  está  probado,  andando  unas  veces  vestido  de  hom- 
»bre  y  otras  de  mujer,  y  á  esto  se  junta  el  haber  parido,  como 
>lo  deponen  algunos  testigos.»  Esto  es  típico.  Las  anchas  tra- 
gaderas del  letrado  eran  muy  propias  de  todos  los  que  comían 
pan   en   ese   siglo  de  brujas   y  sortilegios. 

¿Cuál  fué  el  fallo  recaído  sobre  estas  dos  causas?  Eso  no 
hemos  podido  averiguar,  ni  hace  falta. 


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ENTRE   SI   JURO   O   xNO   JURO 

(Sucedido   de  actualidad   y  que  con  el  correr   del  tiempo  dará 
tela  para  una  tradición.) 

Há  más  de  un  cuarto  de  siglo  que,  por  malos  de  mis  pe- 
cados, que  deben  ser  muchos  y  gordos,  tuve  un  litigio  judi- 
cial con  el  que,  á  pesar  de  haber  alcanzado,  tras  no  pocos 
meses  de  brega,  sentencia  favorable,  quedé  escarmentado  pnra 
no  meterme  en  otro.  Tengo  j>ara  mí  que  es  peor  que  maldi- 
ción de  gitano  eso  de  andar  á  tornas  y  vueltas  con  el  papel 
sellado.  No  en  mis  días,  que  ya  no  serán  largos;  una,  y  na 
más.  Por  eso,  en  mis  tarjetas  de  año  nuevo,  deseo  á  mis  ami- 
gos como  colmo  de  la  felicidad  humana,— salud,  pesetas  y  que 
Dios  los  libre  del  papel  sellado. 

Pero  un  hombre  propone,  un  juez  dispone  y  un  escribano 
descompone,  y  gracias  si  no  toma  también  carta  en  este  tre- 
sillo un  abogado.  Cuentan  apolilladas  crónicas,  complementa- 
rias del  Añalejo,  que  á  san  Ibo,  patrón  en  el  cielo  de  los  abo- 
gados,  lo   pintan   con   un   gato   á  los   pies,   y  que,   cuando   se 


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39tJ  RICARDO    PALMA 

Iraló  do  la  canonización,  el  pueblo  protestó,  hasta  cierto  pun- 
to, coa  esta  antífona: 


¿Advocatus  et  sanctus  ? 
¡Res  miranda  populo! 

Es  el  caso  que,  hace  quince  días,  cuando  muy  quieto  me 
estaba  en  el  sillón  oficinesco,  ensimismado  en  compulsar  unas 
papeletas  bibliográficas,  se  me  presentó  un  caballerito  que,  por 
lo  acicalado  y  cumplido,  y  por  la  buena  caída  de  ojos,  no 
Icnía  estampa  de  cartulario,  y  con  toda  cortesía  me  notificó 
auto  para  presentarme  á  prestar  una  declaración  ante  mi  ami- 
go el  juez  de  primera  instancia  doctor  B Aquello  fué  como 

una  puñalada  traicionera.  ¡Qué  iba  yo  á  imaginarme  que  tan 
correctas  y  simpáticas  apariencias  eran  las  de  un  escribano 
á  la  moderna?  En  mis  mocedades  no  se  usaban  escribanos  con 
camisa  limpia,  levita  negra  bien  cepillada,  y  corbata  fin  du 
siéch. 

Firmal*  la  notificación  y  entrarme  escalofríos  de  terciana, 
fué  todo  uno.  Póngase  cualquiera  en  mi  situación,  que  se  la 
doy  al  más  guapo.  Yo,  que  de  mío  soy  iK)quito,  y  que  viendo 
caitapacio  de  papel  sellado  se  me  atraganta  la  saliva  y  me 
podrían  ahorcar  con  una  hebra  de  pelo,  verme  obligado  á 
comparecer  ante  la  justicia!!!  La  cosa  era  para  atortolarse, 
¿no   es   verdad?  Digan  ustedes   que  sí. 

Sea  todo  pwr  Dios,  me  dije;  y  al  otro  día  cogí  bastón  y 
sombrero  y,  paso  entre  paso,  á  las  dos  en  punto  de  la  tarde, 
ni  minuto  más  ni  minuto  menos,  me  presenté  á  cumplimen- 
tar el   mandato. 

El  señor  juez  me  dijo  que  estaba  citado  para  reconocer  con- 
tenido y  firma  de  carta  escrita  hace  años,  y  de  la  que  me 
acordaba  yo  tanto  como  del  chupón  y  mamadera  de  la  ni- 
ñez, y  me  preguntó  si  estaba  llano  á  declarar. 

—Sí,  señor  juez.  Firma  y  contenido  son  míos,  y  muy  míos. 

S\»  señoría  se  levantó  del  asiento,  y  me  dijo: 

—Tenga  usted  la  bondad,  señor  don  Ricardo,  de  ponerse 
eu   pie  para  prestar  juramento. 


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cachivachería  397 

¿juramento  conmigo?  Aquí  se  me  volvió  la  carne  de  ga- 
llina, y  contesté: 

—Perdone  su  señoría  que  me  niegue  á  jurar;  porque  mi 
religión  me  lo  prohibe.  En  esto  de  juramento  soy  cuáquero 
y  puritano. 

— -Fero  la   ley  le  manda  á  usted  jurai\ 

—  La  ley,  seflor  juez,  en  el  siglo  que  vivimoSj  no  alcanza, 
como  en  los  tiempos  de  la  Inquisición,  al  santuario  de  la  con- 
ciencia humana.  Cristo,  en  cuya  doctrina  creo^  me  ha  prohi- 
bido, terminantemente,  jurar,  salvo  que  el  Congreso  haya  de- 
clarado apócrifo  y  abolido  un  Evangelio. 

—Yo  respeto  las  ideas  religiosas  de  usted;  pero,  en  mi  pues- 
to de  juez,  no  me  cumple  discutir  sino  hacer  acatar  la  ley. 
/;Juia  usted  ó  no  jura? 

—Yo  no  me  repito  como  bendición  de  obispo:  ya  he  di- 
cho aue  no  juro,  señor  juez. 

Casi,  casi  me  acordé  en  ese  instante  del  borracho  á  quien 
dijo  el  alcalde:— Alce  usted  la  mano  para  que  preste  jura- 
mento.—¡Córchohs!   preferiría   alzar  el   codo. 

Y  el  doctor  B ordenó  al  escribano  poner  constancia  de 

mi  negativa,  y  que  la  declaración  quedara  en  suspenso  hasta 
que  él  proveyera  lo  conveniente,  en  derecho  ó  en  torcido.  Fir- 
mé, y  me  retiré  meditabundo  ante  el  conflicto  de  deberes  que 
para  m\  surgía. 

Yo  debo  acatar,  buenas  ó  malas,  las  leyes  de  mi  patría- 
me decía,— pero  también  debo  acatar  las  leyes  divinas  que  mi 
religión  me  impone.  El  Código  me  ordena  jurar;  pero  Cristo, 
de  una  manera  rotunda^  que  no  admite  recancanillas  de  chi- 
cana  ni  distingos  casuísticos,  y  con  palabras  más  claras  que 
el  agua  limpia  de  un  pv^uio^  me  prohibe  jurar.  ¿A  quién  obe- 
dezco? ¿A  quién  sigo? 

lie  aquí,  al  pie  de  la  letra,  según  san  Mateo,  las  palabras 
del  Redentor  en  el  Sermón  de  la  montaña: 

Y  os  DIGO  QUE  DE  NiNGüN  MODO  juKEis.  (De  lüngím  modo  ¿es- 
tamos?) 

Ni   pok  el   cielo,   porque   es   el   trono   de   Dios:   ni   por  la 

TIERRA,    PORQUE    ES    LA    PEANA    DE    SUS    PIES;    NI    POR    JeRUSALÉM,    POR- 


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398  RICARDO    PALMA 

QUE  ES  LA  CIUDAD  DEL  GraNDE  ReY  ;  NI  POR  Tü  CABEZA,  PORQUE 
NO    PUEDES    HACER    UN    CABELLO,     BLANCO    O  NEGRO. 

Que  vuestro  hablar  sea  si,  si;  no,  no;  porque  lo  que  ex- 
ceda  DE  ESTO,   DE   MAL  PROCEDE. 

Si  estos  conceptos  del  Salvador,  que  tau  alto  colocan  la 
dignidad  del  hombre,  no  son  concluyentes,  sino  ponipa  de  ja- 
bón; si  de  ellos  no  se  desprende  que  el  juramento  no  es  lícito 
en  quien  precie  de  tener  convicciones  adquiridas  en  la  lectura 
de  la  Biblia,  el  libro  ¡wr  excelencia  como  lo  llama  la  Iglesia, 

digo que  no  lo  entiendo.  Yo  no  tengo  por  qué  ni  para  qué 

echarme,  á  averiguar  quién  inventó  el  juramento,  ni  á  qué  pro- 
pósito moral  ó  social  obedece  su  práctica  en  nuestra  patria, 
á  despecho  de  una  Constitución  que  garantiza  la  libertad  de 
pensamiento,  y  contra  la  corriente  de  la  civilización  que,  en 
los  países  más  cultos  del  globo,  ha  abolido  el  juramento.  A 
mi  me  basta  y  me  sobra,  como  buen  creyente,  con  saber  que 
el  Hijo  de  Dios,  al  prohibir  el  juramento,  no  se  reveló  contra 
la  voluntad  del  Eterno  padre. 

Y  como  á  veces  es  preciso  que  también  la  poesía  hable 
al  espíritu,  y  poesía,  y  muy  sublime,  hay  en  el  Sermón  de  la 
moiüaña^  no  creo  fuera  de  oportunidad  recordar  el  fragmento 
pertinente  de  la  clásica  traducción  en  verso,  que  los  niños 
repiten  de  coro  en  las  aulas  municipales  de  Venezuela.  En 
las  postrimerías  de  nuestro  siglo  se  encuentra  uno  versos  has- 
ta en  la  cucharada  de  sopa.  La  memoria  conserva  con  fa- 
cilidad las  máximas  expresadas  en  el  lenguaje  de  las  musas: 

Y  si   de  mal   castigo 
puede  tu  ojo  derecho  ser  pretexto, 
sácale,  que   tal   ojo  es  tu   enemigo. 

Y  la  ley  os  manda  esto: 
Cumplid  lo  que  juréis— pero  yo  os  mando 
qv^  no  juréis  jamás,  por  ningún   texto; 

y  ni  al  cielo  invocando, 
I>orque   allí  reina   Dios   en   su   grandeza; 
ni  por  la  tierra,  que  es  su  asiento  blando; 

y  ni  por  tu  cabeza. 


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OAOHIVACHERU  399 

porque   tú  mismo   hacer   no  lograrías 
de   un   cabello   el    tamaño   ó  la   belleza. 

Oid  las  voces  mías; 
y  cuando  habléis  hacedlo  llanamente: 
sí,  sí;  no,  no;  que  en  lo  otro  hay  ya  falsías. 

Aquí  caigo  en  la  cuenta  de  que  predico  en  desierto  al  apo- 
yarme en  la  autoridad  del  Nuevo  Testamento,  sabiendo  como 
sé  que  nada  es  menos  acatado  que  un  testamento.  Del  mis- 
mo Dios  se  conocen  dos  testamentos:  el  Antiguo  y  el  Nuevo. 
Y  hasta  el  Papa,  cuando  á  la  Curia  romana  conviene,  pasa 
sobre  ellos,  como  sucede  con  esto  del  juramento. 

1  anto  se  ha  abusado  del  juramento,  y  básele  revestido  de 
carácter  tan  rutinario  empleándolo  á  roso  y  belloso,  hasta 
l-iira  trivialidades,  que  por  tal  tengo  el  reconocimiento  de  una 
caria  en  asunto  sin  importancia  real,  que  ha  llegado  á  pasar 
con  él  lo  que  con  las  excomuniones:  que  ya  á  nadie  preocu- 
pan y  desvelan,  ni  hay  quien  niegue  al  excomulgado  la  sal, 
el  agua  y  un  cigarrillo.  Casi  es  título  á  la  consideración  pú- 
blica el  llevar  á  cuestas  siquiera  un  par  de  excomuniones. 

Entiendo  que  hasta  ha  llegado  á  ser  profesión  ú  oficio  el 
de  juradores  á  precio  de  tarifa;  por  jurar  ante  un  juez  de  paz, 
dos  soles,  y  por  jurar  ante  un  juez  de  derecho,  cuatro  so- 
les. En  ocasiones  abarata  la  tarifa,  como  la  de  los  responsos 
en  el  día  de  finados.  Verdad  que  el  oficio,  como  todo  oficio, 
suele  tener  sus  mermas  y  percances;  pero  rara  vez  manda 
el  juez  á  la  cárcel  á  uno  de  esos  prójimos,  por  el  delito  de 
haberse  ingeniado  una  manera  de  ganar  el  pan  de  cada  día. 
Testigo  habrá  que  jure  haber  visto  persignarse  á  las  hormi- 
gas: cuestión  de  peseta  más  ó  menos. 

Los  mismos  tribunales  sólo  acatan  la  prueba  testimonial 
cuando  no  encuentran  otras  para  el  fallo.  Así  me  lo  han  di- 
cho quienes  tienen  obligación  de  saberlo,  que  yo  no  soy  de 
la  carrera,  por  mucho  que  la  Universidad  de  mi  tierra  me 
haya  honrado  con  el  obsequio  del  diploma  de  Doctor  en  Ju- 
rispinidencia.  En  asimtos  jurídicos,  no  entro  ni  salgo.  Juro  que 
no  he  leído  los  Códigos,  ni  me  hace  maldita  de  Dios  la  falta. 

Volviendo   al   conflicto   de   deberes   en   que   me   estoy   ocu« 


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400  RICARDO    PALMA 

paJiáo,  solicité  la  opinión  de  dos  magistrados  amigos  mios, 
uno  liberal  á  machamartillo,  y  el  otro  conservador  de  tuerca 
y  tornillo  y,  á  pesar  de  la  diversidad  de  escuela,  ambos,  como 
si  se  hubieran  puesto  de  acuerdo,  me  contestaron :  -—  Amigo 
mío,  dura  Zea?,  sed  lex.  Que  usted  jura,  no  tiene  que  darle  vuel- 
ta. Los  magistrados  no  derogamos  la  ley  sino,  tuerta  ó  de- 
recha, la  aplicamos  al  pie  de  la  letra.  Quizá,  como  ciudadanos, 
estemos  de  acuerdo  con  usted  en  que  el  juramento  es  un  ul- 
traje á  la  dignidad  del  hombre,  y  sobre  irreverente  para  con 
la  divinidad  da  motivo  á  inmoralidades;  pero,  como  jueces, 
decimos  cartuchera  al  cañón.  Como  en  el  caso  de  usted  no 
cabe  apelación  sino  queja  ante  el  Tribunal  Superior  le  ad- 
vertimos, cristiana  y  caritativamente,  que  tendrá  que  enredar- 
se y  desenredarse  en  ese  papel  sellado  que  es  su  cócora  ó 
pesadilla,  amén  de  que,  en  estos  tiempos  de  pobreza  francis- 
cana, tendrá  que  gastar  muchos  realejos  en  escriba  y  fariseos; 
y  por  fin  de  fines  tendrá  usted  que  jurar,  conducido  al  juz- 
gado i>or  un  gendarme;  y  si  aun  persistiere  en  resistir  irá  á 
chirona,  por  desacato  á  la  magistratura. 

¡Caracolines!  ¡¡Hasta  vejámenes  en  perspectiva  por  ser  buen 
cristiano,  y  por  haber  leído  en  la  Biblia  el  Sermón  á^  la  mon- 
taña ! . 

Res-ulta  de  todo  lo  borroneado  que  la  conciencia  no  es, 
en  nue&tro  Perú,  un  santuario  inviolable,  y  que  una  ley  ab- 
surda, monstruosa,  hace  mangas  y  capirotes  de  los  ideales  y 
creencias  del  ciudadano. 

Como  el  papel  de  mártir,  en  defensa  de  una  doctrina  ó  de 
un  principio,  pasó  de  moda,  y  los  que  se  obstinan  en  des- 
empeflarlo  alcanzan  reputación  de  necios  ó  extravagantes,  yo, 
que  no  aspiro  á  gloria  de  mártir,  ni  á  fama  de  tonto,  he  te- 
nido  que   arriar  bandera,  amordazar  mi  conciencia  y Dios 

me  lo  perdone,  que  sí  me  lo  perdonará,  teniendo  en  cuenta 
que  he  cedido  ante  fuerza  mayor,  ante  la  presión  de  la  ley 
civil  y  de   los   encargados   de  administrar  justicia. 

Rindiendo  homenaje  á  mis  convicciones  radicales  me  aten- 
go á  l«i  ley  segunda,  título  doce  del  Fuero  ReaL. ^ue  dice:— 
«Olrd   sí  mandamos   que  ningún  juramento   que  home  ficiere 


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cachivachería  401 

isoLie  cualquier  cosa,  quier  por  fuerza  ó  pouer  miedo  á  su 
icuerpo,  mandamos  que  non  vale  I!» 

Lo  único  que  yo  no  me  habría  perdonado  sería  el  con- 
sentir, con  mi  silencio,  en  que  lo  absurdo  y  monstruoso  se 
justifique.  Por  eso  protesto  (en  pleno  y  libre  ejercicio  del  im- 
prescriptible derecho  de  pataleo)  dando  publicidad  á  estos  ren- 
glones, para  que,  cuando  llegue  la  ocasión,  que  con  el  tiempo 
y  las  aguas  llegará,  sean  atendidas  mis  geremiadas  en  defen- 
sa de  los  fueros  de  mi  conciencia. 


26 


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iM  A  N  U  M  I  S  I  O  N 


Habiendo  en  1888  solicitado  el  gobierno  del  Brasil  que  el 
ízobierno  peruano  le  enviase  los  datos  relativos  á  la  manumi- 
sión de  esclavos,  en  nuestra  república,  me  fué  oficialmente  en- 
comendado este  compendioso  trabajo  histórico. 


La  introducción  de  negros  africanos  en  el  Perú  se  esta- 
bleció desde  los  primeros  tiempos  de  la  conquista,  fundándose 
en  que  los  indios  mitayos  no  eran  á  propósito  para  tareas 
muy  rudas.  Así,  en  1555,  pocos  meses  antes  de  su  abdicación 
y  retiro  al  monasterio  de  Yuste,  el  emperador  ('arlos  V  acordó 
al  ex  gobernador  Vaca  de  Castro,  en  premio  de  sus  servicios 
á  la  corona  y  como  vencedor  de  la  facción  almagrista,  licencia 
para  introducir  en  el  Perú  hasta  500  piezas  de  ébano  (negros),  li- 
bres de  todo  derecho  fiscal.  En  ese  año  el  número  de  esclavos 
esparcidos  en  toda  la  costa  peruana  llegaba  ya  á  1,200.— El  ne- 
gro casi  no  se  aclimató  en  la  frígida  serranía. 

Según  reales  cédulas  de  1713  y  1773,  el  derecho  fiscal  se  fijó 


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404  RICAKDO    PALMA 

en  40  pesos  por  cabeza,  en  lugar  de  los  80  ducados  que  se 
pagaban  en  los  tiempos  de  Carlos  I  de  España  y  de  sus  suce- 
sores los  Felipes  hasta  Carlos  el  Hechizado.  Cada  negro  venía 
además  aforado  en  160  pesos,  y  el  real  Tesoro  percibía  tam- 
bién sobre  este  aforo  el  6  por  ciento.— Como  se  ve,  el  comercio 
de  esclavos  producía  una  gorda  partida  de  ingreso  á  la  Ha- 
cienda española. 

Para  resarcirse  de  ambas  gabelas,  el  pirata  comerciante  ven- 
día su  mercancía  en  un  precio  que  fluctuaba,  en  el  Perú,  entre 
300  y  400  pesos,  según  fuese  la  abundancia  ó  escasez  de  piezas 
de  ébano. 

No  entra  en  nuestro  propósito  ocuparnos  del  feroz  tratamiento 
que  daban  los  amos  á  sus  siervos.  Bástenos  decir  que,  en  1718, 
recibió  el  virrey,  Príncipe  de  Santo  Buono,  una  real  cédula 
por  la  que  se  le  ordenaba  prohibir  la  carimba  en  el  Perú.— Lla- 
mábase carimbar  al  acto  de  poner  á  los  negros,  con  un  hierro 
hecho  ascua,  una  marca  sobre  la  piel,  como  hacen  hoy  los  ha- 
cendados con  el  ganado  vacuno  y  caballar.  Por  otra  real  cé- 
dula de  4  de  Noviembre  de  1784,  insistió  el  monarca  en  la 
abolición  de  la  carimba,  lo  que  nos  prueba  que  la  de  1718  no 
fué  estrictamente  obedecida  por  los  amos. 

El  tráfico  de  esclavos  no  estaba  del  todo  exento  de  peli- 
gros; pues  las  marinas  inglesa  y  holandesa,  de  vez  en  cuando 
apresaban  naves  españolas  y  portuguesas.  Los  tripulantes  ne- 
greros eran  tratados  como  piratas,  colgados  de  una  entena 
y  arrojados  al  agua  para  alimento  de  tiburones. 

Según  la  memoria  del  virrey  Aviles,  en  los  doce  años  corridos 
desde  1790  á  1802,  en  que  se  hizo  cargo  del  gobierno,  se  impor- 
taron en  el  Perú  65,747  negros  africanos,  que  al  precio  mínimo 
do  300  pesos  por  cabeza,  hacen  la  no  despreciable  suma  de 
19.724,000  pesos.  Aviles  gobernó  hasta  1806,  y  en  sus  cuatro 
años  de  mando  no  llegaron  más  que  tres  buques  con  carga- 
mento de  carne  humana,  porque  los  sucesos  políticos  de  Es- 
paña paralizaban  ese  comercio  infame. 

La  última  partida  de  esclavos  que  vino  al  Perú  fué  por  los 
años  de  1814,  bajo  el  gobierno  del  virrey  Abascal,  y  se  vendie- 
ron al  subidísimo  precio  de  600  pesos.  Había,  como  era  natu- 
ral, gran  demanda  del  artículo;  pues  la   invasión  francesa  y 


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cachivachería  405 

la  alianza  británica  con  España  eran  remoras  para  el  tráfico 
regularizado  de  los  buques  negreros. 

Por  fin,  restablecido  Fernando  VII  en  el  trono,  se  vio  obli- 
gado á  acceder  á  las  humanitarias  exigencias  de  la  Inglaterra, 
y  en  1817  expidió  real  decreto  prohibiendo  la  trata  de  negros 
y  la  introducción  de  ellos  en  las  colonias  de  América. 


Iniciada  la  guerra  de  Independencia,  el  general  San  Martín, 
en  decreto  de  12  de  Agosto  de  1821,  dijo:— «Una  porción  de 
» nuestra  especie  ha  estado  durante  tres  siglos  sujeta  á  los 
»cálculos  de  un  tráfico  criminal.  Los  hombres  han  comprado 
ȇ  los  hombres,  y  no  se  han  avergonzado  de  degradar  la  fa- 
»milia  á  que  pertenecen.  Yo  no  trato  de  matar  de  un  golpe 
»este  antiguo  abuso.  Es  preciso  que  el  tiemjK)  mismo  que  lo 
»ha  sancionado,  lo  destruya;  pero  yo  sería  responsable  á  mi 
«conciencia  piiblica  y  á  mis  sentimientos  privados,  si  no  pre- 
» parase  para  lo  sucesivo  esta  piadosa  reforma,  conciliando, 
»por  ahora,  el  interés  de  los  propietarios  con  el  voto  de  la 
>razón  y  de  la  humanidad.  Por  tanto,  declaro  lo  siguiente: 
»— -Todos  los  hijos  de  esclavos  que  hayan  nacido  y  nacieren 
»en  el  territorio  del  Perú,  desde  el  28  de  Julio  del  presente 
»año,  serán  libres,  y  gozarán  de  los  mismos  derechos  que  el 
» resto  de  los  ciudadanos.» 

Complementario  de  este  magnánimo  decreto  dictó  el  Pro- 
tector San  Martín,  con  fecha  24  de  Noviembre,  otro  i>or  el  que 
concedía  á  los  antiguos  amos  el  patronato  ó  tutela,  hasta  la 
edad  de  veinticuatro  años  los  varones  y  de  veinte  las  mujeres, 
obligando  á  los  patrones,  en  cambio  del  servicio  que  los  li- 
bertos les  prestaran,  á  enseñarlos  á  leer  y  escribir,  y  hacer- 
los aprender  algún  oficio  ó  industria.  Por  ese  decreto  se  de- 
claró también  libre  á  todo  esclavo  que  del  extranjero  viniese 
á  nuestro  territorio,  así  como  á  los  nacionales  que,  por  tres 
años,  sirviesen  en  el  ejército  ó  se  distinguieran  en  una  acción 
de  gi;erra 

De  suyo  se  comprende  que  los  hacendados  acogieron  con 
disgusto  los  liberales  decretos  de  San  Martín,  y  que  la  mayor 


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106  TlICARDO    PALMA 

parta  de  aquéllos  hostilizaron  la  causa  patriota  favoreciendo 
A  los  realistas.  El  número  de  esclavos  de  todo  el  país  ascendía 
á  41.228,  de  los  que  cerca  de  33.000  estaban  ocupados  en  las 
faenas  agrícolas.  Pobre  hacienda  era  aquella  en  que  la  cifra 
de  negios  llegaba  á  50.  Lo  general  era  que  las  haciendas  ron- 
laian  con  150  ó  200  esclavos,  y  hubo  no  pocas  en  que  il  luunero 
de  éstos  excedía  de  300. 

San  Martín  calculaba  (y  calculaba  muy  juiciosamente)  que 
para  1850,  esto  es,  en  la  mitad  del  siglo  xix,  la  existencia  de 
esclavos  estaría  reducida  á  la  cuarta  parte  de  los  41.228;  es  de- 
cir, á  diez  ú  once  mil,  y  que  bastaría  un  tercio  de  millón  de 
pesos,  sobre  ik)co  más  ó  menos,  para  indemnizar  á  los  pro- 
pietarios. 

Los  Congresos  Constituyentes  de  1823  y  1828,  ratificaron 
los  decretos  dictatoriales  de  San  Martín. 


Los  esclavócratas  esperaron  oportunidad  propicia  para  in- 
terpretar, conforme  á  sus  conveniencias,  las  leyes,  á  fin  de  con- 
vertir en  título  de  señorío  la  tutela  que  éstas  les  acordaron.  La 
vocinglería  interesada  se  empeñó  en  probar  que,  suprimida 
la  esclavatura,  sucumbiría  la  industria  agrícola  por  falta  de 
brazos;  y  un  simple  decreto  presidencial  de  19  de  Noviembre 
de  1830,  transformó  á  los  libertos  de  pupilos  en  esclavos.  Y 
para  remachar  la  cadena,  vino  la  ley  de  27  de  Agosto*  de  1831. 
El  azote,  tratándose  de  los  negros,  continuó  siendo  la  norma 
del  derecho. 

En  1833,  y  como  para  ponerse  en  guardia  contra  la  frac- 
ción liberal  que  formaría  parle  de  la  Convención  Nacional, 
convocada  para  ese  año,  los  hacendados,  por  artículos  de  pe- 
riódicos y  i>or  folletos,  se  esforzaron  en  demostrar  la  incom- 
petencia de  San  Martín  y  de  los  Congresos  del  23  y  28  para 
haber  legislado  sobre  la  materia.  En  concepto  de  aquellos, 
no  había  potestad  sobre  la  tierra  con  facultad  para  manumitir 
á  los  esclavos.  Añadían  que  en  doce  años  más,  esto  es,  en  1845, 
los  libertos  principiarían  á  emanciparse  si  se  accedía  á  la  pre- 
tensión de   los   liberales,   que   era   declarar   en   todo   su   vigor 


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CAOIUVACHKRIA  407 

y  fuerza  los  decretos  de  San  Martín;  y  que  entonces,  con  la 
muerte  de  la  agricultura,  vendría  gran  ruina  para  la  nación. 
Y  como  si  el  derecho  pudiera  probarse  por  el  hecho,  alegaron 
que  desde  las  edades  más  remotas  del  mundo  habían  existido 
esclavos  y  señores. 

La  Convención  no  tuvo  tiempo  ó  no  quiso  ocuparse  de  ta- 
les sofisterías;  pero  vino  la  guerra  civil,  y  uno  de  los  caudi- 
los,  el  general  Salaverry,  para  propiciarse  el  apoyo  de  las 
acaudalados,  los  complació  á  medias,  restableciendo  el  comercio 
ó  tráfico  de  esclavos  traídos  del  extranjero. 

El  Congreso  Constituyente  de  Huancayo,  para  eterno  bal- 
dón de  su  memoria,  sancionó  la  ley  de  No\iembre  de  1839,  por 
la  que  el  patronato  de  los  amos  sobre  los  libertos  se  alargaba 
hasta  los  cincuenta  años  de  edad.  En  ese  Congreso  triunfaron 
los  partidarios  de  la  esclavatura  (1)  más  allá  de  lo  que  se  prome- 
tieron. Aceptaron  la  obligación  de  pagar  á  los  libertos  el  sa- 
lario de  un  i>eso  semanal,  en  el  campo;  y  en  las  ciudades, 
la  mitad  de  lo  que  ganara  un  peón  ó  sirviente  libre.  Además  se 
libertaban  de  mantener  gente  inútil  ya  para  el  trabajo,  pues 
á  los  cincuenta  años  de  edad  la  mayoría  de  los  esclavos  lle- 
gaba casi  á  la  decrepitud. 

Ese  funesto  Congreso  de  Huancayo,  al  suprimir  en  la  Cons- 
titución que  dictara  esta  frase  consignada  en  las  Constitucio- 
nes de  1828  y  1834 — nadie  entra  en  el  Ferú  sin  qtiedar  libre — parece 
que,  de  una  manera  solapada,  se  propuso  la  vigencia  del  de- 
creto de  Salaverry.  Así  se  introdujeron  cerca  de  800  esclavos 
traídos  de  las  costas  del  Chocó. 


La  Comisión  Codificadora,  creada  por  el  Congreso  de  1846, 
empezó  á  minar  por  su  base  la  ley  del  Congreso  de  Huancayo; 
y  la  Excelentísima  Corte  Suprema  de  Justicia,  en  los  pocos 
juicios  que  sobre  libertad  de  libertos  se  presentaron  ante  ella, 
falló  declarando  la  incompetencia  del  Congreso  de  Huanca- 
yo para  legislar  contra  los  principios  eternos  de  justicia.  La 
buena  causa  emi>ezaba  á  ganar  terreno. 

(1)    El  Diccionario  sólo  admite  la  palabra  esclavitud,  y  no  acepta  los  vocablos  esclarntuta 
(cQDjanto  de  esclavos)»  ni  esdavócraia  (partidario  de  la  esclavitad  de  los  nefrros  ) 


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408 


RICARDO    PALMA 


* 


El  siglo  XIX  llegaba  á  la  mitad  de  su  vida,  y  en  todas  las 
repúblicas  de  la  América  española,  donde  aun  existía  la  ig- 
nominia de  la  esclavatura,  se  hacía  sentir  la  reacción  que  pro- 
testaba contra  todo  lo  que,  como  la  esclavitud  del  hombre  por 
el  hombre,  simbolizara  despotismo  y  barbarie. 

El  20  de  Mayo  de  1851  el  Congreso  de  Nueva  Granada  (hoy 
Colombia)  dio  una  ley  de  manumisión,  pagándose  (en  vales 
que  se  cotizaron  al  46  por  100)  160  pesos  por  cada  varón  y 
120  por  cada  esclava.  Los  manimiisos  fueron  8.000. 

La  República  del  Ecuador,  en  Julio  de  1852,  dio  una  ley 
idéntica.  En  esta  nación  la  cifra  de  esclavos  era  reducida. 
Entiendo  que  no  alcanzaba,  á  3.000. 

En  Venezuela,  la  ley  de  manumisión  de  esclavos  se  expidió 
el  23  de  Mayo  de  1854.  Su  número  llegó  á  poco  más  de  4.000. 

En  la  comimión  de  las  Repúblicas  americanas,  él  Perú  que- 
daba como  un  lunar.  Alortunadamente,  un  año  después,  se 
libertaba  de  tamaña  deshonra.  Veamos  la  manera. 

En  1854  el  Gran  Mariscal  don  Ramón  Castilla,  caudillo  de 
la  revolución  contra  el  Presidente  constitucional,  general  don 
José  Rufino  Echenique,  dictó  el  3  de  Diciembre  (y  precisa- 
mente en  Huancayo)  un  decreto  de  inmensa  importancia  social 
y  política,  declarando  abolida  la  esclavitud,  decreto  que  contri- 
buyó, en  no  poco,  á  la  victoria  de  la  revolución  en  la  batalla 
de  la  Palma.  Este  decreto  dictatorial  fué  motivado  por  uno 
que  en  Noviembre  había  expedido  el  general  Echefnique,  de- 
clarando libres  á  los  negros  que  se  afiliaran  en  el  ejército 
constitucional,  decreto  á  todas  luces  mezquino. 

El  de  Castilla  disponía  el  pago  en  cinco  años,  en  billetes 
al  portador,  con  el  6  i>or  100  de  interés  anual,  asignando  para 
fondo  de  amortización  la  quinta  parle  de  las  rentas  públicas; 
y  admitiendo,  en  pago  de  toda  deuda  al  fisco,  la  cuarta  parte 
en  vales  de  manumisión.  ítem,  los  amos  de  uno  ó  dos  esclavos 
serían  satisfechos  al  contado. 

Prescindiendo  de  la  injusticia  é  incompetencia  del  Congreso 
de  1839  p>ara  hacer  esclavos  á  los  nacidos  después  del  27  de 


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CACHIVACHERÍA  409 

Noviembre  de  ese  año,  y  de  que  los  amos  no  tenían  der¡echo 
para  reclamar  indemnización  por  los  que,  nacidos  después  del 
28  de  Julio  de  1821,  eran  libertos  según  la  dispK)sición  de  San 
Martín,  aceptada  por  dos  Congresos,  parécenos  que  el  decreto 
de  Castilla  encarnaba  el  absurdo  de  señalar  el  mismo  precio 
á  los  esclavos  que  á  los  libertos,  absiu'do  que  disculpamos  sólo 
teniendo  en  cuenta  las  especialísimas  circunstancias  políticas 
en  que  fué  dictado.  Ese  decreto  fué  un  arma  de  guerra,  á  la 
vez  que   la  expresión  de  humanitarios  sentimientos. 

Triunfante  la  revolución,  por  decretos  de  9  de  Marzo  del  55 
y  19  de  Febrero  del  57,  se  aplicó  im  millón  (por  sorteo)  al 
pago  inmediato  de  vales,  y  se  redujo  á  tres  años  el  plazo  de 
cinco  que  determinaba  el  decreto  de  Huancayo.  Una  Junta 
ad  hoo  fué  nombrada  para  el  examen  de  expedientes. 

El  Mariscal  Castilla  ordenó  que  se  valorase  en  300  pesos 
cada  esclavo  de  los  nacidos  desde  Agosto  de  ese  año  hasta  el 
27  de  Noviembre  del  39.  En  cuanto  á  los  nacidos  después 
de  esa  fecha,  entre  los  que  el  mayor  apenas  llegaría  á  la  ^ad 
de  quince  años,  serían  valorados  en  100  pesos. 

Según  cálculos  aproximativos  que  tuvo  á  la  vista  el  Dic- 
tador Castilla,  en  Huancayo,  la  cifra  total  de  esclavos  podía  re- 
sumirse así: 

De  los  nacidos  antes  de  1821 1.000 

j>      »  »      de  1821  á  1839 6.000 

>       :>  ^        «    1839  á  1854 7.000 

La  manumisión  era,  pues,  para  él,  hacedera  con  gasto  fiscal 
de  cuatro  millones  máximum.  El  patrióla  Mariscal  no  pudo 
presentir  que  habría  falsificación  de  partidas  bautismales,  y 
que  se  forjarían  expedientes  en  los  que  la  mitad  de  los  esclavos 
fueran  antiguos  moradores  del  cementerio.  Se  eslima  en  9.000 
la  cifra  de  estos  resucitados. 


En  JuHo  de  1860  no  había  ya  expediente  por  despachar. 
El  número  de  esclavos  y  libertos  manumitidos  fué  de  25.505, 
que  representaron  una  suma  total  de  7.651,500  pesos.  De  esta 


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410  RICAKÜO    PALMA 

suma  se  habían  pagado  2.217.600  pesos,  en  dinero  efectivo,  y 
emitídose  vales  por  5.033.900  pesos. 

De  estos  se  habían  amortizado,  por  propuestas  cerradas, 
3.128.158  pesos  por  la  suma  efectiva  de  2.839.647  pesos. 

Quedaban  por  pagarse  vales  ascendentes  á  1.905.741  pesos, 
habiéndose  gastado  además  en  pago  de  intereses  1.284.674  pesos. 

En  1867  sólo  quedaban  por  amortizar  vales  que  represen- 
taban 427.575  pesos,  deuda  que  terminó  de  pagarse  en  la  ad- 
ministración del  presidente  don  José  Balta,  (1868  á  1872.) 


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JUSTICIA  Y  ESCUELAS 


No  son  leyes  las  que  en  el  Perú  faltan  en  protección  de 
la  raza  indígena,  sino  decisión  de  las  autoridades  para  cumpli- 
mentar las   que   existen. 

En  los  primeros  tiempos  de  la  colonia,  el  monarca,  inspi- 
rándose en  sentimientos  justicieros,  dictó  sus  reales  ordenan- 
zas creando  y  organizando  las  encomiendas.  El  encomendero 
español  resultaba  investido,  no  con  un  poder  ó  dominio  se- 
ñorial sobre  los  indios,  sino  con  una  autoridad  casi  paterna, 
pues  se  obligaba  á  civilizarlos  y  ampararlos. 

La  ley  fué  para  los  encomenderos  letra  muerta;  y  para 
que  lo  fuese  estallaron  rebeldías  escandalosas  que  ensangreai- 
taron  el  país.  Las  ordenanzas  subsistieron;  pero  el  gobierno 
fué    siempre  impotente   para  hacerlas  prácticas. 

En  la  ley  xxi,  título  10,  de  la  Recopilación  de  Indias,  se 
mandó  que  fuesen  castigados  con  mayor  rigor  que  si  el  delito 
fuese  cometido  contra  peninsulares,  los  que  maltratasen  ó  agra- 
viasen á  los  indios.  Según  Solórzano,  en  su  Política  Indiana, 
sólo  una  vez  se  vio  acatada  esta  justiciera  prescripción,  y  fué 
cuando,  en  el  Cuzco,  y  en  público  cadalso,  se  cortó  la  mano 
á  un  español  que  abofeteara  á  un  cacique. 

Perdían  su  tiempo  los  reyes  de  España  insistiendo  en  reco- 
mendar á  sus  representantes  en  América  que  tratasen  á  los 
indios,  no  sólo  con  espíritu  justiciero,  sino  con  benignidad. 
F'elipe  IV,  por  ejemplo,  al  pie  de  un  rescripto  dirigido  a  xma 
Real   Audiencia   agregó,   de   su   puño   y   letra,    estas   enérgicas 


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412  RICARDO    PALMA 

frases:— «Quiero  que  me  deis  satisfacción,  á  mí  y  al  mundo, 
»del  modo  de  tratar  á  estos  mis  vasallos  indios.  Y  de  no  hacerlo, 
»y  de  que  no  vea  yo  ejecutados  ejemplares  castigos  en  los  que 
jse  excedieren  contra  éstos,  me  daré  por  deservido.  Y  asegú- 
»roos  que,  aunque  no  lo  remediéis,  lo  tengo  yo  de  remediar 
»y  mandaros  hacer  gran  cargo  por  las  leves  omisiones  en  esto, 
»por  ser  contra  Dios  y  contra  mí,  y  en  total  destrucción  de  esos 
» reinos  á  cuyos  naturales  estimo,  y  quiero  sean  tratados  como 
»lo  merecen  vasallos  que  tanto  sirven  á  la  monarquía  y  que 
:> tanto  la  han  engrandecido.» 

Vino  la  República;  y  quien  hojee  nuestras  compilaciones 
de  leyes  patrias  encontrará  que  abundan  también  las  expedidas 
en  favor  y  protección  de  la  raza  aborigen.  Fatalmente,  como 
en  los  tiempos  de  la  dominación  española,  también  nuestras 
leyes  son  letra  muerta,  y  el  indio  continúa  siendo  rico  filón 
explotable  para  el  jamonal  acaudalado  y  para  el  cura  simo- 
niaco.  Por  desgracia  no  abundan  autoridades  que  luchen  para 
poner  barreras   al   torrente  de   los  depresivos   abusos. 

Las  sociedades  indiófilas  ó  protectoras  de  los  indígenas  nin- 
gún fruto  benéfico  han  producido  hasta  ahora,  pues  más  que 
humanitarias,  han  sido  asociaciones  de  cascabel  y  relumbrón. 
Su  objetivo  más  ha  sido  de  política  de  campanario  que  de 
regeneración  social  para  la  raza. 

Hay  que  extirpar  en  nuestras  masas  populares  de  la  Sierra 
el  alcoholismo  embrutecedor  que  nos  trajo  la  España  conquis- 
tadora, y  ese  bien  no  se  alcanza  por  medio  de  leyes.  Hay  que 
crear  en  nuestros  indios  necesidades  que  los  alejen  del  ocio, 
y  hagan  nacer  en  ellos  hábitos  de  trabajo^  Hay,  por  fin,  que 
ilustrarlos,  y  eso  únicamente  se  obtiene  multiplicando  las  es- 
cuelas. 

No  llevéis  al  indio  á  las  algaradas  políticas,  sino  cuando, 
civilizado  en  la  escuela,  lo  hayáis  hecho  ciudadano  capaz  de 
discurrir  sobre  sus  derechos  de  tal. 

¿Cuál  debe  ser  la  actitud  del  gobierno  y  de  sus  autoridades 
subalternas  para  con  los  indios?  Ella  es  sencillamente  clara 
y  fácil.  Basta  con  hacerles  siempre  justicia,  sin  moratorias  ni 
humillaciones.  Húndase  para  siempre  en  el  panteón  del  pa- 
sado todo  lo  que  trascienda  á  prerrogativas  de  raza.  Ante  nues- 


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cachivachería  413 

tro  credo  democrático  la  igualdad  humana  es  absoluta.  No 
cabe  otra  superioridad  en  la  vida  republicana  que  la  que  crean 
la  honradez,  la  inteligencia  y  el  trabajo. 

Los  factores  eficaces  para  levantar  la  condición  social  de 
dos  millones  de  seres  que  constituyen  la  masa  de  nuestra  po- 
blación de  indios,  están  sintetizados  en  dos  palabras:  Justicia 
y  escuelas.  Sólo  en  posesión  de  estos  dos  bienes  no  seguirá 
el  indio  siendo  en  las  horas  de  paz  rebaño  esquilmable,  y  en 
las  horas  de  guerra,  carne  de  cañón. 


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] 


fruslerías 


I 


Mi  amigo  don  Ruperto  Vomipiirga  es,  entre  los  médicos 
de  mi  tierra,  todo  lo  que  se  entiende  por  un  sabio  en  bacterio- 
logía. Conoce  íntimamente  á  todos  los  bacilos,  sabe  al  dedillo 
sus  mañas  y  picardías,  y  los  trata  tú  por  tú,  con  menos  respeto 
que  al  arzobispo,  por  aquello  de 

A  Dios  se  le  habla  de  tú, 
de  tú  á  la  Virgen  María, 
y  al  obispo  se  le  dice 
su  señoría  ilustrísima. 

Ayer  nos  encontramos  en  la  Casa  de  Correos,  frente  á  una 
de  las  niñas  estafeteras,  chica  que,  al  mirarla,  se  le  hace  á 
un  cristiano  la  boca  agua  y  los  ojos  despiden  chiribitas. 

—i Bonita  muchacha!— me  dijo  don  Ruperto. 

— Ya  lo  veo,  doctor— le  contesté. — Es  un  lindo  microbio  como 
para  que  lo  estudie  y  clasifique  usted,  que  hasta  en  cl  suspiro 
los  persigue. 

—¿Y  por  qué  me  la  endilga  y  no  la  aprovecha  usted  para 
sus  disquisiciones  tradicionales?  Yo,  mi  amigo,  soy  como  el 
usurero  aquel  á  quien  fué  un  pobre  diablo  á  empeñarle  un 
bonito  cuadro.— ¿Es  de  usted?  le  preguntó  el  agiotista.-  No. 
señor,  es  de  Rubens,  contestó  el  necesitado.— ¡Ah,  bribón!  Lar- 
gúese ahorita  mismo  antes  que  lo  mande  á  la  comisaría.  ¿Con- 
fiesa usted  que  no  es  suyo  el  cuadro,  y  tiene  la  desvergiien- 


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416  RICARDO    PALMA 

za  de  traérmelo,  como  si  yo  fuera  ocultador  de  lo  ajeno?— 
Apliqúese  el  cuento. 

Entretanto,  don  Ruperto  no  tenía  cuándo  entregar  su  carta 
á  la  empleada.  Recelando  que  la  goma  de  la  estampilla  fuera 
almáciga  de  bacterias,  no  se  atrevía  á  humedecer  aquélla  para 
pegarla  en  el  sobre,  y  mirando  á  la  simpática  estafetera  la 
dijo- 

—Me  parece,  señorita,  que  anda  usted  algo  delicada  de  salud. 

—No,   doctor;   me   siento   bastante  bien. 

—A  ver;  dígnese  usted  sacar  la  lengua. 

La  joven  obedeció  im  tanto  alarmada.  El  médico  pasó  con 
delicadeza  la  estampilla  por  la  lengua  de  la  presunta  enferma, 
y  después  de  adherir  aquélla  al  sobre,  dijo: 

—La  felicito,  niña;  goza  usted  de  cabal  salud,  y  que  sea  por 
muchos  años.  Adiosito,  y  gracias  por  el  servicio  que  acaba 
de  prestarme. 

Y  echó  la  carta  en  el  buzón,  retirándose  con  más  seriedad 
que  pleito  perdido. 

No  pude  contener  la  risa  al  fijarme  en  el  alelamiento  del 
rostro  de  la  joven,  é  inmediatamente  fui  con  el  chisme  donde 
mi  camarada  el  Director  de  Correos. 

Al  día  siguiente  se  colocó  en  las  estafetas  una  esponja  hume- 
decida en  agua  de  goma. 

Débenme,  pues,  las  empleadas  del  Correo  el  servicio  (que 
tal  vez  no  me  agradecen  las  muy  ingratonas)  de  que  nadie  les 
pedirá  ya  la  lengua  para  humedecer  estampillas. 

II 

Merceditas  es  una  preciosa  coqueta,  de  esas  que  prome- 
meten,  con  el  tiempo  y  las  aguas,  dorarle  los  cuernos  al  mis- 
mo  diablo. 

Sin  duda  tiene  imán  para  que  los  poetas  la  persigan  y  la 
espeten  á  quemarropa,  por  lo  menos,  un  soneto  de  aquellos 
que  parecen  una  puñalada  en  el  hígado.  La  sonetorrea  es  epide- 
mia que  compite  con  la  p^te  bubónica,  y  acaso  la  aventaja. 

Contáronme  que  Merceditas  hasta  en  la  sopa,  en  vez  de 
fideos,  encontraba  versos  ramplones. 


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cachivachería  417 

Formaban  en  cierta  noche  su  tertulia  un  romántico,  que 
se  jactaba  de  ser  por  entonces  el  enamorado  á  quien  ella  tenía 
en  candelero  de  plata;  imo  de  esos  que  se  llaman  decadentes, 
la  cual  decadencia  no  es  chicha  ni  limonada,  y  que  esperaba 
tumo  para  reemplazar  al  anterior  en  el  corazón  voluble  de 
la  joven;  .y  un  clásico,  que  hacía  ya  meses  estaba  borrado 
en  el  escalafón  de  los  pretendientes,  y  que  concurría  á  la  casa 
sólo  por  divertirse  con  la  rivalidad  amatoria  de  sus  otros  dos 
cofrades  en  Apolo. 

A  propósito  de  no  sé  qué  tema  de  conversación,  ocurrió- 
selc  á  Mercedes  preguntar  á  sus  poetas: 

—Si  uno  pudiera  escoger  día  en  que  morir,  ¿cuál  esco- 
gería usted? 

El  decadente,  que  fué  el  primer  interrogado,  creyó  poner 
una  pica   en   Flandes  respondiendo: 

Curiosidad  te  aqueja  muy  sombría: 

en  muriendo  en  tus  brazos,  cualquier  día. 

El  romántico,  como  para  dar  berrinche  á  su  rival,  alar- 
deando de  ser  actualmente  el  preferido,  contestó: 

La  víspera  del  día 

en   que   de   amarme   dejes,   vida  mía. 

Tocóle  turno  al  clásico  que,  en  puridad  de  verdad,  habló 
muy  á  las  derechas.  Clásico,  desencantado,  prosaico  había  de 
ser,  porque  dijo...  lo  que  dice  todo  hombre  que  no  tiene  flojos 
los  tornillos  del  caletre: 

¿Para  morirme  el   día  que  prefiero 
quieres  saber?  El  treinta  de  Febrero. 


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SEGUNDA  PARTE 


CARTAS  LITERARIAS 

A  José  Antonio  de  Layalle. 

Mi  muy  amado  colega: 

Dos  gratísimas  horas  he  pasado  con  la  lectura  de  su  novela, 
y  con  toda  franqueza  voy  á  darle  mi  acaso  desautorizada,  pero 
muy  sincera,  opinión. 

En  La  hija  del  contador,  el  argumento  carece  de  novedad,  y 
casi  podría  decir  que  es  hasta  manoseado.  Un  padre  ó  una  madre 
que,  engreídos  con  sus  pergaminos,  obstaculizan  el  matrimonio 
de  un  hijo,  á  quien  la  mocedad  y  el  inherente  calorcillo  de 
la  sangre  traen  encalabrinado  por  una  chica  que  no  luce  otras 
dotes  que  las  de  virtud  y  hermosura,  j>ero  cuyo  primer  sueño 
no  fué  arrullado  en  cuna  dorada,  son  tipos  que  abundan  en  el 
teatro  de  Lope  y  de  Calderón.  Que  la  muchacha  vaya  á  pudrirse 
en  un  claustro  y  el  galancete  á  correr  cortes,  era  cosa  corriente 
y  hasta  lógica.  Un  padre  como  su  merced  el  Contador,  es,  sobre 
poco  mas  ó  menos,  carácter  idéntico  al  del  Rico-home  de 
Alcalá.  Que  el  mancebo  llegue  para  impedir  la  profesión,  minuto 
y  medio  más  tarde,  es  recurso  de  cajón  en  el  teatro  y  en  la 
novela.  Siempre  trop  tard^  como  acontecía  á  los  cai-abineros 
de  la  opereta.  Convengamos,  pues,  en  que  el  argumento  es  trivial, 
y  en  que  tampoco  hay  episodios  románticos,  pues  ni  el  escri- 
bano don  Estado,  con  su  carta  noticiera,  deja  de  ser  pura 
prosa. 

Pero  esa  misma  trivialidad  de  argumento  es,  para  mí,  uno  de 
los  grandes  méritos  de  la  obrita.  No  es  más  gordo  el  hilo  de 
que  se  ha  servido  Pedro  Antonio  de  Alarcón  para  tejer  su  Sombre- 
ro de   tres  picos  6  Historia  de  los  amores  de  la  Molinera  y  el  Co- 


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420  BIGARDO    PALMA 

rregidor^  la  más  linda  novela  de  contemporáneo  autor  que  ha  caí- 
do bajo  mis  lentes.  Son  los  detalles,  y  no  el  fondo,  lo  que  en 
ella  me  cautiva,  é  idéntica  impresión  ha  producido  en  mí  La 
Hija  del  Contador. 

Yo  he  conocido  la.  casa  de  don  Melchor  Orozco  en  cada  calle 
de  Lima,  hasta  1845;  he  bebido  agua  de  la  tinajera;  de  im  co- 
cazo  lompí  el  cristal  del  farol,  remendándose  la  avería  con 
medio  pliego  de  papel  San  Lorenzo;  me  he  acercado  alas  jaulas 
de  caña,  para  dar  alpiste  y  maíz  molido  á  la  cuculí^  y  capulíes 
silvestres  al  piche;  á  pesar  de  que  á  mujer  bigotuda  de  lejos 
se  saluda,  he  proporcionado  más  de  un  sofocón  á  la  vieja  To- 
masa, obligándola  á  ponerse  parches  de  papa  en  las  sienes, 
sujetándolos  con  el  vendón  ó  pañuelo  de  cuadros  blancos  y 
negros:  he  conocido  á  Lucía  rebozada  en  el  paño  de  Lam- 
bayeque:  y  mis  primeros  palotes  los  hice  á  presencia  del  San- 
tocristo  de  talla  que  había  sobre  la  mesa  del  cuarto  de  estudio 
de  don  Melchor,  engulléndome  medio  bizcochuelo  que  sobrara 
del  matinal  chocolate.  ¡  Cuántas  veces  repasé  mi  lección  de  cate- 
cismo del  padre  Astete,  sentado  en  una  de  las  dos  sillctitas 
de  paja  vecinas  á  la  ventana  de  la  sala!  ¿Qué  limeño  que  bar- 
bee, como  nosotros,  con  medio  siglo  de  fecha,  no  se  sentirá 
remozado,  y  más  que  eso,  vuelto  á  los  días  infantiles,  leyen- 
do la  descripción  tan  viva,  tan  animada,  que  la  pluma  de  usted 
nos  hace  de  la  casa  y  costumbres  del  viejo  jubilado  del  Tri- 
bunal de  Cuentas?  Para  mí  el  cuadro  es  de  exactitud  fotográ- 
fica: no  ha  dejado  usted  olvidado  en  el  fondo  del  tintero  el 
menor  detalle...  ¡Ah!...  sí...  falta  el  fanal  de  la  sala.  Necesito 
ese  fanal,  y  poco,  muy  poco  le  costaría  á  usted  complacerme. 

De  tapadillo,  como  se  dice,  aüsbé  una  noche  la  tertulia  del 
Regente;  recuerdo  los  azulejos  del  salón;  los  sillones  de  cuero 
de  Córdoba  tachonados  de  clavos  de  bronce;  que  allí  el  piso 
no  era  de  gastados,  pero  muy  limpios  ladrillos,  como  en  la 
casa  del  honrado  don  Melchor,  sino  de  rica  alfombra  del  Cuz- 
co; todo,  en  fin,  como  usted  con  magistral  ligereza  lo  describe. 
Pero  también  recuerdo  que  en  la  mesa  de  revesino  vi  una  bu- 
jía de  cera  color  rosa,  cubierta  por  ima  guardabrisa  de  cristal. 
¿No  la  vio  usted?  Pues  véala,  amigo,  véala. 

Hay   en   el   manuscrito  de   usted   muchas   páginas   que   me 


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cachivachería  421 

han  quitado  algunas  canas.  Son  las  que  usted  consagra  á  descri- 
bir la  Alameda  vieja.  ¡Quién  la  vio  y  quién  la  ve!  Me  parece 
que  fué  ayer,  cuando  retozando  por  ella  con  otros  arrapiezos  de 
mi  edad,  recogía  las  bolitas  negras  de  que  estaban  cargados  unos 
árboles  que,  en  el  Norte,  llaman  chorolques.  Hoy  la  Alameda 
con  sus  estatuas  y  sus  verjas,  y  su  jardín  y  su  fuente,  será  más 
artística,  pero  no  más  poética  que  la  Alameda  de  nuestra  in- 
fancia. Hoy  es  algo  que  hemos  visto  en  Europa  y  en  otros 
pueblos  de  América;  pero  no  es  típica,  no  es  limeña.  Hoy  la 
Alameda  no  vale  un  pueho  de  cigarro.  Es  una  Alameda  con 
pretensiones  de  civilizada,  y  nada  más.  i  Quién  me  diera  es- 
paciarme por  la  Alameda  semisalvaje  de  esos  días^  en  los  jque 
era  aforismo  doméstico  lo  de  marido^  vino  y  bretaña,  de  Es- 
paña! 

Muy  bien  traída  es  por  usted  la  anti^a  costumbre  de  hacer 
pasear  tres  días,  por  el  mundo^  á  las  desventuradas  doncellas 
destinadas  á  sepultarse  en  im  claustro.  Ogaño  no  se  estila  eso. 
Los  monjíos  se  hacen  de  sopetón,  y  muy  á  Dios  que  te  la  de- 
pare feliz. 

En  una  novelita  de  corto  aliento  nos  ha  puesto  usted  de 
relieve  á  nuestra  Lima  tan  querida  de  los  tiempos  coloniales. 
No  sea  usted  egoísta,  y  haga  gozar  á  los  demás  de  las  bellezas 
con  que  yo  acabo  de  engolosinarme.  Publique  usted  su  no- 
vela, que  es  muy  digna  de  vivir  en  letras  de  molde. 

No  he  querido  acostarme  sin  borronear  antes,  muy  á  la 
ligera,  mi  juicio  sobre  La  Hija  del  Contador,  y  felicitar  á  usted 
por  el  buen  desempeño  literario.  Con  pobre  argumento,  ha 
hecho  usted  un  libro  precioso  por  los  detalles.  Haga  usted 
conocer  á  los  limeños  que  viven,  el  Lima  que  conocimos  los 
limeños  de  la  generación  que  se  va. 

Buenas  noches,  my  dear  dearest  friend. 


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122  RICARDO    PALMA 


Alberto    Navarro    Viola. 

(Carta   A   su   hermano   Enrique) 


Sil  carta  del  7  de  Febrero  ha  traído  á  mi  corazón  y  á  mi 
memoria  el  recuerdo  de  un  antiguo  compromiso:— juzgar -á 
Alberto  Navarro  Viola  como  poeta,  siquiera  sea  lacónicamente, 
ya  que  el  recargo  de  ocupaciones  no  me  deja  tiempo  para 
discurrir  largo  y  menudo,  como  mi  cariño  desearía,  al  ocu- 
parme del  merecimiento  literario  de  un  joven  á  quien  traté 
siempre  con  paternal  cariño.  Quede  para  otro  disertar  sobre 
el  inteligente  y  estudioso  bibliófilo  que,  con  criterio  de  admi- 
rable rectitud,  alcanzó,  con  la  fundación  del  Anuario^  á  ser 
en  su  patria,  el  aniquilador  de  la  conjuración  del  silencio,  con- 
juración que  pesaba  sobre  los  libros  de  los  escritores  noveles. 
La  juventud  necesita  de  estímulos  delicados  y  consejos  sanos, 
y  tal  fué  la  noble  tarea  que  el  malogrado  Alberto  se  impusiera 
y  de  la  que  usted,  con  plausible  éxito,  y  no  menos  levantado 
propósito,  es  continuador  entusiasta. 


Allá,  por  los  años  de  1876,  llegó  á  mis  manos  un  periódico 
bonaerense,  que,  en  sus  columnas  de  preferencia,  traía  unos 
versos  con  el  título: — A  mi  hermana,  en  la  primera  'página  de 
las  Armonías  de  Ricardo  Palma. 

Aunque  la  confesión  auricular  no  entra  en  el  reino  de  mis 
creencias,  á  riesgo  de  que  los  lectores  argentinos  me  califiquen 
de  inmodesto,  voy  á  espontanearme  con  ellos,  que  de  seguro 
han  de  ser  para  conmigo  confesores  de  manga  ancha.  Y  esta 
confianza  mía   en   su  benevolencia,   nace  de  la   fe   que   tengo 


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CACmVACHEBlA  *  423 

en  el  personal  aprecio,  de  que  abrumadoras  pruebas  me  han 
dado  siempre  los  hijos  de  la  patria  de  San  Martín.  Entremos, 
pues,  de  lleno  en  el  capítulo  de  las  confidencias. 

Cuando  por  primera  vez,  y  al  pie  de  los  citados  versos, 
leí  la  firma  de  Alberto  Navarro  Viola,  me  dije:— He  aquí  un 
niño  que  será,  para  las  letras  de  su  patria,  no  de  los  llamados, 
sino  de  los  escogidos.— Y  dóime  la  enhorabuena  por  haber 
acertado  en  mi  pronóstico,  yo  que,  en  augurios  de  esta  natu- 
raleza, me  he  chasqueado  muy  á  menudo. 

Desde  su  apellido  me  fué  simpático  Alberto.  En  mis  días 
juveniles  de  marino,  de  proscrito  y  de  viajero,  había  tenido 
ocasión  de  intimar  amistad,  en  Guayaquil,  con  un  distinguido 
abogado  y  hombre  de  letras.  Habrá  usted  adivinado  que  me 
refiero  á  su  excelente  tío  el  doctor  Navarro  Viola,  á  quien  su 
caballerosidad  condujo  á  temprana  muerte. 

Cuando  el  presidente  del  Ecuador  don  Gabriel  García  Mo- 
reno realizó,  en  Jambelí,  la  horrible  matanza  de  los  jóvenes 
que  contra  su  autoridad  se  rebelaron,  encontró  en  la  cartera 
del  caudillo  fusilado  un  billete  sin  firma,  que  así  decía: 

«Compadre:  Acepto,  y  queda  amarrada  la  pelea;  pero  le 
» advierto  que  mis  gallos  5,  7  y  10  no  son  de  á  pico,  sino 
»de  navaja.» 

—;Ah!— exclamó  García  Moreno.— Esto  sólo  Navarro  Viola 
lo  descifra 

Muy  pocas  horas  después  estuvo  el  presidente  de  regreso  (en 
Guayaquil,  y  su  primera  medida  fué  ordenar  la  prisión  del 
hombre  á  quien,  no  sabemos  con  qué  fundamento,  atribuía 
la  paternidad  del  billete. 

García  Moreno  le  exigió  que  rebelase  los  nombres  á  que 
correspondían  las  cifras  5,  7  y  10.  Mi  caballeresco  amigo  re- 
chazó indignado  la  ultrajante  exigencia  y  prefirió,  á  conser- 
var una  vida  sin  honra,  un  patíbulo  honroso.  Pocas  horas  des- 
pués fué  fusilado  el  hidalgo  argentino.  Quince  días  antes,  re- 
gresando yo  de  Nueva  York,  estuve  por  pocas  horas  en  Gua- 
yaquil  y  había   estrechado   su  mano.   Volvamos   á  Alberto. 

El  niño  empezó  á  hacerse  hombre,  y  en  1880,  con  una  ama- 
ble dedicatoria,  recibí  un  precioso  librito,  edición  aulográfica, 
bautizado  con  el  modesto  título  de  Versos. 


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424  ,  RICARDO    PALMA 

Aunque  en  esos  primeros  versos  de  Alberto  abundaba  la 
incorrección  de  forma,  propia  del  principiante,  encontré  en 
ellos  un  poeta  en  germen.  Sus  rimas  tenían  todo  el  atractivo 
de  la  adolescencia,  todo  el  tibio  perfume  de  la  juventud  que 
aún  no  ha  sido  combatida  por  el  huracán  de  las  pasiones  ni 
apurado  la  hiél  de  los  desengaños  y  del  infortunio. 

Desde  entonces  principió  nuestra  amistad  y  corresponden- 
cia. Se  estableció  entre  los  dos  constante  cambio  de  ¡deas  y 
sentimientos,  y  al  través  de  la  distancia,  me  acostumbré  á  leer 
en  lo  íntimo  de  su  alma,  como  en  libro  abierto.  Yo  lo  trataba 
con  la  llaneza  un  tanto  socarrona  de  los  viejos  cuando  se 
intiman  con  los  jóvenes.  Así  lo  alentaba  en  sus  confidencias, 
y  le  daba  los  consejos  sinceros  que  la  experiencia  y  el  afecto 
me  dictaban. 

Recuerdo  con  íntima  tristeza  que,  en  una  de  mis  cartas, 
dos  años  antes  de  su  muerte,  le  decía,  á  propósito  de  ciertas 
juveniles  y  legítimas  aspiraciones  políticas  de  que  me  hablaba: 
—Calma,  amigo  mío;  la  política  es  manjar  para  gente  gastada. 
Viva  usted  todavía  con  la  vida  del  espíritu,  y  no  envenene 
su  alma  tan  temprano.  No  olvide  usted  que  los  jóvenes  pre- 
coces viven  poco.— Fatídico,  tristísimo  augurio  de  mi  pluma. 

Yo  no  sé  si  Alberto  se  lanzó  ó  no  en  esa  candente  arena  de 
la  política,  matadora  de  las  ilusiones  y  del  entusiasmo,  vida 
en  que,  á  la  postre,  se  ostenta 

joven  la  faz  y  anciano  el  corazón; 
vida  de  prosa  y  materialismo,  vida  de  ideales,  absurdos  casi 
siempre,  y  en  la  que,  como  el  médico  que  armado  de  escalpelo 
intenta  adueñarse  de  los  misterios  del  organismo  humano,  sólo 
se  cosechan  decepciones.  En  política,  lo  que  nos  imaginábamos 
oro,  es  oropel. 

Los  poetas  no  han  nacido  para  la  política.  Dios  no  quiso  ha- 
cer de  ellos  seres  contradictorios.  Son  harto  soñadores;  y  la 
política  es,  como  la  tumba,  la  más  desconsoladora  de  las  rea- 
lidades. Lamartine,  el  gran  poeta  de  las  melancolías  y  dul- 
zuras, fué  el  más  infeliz  de  los  políticos.  Los  pueblos  no  son 
el  arpa  de  marfil  que,  pulsada  por  el  bardo,  produce  melodías. 

Quizá  dirá  usted,  don  Enrique,  que  se  me  Jia  ido  el  santo 
al  cielo,  y  dirá  bien.  Esto  tiene  la  condenada  política,  que  al 


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CACHIVACHERÍA  425 

hablai*  de  ella,  siquiera  sea  por  incidencia,  nos  trabuca  el  seso, 
y  la  pluma  corre  como  corcel  sin  freno. 

Para  mí,  Alberto  supo  fotografiar  su  adolescencia  en  un  so- 
neto que  mereció,  por  entonces,  crítica  amarga,  y  que  estimo 
infundada.  El  zoilo  atendió  más  á  lo  convencional  de  la  forma 
que  á  la  espontaneidad  de  la  expresión  y  á  lo  conceptuoso 
del  fondo. 

Voy  á  darme  el  gusto  barato  de  copiarlo: 

¿Cuál  es  su  gusto,  su  afición,  Alberto? 
una  mujer  me  preguntaba  un  'día, 
con  ese  tono  de  interés  incierto 
que  puede  ser  cariño  ó  cortesía. 

Y  yo,  con  mi  lenguaje  siempre  abierto, 
llano  como  yo  soy,  la  respondía:— 
Me  gusta  mucho  amar,  soñar  despierto, 
comer  arroz,  sentir  la   poesía. 

Me  gusta  alguna  vez  la  buetia  copa 
de  Oporto,  y  más  que  todo  la  cerveza, 
se  entiende  si  es  del  norte  de  la  tluropa; 

Me  gusta  toda   clase   de  impresiones, 
me  gustan  el  durazno  y  la  cereza... 
V  usted  me  gusta  más  que  los  bombones. 

Todos  los  hombres  hemos  sido  así,  de  los  dieciséis  á  los 
veinte  años,  en  esos  risueños  días  que  marcan  la  transición 
de  la  existencia  del  muchacho  á  la  existencia  del  joven  cir- 
cunspecto. Alberto  nos  retrató  con  magistral  ligereza  á  todos 
en  ese  soneto;  y  si  algo  hay  en  él  exclusivamente  suyo  es  ipl 
último  verso,  por  lo  culto  de  la  galantería  que  expresa.  Quizá 
no  á  todos  los  muchachos  se  les  habría  venido  á  la  pluma 
el  delicado  piropo. 

Posteriormente  me  envió  All>erto  un  pequeño  poema  titu- 
lado Eduardo^  sobre  el  cual  emití  nada  favorable  juicio  en 
carta  que  dirigí  al  autor,  y  que  él  dio  á  luz  en  la  prensa  bo- 


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426  RICARDO    PALMA 

naerense.  Para  mí,  escribir  poemas  como  el  Edunrdo  es  hacer 
un  gasto  estéril  de  fuerza  intelectual,  un  derroche  de  senti- 
miento poético,  es  falsear  la  misión  del  poeta  en  las  nacientes 
sociedades  americanas.  Quede  á  la  Francia  y  á  los  pueblos 
viejos  la  literatura  del  escándalo.  Hay  sociedades  que,  como 
los  hombres  gastados,  se  ahmentan,  á  imitación  de  los  mag- 
nates romanos,  en  los  días  de  corrupción  y  decadencia  del 
gran  imperio  de  los  Césares,  con  manjares  cargados  de  es- 
pecias y  salsas  nauseabundas.  La  escuela  literaria  de  Zola  no 
puede  ni  debe  aclimatarse  en  la  América  republicana.  Nues- 
tra manera  de  ser  y  nuestras  aspiraciones  son  más  ideales. 
Decimos,  como  los  enemigos  de  ía  cerveza,  que  hartas  amar- 
guras hay  en  la  vida  para  saborear  una  más.  Zola  nos  exhibe, 
en  toda  su  desnudez  repugnante,  las  debilidades,  los  errores, 
las  miserias,  las  torpezas,  las  abominaciones  todas  de  socie- 
dades decrépitas,  cacochlmes,  anémicas,  por  consecuencia  del  vi- 
cio. Las  sociedades  americanas,  á  Dios  gracias,  distan  todavía 
mucho  de  familiarizarse  con  ese  prosaico  y  execrable  pande- 
mónium. Aun  tenemos  el  derecho  de  mirarlo  todo  por  un 
prisma  poético.  Por  eso  reprobé,  en  Alberto,  que  empleara 
su  claro  talento  en  pintar  escenas  de  pura  fantasía,  y  para 
él  completamente  ignoradas  por  extrañas  al  centro  social  en 
que  vivió.  Afortunadamente  para  la  gloria  y  renombre  del  poe- 
ta, no  reincidió  en  el  pecado. 

En  el  tomito  que  publicó  en  1882  es  donde  el  poeta  se 
exhibe  ya  con  faz  propia,  sin  amaneramiento  ni  timidez.  Hay 
entonación  robusta  en  los  tercetos,  de  caprichosa  estructura, 
con  que  dedica  el  libro: 

A  la  memoria  de  mi  madre  santa— 
jamás  las  peripecias  del  combate 
que  el  ardimiento  nubil  agiganta, 
te  anuncien  que  mi  espíritu  se  abate. 

Juguete  de  la  duda,  el  hombre  canta 
cuan.do  su  corazón,  á  cada  embate, 
con  más  viril   aliento   se  levanta. 

Pues  hombre  me  educaste,  á  ti  refluya. 


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cachivachería  427 

si  triunfo,  el  galardón  de  mi  energía; 
i  porque  es  la  gloria  de  mis  sueños  tuya! 

Yo  no  amo  á  los  poetas  que,  olvidándose  de  su  sexo,  llenen 
pusilanimidades  de  mujer  nerviosa  y  asustadiza,  ó  vacilacio- 
nes de  coqueta.  Yo  quiero  al  poeta  que,  en  los  albores  de  la 
\ida,  es  ante  todo,   hombre,  y  que,  como   Alberto,  dice: 

Permítame  la  suerte  que  merezca 
■batirme  i>or  mi  patria  y  por  mi  dama, 
lo  mismo  que  en  la  edad  caballeresca. 


¡A  meditar  de  pie!  Por  las  colinas 
vagando  ó  ascendiendo  la  montaña, 
pensar  al  mismo  tiempo  que  caminas. 

Si  marchas,  el   progreso   te   acompaña; 
si  te  detienes,  quedas  atrasado, 
y  el  muerto  mar  tu  inteligencia  baña. 

Poeta,  y  poeta  trascendental  como  Olegario  Andrade.  como 
Carlos  Guido,  como  Rafael  Obligado,  como  Ricardo  Gutiérrez, 
como  Palacio  (Almafuerte),  como  Lugones,  como  Leopoldo  Díaz 
y  como  Martín  García  Mérou,  es,  sin  duda,  el  autor  de  los, 
por  muchos  conceptos,  admirables  cantos  á  Giordano  Bruno 
y  Dante  Alighieri,  que  de  paso  sea  dicho,  son,  en  la  forma, 
las  más  cuidadas  y  correctas  de  las  poesías  de  Alberto.  jEsos 
son  versos!  ¡Eso  es  poesía!  ¡Así  se  escribe!— diría  yo  á  mis 
discípulos  si  tuviera  competencia  para  catedrático  de  litera- 
tura En  esos  dos  cantos  ha  transparentado  el  poeta  sus  idea- 
les políticos,  sociales  y  religiosos.  En  nuestra  joven  América, 
el  poeta  está  obligado  á  ser,  ante  todo,  el  cantor  de  la  libertad 
y  del  derecho.  Aunque  pague  tributo  al  amor  y  al  ensueño, 
aunque  se  pierda  en  las  áureas  nebulosidades  del  infinito,  su 
objetivo  de  combate  ha  de  ser  estigmatizar  toda  tiranía  y  todo 
abuso.  Otra  poesía  es  dublé  y  piedras  falsas,  y  no  riquísima 
joya  del  espíritu:  es,  como  dijo  un  crítico,  imitar  en  migajón 
de  pan  los  mármoles  y  bronces  de  los  grandes  escultores. 


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428  RICARDO    PALMA 


A  Juan  Zorrilla  de  San  Martín. 


Mi  querido  poeta  y  amigo: 

Fiebre  epidémica  hay  ahora,  en  mi  tierra,  por  escribir  y  pu- 
blicar cartas  políticas.  Todos  politiquean,  así  el  sacristán  como 
el  monago,  y  cada  cual  arrima  el  ascua  á  su  sardina. 

Yo,  que  ni  quito  ni  pongo  rey,  ni  entro  ni  salgo  en  sanhe- 
drín  de  candidaturas,  y  que  presencio  la  algarada  politiquera 
tranquilamente  arrellanado  en  mi  poltrona,  sin  inquietarme  por 
tirios  ni  troyanos,  moros  ni  cristianos,  gutibambas  ni  muzife- 
rrenas,  siéntome  hoy  también  atacado  de  la  influenza  episto- 
tolar;  sólo  que  mientras  la  mayoría  de  escritores  mis  paisa- 
nos esgrime  la  péñola  sobre  eleccionario  asunto,  á  mí  antó- 
jaseme  discurrir,  y  disparatar  acaso,  en  la  tranquila  región 
de  las  letras. 

Manténgame  Dios  la  devoción. 

Confieso  á  usted  ingenuamente  que  nada  es  tan  satisfactorio 
para  mi  espíritu  como  leer  producción  literaria  de  americano 
autor,  y  encontrar  en  ella  asidero  para  concienzudo  y  entu- 
siasta aplauso.  No  soy  de  los  que  se  afligen  ante  el  espectácu- 
lo de  la  gloria  ajena,  y  nunca  dejo  de  quemar  mi  granito  de  in- 
ciensa á  talentos  que,  como  el  de  usted,  saben  y  alcanzan  á 
imponerse  á  la  admiración  de  los  que  merodeamos  en  el  ex- 
tenso, si  bien  con  frecuencia  ingrato,  campo  de  las  letras.  Y 
créame  usted  que  mi  americanismo  se  siente  engreído  y  hasta 
orgulloso,  cuando  encuentro  en  la  prensa  española,  que  emi- 
nencias como  Castelar,  Emilia  Pardo  Bazán  y  don  Juan  Va- 
lera  coinciden  conmigo  en  el  elogio. 

A  Juan  Montalvo,  egregio  prosador,  gran  artista  de  la  pa- 
labra, diestro  en  utilizar  los  primores  de  la  lengua,  cervan- 
tesco hasta  cuando  abusa  del  arcaísmo,  lo  calificaba  yo,  há 
quince  años,  de  ser  el  más  correcto  y  castizo  de  los  escritores 
de  nuestro  siglo.  La  Pardo  Bazán,  esa  portentosa  literata  ma- 
ravilla de  su  sexo,  vino  recientemente  á  robustecer  mi  juicio. 
—Tendrá  hoy  España  (dice  la  ilustre  hija  de  Galicia)  hasta 


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cachivachería  429 

seis  escritores  que  igualen  á  Montalvo  en  el  conocimienta  y 
manejo  del  idioma;  pero  ninguno  que  lo  aventaje.— Y  Caste- 
lar,  según  la  feliz  expresión  de  un  crítico  distinguido,  (1)  se 
arroja  en  brazos  de  Montalvo  como  si  viera  en  él  á  Cervantes 
resucitado. 

Cuando  comparo  entre  los  historiadores  contemporáneos  á 
Ferrer  del  Río,  por  ejemplo,  historiador  de  Carlos  IV,  alam- 
bicado en  la  frase,  de  un  purismo  amanerado,  y  con  criterio 
propenso  siempre  á  apreciaciones  inexactas,  con  don  Bartolomé 
Mitre,  historiador  de  San  Martín  y  de  los  magnos  días  de  lu- 
cha por  la  autonomía  de  un  mundo,  con  su  estilo  llano  y  ele- 
gente,  con  su  envidiable  tino  para  compulsar  documentos  sa- 
cando de  ellos  el  jugo  animador  de  la  narración,  y  con  su 
ningún  apasionamiento  para  deducir  lo  que  se  entiende  por 
filosofía  de  la  historia,  siéntome  como  hijo  de  esta  gran  patria 
americana,  íntimamente  satisfecho  y  gozoso. 

Cuando  leo  poetas  como  Eduardo  de  la  Barra,  Rubén  Da- 
río, Guillermo  Prieto,  Rafael  Pombo  ó  Rafael  Obligado,  poetas 
con  fisonomía  propia,  digámoslo  así,  se  fortifica  mi  fe  en  que 
el  dominio  del  porvenir  literario  está  reservado  para  nuestra 
joven  América.  Y  note  usted  que,  estudiosamente,  no  nom- 
bro á  ningún  poeta  compatriota  mío,  para  que  no  pueda  de- 
cirse que  sentimientos  de  nacionalismo  ó  de  personal  cariño 
me  hacen  tratar  con  predilección  la  fruta  del  cercado  propio. 
Aleccionádome  han  los  conceptos  con  que  mi  erudito  amigo 
el  académico  don  Vicente  Barrantes,  en  la  España  Moderna^  ava- 
lora mi  entusiasmo  por  las  que,  en  mis  Confidencias  de  bohemio^ 
llamé  admirables  quintillas  del  malogrado  vate  peruano  Adol- 
fo García.— Quand  méme,  siendo  sigue,  para  mí.  García  un  poeta 
de  estro  arrebatador. 

El  poema  de  usted  que  he  leído  con  cordial  deleite,  vi^ene 
á  poner  de  nuevo  sobre  el  tapete  de  la  discusión  el  eterno 
tema  del  americanismo  en  literatura.  Con  lengua,  religión,  cos- 
tumbres y  hasta  instituciones  genuinamente  españolas,  con  ur- 
dimbre que  no  es  de  nuestra  propiedad  exclusiva,  mal  po- 
demos aspirai  á  una  originalidad  absoluta.  Pero  si  por  ame- 
ricanismo en  literatura  queremos  significar  lo  especial  del  co- 
tí)   Raíael  M.  Merchán. 


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430  RICARDO    PALMA 

lorido  para  pintar  fielmente  la  exuberancia  vital  de  nuestra 
naluralezi»,  que  en  poco  ó  en  nada  se  asemeja  á  la  de  los 
viejos  pueblos  europeos  y  asiáticos;  las  aspiraciones  de  razas 
y  sociedades  nacientes,  y  las  idealidades,  no  diré  si  patrióti- 
cas ó  patrioteras,  que  nuestra  condición  democrática  encarna, 
el  problema  queda  resuelto,  y  á  usted  corresponde  parte  jen 
la  solución. 

Desde  este  punto  de  visla,  la  Araucana  de  Ercilla,  O  Guesa 
errante  de  Souza  Andrade  y  Tabaré,  son  los  poemas  que,  en 
mi  concepto,  satisfacen  más  cumplidamente  el  ideal  del  ame- 
ricanismo literario.  Ercilla  no  escribió  como  español,  sino  como 
araucano,  ha  dicho  Rafael  Merchán.  Su  pluma  no  interpretó 
la  arrogancia  y  despotismo  del  conquistador  castellano,  sino 
el  orgullo  y  virilidad,  los  dolores  y  las  esperanzas  de  las  tri- 
bus conquistadas.  Sintió  y  se  expresó,  como  siente  y  se  ex- 
presa el  vencido. 

La  modestia  de  usted  no  le  ha  permitido  reconocer  que, 
en  las  páginas  de  Tabaré,  palpitan  y  se  respiran  las  auras  uru- 
guayas, que  los  árboles,  rumores,  alboradas  y  siestas  que  us- 
ted describe,  son  propios  de  la  región  que  habitaran  el  guaraní 
y  el   charrúa, 

héroes  sin  redención  y  sin    historia, 
sin  tiunbas  y  sin  lágrimas; 

que  el  ave  que  canta,  y  la  enredadera  que  trepa,  y  la  loma 
que  se  arropa  en  su  neblina,  y  la  estrella  que  tiembla  en  su  luz. 
tal  como  usted  nos  las  presenta  en  versos  ricos  de  perfume 
poético  y  de  armonía  eólica,  no  son  sino  copias  al  natural 
de  accidentes,  en  el  gran  cuadro  de  la  vida  salvaje  y  primi- 
tiva de  una  nacionalidad  americana. 

Pincel  de  eximio  paisajista,  que  no  galana  pluma  de  escritor, 
ha  empleado  usted  en  las  descripciones.  Tiene  razón  mi  exc<e- 
lenle  amigo  don  Juan  Valera  cuando,  al  juzgar  á  usted  como 
poeta,  lo  califica  de  muy  original,  y  sobre  todo,  de  muy  ame- 
ricano, sin  dejar  por  eso  de  ser  muy  español. 

En  cuanto  al  argumento  de  su  libro  y  á  Tabaré,  el  prota- 
gonista del  poema,  el  charrúa  de  ojos  azules,  trait  d' unión  en- 


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cachivachería  431 

tre  dos  razas,  dice  usted  muj'  áticamente,  y  dice  bien:  que 
las  historias  de  los  poetas  son  á  veces  más  historia  que  la 
de  los  historiadores  graves:  los  criterios  se  imponen,  es  cierto, 
á  la  humanidad;  pero  la  inspiración  se  impone  á  los  criterios, 
y  vaya  lo  uno  por  lo  otro. 

No  es  una  crítica,  sino  ima  opinión,  la  que  voy  á  expre- 
sarle. Quien  como  usted  versifica  tan  gallardamente;  poeta  para 
quien  la  rima,  asonante  ó  consonante,  no  es  tirana  despótica 
sino  vasalla  humilde,  ¿por  qué  ha  escrito  en  un  metro  inva- 
riable y  monótono,  hasta  cierto  punto,  dada  la  extensión  del 
poema  ? 

No  es  que  yo  desdeñe,  por  completo,  la  forma  por  usted  adop- 
tada: lejos  de  eso,  la  aplaudo  y  encuentro  apropiada  en  varios 
de  los  cantos.  Pero  tiene  usted  en  el  poema  escrcnas  descripti- 
vas que  habrían  ganado  no  poco  en  soltura  y  naturalidad,  em- 
pleando el  octosílabo.  El  diálogo  de  los  soldados,  por  ejemplo, 
en  el  canto  segimdo,  carece  de  animación  y  ligereza  enqerrado 
en  la  cárcel  majestuosa  de  los  endecasílabos  y  eptasílabos.  Es 
probable  que  esta  opinión  mía  sea  desacertada  (cuestión  de 
estética  y  de  gusto)  y  por  lo  tanto,  le  repito,  que  no  eslime  mis 
palabras  como  crítica. 

Mi  viejo  camarada  Guillermo  Prielo,  el  infatigable  decano 
de  los  poetas  de  la  América  latina  que,  á  los  setenta  años 
conserva  aún  en  el  alma  la  frescura  de  sus  juveniles  tiempos, 
ha  dicho,  á  propósito  de  Tabaré,  que  en  este  poema  no  deben 
señalarse  incorrecciones  ni  pecados  contra  Horacio  ni  Ilermo- 
silla.  Los  policías  literarios,  sea  cual  fuere  su  mérito,  no  son 
ni  los  amigos  ni  los  proceres  de  las  letras. 

Sintetizando  mi  juicio,  que  ya  es  tiempK)  de  poner  remate  á 
esta  desaliñada  carta,  diré  á  usted,  con  su  ilustre  crítico  de 
México,  que  Tabaré^  me  ha  encantado:  porque  es  im  poema  tí- 
pico, lleno  de  grandeza,  de  ternura  y  de  verdad. 

Mil  cordialidades.  Muy  de  usted  amigo  afectísimo. 


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432  RICARDO    PALMA 


A  Marietta  de  Veintemilla. 


Queridísima  amiga: 

Me  ha  honrado  usted  con  el  obsequio  de  un  ejemplar  de  su 
libro  Faginas  del  Ecuador^  y  manifestádome  deseo  de  conocer 
mi  juicio  sobre  su  producción  literaria,  deseo  que  complacido 
satisfago,  no  por  galantería  de  hombre  social  para  con  la  be- 
lleza, sino  por  el  entusiasta  cariño  que  á  la  inteligente  é  ilus- 
trada amiga  profeso.  Perdone  usted,  pues,  que  con  mi  habitual 
llaneza  exprese  en  esta  carta  las  variadas  impresiones  que  la 
lectura  de  su  libro  ha  despertado  en  mi  espíritu. 

Líbreme  Dios  de  entrar  en  el  campo  de  apreciaciones  his- 
tóricas y  políticas  sobre  un  país  cuyos  sucesos  contemporáneos 
conozco  sólo  en  síntesis  general,  y  no  con  amplitud  de  por- 
menores. Aparta  lo  resbaladizo  del  terreno,  tengo  para  mí  que 
los  contemporáneos  somos  siempre  malos  juzgadores,  por  mu- 
chos que  sean  los  alardes  de  imparcialidad  y  buena  fe  que 
ostentemos. 

Ha  escrito  usted,  Marietta  amiga,  un  verdadero  libro  de  par- 
tido y  de  polémica.  Ha  hecho  usted  de  la  pasión  política  su 
musa  inspiradora,  y  armada  de  todas  armas  se  lanza,  íunazo- 
na  sin  miedo  y  sin  mancilla,  en  el  ardoroso  palenque,  hiriendo 
sin  compasión  á  los  enemigos  de  su  causa.  Yo  no  diré,  repito, 
si  tiene  usted  ó  no  tiene  razón;  si  son  ó  no  veraces  ó  apasiona- 
dos sus  juicios  sobre  hombres  públicos  y  acontecimientos  re- 
volucionarios de  su  patria.  En  su  libro  no  quiero  ver  más 
que  la  obra  de  arte,  y  estimarlo  sólo  por  su  lado  literario,  des- 
deñando la  urdimbre  ó  material  sobre  que  ha  escrito. 

La  aspiración  natural  de  todo  el  que  maneja  una  pluma 
es  la  de  imponerse  al  lector,  obligándolo  á  que,  una  vez  prin- 
cipiada la  lectura,  no  deje  el  libro  de  la  mano  y  sienta  avidez 
por  llegar  al  término.  De  mí  sé  decir  que  he  devorado  con 
deleito  las  Faginas  del  Ecuador.  El  estilo  de  usted  es  claro  y 
elegante,  y  narra  usted  los  hechos  con  lógica  y  con  encanta- 


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cachivachería  433 

dora  sobriedad,  sin  que  la  sobriedad  perjudique  en  lo  menor 
á  la  animación  del  relato.  ¿Por  qué  no  decirlo  también?  En 
lo  porvenir,  el  libro  de  usted  será  de  provechosa  consulta 
paiM  los  cultivadores  de  la  Historia  americana,  lo  que  no  quita 
que,  en  la  actualidad,  revista  los  caracteres  todos  de  libro  apa- 
sionado. 

Cuando  exhibe  usted  el  retrato  moral  de  algunos  de  los 
personajes  culminantes  en  su  obra,  paréceme  estar  leyendo 
páginas  dictadas  por  Tácito  ó  *Gervinus.  La  personalidad  de 
García  Moreno,  por  ejemplo,  personalidad  universalmente  dis- 
cutidci,  para  quien  sus  admiradores  reclaman  de  Roma  hasta 
la  santidad  que  se  reverencia  en  los  altares,  y  quien  es  trata- 
do 'por  los  que  no  lo  amaron,  en  vida  ni  en  muerte,  como  uno 
de  esos  monstruos  que  envilecen  á  la  especie  humana,  nué- 
rcce  do  usted  frases  que,  á  pesar  de  todo,  subliman  al  hom- 
bre, así  en  el  mal  como  en  el  bien.  Para  usted  García  Moreno 
se  destaca^  en  la  vida  política  del  Ecuador,  como  una  eminen- 
cia asontadí»  entre  el  fango  de  la  hipocresía,  pero  bañada  con 
los  resplandores  del  genio.  «Mezcla  absurda  de  Catón  y  de 
»Calígula  (dice  usted),  extraño  ingerto  de  las  virtudes  romanas 
i^con  las  prostituciones  helénicas;  amante  ciego  de  la  civiliza- 
»ción  en  negro  concubinato  con  la  barbarie;  serio,  económico 
»y  desprendido,  no  manchó  sus  manos  con  los  dineros  de  la 
» nación  No  hay  bestia  más  limpia  ni  que  conserve  su  piel 
)>más  lustrosa  que  el  tigre.»— Si  el  retrato  que  usted  pinta  con  tan 
vivo  colorido  es  copia  fiel,  como  á  mí  me  parece,  enorgulléz- 
case de  él  la  literata.  Esas  son  plumadas  magistrales. 

Llámame  también  la  atención  en  el  libro  de  usted  el  que,  apar- 
tándose de  las  preocupaciones  propias  de  su  sexo,  no  abrigue, 
en  punto  á  creencias  religiosas,  la  fe  del  carbonero,  exhibién- 
dose, no  como  creyente  ciega,  sino  como  racionalista  osada. 

Hoy  que  en  Colombia,  Ecuador  y  hasta  en  el  Perú,  hay 
reacción  favorable  al  fanatismo  y  adversa  á  la  libertad  de  con- 
ciencia, ¿se  atreve  usted  á  decir  las  verdades  del  barqupro 
á  los  simoniacos  de  sacristía?  ¿Aspira  usted  acaso  á  que  en 
su  patria  la  excomulguen,  ya  que  en  las  postrimerías  del  si- 
glo XIX  las  excomuniones  andan  bobas?  También  usted,  cria- 

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434  RICARDO    PALMA 

tura  ideal  y  vaporosa,  se  convierte  en  execradora  de  las  aves 
negi'as  de  Loyola,  que  aspiran  á  establecer  sus  cuarteles  de 
invierno  en  los  pueblos  de  la  América  republicana?  Decidida- 
mente, Marietta,  hay  en,  usted  muy  varoniles  bríos,  y  quien 
no  la  conozca,  ni  por  retrato,  la  supondrá  físicamente  mujer 
robusta,  vieja,  hombruna  y  hasta  con  pelos  en  la  barba,  y 
no  la  joven  de  palidez  romántica,  de  aire  risueño  siempre, 
y  que  en  la  vida  social  tiene  todas  las  graciosas  y  espirituales 
delicadezas  de  ñifla  mimada. 

Escriba  usted,  Marietta,  se  lo  aconsejo,  que  en  su  estilo 
hay  conceptuosa  galanura  y  su  fantasía  es  rica  en  imágenes  apro- 
piadas; pero  apártese  de  la  política  militante,  amiga  mía,  que 
la  política  es  una  hoguera  en  la  que  quien  no  se  quema,  se 
tuesta.  No  me  gusta  ver  sus  alas  de  mariposa  gentil  en  vecindad 
con  el  humo  caliente  de  las  llamas. 

¡Cuánto  deploro  que  libro  tan  bien  hecho,  tan  bien  escrito 
como  el  de  usted,  sea  libro  de  combate!  Yo  la  querría  á  usted 
más  mujer  y  menos  batalladora! 

Con  afecto  de  viejo,  besa  la  linda  mano  de  usted  su  sincero 
apreciador  y  amigo. 


A  José  Santos  Chocauo. 


Mi  joven  amigo: 

Ha  tenido  usted  la  amabilidad  de  solicitar,  por  su  atenta 
carta  de  ayer,  el  juicio  que  á  este  jubilado  de  las  letras  haya 
sugerido  la  lectura  de  su  elegante  libro  AZAHARES.  Pide  us- 
ted con  tan  delicadas  formas,  que  no  hallo  manera  de  esquivar 
el  compromiso.  Va  usted,  pues,  á  sacarme  de  mis  cuarteles 
de  imierno,  obligándome  á  limpiar  el  moho  de  la  ya  casi 
abandonada  pluma. 

Literato  del  pasado,  sin  hiél  ni  resabios  en  el  alma,  sin 
desdén  por  los  que  empiezan  ni  envidia  por  los  que  terminaron 
conquistándose  renombre,  crea  usted  que  me  siento  complacido 
cuando  encuentro  motivo  para  encomio   en  las  producciones 


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CACHIVACHERÍA  435 

de  la  nueva  generación  de  escritores.  No  hago  cuestión  bata- 
llona del  modernismo  en  boga  con  sus  ramas  de  parnasianos, 
decadentes,  simbolistas,  etc.,  etc.,  por  mucho  que  el  modernis- 
mo no  sea  ángel  de  mi  coro.  Para  mí,  y  ya  en  otra  oportunidad 
lo  he  dicho,  la  mejor  estética  es  la  de  Boileau: 

Tous  les  genres  sont  bons  hora  le  genre  ennuyeux. 

Lo  de  poner  consonantes  al  fin  de  cada  renglón  es  tarea 
facilísima.   Lo  que  tiene  bemoles  es  poner  talento. 

Así,  cuando  leí  las  primeras  composiciones,  hijas  de  la  fe- 
cunda musa  de  usted,  me  dije:— En  este  alumno  de  Apolo 
hay  tela  de  poeta.  ¿Quedará  como  tantos  otros,  que  principia- 
ron prometiendo  opimos  frutos,  rezagado  á  mitad  de  camino? 
El  porvenir  dirá. 

Corriendo  breves  años,  y  há  pocas  tardes,  leí  en  un  perió- 
dico literario,  una  soberbia  poesía  titulada  El  Sermón  de  la 
Montaña,  He  ahí  un  poeta,  exclamé,  á  media  lectura,  volteando 
la  página  para  conocer  el  nombre  del  inspirado  autor.  El 
porvenir  había  hablado:  era  usted  el  poeta.  Sin  dar  tregua 
á  la  espontaneidad  del  aplauso,  envié  á  usted  ese  día  mi  felici- 
tación muy  cordial,  y  como  palabra  de  aliento  á  su  juventud. 

Tengo  para  mí  que  si  se  convocara  un  certamen  ó  concurso 
de  poetas  americanos,  bastaríale  á  usted,  para  alcanzar  la  rosa 
do  oro  en  los  juegos  florales,  concurrir  sin  otro  caudal  poé- 
tico que  su  Sermón  de  la  Montaña.  No  lime  usted  esos  versos, 
no  cambie  una  palabra  en  ellos,  no  agregue  estrofa  alguna,  no 
zurza  ni  remiende.  Deje  vivir  tan  admirable  poesía  tal  como 
brotó  de  su  espíritu  en  horas  de  felicísima  inspiración.  Los 
retoques  artísticos,  por  diestro  que  sea  el  pincel  y  por  mucho 
que  los  colores  abimden  en  la  paleta,  suelen  desmejorar  un 
cuadro. 

Y  ya  que  he  dicho  á  usted  todo  lo  que  de  bueno  sobre  su 
numen  me  retozaba  en  el  alma  decirle,  ruégole  me  tolere  lo 
que  de  agridulce  pudiera  encontrar  en  mi  opinión  sobre 
AZAHABES. 

Los  leí  anoche,  mejor  dicho,  los  devoré.  La  musa  enamo- 
rada, el  ideal  del  femenino  eterno,  rimas  que  semjejan  lluvias 
de  flores,  estrofas  que  despiden  cascadas  de  luz  ó  que  se  rp- 
J)ujan  entre  nieblas,  mucho  de  subjetivo,  de  íntimo,  de  personal. 


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43G  RICARDO    PALMA 

y  poco  Ó  nada  que  á  la  humanidad  le  interese  saber.  Tal  e^ 
mi  concepto  sobre  el  librito.  Desborda  en  él  la  poesía,  y,  ¿cómo 
no?  si  el  autor  es  poeta,  y  poeta  con  toda  la  amplitud  del  vo- 
cablo, poeta  exuberante  de  vida,  de  fuego  en  la  fantasía,  de 
frescura  en  el  sentimiento  y  que,  en  la  forma,  acierta  casi  siem- 
pre con  exquisiteces  de  expresión.  Byron  en  Grecia,  combatien- 
do por  el  derecho  y  cantando  á  la  libertad,  me  cautiva  más 
que  Byron,  cantor  de  sus  pasiones  íntimas,  individuales.  Siem- 
pre que  leo  versos  de  vale  enamoradizo,  qué  echa  á.  los  cuatro 
vientos  los  desdenes  ó  las  sonrisas  de  una  dulcinea,  me  digo: 
—¿Y  á  mí  qué  me  cuenta  usted?  Cuéntesela  á  ella.  —  Hasta 
más  arriba  de  la  coronilla  me  tienen  esos  nenes. 

Casi  apostaría  que  si  un  vate  de  esos  pregunta  á  su  ado 
rado  tormento  si  ha  soñado  con  sus  versos  amorosos,  la  chica 
^:o  vacilará  en  contestarle:— Claro  que  no,  porque  nunca  tengo 
pesadilla. 

Yo  sé  bien,  señor  Chocano,  que  hombre  que  tiene  por  oficio 
ó  afición  escribir  versos,  no  puede  libertarse  de  caer  en  ese 
ridículo .  ¡  Y  bastante  pecador  que  yo  fui  allá  en  mis  moce  - 
dades!  Por  lo  mismo  que  yo  pequé,  no  quiero  que  otros  pe- 
quen pintando  mujeres,  como  dijo  un  poeta  rancio,  con 

barba  esdrújula,  boca  seguidilla, 
nariz  romance,  cara  redondilla, 
pecho  hermoso  en  plural,  ojos  sonetos, 
y,  en  fin,  un  todo  de  los  más  perfetos. 

Por  eso  en  la  edad  de  la  experiencia  y  del  arrepentimiento, 
aconsejo,  en  cabeza  de  usted,  á  la  juventud,  que  no  malgaste 
su  talento  y  sus  horas  en  naderías  frivolas,  sino  que  america- 
nice su  estro  empleándolo  en  más  levantados  ideales^  y  que 
revistan  siquiera  novedad.  Huele  á  rancio  eso  de  estai-  siem- 
pre á  vueltas  y  tornas  con  los  labios  de  coral,  y  los  ojos  de 
gacela,  y  el  cabello  de  ébano,  y  la  frente  de  plaza  de  toros. 
Quede  todo   eso  para  poetas  chirles. 

¡El  amor!  El  amor  es  un  poema  cuyo  primer  verso  lo  escri- 
bió Dios  en  el  Paraíso  con  la  sugestión  de  la  serpiente.  Por 
millones  y  millones  de  siglos  que  la  humanidad  esté  destinada 


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cachivachería  437 

á  vivir,  nadie  alcanzará  á  formular  el  último  verso  del  poema. 
Alpha  y  Omega.  Sólo  á  EL,  que  escribió  el  primer  verso,  está 
reservado  el  verso  final. 

Los  versos  de  usted  en  AZAHARES  son  muy  bonitos,  muy 
armoniosos,  muy  ricos  en  imágenes...  pero  son  lectura  para 
damiselas  soñadoras  y  nerviosas.  A  mí  nada  me  dicen  que  no 
me  tenga  por  muy  sabido;  son  para  mí  chachara  celestial, 
música  de  organito  callejero.  ¿Que  ama  usted?  Que  sea  muy 
en  hora  buena,  como  se  lo  diría  á  cualquier  prójimo  qufe  me 
detuviera  en  plena  calle  para  comunicarme  la  nueva  de  encon- 
trarse chiflado  por  unos  ojos  negros,  azules  ó  verdes,  que  hom- 
bre enamorado  no  atina  á  diferenciar  colores.  ¿Que  es  usted 
amado?  Me  alegro  por  usted,  y  que  sea  por  muchos  años. 
¿Que  se  casa  y  apechuga  con  ese  gran  divisor  que  se  llama 
suegra?  Hombre,  ya  eso  es  grave,  muy  grave.  Sin  embargo, 
le  repetiré  lo  que  un  mi  amigo,  poeta  de  Bogotá,  dijo  á  otro 
mi  amigo,  poeta  de  Buenos  Aires,  que  le  pedía  órdenes  para 
Espafla; 

¡Oh  distinguido  vate! 

Si  en  España  se  cruza 

con  alguna  bellísima  andaluza, 

no  vaya  á  cometer  un  disparate; 

mas  si  quieren  del  Hado  los  decretos 

que  con  ella  claudique, 

cuando  lo  verifique, 

sírvase  presentarla  mis  respetos. 

Hallará  usted,  mi  joven  amigo,  mucho  de  prosaísmo  en  esta 
mi  manera  de  estimar  la  poesía,  (no  diré  si  espiritualmente 
amatoria  ó  sensualmente  erótica),  sembrada  de  besos,  como 
los  que  prodiga  usted  en  AZAHARES.  Son  besos  al  aire,  y 
sin  consecuencias.  Bese  usted  mucho  así,  mientras  Dios  lo  man- 
tenga en  estado  de  crisálida  ó  soltería. 

En  síntesis.  Prefiero  en  usted  el  poeta  objetivo,  trascend)en- 
tal,  razonador,  filosófico,  que  se  inspira  en  ideales  que  á  la 
humanidad  toda  interesan,  el  poeta  del  Sermón  de  la  Montaña, 
por  ejemplo,   deslumbrador,   varonil,   impetuoso,   al   poeta  de 


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438  RICAKDO    PALMA 

las  veleidades  y  afeminamientos  amorosos.  Soporto  á  Heine  y 
á  Becquer  por  la  singularidad  de  la  ironía,  y  porque  cantan 
amores  que  en  nada  se  parecen  á  los  de  la  comunidad  de  la 
especie  humana.  No  son  dos  plañideras,  sino  dos  leones  exacer- 
bados por  la  pasión. 

La  Verdad  y  la  quinina  se  parecen  en  que  ambas  son  amar- 
gas, pero  provechosas. 

Mil  perdones  por  mi  llaneza  un  tanto  patriarcal,  y  créame 
su  admirador  y  amigo. 


A  Julio  J.   Sandoval. 


Buenoa  Aires. 

Mi  querido  Julio:  El  libro  que,  en  capillas,  tuvo  usted  la 
amabilidad  de  enviarme,  ha  producido  en  mi  espíritu  el  mismo 
efecto  que  el  refrigerador  rocío  sobre  la  planta  próxima  á 
agostarse  por  el  calor  tropical.  Indescriptibles  recuerdos  de 
tiempos  ya  idos,  palpitan  para  mí  en  las  páginas  del  precioso 
libro,  y  por  ello  convendrá  usted  conmigo  en  que  soy  el  juez 
más  desautorizado  y  menos  competente  para  hablar  de  su  mé- 
rito literario,  con  tranquilo  é  imparcial  criterio.  Como  ([ue  yo 
mismo  tendría,  en  no  raras  ocasiones,  que  ser  tribunal  y  sujeto 
justiciable. 

Además,  el  corazón  no  es  literato,  ni  sabe  letra  de  estética: 
no  raciocina  ni  discute:  siente  y  ama...*  porque  sí...  quand  meme... 
y  ésta,  con  frecuencia  caprichosa  frase,  es  para  él  la  razón  de 
las  razones,  ante  la  cual  no  pesan  argumentos  sólidos.  Por  eso 
me  declaro  inhábil,  hasta  estúpido,  para  escribir  sobre  este 
volumen  el  prólogo  literario  que,  de  mi  buena  voluntad  por 
complacerlo,  ha  solicitado  usted. 

Pero  si  está  excusado  el  hombre  de  letras  (y  no  de  cambio, 
por  mi  mal)  de  manejar  el  escalpelo  de  la  crítica  para  aquilatar 
bellezas  que,  incuestionablemente,  las  hay  y  en  buena  cifra, 
en  el  libro  VELADAS^  nada  me  impide  llevar  la  flor  del  re- 


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cachivachería  439 

cuerdo  á  la  tumba  de  las  nobles  amigas  que,  fraternizando 
en  ideales  con  la  digna  madre  de  usted,  fueron  el  encanto 
de  aquellas  deliciosas  noches,  de  cordiales,  de  íntimas  expan- 
siones, gozadas  en  el  modesto,  á  la  vez  que  elegante,  salón  d^ 
la  ilustre  literata  argentina. 

i  Ni  cómo  olvidar  á  Cristina  Bustamante,  la  hada  gentil  de 
rizos  cabellos  y  ojos  fascinadores,  que  tan  melódicos  trinos 
arrancaba  de  su  garganta  de  iruiseñor;  á  Rosa  Mercedes  Ri- 
glos  de  Orbegoso,  la  aristocrática  dama,  cuya  pluma  nos  em- 
belesaba con  escritos  de  académica  corrección;  á  Rosa  Ortiz 
de  Cevallos,  la  magistral  pianista;  á  Victoria  Domínguez,  la 
risueña  joven,  que  cambió  en  breve  su  corona  de  azahares 
por  las  amarillentas  flores  del  sepulcro;  á  Manuelita  V.  de  Pla- 
sencia,  la  dulce  poetisa  de  las  sencillas  frases,,  corazón  de  án- 
gel encarnado  en  la  más  simpática  de  las  mujeres! 

¡  Cómo  olvidar  á  Adolfo  García,  el  poeta  de  calderoniana  en- 
tonación, sobre  quien  tan  cruelmente  pesaron  las  desventu- 
ras, ni  al  chispeante  crítico  español  don  Juan  Martínez  Viller- 
gas,  ni  al  decidor  Murciélago^  ni  á  tantos  otrosa  asiduos  con- 
currentes á  las  Veladas,  verdaderas  lides,  en  que  las  armas 
del  talento  y  del  ingenio  se  disputaban  el  lauro!  Pocos  queda- 
mos en  pie  de  aquella  pléyade  entusiasta  de  luchadores  que 
hicieron  de  las  amenas  tertulias  de  Juana  Manuela  Gorriti, 
animado  palenque  de  literarias  contiendas. 

Después...  en  el  reloj  del  tiempo  sonó  la  hora  de  los  gran- 
des infortunios  para  el  Perú...  y  á  los  días  de  pa.sión  febril 
por  las  letras,  han  sucedido  los  de  amargura  y  desaliento. 

Triste,  tristísima  cosa  es  encanecer  y  vivir  de  recuerdos  do- 
lorosos, que  la  memoria,  en  los  viejos,  no  es  sino  vasto  cemen- 
terio en  el  cual  las  lápidas  son  los  nombres  de  seres  que 
nos  fueron  queridos. 

Por  eso,  el  libro  que  á  la  vista  tengo  melancoliza  mi  ánimo 
con  la  tristeza  de  las  tumbas,  y  no  veo  ni  quiero  ver  en  él 
más  que  la  corona  de  siemprevivas  funerarias,  que  el  cariño 
de  usted  y  el  de  Juana  Manuela  colocan  sobre  la  losa  de  los 
muertos,  pero  no  olvidados  amigos  y  compañeros  de  labor  li- 
teraria. 

Muy  cordialmente  de  usted   afectísimo   amigo. 


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440  \  BIGARDO    PALMA 


A  Rafael  Altamira. 


Universidad   de    Oviedo. 
(España) 

Mi  buen  amigo:  Al  fin  recibí  ejemplar  del  drama  realista 
y  sensacional  que  tanto  ha  alborotado  en  la  patria  de  usted. 
¿Quiere  usted  conocer  mi  modesto  juicio?  Pues  ahí  va  sin  más 
preámbulos,  á  riesgo  de  que  me  salga  usted  después  con  lo 
de  que  al  colchón  le  falta  lana.  Contentaríame  con  que  esta  mi 
carta  fuese  para  su  criterio 

como  la  hija  de  María  Ignacia, 
que,  de  puro  fea,  caía  en  gracia. 

Me  explico  los  arrebatos  entusiastas  del  éxito.  Don  Benito 
Pérez  Galdós  tuvo  el  talento  y  la  fortuna  de  acertar  con  el 
momento  sociológico  para  el  estreno  de  Electra.  Recrudecida 
con  el  secuestro  de  una  joven,  en  un  monasterio  de  Madrid, 
la  lucha  contra  la  reacción  ultramontana  y  contra  los  jesuí- 
tas, el  drama  tenía  que  producir  el  efecto  de  una  granada 
de  lydita  que  hace  explosión. 

Juicios  diversos  sobre  el  merecimiento  literario  de  Electra 
habían  llegado  hasta  mí  antes  de  la  lectura.  Para  unos,  sin 
desconocer  lo  correcto  é  intencionado  del  diálogo,  que  pluma 
de  maestro  es  la  que  entinta  Galdós,  resultan  largos,  pesados 
y  hasta  soporíferos  los  dos  primeros  actos.  Para  otros,  huelga 
en  el  drama  un  i>ersonaje,  Cuestas,  que  reclama  su  partija 
de  paternidad  en  la  joven,  que  no  extrema  oposición  al  monjío, 
siquiera  para  contrastar  con  la  tenaz  insistencia  y  mojigate- 
ría do  Pantoja,  y,  que  por  fin,  exclama:— Ahí  queda  eso.—Y 
hace  la  morisqueta  del  camero  muriéndose  rei>entinamente, 
previo  testamento  en  el  que  deja  á  la  chica  por  heredek-a  de  sus 
bienes.  Para  no  pocos,  la  Electra  de  los  dos  primeros  actos  es 
una  muchacha  más  ó  menos  extravagante,  con  vistas  al  his- 
terismo, pues  ya  en  el  tercer  acto,  es  decir,  en  horas,  cambia 


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CACHIVACHERÍA  441 

por  completo  la  niña  traviesa  y,  en  el  laboratorio  de  Máximo, 
exhala  multo  adore  di  femúia  que  dicen  los  italianos.  Yo  no 
entro  ni  salgo  en  estas  ni  otras  críticas.  Para  mí  el  gran  lunar 
de  Electra  está  en  el  desenlace,  que  estimo  de  lo  más  absurdo 
é  ilógico  que  á  un  escritor  de  probado  talento  pudo  ocurrírsele. 
Yo  creía,  antes  de  leer  Electra^  ser,  en  literatura,  como  un  co- 
ronel de  mi  tierra  á  quien  le  preguntó  una  buena  moza,  dis- 
cípula  de  piano  de  mi  contemporáneo  y  camarada  el  maestro 
Cadenas,  si  le  gustaba  la  música,  y  él  la  contestó:— 'Señorita, 
toque  usted  sin  recelo,  que  un  veterano  como  yo  no  se  asusta 
de  nada.— Pues,  amigo  Altamira,  la  última  escena  del  drama 
me  hizo  dar  diente  con  diente  de  puro  susto.  La  verdad  es 
que  me  pilló  el  parto  sin  alhucema,  que  es  como  decir  á  usted 
que  no  estaba  en  mis  libros  ni  sospechaba  posible  ese  desenla- 
ce. No  cabe  en  mí  dudar  de  que  faltóle  esfuerzo  al  autor  para 
crear  un  desenlace  que  cupiese  en  la  esftera  de  la  vida  social, 
de  lo  humano,  de  la  actualidad,  de  lo  posible,  y  recurrió  á 
lo  sobrenatural,  al  milagro,  á  la  aparición  de  una  ánima  ben- 
dita del  Purgatorio.  Quizá  se  dijo  el  señor  Galdós: 
Si  algunas  veces  dormitaba  Homero, 
¿por  qué  yo  no  he  de  echar  un  sueño  enlero? 

Pasaron,  y  sin  duda  para  nunca  volver,  los  tiempos  en  que 
venían  espíritus  del  otro  mundo  á  arreglar  en  éste  asuntillos 
que  dejaran  pendientes  al  emprender  el  viaj.e!  eterno.  Al  ver 
la  última  escena,  eché  de  menos  la  fórmula  de  cajón  ó  de  ru- 
tina que  usaron,  en  clías  ya  remotos,  nuestras  abuelas,  para 
hacer  charlar  hasta  por  los  cotíos  á  las  penas  6  difuntos  impalpa- 
bles que  diz  que  se  les  aparecían  á  media  noche:— Anima  ben- 
dita, en  nombre  de  Dios  te  ruego  que  me  digas  lo  que  se 
te  ha  perdido  en  mi  casa.— Después  de  tal  súplica,  el  espíritu 
del  otro  mundo  no  se  hacía  el  remolón,  y  se  espontaneaba 
y  desembuchaba  el   entripado. 

El  ánima  de  la  madre  de  Electra  (la  cual  madre  fué  so- 
bre la  tierra  una  madamita  gran  devota  de  Venus,  y  hembra  de 
mucho  cascabel  y  mucho  escándalo)  para  sacar  á  su  hija  de 
atrenzos  (y  al  autor  también)  emprende  viaje  desde  el  otro  ba- 
iTío,  no  en  tortuga-coche,  sino  en  tren  rápido,  se  le  aparece 
á  la  jovenzuela  y  la  dice:— Déjate  de  pensar  en  monjío,  y  no 


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442  KICARDO   PALMA 

seas  Cándida,  niflita.  Puedes  sin  escrúpulo  casarte  con  Máximo, 
que  no  es  tu  hermano,  ni  por  la  sábana  de  arriba,  ni  por 
la  sábana  de  abajo.  Yo  te  lo  aseguro,  y  súfkit.—Elecira.  se 
echa  entonces  en  brazos  del  novio;  exclama  éste,  por  vía  de 
mor 2ile]Si :— Besurrexit ;  cae  el  telón,.,  y  á  multiplicar  se  ha  dicho. 

¿Puede  ser  bello  un  desenlace  tan  rebuscado,  tan  exótico, 
tan  inverosímil,  tan  falso,  en  los  días  que  vivimos?  ¡Ahí  ¡Pa- 
dre y  maestro  Boileau!  ¿por  qué  cuando  Galdós  escribía  esa 
escena,  tu  espíritu  no  murmuró  á  su  oído  aquel  tu  precepto 
inmortal: — Bien  n'est  beau  que  le  vraie? 

(,A  qué  buscar  belleza  en  la  mentira, 
si  en  campo  de  verdad  crece  espontánea? 
ha  escrito  un  i>oeta  catalán,  amigóte  de  usted  y  también  mío, 
Melchor  de  Palau,  como  si  hubiera  presentido  á  Eleclra. 

Y  no  se  arguya  que  el  recurso  empleado  por  Galdós  'que 
debe  de  tener  aficiones  espiritistas)  lo  ha  usado,  entre  otras 
eminencias  de  las  letras,  el  gran  Shakes¡>eare ;  y  que  el  inol- 
vidable Zorrilla  llevó  también  á  la  escena  la  sombra  de  doña 
Inés,  en  su  Don  Juan  Tenorio;  mas  tuvo  el  buen  sentido  de 
bautizar  su  drama  con  el  calificativo  de  drama  fantástico,  y 
bien  se  sabe  que  en  el  terreno  de  la  fantasía  y  dfc  la  leyenda 
rancia,  caben  los  milagros  y  todas  las  ánimas  benditas  del  Pur- 
gatorio, y  hasta  las  del  Limbo.  Pero  exhibirlas  en  el  drama 
social,  íntimo,  contemporáneo,  en  que  campean  tipos,  costum- 
bres y  hasta  personas  que  nos  son  más  conocidas  y  familia- 
res que  el  agujero  de  la  oreja...  vamos,  eso  es,  en  un  hombne 
de  reconocido  ingenio,  aberración  que  no  alcanzo  á  explicarme. 

Si  Electro^  <;omo  ideal  del  autor,  es  un  arma  de  combate 
contra  los  abusivos  avances  de  la  clerecía  jesuítica,  contra  el 
fanatismo  y  contra  la  superstición,  mal  se  comprende  que,  como 
regalado  manjar  contra  la  última,  se  le  ofrezca  al  espectador 
una  supersticiosa  aparición.  Las  apariciones,  como  los  milagros, 
en  el  siglo  xx,  están  mandadas  recoger  por  la  policía. 

Francamente,  amigo  don  Rafael,  y  sintetizando  mi  opinión, 
concluyo  diciendo  á  usled  que  Electra  me  ha  parecido  poquita 
cosa  para  el  exitazo  que  ha  alcanzado. 

Sabe  usted  que  soy  muy  suyo  admirador  y  amigo  que  le 
besa  la  mano. 


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CACHIVACHERÍA  443 


A  Julio  Hernández. 


Aunque  no  está  el  alcocer  para  zamponas  ni  la  madena 
para  hacer  cucharas,  pues  todas  las  potencias  de  mi  alma  se 
hallan  absor.idas  por  la  descifración  y  comentario  de  rancio 
manuscrito,  de  carácter  histórico  y  literario,  no  debo,  á  fuer 
de  cortés,  dejar  sin  respuesta,  siquiera  sea  ella  rapidísima, 
la  fina  esquela  que  usted  me  dirige  en  El  País  del  sábado  úl- 
timo. 

Empezaré  por  el  principio,  y  el  principio  es  dejar  establecida 
la  significación  y  origen  de  la  palabra  levantisco. 

De  saber  nuevas 
non  vos  enredes, 
que  hacerse  han  viejas 
y  las  sabredes. 

Entiendo  que  en  las  guerras  sustentadas  por  Carlos  I  de 
España,  fueron  enrolados,  así  en  los  tercios  militares  como  en 
la  flota,  muchos  naturales  de  Levante,  ó  sea  de  los  pueblos 
que  caen  á  la  parte  oriental  del  Mediterráneo.  Eran  esos  hom- 
bres refractarios  á  la  rigidez  de  la  disciplina  en  (¡uarteles  y 
naos,  y,  por  ende,  promovían  no  pocas  turbulencias,  haciéndose 
merecedores  de  rigurosos  castigos.  Vino  de  aquí  el  bautizar 
á  los  levantinos  con  el  mote  de  levantiscos^  y  i>or  generalización 
se  llamó  y^  llama  levantisco  al  sujeto  de  ánimo  alborotador, 
quisquilloso  y  tumultuario. 

Levantinos  venidos  á  América,  en  el  primer  siglo  del  descu- 
brimiento y  conquista,  apenas  si  los  hubo;  pero  lo  que  es  levan- 
tiscos, amotinadores  de  buena  y  legítima  cepa  española,  vaya 
si  abundaron.  Que  los  descendientes  de  ellos,  en  América,  seamos 
también  por  excelencia  levantiscos,  cualidades  (y  no  del  caso  de- 
cir si  buena  ó  mala)  que  traemos  en  la  masa  de  la  sangre.  Si 
bien  se  hace  la  cuenta,  los  peruanos  por  ejemplo,  resultaríamos 
á  motín  por  barba.  Siempre  estamos  listos  para  el  barullo.  Des- 


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444  BIGARDO    PALMA 

prevenidos  nos  cogerá  un  terremoto;  pero  un  bochinche...  ¡cuán- 
do! Siempre  nos  encuentra  apercibidos. 

Y  basta.  No  diga  usted  que  busco  pan  de  trastrigo. 

Para  hacer  pendant  con  él  relato  que  usted  reproduce  del 
levantisco  de  Belmonte  Bermúdez,  vea  lo  que  de  otros  dos  le- 
vantiscos refiere  un  historiador:— «Cuéntase  del  segundo  virrey 
del  Perú,  don  Antonio  de  Mendoza,  marqués  de  Mondéjar,  que 
í  gobernó  desde  Septiembre  de  1551  hasta  Julio  de  1552  en  que 
>  falleció,   que  habiendo   un   capitán   acusado  á  dos   españoles 
^de  levantiscos^  por  vivir  entre  indios,  alimentándose  de  la  caza  y 
elaborando  pólvora,  dijo  el  virrey:— Esos  delitos  merecen  más 
í  bien  gratificación  que  castigo ;  porque  vivir  dos  españoles  entre 
'indios  y  hacer  i>ólvora  para  comer  de  lo  que  con  sus  arcabuces 
matan,  no  sé  qué  delito  sea,  sino  mucha  virtud  y  ejemplo  dig- 
no de  imitarse.  Id  con  Dios,  y  que  nadie  me  venga  otro  día 
con  semejantes  chismes,  que  no  gusto  de  oirlos.» 

Ya  ve  usted,  mi  don  Julio,  que  si  en  1605  un  levantisco  pagó 
con  la  pelleja  el  pecado  de  elaborar  pólvora,  viviendo  entre 
indios,  ese  mismo  i>ecado,  medio  siglo  antes,  había  merecido 
loa  de  un  virrey,  y  hasta  absolución  plenaria. 

Y  no  va  más  adelante  todo  lo  que  sobre  levantiscos  de  antaño 
he  alcanzado  á  saber;  que,  en  cuanto  á  los  de  hogaño,  tela,  y 
no  escasa,  tendría  en  que  ocupar  las  tijeras.  Pero  yo,  de  mío 
soy  ya  pacífico,  tengo  la  pólvora  mojada  y  no  quiero  camorra 
ni  con  mi  vecino  el  campanero  de  San  Pedro,  que  bastante 
me  mortifica  en  ocasiones. 

Perdone  usted  la  cortedad,  y  créame  su  atento  servidor  que 
le  besa  la  mano. 


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CACHIVACHERÍA  445 


A  Pastor  S.  Obligado . 

Biie?ios  Aires. 


Yíi  ha  llovido,  y  recio,  mi  querido  don  Pastor,  desde  la 
época  en  que  amigablemente  departíamos  en  Lima,  y  en  que  yo 
barruntaba  en  usted  algo  así  como  tendencia  á  dejarse  soli- 
viantai'  por  el  demonio  de  la  Tradición,  demonio  que  ya  de  mí 
se  había  adueñado,  y  que  me  hacía  dar  ripio  á  la  mano,  bo- 
rroneando cuartillas  de  papel. 

Eso  de  comer  pan  de  trastrigo,  ó  de  meterse  uno  donde 
no  lo  llaman  ni  han  menester,  por  sólo  el  gusto  de  averiguar 
vidas  y  cosas  de  difuntos,  es  vicio  á  que  todos  los  humanos 
pagamos  obligado  tributo  y  del  que,  por  más  enaltecer  su  ape- 
llido, se  ha  hecho  usted  reo  convicto  y  confeso,  dando  á  la 
estampa  los  tres  volúmenes  de  Tradiciones  que,  al  alcance  de 
mis  ojos,  tengo  hoy  sobre  mi  mesa  de  trabajo. 

Aunque  en  materia  de  bella  literatura  me  he  llamado  al 
goce  de  jubilación,  y  en  esto  de  tradicionar  (páseme  el  verbo 
soy  ya  como  el  herrero  aquel  á  quien  machacando  se  le  olvidó 
el  oficio,  los  libros  de  usted  han  conseguido  que  se  me  suba 
San  Telmo  á  la  gavia  y,  como  no  soy  río,  atrás  me  vuelvo  en 
mi  propósito  de  cesantía,  y  ahí  va,  como  dice  la  leyenda  del 
caballo  de  copas,  ésta  mi  carta,  quje,  á  guisa  de  prólogo,  estimare 
á  usted  publique  cuando  le  venga  en  gana  echar  á  correr  corles 
un  cuarto  tomo,  que  de  buena  tinta  sé  está  usted  condimentando 
y  puliendo.  Por  lo  menos,  así  ha  teniílo  la  amable  indiscreción 
de  noticiármelo  mi  buen  camarada  el  doctor  Ángel  Justiniano 
Carranza. 

Cuenta  el  entretenido  Padre  Isla,  de  un  loco  más  flaco  y  es- 
piritado que  el  espíritu  de  la  golosina,  que  andaba  por  las  calles 
de  Sevilla,  gritando : 

—«La  persona  que  quiera  saber  cómo  se  cala  un  melón, 
acuda  por  la  respuesta  al  tío  Antón.» 


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440  RICARDO    PALMA 

Rodeábanlo  los  curiosos,  hacíanle  la  pregunta,  y  el  loco  con- 
testaba: 

—«¿Conque  se  empeñan  ustedes,  señores  míos,  en  saber  cómo 
se  cala  un  melón?...  Pues  un  melón  se  cala...  (y  esto  lo  decía  con 
énfasis  de  magister)  sabiendo  rezar  el  Credo». 

Háme  venido-  á  los  puntos  de  la  pluma  el  cuento  del  gracioso 
fraile,  como  pretexto  para  consignar  en  esta  carta  todo  lo  que 
sé  y  pienso,  que  es  y  debe  ser  el  género  literario,  deí  modernísima 
aclimatación  en  la  literatura  castellana,  bautizado  con  el  nombre 
de  Tradición,  género  que  es  romance  y  que  no  es  romance,  que 
es  historia  y  que  no  es  historia.  Y  seguir  apuntando  lo  que  es 
y  lo  que  no  es  la  Tradición,  sería  el  cuento  de  la  buena  pipa  ó 
de  nunca  acabar. 

Como  usted,  amigo  Pastor,  es  de  los  que  le  sacan  púa  al 
trompo  y  saben  rezar  el  Credo...  según  me  lo  comprueban 
sus  tres  notabilísimos  volúmenes,  resultando  por  ellos  un  buen 
calador  de  melones,  va  á  permitirme  hablarle  de  mis  remi- 
niscencias que  con  la  Tradición  tienen  concomitancia;  y  si  de 
esas  mis  reminiscencias  no  sacare  usted  jugo,  diga  caritativa- 
mente de  mí  lo  que  reza  un  refrán  sobre  un  tal  Diego  Moreno, 
que  habló  largo  y  menudo,  y  que  nada  dijo  de  malo  ni  de 
bueno. 

Allá  en  los  remotos  días  de  mi  juventud,  há  más  de  un 
tercio  de  siglo,  ocurrióme  pensar  que  era  hasta  obra  de  pa- 
triotismo popularizar  los  recuerdos  del  pasado,  y  que  tal  fruto 
no  podía  obtenerse  empleando  el  estilo  severo  del  historiador, 
estilo  que  hace  bostezar  á  los  indoctos.  Yo  era,  por  entonces, 
socio  activo  de  la  muy  antigua  y  acreditada  casa  de  Ocio,  Bausa 
y  Compañía;  y  esta  circunstancia  abonará  ante  usted  el  em- 
peño con  que  consagré  la  poca  ó  mucha  actividad  de  mi  cere- 
bro á  discurrir  sobre  el  tema.  Verdad  que  ello  no  era  merito- 
rio para  aficionado  á  las  letras,  á  quien,  por  esos  días,  venía 
el  tiempo  más  holgado  que  los  calzones  del  cura  de  Puquina, 
que  medían  tres  varas  de.  pretina.  El  pueblo  es  como  los  niños, 
que  tragan,  y  hasta  con  deleite,  la  pildora  plateada. 

Recordé  que,  en  la  infancia,  los  granujillas  y  mocosuelas 
de  mi  casa  y  de  la  vecindad,  nos  agrupábamos,  en  las  noches 
de   clarísima   luna,   en   torno  de   alguna  vieja,   gran   cuentista, 


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cachivachería  447 

cuentera  ó  contadora  de  cuentos,  (que  de  los  tres  modos  sabíamos 
decirlo,  sin  cuidamos  del  Diccionario,)  y  se  nos  pasaban  las 
horas  muertas  oyéndola  narrar  consejas  que,  si  ahora  las  cali- 
ficamos de  ñoñerías  sin  entripado,  á  la  chiquillería  parecie- 
ron verdades  como  el  puño,  y  con  más  intención  que  un  toro 
bravo.  Sonaban  en  un  reloj  de  cuco  las  diez  de  la  noche,  y 
los  muchachos  distábamos  mucho  de  p)estañear  embelesados 
con  cuentos  que,  aunque  la  anciana  nos  los  relatara  por  centé- 
sima vez,  para  nosotros  revestían  siempre  el  hechizo  de  lo 
nuevo.  La  infancia  es  de  suyo  desmemoriada,  y  la  vieja  sabía 
rezar  el  Credo. 

— jA  dormir,  niños!— gritaban  impacientes  las  madres  que 
en  nuestras  repúblicas  americanas  han  sido,  son  y  serán  siem- 
pre muy  madrazas;  y  la  muchachería  se  insurreccionaba  y 
había  lo  de: 

—í  Ahora  á  la  cama  te  vas. 
—Si   me   cuentan  otro   cuento. 
—Pero,  hijo,   si  ya  van  ciento... 
— jUnito   más!» 

Y  no  había  vuelta  de  hoja.  Como  la  paloma  en  los  árboles 
de  fuego,  venía  el  unito  más. 

¿Y  qué  es  el  pueblo?  El  pueblo  no  es  más  que  una  colecli- 
vidad  de  niños  grandullones. 

Resultado  de  mis  lucubraciones  sobre  la  mejor  manera  de 
popularizar  los  sucesos  históricos,  fué  la  convicción  íntima  de 
que,  más  que  al  hecho  mismo,  debía  el  escritor  dar  importancia 
á  la  forma,  que  ésta  es  el  Credo  del  tío  Antón.  La  forma  ha 
de  ser  ligera  y  regocijada  como  unas  castañuelas,  y  cuando 
un  relato  le  sepa  á  poco  al  lector,  se  habrá  conseguido  avivar 
su  curiosidad,  obligándolo  á  buscar  en  concienzudos  libros  de 
Historia  lo  poco  ó  mucho  que  anhele  conocer,  como  comple- 
mentario de  la  dedada  de  miel  que,  con  una  narración  rápida  y 
más  ó  menos  humorística,  le  diéramos  á  saborear.  El  estilo 
severo  en  una  tradición,  cuadraría  como  magnificat  en  maitüíes; 
es  decir,  que  no  vendría  á  pelo. 

Tal  fué  el  origen  de  mis  Tradiciones,  y  bien  haya  la  hora 


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448  BIGARDO    PALMA 

en  que,  impulsado  por  un  sentimiento  de  americanismo,  me 
eché  á  discurrir  sobre  la  forma,  entre  artística  y  palabrera, 
que  á  aquéllas  convenía.  Bien  haya,  repito,  la  hora  en  que 
me  vino  en  mientes  el  platear  pildoras,  y  dárselas  á  tragar 
al  pueblo,  sin  andarme  en  chupaderitos  ni  con  escriipulos  de 
monja  boba.  Algo,  y  aun  algos,  de  mentira,  y  tal  cual  dosis 
de  verdad,  por  infinitesimal  ú  homeopática  que  ella  sea,  muchí- 
simo de  esmero  y  pulimento  en  el  lenguaje,  y  cata  la  receta 
para  escribir  Tradiciones.  Tengo  conciencia  de  que  lío  he  pro- 
pinado veneno,  sino  pócima  saludable  para  ilustración  y  en- 
tretenimiento del  pueblo,  amén  de  que  es  emin-entemente  su- 
gestiva la  índole  literaria  de  esa  clase  de  escritos. 

¿No  opina  usted  como  yo,  doctor  Obligado?  Pues  dos  cuar- 
tos voy  á  mi  gallo. 

Y  de  que  no  estuve  del  todo  desacertado  en  predicar,  como 
predicando  sigo,  que  eso  y  no  más  es  la  Tradición,  y  que  su 
atractivo  y  poder  de  sugestión  sobre  el  alma  están  más  en 
la  forma  que  en  el  fondo,  dame  prueba  palmaria  la  circuns- 
tancia de  que  ese  género  literario,  por  mí  puesto  á  la  moda 
há  más  de  treinta  años,  encontró  devotos  en  todas  las  Repú- 
blicas americanas,  y  devotos  que,  como  usted,  cultivan  la  Tra- 
dición con  espiritual  humorismo  y  no  escasa  corrección  en 
la  frase.  El  suceso  aislado,  por  interesante  y  singular  que  sea, 
se  parece  á  una  joven  bonita  vestida  de  trapillo.  La  belleza 
cobra  realce  y  valimiento  con  traje  de  seda  ó  terciopelo.  Has- 
ta la  fea,  (aunque,  entre  las  cuatro  paredes  de  su  cuarto,  lo  sea 
más  que  una  excomunión)  da  gatazo  cuando  se  exhibe  vestida 
con  arte. 

Sucedo  que  muchas  veces  el  lector  encuentra  frivola  y  san- 
dia una  Tradición.  Para  mí  la  frivolidad  ó  tontería,  no  está 
en  el  asunto  mismo,  sino  en  que  al  Iradicionista  le  faltaron  in- 
genio y  arte  para  dar  interés  á  su  relato;  mejor  dicho,  se  ol- 
vidó de  rezar  el  consabido  Credo.  Es  el  caso  de  la  fea  mal  aci- 
calada y  que,  por  su  desgreño,  le  da  un  susto  mayúsculo  al 
mismo  miedo.  Quien  consagra  sus  ratos  á  borronear  Tradicio- 
nes, debe  tener  lo  que  se  llama  la  gracia  del  barbero,  gracia 
que  estriba  en  sacar  patilla  de  donde  no  hay  pelo. 

Un  escritor  meritísimo,  compatriota  de  usted,  don  Joaquín 


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CACmVAOHERU  449 

V.  González,  muy  señor  mío  y  mi  dueño,  ha  dicho  que  la 
Tradición  es  la  Historia  de  los  pueblos  que  no  tienen  Historia,  La 
frase  es  bonita,  y  nueva.  Aquí  sea  mi  hora,  si  no  es  verdad 
que,  cuando  leí  ese  concepto,  me  sentí  como  sin  faja  de  om- 
bligo, que  dice  el  refrán,  y  por  mucho  que  en  el  terreno  d^^ 
mi  consideración  literaria  tenga  al  señor  González  bajo  toldo 
y  sobre  peana,  como  reza  otro  refrán,  no  quiero  que  se  me 
moje  la  pólvora,  sin  decir  al  muy  galano  escritor  argentino, 
que  su  aforismo  no  tiene  para  mí  valor  de  tal.  Siempre  he 
reconocido  que  la  Tradición  puede  ser  una  de  las  fuentes  au- 
xiliares de  la  Historia,  pero  se  me  atraganta  lo  de  que  ella 
alcance  á  ser  la  Historia  misma.  Cuatro  siglos  cuenta  ya  la 
América  de  vida  civilizada,  y  su  Historia  está  muy  lejos  de 
basarse  en  Tradiciones.  El  historiador  tiene  en  mucho  los  do- 
cumentos, y  en  poco  ó  nada  los  decires  del  pueblo.  Hasta 
para  la  Historia  de  los  tiempos  precolombinos,  á  falta  de  es- 
critura cuneiforme,  de  geroglíficos  como  los  de  los  códices 
maya  y  mexicano,  y  de  los  quipus  peruanos,  están  los  monu- 
mentos de  piedra,  convidando  al  investigador  á  severo  estu- 
dio sobre  la  vida  y  civilización  de  pueblos,  cuyo  origen  sigue 
envuelto  en  la  noche  del  misterio.  Para  el  que  sepa  ó  alcance 
á  leer  en  la  piedra  como  en  un  documento,  no  es  la  Tradición 
la  que  le  habrá  servido  de  gran  cosa  para  reconstruir  la  His- 
toria. 

Usted  dirá  acaso  que  al  hilvanar  esta  carta  he  llevado  le- 
chuzas á  Atenas,  ó  aguas  al  mar,  hablándole  de  teorías  que 
usted  se  tiene  por  sabidas,  y  tanto,  que  las  ha  llevado  á  la 
práctica,  como  lo  prueban  sus  interesantes  libros;  y  lo  mismo 
dirá  mi  bondadoso  y  viejo  amigo  Isidoro  De  María,  autor  de 
las  Tradiciones  Uruguayas^  en  las  que  la  llaneza  del  estilo  y  lo 
conceptuoso  de  la  frase,  armonizan  sin  esfuerzo.  Pero,  amigo 
mío,  nunca  por  mucho  llover  fué  mal  año,  y  no  es  dar  puñalada 
en  el  cielo  ó  pretender  realizar  lo  imposible,  el  insistir  eli  la 
repetición  de  lo  mismo  que,  "hasta  en  lono  serio,  he  predicado 
cuantas  veces  me  he  visto  en  el  compromiso  de  subir  al  pul- 
pito, para  expresar  mis  ideas  sobre  lo  que,  á  mi  modesto  juicio, 
es  ó  debe  ser  la  Tradición. 

29 


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45()  RICARDO    PALMA 

Repito  que  esta  mi  opinión  hiunildísínia  no  es  lección  de 
catedrático,  y  es  usted  mu}^  dueño  de  no  acatarla. 

—Baila  usted  como  la  misma  Terpsícore,  dijo  en  un  salón 
un  galancete  almibarado  á  una  preciosa  niña,  la  que  le  con- 
testó:—No,  señor,  yo  bailo  como  me  da  la  gana  y  sin  imitar  á 
nadie,  y  menos  á  esa  señora  Terpsícore,  á  la  que  ni  en  misa 
he  conocido. 

Y  basta  de  parlerías,  y  que  Dios  siga  dando  á  usted,  como 
hasta  aquí,  buena  mano  derecha.  Adelante,  mi  querido  doc- 
tor Obligado.  No  desmaye  usted  en  la  labor,  y  que  venga  pron- 
to su  cuarto  volumen  de  Tradiciones  á  proporcionar  horas 
de  delicioso  solaz  á  este  su  apreciador  sincero  y  amigo  afec- 
tísimo. 


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i?«?íí^íi:'ííJ«J$2$ñ^.^2^{;?íi^í?^B^ 


PARTE   TERCERA 

PARRAFADAS   DE   CRITICA 
Dos  libros  de  versos. 


Confieso  que,  con  los  años  y  el  estudio,  he  llegado  á  con- 
vencerme de  que  es  muy  fácil  criticar  y  muy  difícil  produ- 
cir; y  de  esta  íntima  convicción  mía  nace  que,  al  juzgar  obras 
literarias,  esté  siempre  mi  espíritu  más  dispuesto  á  la  bene- 
volencia que  á  la  censura  amarga.  Cómoda  tarea  es  la  de 
buscar  sólo  los  defectos,  haciendo  gala  de  delicadeza  de  gusto. 
Líbreme  el  cielo  de  sentar  plaza  de  intransigente  zoilo.  Ni 
en  literatura  ni  en  política,  soy  de  los  que  dicen  que  de  cada 
mil  almas  una  va  con  Dios  y  las  demás  con  el  diablo. 

En  países  como  el  nuestro,  donde  la  literatura  no  es  una  ca- 
rrera, y  en  donde  ni  siquiera  encuentra  estímulos  dignos  quien 
consagra  sus  ocios  al  cultivo  de  las  letras,  creo  que,  los  que, 
por  justos  ó  verenjustos,  hemos  alcanzado  á  crearnos  una  mo- 
desta fama,  llenamos  deber  de  patriotismo  alentando  con  una 
palabra  de  aplauso  á  los  jóvenes  que,  con  destellos  de  talento 
y  sobra  de  entusiasmo,  acometen  la  ardua  empresa  de  dar  á 
la  estampa  sus  producciones.  Y  tanto  es  asíj  que  prefiero  ca- 
llar cuando  no  encuentro  en  un  libro  pretexto  para  el  elo- 
gio. No  escribió,  ciertamente,  para  mí  el  gran  Víctor  Hugo 
estas  palabras: 

—La  boca  de  un  poeta,  encomiando  á  otro  poeta,  es  un 
vaso  de  hiél  azucarada. 


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452  RICAKDO   PALMA 

Anles,  pues,  que  desalentar  á  la  juventud  estudiosa  con  crí- 
ticas virulentas  que,  á  Dios  gracias,  ajeno  soy  á  mezquindades 
y  pasioncillas,  consiento  en  aceptar  este  reproche  que  alguna 
vez  se  me  ha  dirigido:— Que  Dios  me  echó  al  mundo  para 
halagai*  vanidades. 

Afortunadamente  no  se  hallan  en  este  caso  los  dos  libritos 
do  versos,  sobre  los  que  el  director  del  Correo  del  Perú  me  ha 
impuesto  hoy  el  compromiso  de  emitir  ligero  juicio.  Los  auto- 
res me  son  desconocidos. 

Poniendo  punto  al  introito^  un  si  es  no  es  personal,  pasemos 
á  ocuparnos  del  prójimo  en  Cristo  y  hermano  en  Apolo. 


Que  en  don  José  María  Chaves,  autor  de  las  Melodías  relir 
giosaSy  hay  dotes  de  poeta  lírico,  no  es  para  mí  cuestión.  En 
efecto,  poeta  es  el  que  escribe  versos  como  los  siguientes: 

jAy!  en  el  vicio  estéril 
el  corazón  del  hombre  se  marchita, 
sin  savia  que  lo   aliente, 
cual  un  árbol  mordido  de  serpiente. 
Y  el  manzano  agostado, 
¿qué  fruto  puede  dar?  Y  si  su  dueño 
lo  abandona  al  olvido, 
¿podrá  ostentarse  fresco  y  florecido? 

Vése,  sin  gran  esfuerzo,  que  el  autor  ha  leído,  y  con  pro- 
vecho, al  divino  Herrera,  á  Rioja  y  Luis  de  León,  pues  ha 
acertada  á  imitarlos  en  giros  y  locuciones.  No  desdeñe  el  jo- 
ven poeta  tan  excelentes  maestros  que,  andando  los  tiempos, 
ellos  lo  conducirán  á  figurar  en  el  moderno  Parnaso  ame- 
ricano. 

En  la  silva,  principalmente,  hallo  felices  reminiscencias  de 
esos  ilustres  ingenios  que  tanto  esplendor  dieron  á  las  letras 
castellanas.  Véase  la  pintura  que  del  poeta  hace  el  señor  Cha- 
ves, pintura  llena  dé  vigor  en  la  expresión  y  de  lozanía  en  las 
imágenes. 


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cachivachería  453 

Corazón  con  latidos  de  armenia, 

alma  de  amor  que  nunca  á  odiar  aprende, 

relámpago  divino 

que  sólo  en  Dios  y  para  el  bien  se  enciende, 

acaso  cual  la  tímida  violeta, 

desde  un  retiro  le  convida  al  mundo 

su  delicioso  aroma, 

y  aunque  sufra  cual  Job,  su   mismo  llanto 

es  un  himno,  un  perfume,  un  riego  santo. 

Sucesor  de   Moisés  y  de   Isaías, 

su  función  es  un  gran  pontificado; 

y   cuando   imperios   grandes   han   caído 

y  reyes  yacen  en  profimdo   olvido, 

suá  santas  armonías, ' 

al   través  de  los   siglos,   aun  deleitan 

á  miles  de  millones 

de  entusiastas  y  nobles  corazones. 

Una  de  las  buenas  cualidades  del  vate  á  quien  juzgamos, 
es  la  sinceridad  de  creencia  que  respiran  sus  versos.  En  él,  el 
sentimiento  religioso  se  halla  muy  lejos  de  ser  amanerado  ó 
fruto  convencional  ó  de  cálculo.  Sin  penetrar  en  las  nebulosas 
regiones  de  la  filosofía,  el  señor  Chaves  siente  y  se  ¡expresa 
con  claridad,  y  por  mucho  que  el  espíritu  del  siglo  sea  un 
tanto  volteriano  y  descreído,  nuestro  poeta  se  encastilla  en 
la  fe  de  sus  padres,  en  los  recuerdos  de  la  infancia  y  en  la 
severidad  de  los  buenos  ejemplos  que,  como  semilla  bendita, 
han  fructificado  en  su  alma. 

En  cuanto  á  la  forma,  mucho  habría  donde  hincar  el  dien- 
te. Abundancia  de  ripios;  abuso  de  adjetivos  y  sinónimos;  ver- 
sos que  pecan  mortalmente  contra  las  leyes  de  la  armonía, 
y...  pero  el  poeta  confiesa,  hasta  cierto  punto,  su  pecado,  cuando 
dice:— t Yo  no  soy  hijo  del  arte:  yo  soy. como  la  fuentecilla 
»de  la  pradera,  que  á  veces  se  seca,  y  otras  veces  rompe'  su 
» cauce  y  se  dilata  hasta  el  pie  de  los  árboles  que  acompañan 
»sus  quejas  con  su  susurro.» 

Quien   así   se  conoce  y  así   se   expresa,   quien   así   es   mo- 


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-154  RICARDO    PALMA 

desto,  se  halla  en  camino  de  adelantar  mucho  y  de  escribir, 
en  breve,  algo  menos  desaliñado  que  las  Melodiaft  religwsas. 

Ego  Polibio  es  la  firma  bajo  la  cual  se  esconde  un  poeta 
que  acaba  de  coleccionar  cien  picarescos  sonetos,  á  los  que 
llama  Zanahorias  y  Remolachas,  El  librito  es  una  panacea  con- 
tra la  tristeza,  y  como  tal  lo  recomendamos  á  los  caracteres 
melancólicos.  Sonetos  tiene,  como  el  titulado  Zamamtea.  que 
convidan  á  echar  ima  cana  al  aire. 

La  idea  que  constituye  el  fondo,  el  jugo  diremos  mejor, 
de  las  zanahorias  y  remolachas,  es  en  sí  trivialísima  ó  mano 
seada;  pero  lo  magistral  de  la  ejecución,  la  reviste  de  mérito 
y  novedad.  Las  incorrecciones,  y  complacémosnos  en  recono- 
cer que  no  son  muchas,  no  valen  la  pena  de  tomarse  en  cuenta. 
Ensáñense  en  ellas  los  alguaciles  del  Diccionario,  que  no  otra 
cosa  son  los  critiquizantes  que  andan  á  la  pesca  de)  casticismo 
palabrero. 

Lo  que  más  cautiva  en  los  versos  de  Ego  Potíbio  es  la  ri- 
queza de  rima.  Parece,  á  primera  vista,  que  el  poeta  se  hubiera 
propuesto  escribir  con  pies  forzados,  y  sacrificar  la  idea  á  la 
robustez  y  gracia  del  consonante;  i>ero  esta  presunción  queda 
destruida  ante  la  soltura  y  facilidad  de  los  versos.  Esas  rimas 
difíciles  han  brotado,  i>or  entre  los  puntos  de  la  pluma,  con 
la  naturalidad  del  arroyo. 

Pero  no  todos  los  sonetos  son  legumbres  de  la  huerta;  no 
todos  son  chiste  y  travesura.  Dos  hay  que  no  son  zanahorias 
ni  remolachas.  El  uno  es  flor  perfumada  del  ramillete  de  ima 
dama,  y  el  otro  espinoso  cardo.  Gran  intención  filosófica,  aun- 
que ligeramente  amarga,  hay  en  ellos,  y  verdadero  aroma 
poético.  Me  refiero  al  titulado  .4  una  bella  y  al  que  voy  á  darme 
el  gusto  barato  de  copiar: 

A    VS    INGRATO 


Triste  llegaste  de  la  culta  Europa, 
sin  un  rasgo  siquiera  de  cultura, 


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CACHIVACHEBIA  455 

ú   mendigar   humilde  la   basura, 
<lc  mi  tierra  feraz,  en  baja  tropa. 

Sin  un  realillo  de  vellón,  sin  ropa, 
con  la  grasicnta  faja  en  la  cintura, 
conservando  tu  estólida  gordura 
con  la  olla  podrida  y  mala  sopa. 

Pronto  vestiste  como  Adán  decente; 
que  cariñoso,  liberal,  clemente, 
de  la  escoria  te  alzó  noble  peruano. 

Olvidaste  tu  ayer,  nada  halagable, 
¡y  muerdes  hoy,  imbécil  miserable, 
la  bella,  fiel  y  generosa  mano! 

Kn  conclusión :  Ego  Polihio  no  ha  nacido  para  poeta  lacrimoso. 
No  es  romántica  lira  de  cuerdas  de  oro  la  que  él  maneja,  sino 
alegre,  encintada  castañuela  y  bullicioso  tamboril.  Hartas  lá- 
grimas hay  sobre  la  tierra  y  escasísimas  risas  (se  ha  dicho), 
y  por  eso  aspira  á  prolongar  las  fiestas  carnavalescas  tomando 
la  vida  por  su  lado  risueño.  Que  las  decepciones  no  envenenen 
un  día  su  espíritu,  aleje  Dios  de  sus  labios  la  hiél  del  sarcasmo 
y,  los  que  amamos  los  versos  graciosos  y  ligeros,  nos  prome- 
temos que  la  juguetona  musa  de  Ego  Polibio  nos  regalará  con 
producciones  más  limadas  y  de  mayor  aliento  que  las  Zanaho- 
rias y  Remolachas. 


Algo  sobre  una  ley   de  Instrnceión. 

En  ningún  ramo  se  ha  hecho  sentir  tanto  la  instabilidad 
de  nuestra  manera  de  ser,  social  y  i>olítica,  como  en  el  ramo 
de  Instrucción  pública.  Nuestros  presupuestos  consignan  ingen- 
tes sumas  para  el  sostenimiento  de  infinitas  escuelas:  y  la  ver- 
dad es  que  nos  damos  el  lujo  de  gastar  en  la  enseñanza,  sin 
haber  cuidado  antes  de  crear  maestros  que  enseñen.  A  la  falta 
de   pedagogos   instruidos   hay   que   añadir   un   pecado   capital, 


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456  RICARDO   PALMA 

fruto  exclusivo  de  la  condición  atrasada  de  nuestros  pueblos 
del  interior.  No  sólo  no  hay  maestros,  sino  que  tampoco  hay 
alumnos.  El  indígena  raciocina  que,  para  cultivar  una  fanegada 
de  terreno  y  aumentar  su  rebaño  de  cabras,  no  ha  tenido  necesi- 
dad de  saber  leer  y  escribir,  que  su  hijo  debe  seguir  su  ejem- 
plo, y  que  más  provecho  saca  éste  ayudándolo  en  sus  labores 
agrícolas,  que  pasándose  las  horas  muertas  deletreando  el  si- 
labario y  haciendo  palotes.  Así  las  escuelas  están  desiertas,  y 
la  autoridad  es  imp)otente  para  compeler  á  los  padres  de  fa- 
milia 

Por  otro  lado,  se  ha  reglamentado  tanto,  en  materia  de  ins- 
trucción, que  ya  no  hay  cómo  entenderse.  Cada  Ministro  del 
ramo,  por  hacer  que  hacemos,  sin  gran  meditación  ni  estudio, 
ha  implantado  un  sistema,  que  luego  el  sucesor  ha  reemplazado 
con  otro.  Y  de  esta  volubilidad  ha  resultado  un  pan  como  unas 
hostias,  y  así  anda  la  instrucción  universitaria  más  revuelta 
que  costura  de  beata  y 

más  torcida  que  una  ley 
cuando  no  quieren  que  sirva, 
como  dijo  el  regocijado  poeta  limeño  Juan  de  Caviedes. 

La  manía  de  imitar  irreflexiblemente  lo  que  se  hace  en 
otros  países,  ha  hecho  que  se  trate  de  implantar,  entre  nosotros, 
el  sistema  universitario  de  Francia;  olvidando  que  la  prudencia 
aconseja  dar  tiempo  al  tiempo,  y  aguardar  á  que  se  reúnan 
ciertas  condiciones  y  circunstancias  que  hagan  provechoso,  en 
Lima,  lo  que  aún  es  discutible  si  es  bueno  en  París. 

Do  todos  estos  puntos  y  de  otros  más  que  nos  dejamos 
en  el  tintero  por  no  ser  difusos,  se  ocupa  el  interesantísimo 
libro  que  bajo  el  seudónimo  T.  L.  S.  acaba  de  publicar  uno  de 
nuestros  más  distinguidos  y  correctos  escritores.  (1)  En  Algo 
para  una  ley  de  instrucción,  vemos  más  que  un  libro  de  doctrina 
una  obra  de  polémica.  El  autor,  con  envidiable  ligereza  y  con 
un  estilo  lleno  de  atractivo  combate  el  actual  sistema  universi- 
tario, y  sus  argumentos,  en  muchos  casos,  como  cuando  aboga 
por  la  conveniencia  de  restablecer  el  internado,  son  incontes- 
tables 

Al  hablar  de  la  llamada  Escuela  de  Artes  y  "Oficios,  cuya 

(t)    El  doctor  don  Manuel  Santos  Pasapera,  catedrático  en  la  Universidad  de  Lima. 


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cachivachería  457 

actual  organizacióu  combate,  entra  el  autor  en  importantísi- 
mas consideraciones  sobre  la  gran  cuestión  que 'hoy  trae  con- 
vulsionada á  la  Europa.-— «Hay  en  la  Internacional  (dice)  un 
>hecho  que  no  debe  despreciarse:  la  miseria  de  los  obr/e'ros, 
»que  quieren  trabajar  para  vivir  y  que  no  tienen  trabajo,  y  la 
»de  los  que  trabajan  sin  un  provecho  proporcionado.  De  ese 
•hecho  han  abusado  los  ateos,  socialistas  y  comunistas,  y  los 
«demagogos  que  nada  respetan,  siempre  que  se  les  franqufce 
»el  camino  hacia  el  poder.  No  somos  partidarios  de  la  Inter- 
«nacional;  porque,  para  nosotros,  la  Biblia  es  el  único  código 
•completo  de  moral  y  de  derecho:  el  culto,  necesidad  indivi- 
»dual  y  social:  la  herencia,  la  salvaguardia  de  la  familia;  y 
•sin  impuestos,  sin  fuerza  pública,  sin  gobierno,  sin  religión, 
>es  imposible  la  sociedad.  Pero  la  Internacional  descansa  en 
•un  hecho,  en  el  que  hay,  cuando  no  un  fondo  de  justicia, 
•  una  loable  aspiración.» 

Perdone  el  ilustrado  señor  T.  L.  S.  que  no  estemos  de 
acuerdo  con  su  opinión.  Creemos  que  no  hay  aspiración  loable 
si,  ante  todo,  no  está  basada  en  la  justicia.  Convenimos  en 
que  el  obrero  tiene  derecho  al  trabajo;  pero  no  aceptamos 
que,  para  hacer  práctico  este  derecho,  le  sea,  no  diremos  lí- 
cito, sino  excusable,  recurrir  á  la  violencia  y  al  desquicia- 
miento social.  Para  nosotros,  ese  desnivel  funestísimo  en  la 
cuestión  capital  del  trabajo,  no  es  más  que,  valiéndonos  de 
una  frase  del  mismo  señor  S.  una  desiguadad  racional  é  inevitable. 
y  no  la  obra  de  la  injusticia  humana. 

Incidentalmente  consagra  el  señor  T.  L.  S.  algunos  capítu- 
los de  su  libro  á  la  música,  la  pintura,  el  teatro,  la  biblioteca 
y  museo,  y,  francamente  hablando,  son  estos  capítulos  los  que 
más  han  llamado  nuestra  atención.  Cada  uno  de  ellos  forma 
un  excelente  cuadro  de  crítica  social  y  administrativa,  donde 
campean  el  aticismo  literario  y  el  espíritu  filosófico  y  de  ob- 
servación concienzuda,  que  tan  estimables  hacen  las  produc- 
ciones de  nuestro  modesto  amigo. 

Completa  el  libro  del  señor  T.  L.  S.  un  proyecto  de  ley  de 
instrucción  que,  en  el  fondo,  es  la  síntesis  de  las  ideas  que  for- 
man el  cuerpo  de  la  obra.  Extraños  á  la  carrera  del  profesora- 
do, reconocemos  nuestra  incompetencia  para  juzgar  este  tra- 


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i58  líIC  AKDO    PALMA 

bajo;  pero  sería  de  desear  que,  hallándose  hoy  reunido  el  Con- 
greso, fuese  tomado  en  consideración  el  indicado  proyecto.  Hon- 
ra, y  grande,  será  para  los  legisladores  de  1874,  dictar  una 
ley  de  instrucción  que,  por  imperfecta  que  salga,  siempre  sig- 
nificará un  paso  adelante  en  las  regiones  del  progreso. 


Las  revolaciones  de  Arequipa. 

El  doctor  don  Juan  Gualberto  Valdivia,  que  tan  útilníente 
ha  servido  al  país  en  el  profesorado,  acaba  de  enriquecer  la 
bibliografía  nacional  con  una  importante  obra  titulada:— líe- 
moria    sobre   las   revoluciones   de   Arequipa^    desde   1834   hasta   1866, 

Ciertamente  que  nada  hay  de  más  comprometido  y  difícil 
que  escribir  sobre  p)olítica  contemporánea.  Vivos  aún  muchos 
de  los  personajes  que  han  desempeñado  los  primeros  papeles 
en  nuestras  contiendas  civiles,  el  historiador  tiene  que  atrope- 
llar  por  mil  consideraciones  para  presentar  hechos  y  actores; 
y  tal  es  la  tarea  que,  con  sobra  de  audacia,  ha  acometido  el 
señor  doctor  Valdivia. 

Con  todo  el  respeto  que  nos  merecen  la  honorabilidad  y 
la  reputación  del  señor  Deán  del  coro  de  Arequipa,  y  arrostrando 
el  peligro  de  que  se  nos  eche  en  cara  nuestra  insignificancia 
para  juzgar  un  trabajo  que  lleva  por  garantía  firma  tan  au- 
torizada, vamos  á  permitirnos  consignar  someramente  las  ob- 
servaciones que  su  lectura  nos  ha  sugerido. 

Quien  busque  en  el  libro  del  señor  Valdivia  galas  literarias, 
pierde  lastimosamente  su  tiempo;  pues  bajo  este  aspecto  la 
obra  no  está,  ni  con  mucho,  á  la  altura  de  la  reputación 
del  fogoso  redactor  del  Yanacocha,  Vése  que  los  años  han  debi- 
litado el  vigor  de  la  pluma,  que  el  lenguaje  es  por  demás 
incorrecto,  y  que  su  llaneza  se  confunde,  casi  siempre,  con 
lo  vulgar  El  mismo  señor  Valdivia  declara  que  no  aspira  á 
ser  un  Tácito  ni  á  lucir  primores  académicos;  y  ante  tan  fran- 
ca declaración,  no  es  ya  lícito  hacer  hincapié  en  la  cu^tión 
de  forma. 

El  doctor  Valdivia,  dotado  de  una  felicísima  memoria,  ha 


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cachivachería  459 

querido  sólo  dar  á  sus  recuerdos  la  forma  del  libro,  y  defender 
al  pueblo  arequipeño  de  atrabiliarios  é  injustos  calificativos. 

En  la  narración  que  de  los  sucesos  hace,  desde  la  revo- 
lucióa  contra  Orbegoso  hasta  la  caída  de  Santa  Cruz,  sucesos 
en  que  el  doctor  Valdivia  tomó  tan  activa  parte,  hay  páginas 
en  que  el  escritor  se  anima  y  parece  retemplado  con  un  resto 
del  calor  de  los  días  juveniles.  Las  Memorias  son  la  confesión 
sincera,  el  peccavi  con  sus  respectivos  tres  golpes  de  pecho, 
que  el  señor  Valdivia  hace  ante  la  patria  de  un  error  político, 
y  bien  merece  absolución  plenaria  por  su  ingenuidad.  El  se- 
ñor Valdivia,  al  ser  uno  de  los  más  activos  auxiliares  de  la 
invasión  boliviana,  cometió  una  falta  de  la  que,  en  verdad, 
no  puede  culparse  á  su  patriotismo  sino  al  imperio  de  espe- 
cialísimas  circunstancias  del  momento.  El  no  vio  más  que  la 
necesidad  de  mantener  triunfante  el  principio  constitucional: 
no  alcanzó  á  convencerse  de  que  la  causa  de  Salaverry,  el  re- 
volucionario de  cuartel,  había  llegado  á  convertirse  en  la  causa 
nacional;  y  cuando  midió  el  abismo  y  quiso  retroceder,  ya  era 
tarde.    Había   avanzado  demasiado   y  la  vorágine  lo   envolvía. 

Las  figuras  políticas  que  más  airoso  papel  hacen  en  las 
Memorias,  son  las  de  los  generales  Nieto  y  Castilla.  La  amis- 
tad de  Valdivia  por  el  general  Nieto  es  casi  un  culto,  y  esta 
constancia  de  afecto  que  sobrevive  á  la  tumba,  en  estos  tiempos 
de  fragilidad,  en  que  tan  pronto  se  olvida  á  los  que  fueron 
para  acordarse  únicamente  de  los  que  son  ó  pueden  ser,  hace 
elocuente  elogio  de  los  sentimientos  del  hombre.  El  señor 
Valdivia  ha  probado,  con  su  libro  autobiográfico,  que  tiene 
la  memoria  del  corazón. 

En  cambio,  hay  en  su  obra  tanta  destemplanza  y  tanto  ex- 
ceso de  bilis  para  hablar  del  general  Vivanco,  que  no  se  puede 
menos  que  negar  la  imparcialidad  al  escritor.  Cuando  se  en- 
tinta la  pluma  para  borronear  páginas  de  historia  que  han  de 
pasar  á  la  posteridad,  el  hombre  tiene  que  hacer  el  sacrificio 
de  sus  pasiones  de  hombre.  El  señor  Valdivia  ha  olvidado  que 
su  libro,  más  que  para  nuestra  generación,  es  para  el  mañana, 
y  que  por  eso  estaba  obligado  á  juzgar  á  sus  enemigos  políti- 
cos 6  personales,  con  más  caridad  cristiana,  sin  amor  ni  odio. 

Pero  por  apasionadas  que  sean  las  Memorias,  nos  compla- 


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y 

400  RICARDO    PALMA 

ceñios  en  reconocer  que,  con  su  publicación,  ha  prestado  el 
doctor  Valdivia  un  servicio  á  la  Historia  nacional;  pues  ellas 
arrojan  luz  sobre  hombres  y  sucesos  contemporáneos.— La  His- 
toria tomará  algún  día  en  cuenta  el  libro  del  señor  Valdivia, 
y  ella,  imparcial  y  justiciera,  sabrá  escoger  el  buen  grano. 

Diccionario  histórico. 

Asaz  culpable  ha  sido  la  indiferencia  con  que,  en  los  pue- 
blos hispano-americanos,  se  ha  visto,  el  estudio  de  la  Histo- 
ria que  nos  es  propia.  Por  eso  multitud  de  documentos  curio- 
sos se  han  destruido,  y  otros  existen  arrinconados  en  los  archi- 
vos, entre  espesa  capa  de  polvo,  dando  sabroso  alimento  á  ra- 
tones y  polilla.  Por  fortuna,  empieza  á  despertarse  el  gusto 
por  conocer  nuestro  pasado  político  y  social,  y  obreros  de  bue- 
na voluntad,  como  los  señores  Ribeyro,  con  su  Galería  de  los 
Avales  universitarios^  Paz  Soldán,  con  su  Historia  del  Ferú  in- 
dependiente, y  Odriozola,  con  su  curiosa  compilación  de  Docu- 
vientos,  se  han  entrado  con  sobra  de  fe  y  de  inteligencia  en  el 
rico  venero,  poco  ó  nada  explotado,  de  los  tiempos  que  fueron. 

Desde  hace  más  de  veinte  años  se  liablaba  con  variedad 
en  los  círculos  literarios,  de  un  trabajo  que,  sobre  Historia  pa- 
tria, traía  bajo  los  puntos  de  la  pluma  el  señor  general  don 
Manuel  de  Mendiburu;  y  los  que  no  alcanzan  á  darse  cuenta 
de  las  dificultades  que  hay  que  vencer  para  ordenar  hechos, 
compulsar  documentos  y  rectificar  datos,  dudaban  ya  de  que 
el  empeño  fuese  realidad. 

Por  fin,  para  sosiego  de  impacientes  y  murmuradores,  el 
primer  volumen  ha  aparecido  en  la  última  semana.  Es  por 
decirlo  así,  la  muestra  de  la  obra,  y'á  fe  que  su  contenido 
justifica  ampliamente  el  retardo.  Muchos  años  de  consagración 
asidua  y  afanes  sin  cuento  se  requieren,  para  producir  un  li- 
bro de  tan  palpitante  interés  como  el  Diccionario  Histórico. 

El  plan  seguido  por  su  ilustrado  autor  es  presentar,  en 
biografías  de  hombres  notables,  no  sólo  nuestra  Historia  colo- 
nial, sino  la  de  la  guerra  de  Independencia. 

Nuestra  Historia,  desde  los  tiempos  primitivos  de  los  Incas 


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CACHIVACHERÍA  461 

hasla  que  sonó  la  hora  de  la  conquista,  se  halla  en  estado 
embrionario.  Es  una  especie  de  mito  fabuloso.  Pero  si  no  es 
aventurado  sostener  que  sea  imposible  escribirla  de  una  ma- 
nera concienzuda,  tal  imposibilidad  no  existe  tratándose  de  los 
tres  siglos  en  que  vivimos  rindiendo  vasallaje  á  los  monarcas 
españoles.  Hay  crónicas,  reales  cédulas,  gacetas  é  infinitos  do- 
cumentos de  los  que  se  puede  hacer  brotar  raudales  de  luz. 
La  tarca  es,  sobre  todo,  de  inteligencia,  para  saber  encontrar 
la  verdad  en  aquellos  incidentes  sobre  los  que  han  escrito 
diversas  plumas,  variada  y  aun  contradictoriamente. 

Desde  este  punto  de  vista,  el  libro  del  señor  de  Mendiburu 
no  puede  dar  campo  para  la  crítica.  Se  conoce  que  el  autor 
ha  tenido  á  mano  muchos  cronistas  que  sobre  las  cosas  de  Amé- 
rica escribieron,  y  que,  con  tino  y  habilidad,  ha  sabido  huir 
del  escollo  de  dar  entrada  en  el  santuario  de  la*  Historia  á 
muchas  de  las  fantasías  de  Garcilaso,  á  las  exageraciones  de 
Pedro  Sancho  el  conquistador,  á  las  apasionadas  noticias  de 
Francisco  Jerez,  á  la  chispeante  mordacidad  del  Palentino,  y 
á  las  candorosas  narraciones  de  Montesinos,  que,  más  que  para 
historiador,  había  nacido  para  escribir  cuentos  de  las  Mil  y 
una  noches.  Siempre  hemos  creído  que  la  fábula  y  la  ficción 
desnaturalizan  la  Historia,  rebajando  en  mucho  el  carácter 
de  severa  majestad   con   que   ella   debe  presetitarse   revestida. 

Con  acertadísimo  criterio,  al  ocuparse  de  la  conquista  y 
de  las  guerras  civiles  que  la  siguieron  en  breve,  prefi(e're  el 
señor  de  Mendiburu  á  Antonio  de  Herrera,  cronista  de  cla- 
ro ingenio  y  de  juicio  sólido,  que  tuvo  á  su  disposición  los 
archivos  reales,  el  apoyo  del  Consejo  de  Indias  y  que,  sobre 
algunos  sucesos,  recibió  amplísimos  informes  de  los  mismos 
que  en  ellos  fueron  actores. 

Las  biografías  de  Atahualpa  y  de  los  Almagros  nos  pin- 
tan con  superabundancia  de  pormenores  y  de  hechos,  sesuda- 
mente apreciados,  las  peripecias  de  la  conquista,  las  escenas 
de  sangre  que  á  ella  se  mezclaron,  y  los  horrores  de  las  dis- 
cordias entre  bandos  compuestos  de  gente  allegadiza^  ganosa 
de  riquezas  y  dominada  por  las  más  ruines  pasiones.  Ante 
todo,  el  autor  ha  cuidado  de  no  aceptar  otros  sucesos  que 
los   suficientemente   comprobados,   desvaneciendo   equivocacio- 


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462  RICARDO    PALMA 

ues  de  autores  de  nota  sobre  el  lugar  donde  alguno  de  aquellos 
se  realizara. 

Las  biograiías  de  Annendaris,  Amat  y  Abascal  son,  en  nues- 
tro concepto,  las  mejores  páginas  del  libro.  No  es  posible  dar, 
hasta  en  ciertos  ligeros  detalles,  idea  más  completa  de  la  ad- 
ministración de  estos  tres  \irreyes.  La  energía  del  de  Castiefl- 
fuerte,  la  astucia  del  señor  de  la  Quinta  del  Rincón  y  la  sa- 
gacidad del  marqués  de  la  Concordia,  se  desprenden  del  cua- 
dro con  natural  y  admirable  relieve.  Es  pluma  de  maestro 
la  que  ha  escrito  esas  tres  magníficas  biografías. 

F!n  cuanto  al  estilo,  es  claro,  correcto  y  sin  pretensiones, 
cual  conviene  á  la  solemne  misión  de  la  Historia,  y  estamos 
seguros  de  que  los  tomos  siguientes,  ya  que  no  aventajen  en 
mérito,  pues  ello  no  es  posible,  no  desmayarán  en  el  interés 
que  inspira  *la  lectura  del  primero. 

Debe  estar  persuadido  el  señor  general  Mendiburu  dé  que, 
con  su  inapreciable  y  monumental  obra,  ha  rendido  á  la  pa- 
tria servicio  de  gran  valía;  y  si  el  polvo  del  olvido  llega  á 
cubrir  ei  nombre  del  soldado,  no  sucederá  lo  mismo  con  el 
nombre  del  historiador.  Aunque  incompetente  el  que  estas  lí- 
neas firma,  tributa  al  autor  del  Diccionario  su  más  entusiasta 
felicitación^  bien  que  ella  no  pesa  en  la  balanza,  ni  da  ni  quita 
glorias,  ni  encama  otro  mérito  que  el  de  la  espontánea  síli- 
ceridad  que  la  dicta. 


Ollantay. 

Cuando,  hace  pocos  meses,  oí  al  joven  escritor  don  Cons- 
tantino Carrasco  leer  en  el  Club  Literario  su  traducción  del 
Ollantay,  confieso  que  fué  tan  grata  la  impresión  que  esa  lectura 
me  produjo,  que  al  felicitar  al  poeta  por  su  trabajo,  déjeme 
arrebatar  del  entusiasmo,  y  lo  amenacé  con  que,  si  algún  día 
daba  la  obra  á  la  estampa,  tuviese  por  seguro  que  mi  humilde 
pluma  borronearía  algunas  líneas  que  servir  pudieran  de  pró- 
logo ó  introducción.  Tal  amenaza  era  la  espada  de  Damocles 
pendiente  de  un  hilo.   Háse  éste  roto  por  obra  y  milagro  de 


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CACHIVACHERÍA  463  . 

lia  editor  complaciente,  y  heme  en  el  compromiso  de  echar 
tajos  y  reveses   á  riesgo  de  herirme  con  mis  propias  armas. 

Hoy,  que  tengo  sobre  mi  mesa  de  trabajo  las  pruebas  impre- 
sas del  Ollantay,  helo  leído  y  releído,  y  mi  entusiasmo  por  la 
obra  y  por  su  estimable  y  erudito  traductor  ha  ido  en  escala 
ascendente.  Enemigo  de  esa  crítica  implacable  que  fustiga  con 
crueldad,  así  como  de  la  que  sin  examen  y  á  cierra  ojos  se 
encariña  por  las  producciones  del  amigo,  voy  á  permitirme, 
muy  á  la  ligera,  expresar  mi  acaso  incompetente,  pero  muy 
sincero  juicio. 

Incuestionable  es  que  la  civilización  de  los  imperios  del 
Anahuác  y  Cuzco  estuvo  bastante  avanzada,  para  que  estos 
pueblos  hubieran  tenido  una  literatura  propia,  original,  verda- 
dera expresión  de  las  ideas  y  sentimientos  de  sus  naturales. 
El  yaraví,  p)or  ejemplo,  especie  de  melancólico  idilio,  refleja 
por  completo  el  carácter  sombrío  y  soñador  de  la  raza  india. 
Nada  hay  que  se  le  asemeje  en  la  poesía  popular  y  primitiva 
de  los  pueblos   europeos. 

Uno  de  los  caracteres  distintivos  de  la  poesía  lírica,  entre 
los  indígenas,  fué  el  tono  filosófico  y  sentencioso  de  sus  con- 
ceptos. Garcilaso  nos  ha  transmitido  algunas  muestras  de  ella 
que  justifican  esta  creencia.  Y  no  sólo  fué  tal  la  índole  de 
la  poesía  lírica  entre  los  bardos  del  Perú,  sino  entre  los  del 
imperio  azteca.  Así  se  sabe  que  Netzahualt,  rey  de  Tezcuco, 
príncipe  notable  pctr  su  sabiduría,  grandeza  de  alma  y  empresas 
militares,  escribió  á  principios  del  siglo  xv,  es  decir,  medio 
siglo  antes  de  la  conquista,  unos  versos  de  los  que  ofrezco 
esta  pálida  traducción. 

La  pompa  mundanal  se  me  figura 
de  los  sauces  coposos  la  verdura, 
6  el  agua  del  arroyo  enrarecida 
que  no  vuelve  al  caudal  que  la  dio  vida. 
Lo  que  fué  ayer  no  es  hoy.  Sobre  el  mañana 
nada  osará  afirmar  la  ciencia  humana. 
La  tumba,  vuelto  polvo  pestilente, 
encierra  á  quien  ayer  fué  omnipotente. 
Es  la  gloria,  quimera  que  el  hombre  ama, 


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464  RICAKDO    FALMA 

de  otro  volcán  Pocatepelt  la  llama. 
¿Qué  fué  de  las  innúmeras  legiones 
que  impusieron  la  ley  á  otras  naciones  V 
¿Qué  de  los  tronos?  ¿Qué  de  las  famosas 
obras  de  grandes  sabios,  portentosas? 
i  Nada  sé!  ¡Nada  sé!  Que  el  cielo  esconde 
la  misteriosa  cifra  que  responde 
al   enigma   fatal,   enigma   sumo... 
¡Todo,  sobre  la  tierra,  lodo  es  humo! 

Pero  es  preciso  convenir  en  que,  si  bien  la  poesía  es  in- 
nata y  responde  á  una  exigencia  del  espíritu,  entra  por  mucho 
la  forma,  el  arte,  mejor  dicho,  para  abrillantar  la  frase.  Por 
lo  que  conocemos  de  los  haravicus  ó  vates  peruanos,  que  es 
muy  poco  ciertamente,  sacamos  en  claro  que,  entre  ellos,  el  arte, 
la  forma,  no  anduvo  muy  aventajado. 

Si  para  constituir  una  literatura  nacional  bastaran  la  origi- 
nalidad de  imágenes,  la  traducción  fiel  de  costumbres  y  carac- 
teres, y  el  trasunto  del  clima  y  del  cielo  bajo  el  cual .  se  vive, 
preciso  nos  sería  confesar  que  el  drama  Ollantay  simboliza  la 
poesía  indígena  del  Perú.  Mas,  cuando  se  versifica  en  la  lengua 
de  Cervantes  y  Calderón,  no  creo  que  el  poeta  alcance  á  ser 
ni  más  ni  menos,  que  maestro  ó  alumno  del  Parnaso  español. 
Por  mucho  que  en  nuestros  tiempos,  Juan  León  Mera  en  su 
Virgen  del  Sol^  José  Fornaris  en  sus  Cantos  d9l  sibonet/j  Julio  .Ar- 
boleda en  su  Gonzalo  de  Oyon  y  otros  poetas  cuya  'enumera- 
ción sería  larga,  hayan  pretendido  crear  una  "literatura  indí- 
gena, vése  en  sus  obras  algo  de  amanerado,  de  poco  espontáneo, 
y  traslúcese  estudioso  empeño  para  disimular  que  los  buenos 
modelo?,  de  la  literatura  española  han  influido  en  la  inspiración 
del  autor.  ¿Quien  al  leer  estos  versos,  bellísimos  por  otra  par- 
te, que  se  presentan  como  ejemplo  de  americanismo  poético, 

no  tiene  el  Amazonas,  en  sus  orillas, 
rosa  como   la  rosa  de  tus  mejillas, 
ni,  en  sus  laderas,  tienen  nuestras  montañas 
roca  como  la  roca  de  tus  entrañas, 


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CACHIVACirKRlA  465 

no  se  imagina  estar  leyendo  una  de  las  armoniosas  serenatas 
orientales  de  Zorrilla?  Mal  que  nos  pese,  y  mientras  en- Amé- 
rica no  inventemos  para  nuestro  uso  exclusivo  un  idioma,  nues- 
tra literatura  tiene  que  ser  española,  eminentem^eVife  españo- 
la. El  americanismo  en  literatura  no  pasa,  en  mi  concepto, 
de  un   lindo  tema  para  borronear  papel. 

Pero  estas  reflexiones  que,  sobre  primitiva  literatura  in- 
dígena y  sobre  americanismo  en  literatura,  se  me  han  escapa- 
do al  correr  de  la  pluma,  eran  indispensables  para  formular 
una  opinión  acerca  de  la  obra  en  que,  con  tanta  felicidad, 
ha  lucido  el  señor  Carrasco  sus  buenas  dotes  de  poela  y  su 
ilustración  lingüística. 

Historiadores  de  nota,  apoyándose  en  Garcilaso,  dicen  que 
no  fueron  desconocidas  entre  los  antiguos  peruanos  las  farsas 
escénicas j  ó  lo  que  tanto  vale,  que  existió  la  p)oesía  dramática. 

Si  el  Ollantay  (y  perdónese  lo  que  haya  de  presuntuoso 
en  esto  juicio)  es  la  prueba  testimonial  que  de  esa  opinión 
se  me  presenta,  tentado  estoy  de  sostener  qu^  la  obra  no  fué 
compuesta  en  época  de  los  Incas,  sino  cuando  ya  la  conquista 
española  había  echado  raíces  en  el  Perú. 

En  efecto.  Basta  fijarse  en  la  distribución  de  escenas  y 
en  la  introducción  de  coros,  para  que  se  agolpen  al  espíritu 
reminiscencias  del  teatro  griego.  Diráse  que  las  unidades  de 
tiempo  y  de  lugar  no  están  consultadas;  pero  esto  no  probarla 
más  sino  que  el  atitor  quiso  apartarse  de  los  preceptistas  clá- 
s'cos,  forzado  acaso  por  la  imposibilidad  de  encerrar  su  ar- 
gumento en   la  estrechez  de  límites  por  aquéllos  establecida. 

La  escena  del  acto  primero  entre  el  galán  y  el  gracioso,  nos 
recuerda  la  obligada  exposición  de  los  poetas  dramáticos  del 
antiguo,  original  y  admirable  teatro  español.  Así  en  las  come- 
dias do  Lope,  Calderón,  Moreto,  Alarcón,  Tirso  y  demás  inge- 
nios de  la  edad  de  oro  de  las  letras  castellanas,  vemos  siem- 
pre aparecer  galán  y  gracioso  preparando  al  espectador,  con 
una  larga  tirada  de  versos,  al  desarrollo  del  asunto. 

Otra  de  las  circunstancias  que  me  hace  presumir  que  el 
OUantay  fué  escrito  en  el  segundo  ó  tercer  siglo  de  la  con- 
quista, y  por  plimia  entendida  en  la  literatura  de  los  pueblos 

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46f>  UlCARDO    FALMA 

europeos,  os  la  de  que  ni  los  antiguos  ni  los  modernos  poetas 
que  han  versificado  en  quichua  hicieron  uso  de  la  rima,  ya 
fuese  ésta  asonante  ó  consonante.  Plumas  muy  autorizadas  han 
sostenido  que  la  rima  no  entra  en  la  índole  del  quichua,  y  de 
ello  dan  prueba  concluyente  los  yaravíes^  versos  esencialmente 
populares. 

Acaso  esta  opinión  mía,  en  abierta  discordia  con  la  de  los 
eruditos  filólogos  Marckam  y  Barranca,  y  con  la  de  hábiles 
críticos  que,  así  en  el  Perú  como  en  Inglaterra,  Francia  y 
Alemania  se  han  ocupado  del  Ollantay,  sea  tildada  de  extrava- 
gante. Pero  sea  de  ello  lo  que  fuere,  y  dejando  la  cuestión 
en  tela  de  juicio  para  que  ingenios  más  competentes  decidan 
si  es  exagerada  ó  inaceptable  mi  opinión,  no  por  eso  deja  de 
tener   el   Ollantay   un  sello  de   indisputable  mérito. 

Servicio,  y  grande,  ha  hecho,  pues,  á  la  Historia  y  á  las 
letras  el  inteligente  señor  Carrasco,  contribuyendo  á  popularizar 
con  el  atractivo  que  brindan  los  buenos  versos  de  su  traduc- 
ción, una  de  las  más  hermosas  leyendas  de  la  época  de  los 
Incas 


Copias  del  natural. 

Si  no  me  probaran  las  canas  y  otras  prebendas  legas  que 
empiezo  á  envejecer,  bastaría  para  traer  á  mi  espíritu  tan  do- 
loroso convicción,  lo  descontentadizo  que  me  he  vuelto  en  acha- 
que de  poesía  y  de  poetas.  No  prueba  ello  que  mi  gusto  lite- 
rario haya  ganado  ó  perdido,  sino,  simplemente,  que  los  años 
despiadados  me  hacen  ver  bajo  diverso  prisma  los  renglones 
rimados  y  las  lucubraciones  de  la  fantasía.  Si  las  obras  del 
espíritu  han  de  juzgarse  siempre  con  el  espíritu,  declaro  que 
el  mío  debe  haber  pasado  por  alguna  extraña  metamorfosis. 
Lo  cierto  es  que  hoy  me  embelesan  poetas  que,  en  la  mocedad, 
me  inspiraban  sueño;  y  no  me  resigno  á  leer  de  seguido  aque- 
llos que  fueron  mi  constante  hechizo. 

Por  lo  mismo  que  en  días  ya  remotos,  en  las  horas  de 
las  ilusiones  juveniles,  rendí  cullo  y  vasallaje  á  las  hermanas 
del  Castalio  coro,  y  que  ellas  (¡ingratas  y  tornadizas!)  me  es- 


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cachivachería  467 

quivan  ahora  sus  favores,  presumo  que  no  se  me  negará  com- 
pelí ncia,  rúes  sostre  fui  y  conozco  el  paño,  para  zurcir  ó  liil- 
vanar  algo  así  como  juicio  crítico,  á  propósito  de  an  librito 
de  versos  que,  con  el  título  Copias  del  natural,  acaba  de  dar  á  la 
estampa  un  escritor  que  oculta  su  nombre  de  cristiano  y  su 
apellido  de  familia  bajo  el  seudónimo  de  Mérida^  (1)  ocultación 
que  anda  un  si  es  no  es  reñida  con  el  Estatuto.  Y  á  fe,  que, 
en  esto  del  secreto,  no  tiene  ni  pizca  de  razlón  él  vate,  lla- 
mado á  conquistarse  sólida  Tama  si  prosigue  como  hasta  aquí, 
y  no  se  echa  á  dormir  sobre  sus  laureles,  y  se  infatúa  y  se 
pierde,  como  tanto  y  tanto  malogrado  ingenio  de  mi  tierra. 

A  los  viejos  nos  queda  la  afición  y  el  compás,  como  al  mú- 
sico de  marras,  y  llenamos  un  deber  de  conciencia  y  de  pa- 
trioüsmo  dirigiendo  una  palabra  de  aliento  y  simpatía  á  los 
jóvenes  que,  con  sobra  de  fe  y  de  entusiasmo,  se  aventuran 
en  el  revuelto  campo  de  las  letras.  De  mí  sé  decir  que  el  libri- 
to de  Mérida  me  obliga  á  echar  una  cana  al  aire. 

Líbreme  Dios  de  aplaudir  esa  poesía  afeminada,  enclenque 
y  enfermiza  de  los  que  sacan  á  plaza,  como  si  á  la  humanidad 
interesaran  un  ardite,  sus  dolores  íntimos,  reales  pocas  veces, 
y  ficticios  "ó  de  contrabando  casi  siempre.  X^ue  quien  da  los 
primeros  pasos  en  el  palenque  de  la  vida,  se  nos  exhiba  más  abru- 
mado de  desengaños  y  más  dolorido  que  el  doliente  Job,  es 
una  aberración  que  hace  llorar...  de  risa.  La  verdadera  des- 
ventura es  pudorosa,  y  no  se  aviene  con  mostrarse  desnuda 
como  las  hetarias  de  la  Roma  pagana.  El  poeta  que  lagrimea 
por  una  bobería  ó  sin  saber  por  qué,  no  es  ángel  de  mi  coro. 
¿Poeta  he  dicho?  Abrenuncio.  Rectifico  y  retiro  la  palabra. 

Tampoco  soy  partidario  de  esa  poesía  de  filigrana  y  re- 
lumbrón, tan  á  la  moda  ogaño,  cuyo  mérito  se  basa  en  hacinar 
palabras  bonitas,  rimas  agudas  y  conceptos  alambicados.  ;  Mú- 
sica de  organito  callejero! 

¡No!  Yo  no  quiero  que  el  poeta  sea  un  ser  egoísta  que  canta 
sus  penas  y  sus  alegrías,  olvidando  las  de  la  humanidad;  yo 
quiero  que  el  poeta  acierte  á  reflejar,  en  sus  estrofas,  las  as- 
piraciones de  su  época  y  del  pueblo  en  que  vive;  que  glorifi- 
que todo   lo  noble  y  grande  y  generoso;   que  nos   exhiba  en 

(1)    Auroliuno  Víliarán.  Esle  üislingu ido  joven  murió  en  1882. 


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468  RICARDO    PALMA 

cuadros,  palpitantes  de  verdad  é  interés,  tipos  y  costumbres 
sociales;  que  deje  traslucir  siempre  un  plan  filosófico;  que  crea 
y  no  dude,  que  ame  y  no  maldiga,  que  enseñe  y  nos  deleite! 
Yo  quiero,  en  fin,  que  el  poeta,  antes  que  todo,  sea  hombre  y 
hombre  de  su  siglo,  y  no  ridicula  plañidera  de  duelo  antiguo. 

Confieso  que  abrí  el  libro  de  Mérida  con  suma  desconfian- 
za y  ánimo  un  tanto  prevenido.—;  Coplltas,  me  dije,  que  vivirán 
lo  que  las  rosas  de  que  habla  Malesherbes!— Pero,  después 
de  leer  la  primera  composición,  exclamé  entusiasmado  r—j  Este 
es  poeta  de  buena  ley! 

Descúbrese,  sin  esfuerzo,  que  la  lectura  de  los  Pequeños  poemas 
de  Campoamor  sugiripl  á  Mérida  la  idea  de  sus  Copias  del  tiatural. 
Como  Campoamor,  tiene  Mérida  sus  ribetes  de  panteísla,  punto 
en  el  que  no  me  atreveré  á  decir  si  va  ó  no  extraviado,que, 
en  cuanto  á  sistemas,  por  hoy  ni  entro  ni  salgo.  Natural  y 
rápido  en  las  descripciones,  chispeante  de  gracia  y  ligereza, 
su  filosofía  es  con  frecuencia  risueña,  y  cuando  una  lágrima 
asoma  á  la  pupila  del  poeta,  se  apresura  á  enjugarla,  con  él 
doiso  de  la  mano,  es  decir,  con  un  chiste  espiritual  y  tra- 
vieso. 

Mejor  que  nuestras  palabras  hablan  estos  versos  de  Quince 
años  ya: 

Y  vacilante  entre  el  muchacho  loco 
y   el   hombre   previsor   y   mesurado, 
ni  piensas  como  niño,  porque  es  poco, 

ni   piensas   como   el   hombre:    es   demasiado. 

Y  un  cielo  crees  hallar  en  tu  alegría, 
y   un  infierno   encontrar  en   tu  tristeza, 
según  que  tu  alma  la  gobierne  un  día 
ya  el  loco  corazón,  ya  la  cabeza. 

Amarga,  i>^ro  irrefutable  filosofía  encierran  las  estrofas  co- 
piadas; y  para  nuestro  gusto,  es  Quince  años  ya  la  más  cuidada 
y  poética  de  las  composiciones  del  librito. 

La  del  frente  es,  en  puridad  de  verdad,  una  buena  escena 
de  la  vida  real,  y  en  la  que  todos  acaso  hemos  sido  actores.  Es 


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CACHIVACHERÍA  469 

la  historia  eterna  de  la  sacerdotisa  de  Venus  caída  del  pedestal. 
Alfredo  de  Musset  no  desdeñaría  alguna  de  las  pinceladas 
con  que  Mérida  nos  pinta  á  la  cortesana  en  sus  días,  ya  de 
esplendor,  ya  de  decadencia. 

Juayí  de  Mata^  que  así  bautiza  el  poeta  su  tercera  produc- 
ción, es  la  pintura  fiel  de  un  tipo  criollo,  exclusivo  de  Lima. 
'Pluma  de  observador  profundo  es  la  que  allí  se  ha  ejercitado. 

Gabriela  es  una  lección  galante,  á  la  vez  que  justa,  dada 
á  las  mujeres  que  se  encariñan  con  pergaminos  nobiliarios. 

Haciendo  contraste  con  la  primera  composición  del  librito, 
viene  la  última,  titulada  La  vejez.  En  ella,  el  poeta  se  revela 
I)ensador  y  cristiano. 

Pero  como  hasta  la  cara 
más  perfecta  y  bonita, 
si  no  un  lunar,  ostenta  una  pequita, 
y  como  todo  no  ha  de  ser  almíbar  y  pan  tierno,  voy,  para 
poner  remate  á  este  artículo,  á  fruncir  el  entrecejo  y  levantar 
la  palmeta  del  pedagogo,  que  bien  merece  Mérida  un  palmetazo, 
y  recio.  Por  escribir  de  prisa,  como  si  lo  forzaran  con  puñal 
al  pecho,  descuida  con  frecuencia  las  reglas  de  la  métrica  y 
de  la  sintaxis,  pecados  graves  en  quien,  como  el,  peca,  no 
por  ignorancia,  sino  por  pereza  para  corregir  y  limar.  Al  que 
tiene  el  estro  y  demás  envidiables  dotes  poéticas  que  ha  reve- 
lado Mérida  en  sus  Copias  del  natural,  hay  derecho  para  exigirle 
que  no  desatienda  la  forma,  que  ella  es  la  ropa  con  que  se 
atavían  los  pensamientos.  ¿Por  qué  Mérida^  que  tiene  faculta- 
des para  vestir  siempre  de  raso  y  terciopelo  sus  ideas,  las 
ha  de  envolver  á  veces  en  filipichín  y  zaraza? 

Por  lo  mismo  que,  entre  nosotros,  el  mejor  libro  (salvo  los 
de  texto  para  las  escuelas)  no  produce  para  el  puchero  co- 
tidiano; por  lo  mismo  que  los  literatos,  en  el  Perú,  no  son 
más  que  abnegados  obreros  del  progreso,  pienso  que  el  escritor 
está  más  seriamente  obligado  á  ser  correcto,  hasta  donde  sus 
fuerzas  intelectuales  y  su  ilustración  se  lo  permitan,  que  á 
más  no  poder...  ¡paciencia  y  moler  vidrios  con  los  codos! 

Ojalá  opine  como  yo  el  inteligente  Mérida,  abomine  el  pe- 
cado de  incorrección,  y  haga  formal  propósito  de  enmienda. 
He  dicho.  Fecha  y  firma. 


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470  RICARDO    PALMA 


Tradiciones  del  Cuzco. 


Pocas  veces  he  tomado  la  pluma  con  más  viva  satisfac- 
ción que  hoy  para  formular  juicio  sobre  el  libro  que  mi  exce-, 
lente  y  muy  querida  discípula  la  señora  Clorinda  Matto  de 
Turner,  se  ha  decidido  á  dar  á  la  estampa.  Y  llamóla  discípu- 
la, no  porque  traspiren  en  mí  vanidosos  humos  de  maestro, 
sino  porque  la  amable  escritora  ha  tomado  á  capricho,  que 
mujer  es,  y  por  ende,  autorizada  para  encapricharse,  repetir 
que  la  lectura  de  mis  primeros  libros  de  Tradiciones  despertó 
en  ella  la  tentación  de  consagrar  su  tiempo  é  ingenio  á  la  ruda 
tarea  de  desempolvar  rancios  pergaminos  y  extraer  de  ellos 
el  posible  jugo,  para  luego  presentarlos  en  la  galana  forma 
de  la  leyenda  nacional.  La  Historia  es  manantial  inagotable 
de  inspiración,  y  de  entre  las  páginas  de  raídos  cartapacios 
puede  el  espíritu  investigador,  auxiliado  por  la  solidez  del  cri- 
terio, tejer  los  hilos  todos  de  drama  interesante  y  conmovedor. 

Bien  sé  que  habiendo  sacado  de  pila  á  muchos  ahijados  li- 
terarios, gallardos  unos  y  deformes  otros,  debe  mi  firma,  cuan- 
do aparece  en  la  línea  final  de  un  prólogo,  inspirar  no  poca 
desconfianza  al  lector.  En  España,  por  ejemplo,  se  "dice  que 
la  mejor  recomendación  que  puede  presentar  un  libro  nuevo, 
es  la  de  no  traer  prólogo  de  don  Manuel  Cañete  ó  de  don 
Marcelino  Menéndez  y  Pelayo,  dos  críticos  de  grandísima  ilus- 
tración, pero  en  los  que  la  benevolencia  supera  en  mucho 
al  talento,  y  que  han  escrito,  pK)r  resmas,  prólogos  ó  cartas 
de  presentación.  Yo  amo  esos  caracteres  que  se  complacen 
en  alentar  con  el  elogio,  y  detesto  la  crítica  malévola  ó  intran- 
sigente que,  desdeñando  las  bellezas,  goza  en  rebuscar  tunarles 
y  aquilatar  defectos,  rebajando  siempre  la  talla  del  escritor 
novel.  Sin  que  ello  importe  parangonarme  con  mis  dos  ilustres 
amigos  y  compañeros  en  la  Real  Academia  Española,  al  lado 
de  los  cuales  no  paso  de  ser  un  simple  (y  tómese  este  simpVe 
hasta  en  su  acepción  maligna)  borroneador  de  papel,  declaro 
que,  como  ellos,  prefiero  pecar  de  indulgente  á  pecar  de  severo. 

Afortunadamente  para  mí,  en  esta  ocasión  no  tengo  que  far 


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CACHIVACHKRIA  471 

ligar  el  cerebro  ni  entrar  en  transacciones  con  mi  conciencia 
lileraria,  para  tributar  entusiasta  aplauso,  que  es  de  justicia 
y  no  de  obligado  compromiso.  Dejo  á  los  zoilos  de  pacotilla 
y  á  los  envidiosos  de  aldehuela  en  su  derecho  para  amargar 
con  la  ponzoña  de  una  crítica  intemperante,  toda  la  miel  que 
de  mi  pluma  destile. 

Eso  es  digno  de  crítico  villano, 
como  es   digno   el   cadáver  del  gusano. 

En  el  fondo,  la  Tradición  no  es  más  que  una  de  las  formas 
auc  puede  revestir  la  Historia;  pero  sin  los  escollos  de  ésta. 
Cumple  á  la  Historia  narrar  los  sucesos  secamente,  sin  recu- 
rrir á  las  galas  de  la  fantasía,  y  apreciarlos,  desde  el  punto 
de  vista  filosófico  social,  con  la  imparcialidad  de  juicio  y  ele- 
vación de  propósitos  que  tanto  realza  á  los  historiadores  mo- 
dernos Macaulay,  Thierry  y  Modesto  de  Lafuente.  La  Histo- 
ria que  desfigura,  que  omite,  ó  que  aprecia  sólo  los  hechos 
que  convienen  ó  como  convienen;  la  Historia  que  se  ajusta 
al  espíritu  de  escuela  ó  de  bandería,  no  merece  el  nombre  de 
tal.  Menos  estrechos  y  peligrosos  son  los  límites  de  la  Tradición. 
A  ella,  sobre  una  pequeña  base  de  verdad,  la  es  lícito  edificar 
un  castillo.  El  tradiclonisra  tiene  que  ser  poeta  y  soñador. 
El  historiador  es  el  hombre  del  raciocinio  y  de  las  prosaicas 
realidades.  La  Tradición  es  la  fina  tela  que  dio  vida  á  las  bellí- 
í^imas  mentiras  de  la  novela  histórica,  cultivada  por  Walter 
Scott  en  Inglaterra,  por  Alejandro  Dumas  en  Francia,  y  por 
Fernández  González  en  España. 

En  nuestras  convicciones  sobre  americanismo  en  literatura, 
entra  la  de  que  precisamente  es  la  Tradición  el  género  que 
mejor  lo  representa.  América  es  el  teatro  de  los  sucesos;  cos- 
tumbres y  tipos  americanos  son  los  exhibidos  y  el  que  escriba 
Tradiciones,  no  sólo  está  obligado  á  darles  colorido  local,  sino 
que,  hasta  en  el  lenguaje,  debe  sacrificar,  siempre  qu^e  opor- 
tuno lo  considere,  la  pureza  clásica  del  castellano  idioma,  para 
poner  en  boca  de  sus  personajes  frases  de  riguroso  provincia- 
lismo, y  que  ya  perderá  tiempo  y  trabajo  el  que  se  eche  á 
buscarlas  en  los  diccionarios.  Cuando  se  pinta,  no  debe  huirse 
de  la  naturalidad,  por  mucho  que  á  veces  sea  ella  ramplona 
y  de  mal  gusto.   Estilo  ligero,  frase  redondeada,  sobriedad  en 


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172  RICARDO    PALMA 

las  descripciones,  rapidez  en  el  relato,  presentación  de  [:jerso- 
najes  y  caracteres  en  un  rasgo  de  pluma,  diálogo  sencillo  á 
la  par  que  animado,  novela  en  miniatura,  novela  homeopática, 
por  decirlo  así,  eso  es  lo  que,  en  mi  concepto,  ha  de  ser  la 
Tradición.  Así  lo  ha  comprendido  también  la  inteligente  au- 
tora de  este  libro. 

Como  labor  histórica,  hay  que  convenir  en  que  la  señora 
Matto  de  Turner  ha  sabido  explotar  el  rico  filón  de  documentos 
escondidos  en  los  empolvados  archivos  de  la  imperial  ciudad 
de  los  Incas,  tarea  patriótica  que  hombres  han  desdeñado  aco- 
meter, y  que,  con  cumplido  éxito,  ha  conseguido  realizar  mi 
predilecta  amiga.  ¡Cuántas  noticias  y  fechas  históricas,  salva- 
das para  siempre  del  olvido,  va  á  encontrar  el  lector  en  las 
preciosas  páginas  que  entre  las  manos  tiene!  La  autora  sabe 
hacemos  vivir  en  el  pasado,  en  un  pasado  embellecido  pbr  no 
sé  qué  mágico  y  misterioso  hechizo,  que  adormece  en  el  ánimo 
los  dolores  del  presente  y  cicatriza  las  heridas  de  nuestros 
recientes  é  inmerecidos  infortunios,  haciéndonos  alentar  la  es- 
peranza en  mejores  días,  y  la  fe  en  que  llegarán  tiempos  de 
reparación  y  desagravio  para  la  honra  de  nuestra  abatida  na- 
cionalidad. Lo  repetimos:  el  libro  de  Clorinda  es  digno  íle  ser 
gustado  y  saboreado  con  deleite. 

Que  la  señora  Matto  dé  Turner  es  una  escritora  concienzu- 
da, nos  lo  prueba  el  que  rara,  rarísima  vez,  deja  de  citar  la 
crónica,  el  documento,  la  fuente,  en  fin,  de  donde  ha  bebido, 
revelando  conocimiento  sólido  en  los  anales  de  la  Historia 
patria.  Desde  Garcilaso  y  Montesinos,  hasta  Córdova  y  Men- 
diburu,  todos  los  historiágrafos  del  Perú  la  son  familiares. 
No  son  muchos  los  hijos  de  Adán  que  pueden  preciarse  de  aven- 
tajarla en  este  terreno. 

Páginas  ha  escrito  la  señora  Matto  de  Turner,  que  por  la 
sencillez  ingenua  del  lenguaje,  nos  recuerdan  á  Cecilia  Bohl 
(Fernán  Caballero).  ¥.n  general  su  estilo  es  humorístico,  su 
locución  castiza  é  intencionada,  y  libre  de  todo  resabio  de 
afectación  ó  amaneramiento,  tal  como  cuadra  á  la  índole  de 
sus  narraciones.  Viveza  de  fantasía,  aticismo  de  buen  gusto, 
delicadeza  en   las   imágenes,   expresión   natural,   á   \i\    vez   que 


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cachivachería  473 

correcta  y  conceptuosa,  son  las  dotes  que  más  sobresalen  en 
la  ilustrada   autora  de  las   Tradiciones  Cuzqiieñas. 

Acuérdela  el  cielo  horas  más  serenas,  para  que  prosiga  em- 
belesando á  los  amantes  de  la  buena  literatura  nacional  con 
nuevas  producciones  de  su   elegante  pluma. 


La  guerra  separatista  del  Perrt. 

El  señor  don  Fernando  Valdés,  conde  de  Torala  y  coronel  de 
artillería  en  el  ejército  español,  ha  tenido  la  amabilidad  de 
"emitirme  para  la  Biblioteca  Nacional,  acompañado  de  benévola 
carta,  un  ejemplar  del  primer  tomo  de  la  obra  que,  sobre  nues- 
tra guerra  de  Independencia  ha  entregado  á  la  publicidad.  El 
tomo  contiene,  con  el  carácter  de  preliminar,  la  exposición 
que  el  general  don  Jerónimo  Valdés  dirigió  desde  Vitoria,  en 
Julio  de  1827,  el  rey  don  Fernando  Vil,  documento  que,  hasta 
ahora,  permanecía  inédito,  pero  del  cual  tuve,  hace  años,  opor- 
tunidad de  leer  una  copia  entre  los  manuscritos  que  poseía 
mi  egregio  amigo  el  general  Mendiburu,  autor  del  Dicciona- 
rio histórico  biográfico  del  Perú.  Gran  servicio  prestaría  la 
Real  Academia  de  la  Historia  compilando  las  exposiciones  ó 
manifiestos  de  Pezuela,  La  Sema,  Rodil.  Ramírez  y  demás  pro- 
hombres del  partido  realista,  documentos  en  su  mayor  parte 
inéditos,  siendo  muy  difícil  conseguir  hoy  ejemplar  de  los  pocos 
que  se  imprimieron.  Sólo  me  es  conocido  el  de  Rodil. 

En  tres  partes  divide  el  señor  general  Valdés  su  exposi- 
ción. Consagra  la  primera  á  justificar  lo  injustificable  de  ese 
acto  clásico  de  indisciplina,  conocido  por  revolución  de  Azna- 
puquio,  en  virtud  del  cual  quedó  depuesto  el  virrey  Pezuela. 
En  la  segunda  parte  se  contrae  á  recriminar  la  defección  de 
Olañeta,  en  el  Alto  Perú;  y  en  la  tercera  y  última,  á  probar 
que  la  batalla  de  Ayacucho  no  se  perdió  por  traición  ni  por  ig- 
norancia, sino  por  cobardía  de  la  tropa  (colecticia  y  en  tres 
cuartas  partes  compuesta  de  peruanos)  y  por  haberse  adelan- 
lantado,  más  de  lo  que  se  le  previno,  el  comandante  del  pri- 
mer regimiento  de  la  izquierda.  Achaques  quiere  la  muerte. 

Sintetiza   el   general   Valdés  su   exposición,   pidiendo   al   mo- 


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474  RICARDO    PALMA 

narca  que.  considere  en  autoridad  de  cosa  juzgada  todo  lo  re- 
lativo á  la  deposición  de  Pezuela;  que  declare  odiosa  la  memo- 
ria de  Olafieta;  y  que  estime  merecedores  dei  nacional  aprecio 
y  de  sus  reales  bondades  á  los  vencidos  en  Ayacucho.  No  era 
poco  pedir. 

El  afecto  filial  conquista  siempre  simpatías,  y  confieso  que 
muy  cordial  me  la  inspira  el  señor  conde  de  Torata,  al  in- 
tentar la  defensa  de  los  errores  y  extravíos  políticos  del  que 
le   legara  su  nobiliario   título  y  su   apellido  histórico. 

Como  peruano,  debo  y  quiero  reconocer  que  la  rebelión  de 
Aznapuquio  significó,  para  la  causa  patriota,  tanlo  como  una 
batalla  ganada  á  España.  Todo  el  elemento  civil  de  la  capital, 
impresionado  por  el  escándalo  que  dio  el  militarismo,  se  hizo 
partidario  de  la  Independencia.  Y  nada  de  forzado,  sino  de 
muy  lógico  y  natural,  hubo  en  ello.  El  motín  personalista 
de  Aznapuquio  desmoralizó  por  completo  una  sociedad  acos- 
tumbrada, por  cerca  de  tres  siglos  de  administración  colonial, 
á  mirar  con  profundo  respeto  el  principio  de  autoridad  civil, 
hasta  creer  la  persona  del  virrey  tan  sagrada  é  inviolable  cómo 
la  del  monarca. 

Pero  tratándose  de  juzgar  un  hecho  histórico,  pongo  aparte 
mi  condición  de  peruano,  desciendo  del  campanario  de  mi 
parroquia,  ceso  de  ver  las  cosas  por  el  lado  egoísta  del  bene- 
ficio reportado,  y  echóme  á  discurrir  con  criterio  desapasio- 
nado, recto,  independiente.  Yo  no  conocí  ni  traté,  como  el 
general  Mendiburu,  á  los  políticos  españoles  de  1821;  los  juzgo 
sin  personales  antipatías  ni  interesados  afectos.  Ruego,  pues, 
al  señor  conde  de  Torata,  que  en  mi  manera  de  apreciar  la 
revolución  de  Aznapuquio  (1)  tres  cuartos  de  siglo  después 
de  acontecida,  no  vea  más  que  la  opinión  individual  de  uno 
de  tantos  aficionados  á  estudios  sobre  el  pasado  del  Perú. 
En  la  página  12  del  libro,  el  señor  conde  me  honra  con  gratu- 
latorias palabras  por  los  conceptos  justicieros  que  dedico  al 
general  Valdés  en  varias  de  mis  Tradiciones,  si  bien  lamen- 
tando que,  en  una  de  ellas,  al  llamar  á  La  Serna  virrey  de 
cuño  falso,  virrey  carnavalesco  y  de  motín,  revele,  muy  á  la 

(1)    Aanapuquio.  Vocablo  quechua  que  8ÍgnilÍoa  manantial  hediondo. 


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cachivachería  475 

lij^íera,  reprobación  por  lo  de  Aznapuquio.  Disculpe  el  señor 
<:onde  que  la  justifique  en  este  artículo. 

Siempre  que  á  los  puntos  de  mi  pluma  vino  el  nombre  del 
general  Valdés,  fué  para  acompañarlo  de  un  adjetivo  encomiás- 
tico. Como  el  general  Mendiburu,  creo  sinceramente  que  Val- 
dés fue  un  distinguido  talento;  un  militar  instruido,  gran  or- 
denancista y  mejor  táctico;  soldado  valiente,  decidido,  perse- 
verante, desinteresado  y  severo,  sólo  cuando  la  severidad  p'ra 
oportuna.  Poseía,  en  fin,  todas  las  cualidades  necesarias  para 
encabezar  un  partido.  Precisamente  ese  conjunto  de  circuns- 
tancias le  fué  fatal,  porque  lo  arrastró  á  cometer  gravísima  falta 
que,  ante  la  posteridad  imparcial,  empaña  el  brillo  de  su  nom- 
bre. Esa  falta  es  la  rebelión  de  Aznapuquio,  de  la  que  él  fué 
el  inspirador,  el  alma. 

Es  indudable  que  el  general  Valdés  fué  de  los  pocos  hombres 
que  hacen  de  la  amistad  un  culto,  y  que  todo  lo  sacrifican  ante 
ella.  En  1816  vino  de  España  con  La  Sema,  embarcados  en 
la  fragata  Venganza,  y  después  de  la  capitulación  de  Ayacucho 
regresaron  juntos  á  Europa  en  la  Ernestina.  Eran  dos  inse- 
parables: estaban  ligados  por  el  afecto  más  que  los  hermanos 
siameses  por  un  cartílago.  El  cariño  de  Valdés  por  La  Serna, 
unido  al  resentimiento  que  contra  Pezuela  abrigaba,  porque 
éste  pretendió  separarlo  del  Perú,  destinándolo  al  ejército  de 
Quito,  fueron  causas  que  bastaron  para  acallar  en  su  alma  el 
sentimiento  del  deber,  arrastrándolo  á  fraguar  la  desleal  de- 
fección de  Aznapuquio. 

Gran  esfuerzo  cerebral  revela  el  general  Valdés  en  su  expo- 
sición, para  atenuar  el  pecado  y  sus  consecuencias;  pero  la 
voz  de  If.  conciencia  le  grita  que  todos  sus  argumentos  son 
deleznables  ante  el  rigor  de  las  ordenanzas  y  de  las  leyes  del 
honor  militar;  y  por  eso,  termina  solicitando  del  monarca,  i3o 
precisamente  la  absolución,  sino  que  se  eche  tierra  sobre  «el 
acto  de  rebeldía.  Así  en  España  como  en  el  Perú,  han  sido 
siempre  una  grandísima  calamidad  estos  generales  que  hacen 
polilica  con  criterio  de  cuartel. 

La  rebelión  de  Aznapuquio  no  se  defiende  con  palabras  ni 
con  chicana  de  abogado.  Si  defensa  cabe,  es  la  del  hecho  triun- 
fante:— la  victoria,   y  no   la   derrota   de   Ayacucho.    Un   hecho 


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47(i  RIÜAKDO    PALMA 

quizá  se  justifica  con  otro  hecho,  que  es  el  éxito,  suponiendo 
moralidad  en  la  máxima  jesuítica  de  que  el  fin  bonifica  los 
medios. 

El  militarismo  derroco  á  Pezuela,  no  por  lealtad  ni  amor 
al  soberano,  sino  porque  sólo  prolongando  la  guerra  había 
ancho  campo  para  ascensos  y  medros:~«Era  preciso  (1)  (dice 
Mendiburu  en  su  artículo  sobre  La  Serna)  dar  soltura  á  las 
ambiciones,  recibir  ascensos  en  abundancia,  (como  sucedió  con 
García  Camba,  que  en  menos  de  dos  años  ascendió  desde  co- 
mandante hasta  general),  volver  á  España  para  figurar  en  ele- 
vada escala,  jugar  el  todo  por  el  todo,  frase  frecuente  en  boca 
de  Canterac.  Dieciocho  jefes,  convirtiéndose  en  cuerpo  deli- 
berante, destituían  al  que  representaba  al  soberano,  al  virrey 
Pezuela,  que  había  serxúdo  al  rey  más  que  todos  ellos  reuni- 
dos. Abusaron  de  la  ignorante  tropa  que  les  obedecía,  y  á  la 
cual  desmoralizaron,  dejando  al  Perú  un  ejemplo  funesto.  (2) 

Ningún  jefe  de  marina  autorizó  con  su  firma  el  escándalo, 
si  bien  acataron,  como  era  natural,  el  hecho  consumado.  Y 
en  cuanto  al  vecindario  de  Lima,  á  los  hombres  civiles  que 
no  medran  con  las  turbulencias  de  cuartel,  títulos  de  Castilla, 
clero,  comerciantes  acaudalados,  ricos  agricultores,  propieta- 
rios urbanos,  todos  negaron  su  contingente  de  simpatías  al  entro- 
nizado militarismo. 

El  vecindario,  por  intermedio  del  Cabildo  de  Lima,  había 
obligado  al  virrey  Pezuela  á  las  negociaciones  de  Miraflores, 
negociaciones  contra  las  que  murmuraron  sin  embozo  esos  mi- 
litares, á  quienes  nada  importaba  la  ruina  y  aniquilamiento 
social.  Y  esos  mismos  hombres  fueron  más  tarde  partidarios 
de  las  negociaciones  de  Punchauca,  sólo  porque  en  ellas  se 
estipulaba  una  Regencia  de  la  que  sería  jefe  el  virrey  La  Sema. 

Un  mes  antes  de  la  felonía  de  Aznapuquio,  el  general  Ra- 
mírez que  mandaba  las  fuerzas  del  Alto  Perú,  escribió  desde 
Arequipa  al  rey  de  España,  manifestándole  que  la  adhesión 
de  los  pueblos  á  la  causa  independiente  era  incontenible,  qu^ 
el  espíritu  revolucionario  había  penetrado  hasta  en  los  cuarte- 

(1)  «Diccionario  hi»tórico  tomo  VII,  páfrina  218. 

(2)  Los  dieciocho  motinistas  ó  amolinadores  fueron  los  brípadieres  Can»«»n»c  y  Val<*é»,  lo» 
•ornneles  Bavona,  Toro,  marqués  de  Va i lo- umbroso,  I  and  inri.  Bodil.  Otero,  T»Tr«r,  beoana. 
Bedoya,  Martín,  y  los  comandantes  García  Camba,  Ramírez,  Karráez,  Ort.z.  Tur  y  García. 


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CACHIVACHERÍA  477 

les,  donde,  á  fuerza  de  vigor,  había  tenido  que  reprimir  va- 
rios amagos  de  motín;  y  terminaba  asegurando  que,  si  de  la 
metrópoli  no  se  enviaba  pronto  una  poderosa  escuadra,  el  Perú 
se  perdería  para  la  corona.  Ramírez  no  hizo  en  este  documento 
más  que  repetir  lo  que  Pezuela,  en  diversos  oficios,  había  co- 
municado á  la  Corte.  El  mismo  La  Serna^  á  los  cuarenta  días 
de  ser  ^gobierno,  clamaba  por  buques  y  refuerzo  de  tropa,  re- 
conociéndose ya  tan  impotente  como  Pezuela  para  detener  la 
ola  revolucionaria. 

El  motín  de  Aznapuquio  no  tuvo,  pues,  más  propósito  que 
el  personalísimo  de  cambiar  hombre  por  hombre.  Los  jefes 
que  no  imperaban  bajo  Pezuela,  vinieron  á  ser  los  omnipo- 
tentes con  La  Serna. 

Abundan  en  la  exposición  de  Valdés  cargos  que  por  sí  so- 
los se  refutan,  como  el  de  la  defección  del  Numancin,  que  era 
uno  de  los  cuerpos  que  mandaba  el  general.  Alega  este  que 
ignoraba  lo  que  todos  sabían  sobre  el  espíritu  dominante  en 
oficiales  y  tropa;  que  no  tenía  noticia  de  un  reciente  plan  de 
sublevación,  conjurada  en  los  momentos  de  estallar;  y  hasta 
era  para  él  desconocido  el  hecho  de  que,  en  Guayaquil,  tres 
capitanes  del  NumancH  habían  cambiado  de  bandera  alistán- 
dose en  las  filas  patriotas.  El  alegato  es  pueril.  Don  Jerónimo 
Valdés  no  era  de  los  hombres  que  están  siempre  en  Babia  para 
necesitar  que  el  virrey  Pezuela  le  recomendase  vigilancia  con 
los  numan tinos.— Mendiburu  dice  que  en  esta  ocasión  no  le 
asistió  á  Valdés  su  reconocida  inteligencia  para  proceder  con 
la  cautela  que  pudo  y  debió   emplear. 

No  desconocemos  que  Pezuela  cometió  no  pocos  desaciertos 
políticos  y  militares.  Pero,  ¿acaso  el  que  se  propuso  enmendar- 
le la  plana  no  incurrió  en  ellos,  y  en  mayor  escala?  ¿No  llegó 
también  La  Sema  á  declarar,  en  oficio  de  7  de  Marzo,  diri- 
gido al  Ministerio  de  Guerra,  que  los  recursos  estaban  ago- 
tados, que  nada  podía  alcanzarse  sin  marina,  que  la  causa  in- 
surgente progresaba  y  que,  en  habitantes  y  soldados,  había 
decisión  por  la  Independencia?  Comentando  este  oficio,  dice 
Mendiburu  (y  dice  bien)  que  La  Serna  vindica  con  él  al  anterior 
virrey,  quien  no  pudo  hacer  más  de  lo  mucho  que  hizo. 

En  resumen,  el   gobierno  militar  y  civil   en   manos  de  ios 


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478  RICARDO    PALMA 

hombres  de  Aznapuquio,  fué  un  elefante  blanco;  pues  ni  siquiera 
amagaron  á  las  fuerzas  de  San  Martín  ó  las  derrotaron,  como 
creían  fácil  cuando  mandaba  Pezuela.  Se  mantuvieron  seis  me- 
ses á  la  defensiva,  entre  los  muros  de  Lima,  dando  campo 
para  que  los  patriotas  aumentasen  sus  fuerzas  y  ganasen  en 
prestigio.  No  es  razonable  presumir  que  el  objetivo  de  los 
revolucionarios  de  Aznapuquío  hubiera  sido  entregar  la  ca- 
pital á  San  Martín  sin  que  éste  tuviera  para  qué  gastar  pól- 
vora. 

En  la  segunda  parte  de  su  exposición,  el  general  Valdés 
desahoga  bilis  y  fulmina  rayos  contra  el  rebelde  Olañeta,  quien 
desconociendo  la  autoridad  del  virrey  La  Serna,  virrey  de  mo- 
tín y  de  farándula,  no  hizo  más  que  seguir  el  ejemplo  que  le 
dieran  los  revoltosos  de  Aznapuquio.  Estos  sembraron  mala 
semilla,  y  no  debían  prometerse  cosecha  de  buen  grano.  La 
autoridad  de  Olañeta  nació  de  la  misma  fuente  que  la  de  La 
Serna:  del  cuartel.  Sable  por  sable,  tanto  daba  el  uno  como 
el  otro. 

En  esta  parte  de  la  exposición  hay  algo  que  no  habla  muy 
alto  en  favor  de  la  firmeza  de  convicciones  en  el  general  Acal- 
des. Desde  1816,  en  que  llegó  al  Perú,  hasta  principios  de 
1824,  era  considerado  como  uno  de  los  jefes  del  partido  que 
se  bautizó  con  el  nombre  de  liberal  p)eninsular.  Que  el  libera- 
lismo del  general  Valdés  no  era  de  purísimos  quilates,  lo  com- 
prueba el  hecho  de  que,  en  la  expedición  contra  Olañeta,  pro- 
clamó el  régimen  absoluto,  restablecido  por  el  ingrato  y  des- 
leal Fernando  Vil,  renegando  de  la  liberalísima  Constitución 
que  dictaran  las  Cortes  de  Cádiz.  Las  razones  que  para  justificar 
cambio  tan  radical  y  repentino  exhibe  el  general  Valdés,  en 
su  manifiesto  de  Vitoria,  son  razones  de  momentánea  conve- 
niencia partidarista,  y  nada  más;  pero  que  no  recomiendan 
al  general  como  hombre  de  convicciones  y  de  doctrina.  Desde 
1824,  la  consigna  para  el  soldado,  que  antes  se  distinguiera 
por  su  liberalismo,  fué  ésta:  ¡vivan  las  cadenas! 

El  día  de  la  desgracia  llama  el  general  Valdés  al  de  Aya- 
cucho.  No,  el  día  de  la  desgracia  fué  el  de  Aznapuquio,  porque 
fué  el  día  del  deshonor.  La  derrota  no  fué  sino  el  corolario  pre- 
ciso, inevitable,  de  la  desmoralizadora   é  injustificable  rcbcl- 


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CACHIVACHERÍA  479 

día.  El  día  de  Ayacucho  no  fué  más  que  el  día  de  la  expiación 
para  el  militarismo,  ambicioso  y  corruptor,  que  sembró  en 
el  Perú  semilla  cuyo  fruto  estamos  cosechando  todavía,  en 
nuestros  tiempos  de  república.  Gamarra,  nuestro  primer  motinis- 
ta de  cuartel,  se  educó  en'  la  escuela  de  Aznapuquío.  Gamarra 
tuvo  discípulos  que  lo  aventajaron. 

Fresco  aún  el  recuerdo  del  suplicio  de  Atahualpa,  princi- 
piada apenas  la  conquista,  él  sable  avasallador  del  militaris- 
mo derribó  al  primer  virrey  del  Perú,  Blasco  Núñez  de  Vela. 
El  militarismo  español  no  quiso  despedirse  de  América  sin 
repetir  el  escándalo.  La  conquista  terminó  como  empezara. 
Principió  con  la  destitución  de  un  virrey,  y  concluyó  con  la 
destitución  de  otro  virrey.  El  sombrío  Felipe  II  castigó,  como 
él  sabía  castigar,  á  los  que,  en  la  persona  de  su  representante, 
ultrajaron  la  majestad  del  soberano.  El  débil  Fernando  VII, 
rey  también  absoluto  y  por  derecho  divino,  no  quiso  ni  supo 
castigar.  Fué  el  pueblo  español,  quien  se  encargó  de  hacer  jus- 
ticia, más  tremenda  que  la  realizada  por  el  hacha  del  verdu- 
go, bautizando  á  los  rebeldes  de  Aznapuquio  con  el  oprobioso 
y  muy  significativo  epíteto  de  ayacuchos. 


El  señor  conde  de  Torata  contestó  á  este  artículo  con  un 
folleto  personalísimo,  al  que  no  estimé  digno  de  mí  dar  res- 
puesta 


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^m^^?^::t^:>:r^:>7n^'{t'yir:^';¿^^ 


BORRASCA  EN   UN   VASO   DE  AGUA 


Tal  puede  llamarse  la  que,  en  tres  periódicos  de  la  pre- 
sente semana,  se  pretendió  levantar  con  motivo  de  una  >tesis 
sobre  la  mujer,  tesis  leída  hace  un  mes  en  la  Facultad  de  Le- 
tras de  nuestra  Universidad  de  San  Marcos  por  el  joven  don 
Maximiliano  Oyóla,  para  optar  el  grado  de  doctor.  Periódico 
hay  que  lleva  su  intemperancia  hasta  pedir  que  se  suspenda 
por  un  año  al  alumno  universitario  en  el  derecho  de  titularse 
doctor,  ya  que  no  es  hacedero  cancelarle  el  diploma.  Cosas 
leímos  contra  esa  tesis,  que  hasta  á  San  Pedro,  que  es  calvo, 
le  ponen  los  pelos  de  punta,  y  que,  en  punto  á  exageración, 
corren  parejas  con  la  liariz  de  aquel  narigudo  que,  cuando 
estornudaba,  sólo  oía  el  estornudo  cinco  minutos  después,  por 
lo  largo  del  trayecto  recorrido. 

Confesamos  que  ante  alharaca  tamaña,  se  despertó  la  cu- 
riosidad nuestra  por  leer  la  monstruosa  tesis,  el  fenómeno  de 
inmoralidad,  irreligión  y  escándalo;  y  después  de  leída  no  pu- 
dimos menos  de  soltar  la  carcajada,  pensando  que  los  que  con- 
tra la  tesis  se  encarnizan,  no  se  han  tomado  el  trabajo  de 
leerla,  y  que  se  han  hecho  eco  de  apasionadas  ó  incompetenl^es 
referencias.  No  ha  faltado  más  que  pecTír  cinco  años  de  pe- 
nitenciaría para  el  subdecano  por  haber  acordado  su  visto  hueno 
á  la  inofensiva  disertación,  que  ciertamente  no  tiene  ni  el  mé- 
rito de  estar  escrita  en  galano  y  seductor  estilo,  sino  en  prosa 
muy  prosaica  y  ajustada  á  las  leyes  de  la  sintaxis,  no  obstan- 

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482  RICABDO   PALMA 

te  que  el  tema  se  prestaba  á  bizarrías  de  lenguaje.  El  señor 
Oyóla,  á  quien  sólo  de  vista  conocemos,  será  un  joven  más  ó 
menos  aplicadito  ó  aprovechado;  pero,  á  juzgarlo  por  la  forma 
'de  su  tesis,  no  ñay  en  él  tela  de  literato.  No  es  de  los  muchachos 
peUgrosos  y  capaces  de  hacer  daño  á  la  reacción  conservado- 
ra que,  hoy  por  hoy,  gana  terreno  en  el  Perú. 

Para  que  los  que  no  conocen  la  tesis  se  formen  cabal  con- 
cepto de  ella  y  se  convenzan  de  que  no  vale  el  alboroto,  va- 
mos  á  extractarla   y  comentarla   párrafo   por   párrafo. 

Ln  introducción  que,  como  estilo,  parece  lo  más  cuidado 
del  estudio  sociológico,  es  un  ditirambo  á  la  mujer,  que,  para 
nosotros  los  barbados,  es  fortaleza  en  el  combate,  fe  en  la 
incerlidumbre  y  consuelo  en  la  desgracia.  Continúa  el  señor 
Oyóla  enalteciendo  la  influencia  de  la  mujer  en  todas  las  eda- 
des de  la  humanidad,  repitiendo,  con  palabras  distintas,  con- 
ceptos de  Castelar;  y  al  hablar  de  la  condición  jurídica  de  la 
desterrada  del  Paraíso,  defiende  las  doctrinas  que  el  señor 
Cesáreo  Chacal  tana  enseña  á  sus  alumnos  en  la  Cátedra  de 
Derecho  civil.  Pone  término  á  las  diez  páginas  de  introducción 
declarando  que  va  á  ocuparse  en  estudiar  lo  que  fué  la  mujer 
en  el  pasado,  cuál  es  su  condición  actual  y  lo  que  presume  que 
podrá  ser  en  lo  porvenir.  Esto  es,  ni  más  ni  menos,  lo  de 

vi  yo  no  sé  cuándo,  por  yo  no  sé  dónde, 
no  sé  qué  muchacha  con  yo  no  sé  quién; 
no  sé  por  qué  fueron  á  no  sé  qué  sitio, 
y  no  sé  qué  hicieron,  pues  yo  no  sé  qué. 

El  primer  capítulo  es  un  rápido  estudio  antropológico  de 
la  mujer,  estudio  que,  en  su  mayor  parte,  es  reproducción 
de  un  artículo  que  el  sabio  doctor  Letamcndi  publicó  en  un  pe- 
riódico de  Barcelona.  Nada  de  original  ó  propio  nos  dice  el 
joven  Oyóla,  limitándose  á  reforzar  la  exposición  con  una,  tal 
vez  innecesaria,  cita  de  Ahrens,  tratadista  de  Derecho  na- 
tural. 

En  el  capítulo  segundo,  hablando  de  la  condición  de  la 
mujer  en  los  tiempos  antiguos,  repite  el  aspirante  á  docto- 
rado lo  que  todos  hemos  leído  en  Cantu,  Oncken,  Bebel,  Mi- 


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cachivachería  483 

chelet,  Tácito,  Herodoto,  Pomponio  Mcla,  Aristóteles,  Tucídi- 
dos,  Heinzen  y...  la  mar  de  historiadores  y  sociólogos.  Capitu- 
lito  de  erudición,  y  nada  más;  y  como  no  se  ha  declarado 
que  lucir  pretensiones  de  erudito  sea  un  crimen,  resulta  quye 
no  es  justiciable  el  señor  Oyóla  sólo  por  contarnos  que  ha  leído 
mucho  de  bueno,  mucho  de  mediocre  y  hasta  mucho  de  malo. 

Vamos  al  tercer  capitulo.  Acepta  el  autor  de  la  tesis  que 
el  cristianismo  mejoró  en  mucho  la  condición  de  la  mujer,  á 
pesar  de  que,  en  los  primeros  siglos,  no  fueron  muy  liberales 
para  con  ella  los  Padres  de  la  Iglesia;  y  entre  otras  citas 
exhibe  la  autoridad  de  Tertuliano,  que  llamó  á  la  mujer  pmrta 
del  infierno.  Nada  inventa  Oyóla  al  historiar  la  condición  de 
la  mujer  en  la  edad  media;  nos  dice  sobre  el  feudalismo  y 
las  cortes  de  amor  con  sus  juegos  florales  y  la  andante  caba- 
llería, lo  que  nos  dicen  todos  los  libros  viejos.  Hablando  de 
la  mujer  peruana,  estampa  que  su  condición  ante  la  ley  es  idén- 
tica á  la  de  la  mujer  en  Francia,  Alemania,  España,  Italia,  et- 
cétera, etc.,  lo  que  comprueba  citando  diversos  artículos  del 
Código  Civil.  Que  el  autor  aspire  á  que  la  mujer  sea  ilustrada 
y  disfrute  de  los  mismos  derechos  civiles  y  políticos  que  el 
varón,  no  es  pretensión  que,  por  inmoral,  escandalice  y  que 
merezca  que  sobre  la  tesis  caiga  un  varapalo.  Hasta  aquí  no 
ha  incurrido  el  sustentante  ni  en  lo  que  se  llama  el  pecado 
de  la  lenteja,  que  es  de  los  más  veniales.  Ese  es  tema  que 
está  sobre  el  tapete  de  la  discusión,  desde  los  días  de  la  r^- 
volución  francesa;  es  una  de  tantas  fantasías  humanas  que 
no  reviste  seriedad,  á  pesar  de  que,  en  Estados  Unidos,  la 
mujer  va  rápidamente  haciendo  conquistas  en  el  campo  iguali- 
tario, i  Qué  mucho  si,  hasta  entre  nosotros,  ya  hay  doctoras, 
y  hay  nómina  de  oficina  en  que  varias  hijas  de  Eva  figuran 
como  empleados  públicos! 

i  Cómo  no  estimar,  como  un  progreso,  el  que  hoy  la  mujer 
ilustre  su  inteligencia,  y  que  lea  y  escriba  con  corrección!  Ya 
pasaron  los  tiempos  en  que,  galanteando  nuestros  abuelos  á 
alguna  gentil  y  aristocrática  tapada  de  saya  y  manto,  la  de- 
cían: 

—Dígame  usted  siquiera  por  qué  letra  empieza  su  nom- 
bre. 


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484  RICARDO    PALMA 

—Empieza  por  U...:  adivine  usted  ahora. 

— ¡Ah!  ¿Se  llama  usted  Úrsula? 

—No,  señor;  me  llamo  Usebia. 

i  Qué  horror!  Nuestras  lindas  paisanitas  del  siglo  pasado 
ignoraban  hasta  la  ortografía  de  su  nombre  de  pila. 

El  autor,  apoyándose  en  relaciones  de  viajes,  nos  habla, 
en  el  capítulo  cuarto  de  la  actualidad  social  de  la  mujer  en 
Asia,  África,  Oceanía  y  tribus  salvajes  de  América.  Habrá  pe- 
queñas discrepancias  en  el  relato  de  los  viajeros;  pero,  en  el 
fondo,  resaltará  siempre  la  abyección  á  que,  en  esos  pueblos, 
está  sometido  el  bello  sexo.  Bien  pudo  el  autor  suprimir  este 
capítulo  por  innecesario.  Carece  de  objeto,  y  hasta  las  lige- 
rísimas  apreciaciones  tienen  sabor  á  verdades  de  PerogruUo. 
No  toda  la  misa  ha  de  ser  amenes. 

El  capítulo  final,  que  es  la  síntesis  ó  resumen  del  sociológi- 
co estudio,— igualdad  absoluta  de  la  humanidad  entera— no  es 
más  que  ampliación  de  lo  expuesto  en  el  tercer  capítulo.  Por- 
que el  señor  Oyóla  desee  que  en  lo  porvenir  la  mujicr  pueda 
ejercitar  su  actividad  en  el  terreno  que  más  le  plazca,  y  que 
se  coloque  frente  al  hombre  con  entera  independencia;  por- 
que hable  de  paz  perpetua  y  porque  discurra  como  Spencer 
sobre  límites  del  progreso  humano,  puntos  todos  discutibles, 
que  no  atacan  la  moral  pública,  ni  el  dogma,  ni  las  leyes  del 
Estado,  ¿se  ha  de  calificar  su  tesis  de  inmoral,  de  irreligiosa, 
de  anarquista  y  disociadora?  Y  hubo  prójimo  liberal  que  lle- 
vara la  alarma  al  espíritu  del  mismo  Rector  de  la  Universidad, 
pidiéndole  que  no  autorizara  con  su  firma  el  doctorado  de 
ese  joven  irreverente,  impío,  socialista  y  sedicioso?  Liberalis- 
mo de  tal  estofa,  es  el  liberalismo  del  Syllabus,  el  liberalismo 
del  ciudadano  Nerón, 

y  muera  el  que  no  piense 
tal  como  pienso  yo. 

Felizmente,  el  recto  criterio  del  Rector  se  sobrepuso  á  la 
pretensión,  leyó  la  tesis,  de  seguro  que  sonrió  después  de  leer- 
la, y  n3  infirió  al  autor  el  desairo  que  se  pretendía.  ¡Pues  no 
faltaba  más  para  que  estuviéramos  en  pleno  triunfo  reaccio- 
nario! Para  eso  no  valía  la  pena  de  que  nuestros  mayores 
hubieran  combatido   en  Junin  y  en  Ayacucho.   De  eso  al   ín- 


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cachivachería  485 

dice  expurgatorio  para  las  producciones  del  pensamiento,  no 
había  que  andar  gran  trecho  de  camino. 

Nuestro  siglo  se  distingue  por  el  espíritu  de  tolerancia.  Ya 
hoy  nadie,  persona  ó  corporación,  tiene  el  monopolio  de  la 
verdad  ó  el  error.  Errónea  declararon  unánimemente  los  sabios 
la  doctrina  de  Galileo;  y  sin  embargo,  Galileo  tuvo  razón  con- 
tra su  siglo.  Hoy,  en  materia  filosófica,  literaria  ó  sociológica, 
no  hay  doctrinas  erróneas,  sino  discutibles.  Los  tiempos  son 
de  libre  examen  y  de  discusión  libre.  Hoy  por  hoy,  el  único 
hombre  que  no  tiene  un  sí  ni  un  no  con  los  inquilinos  de  la 
casa...  es  el  portero  del  cementerio. 

En  el  Perú,  la  libertad  de  pensamiento  parece  que  fuera 
perdiendo  terreno,  pues  hasta  se  pretende  que  los  alumnos 
sigan  ciegamente  las  enseñanzas  del  catedrático.  Apartarse  de 
ellas,  como  en  el  caso  del  joven  Oyóla,  es  provocar  conflicto 
y  escándalo. 

Decididamente,  retrocedemos.  Por  los  años  de  1850  se  en- 
señaba, en  San  Carlos,  la  doctrina  de  la  soberanía  de  la  inte- 
ligencia, y  aunque  por  entonces  era  muy  prestigioso  el  aca- 
tamiento al  principio  de  autoridad,  como  que  todavía  estába- 
mos vecinos  á  los  días  del  magister  dixit^  hubo  lujo  de  toleran- 
cia con  la  juventud  que  defendía  el  principio  de  la  soberanía 
popular.  Otro  procedimiento  habría  convertido  en  juez  y  par- 
te al  cuerpo  de  catedráticos,  privilegio  del  que  sólo  disfruta 
Dios  por  ser  Dios;  pues  reza  el  Credo  que  Jesucristo  ha  de 
venir  á  juzgamos,  por  los  agravios  que  le  hayamos  hecho 
sobro  la  tierra,  el  día  aquel  en  que  San  Vicente  Ferrer  haga 
resonar  la  trompeta. 

Ha  muy  pocos  años  que  el  inteligente  y  malogrado  joven 
Isidro  Burga,  leyó,  para  graduarse  de  doctor,  una  tesis  en 
que  abogaba  por  la  monarquía  como  la  mejor  forma  de  gobier- 
no. Pues  hubo  escándalo,  y  casi  se  desploma  la  bóveda  ce- 
leste sobre  el  alumno  universitario.  Por  cuatro  votos  contra 
tres  se  le  confirió  el  grado.  De  1850  á  1890,  en  un  lapso  de 
cuarenta  años,  habíamos  perdido  en  espíritu  de  tolerancia  para 
con  las  opiniones  ajenas. 

Francia  es  república,  y  abundan  en  ella,  sin  que  para  na- 
die sea  motivo  de  alarma,  los  periódicos  que  abogan  por  la 


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486 


RICARDO    PALMA 


monarquía.  En  la  España  monárquica,  la  tercera  parte,  por 
lo  menos  de  la  prensa,  enarbola  la  bandera  republicana. 

Nosotros,  hoy,  nos  vamos  aferrando  al  pasado  con  todas  sus 
rancias  preocupaciones,  y  poco  nos  ha  faltado  para  declarar 
á  Oyóla  tan  criminal  como  el  socialista  asesino  de  Cánovas. 
Y  ¿por  qué?  Porque  ese  joven  tuvo  el  candor  de  repetir  lo 
que  muchos,  muchísimos  reputados  escritores  han  dicho  so- 
bre el  porvenir  social  de  la  mujer.  Y  no  entro  ni  salgo  en  lo 
de  si  es  quimérico  y  fruto  de  fantasías  soñadoras  eso  de  igua- 
lar á  la  mujer  en  derechos  con  el  varón;  ni  en  si,  alcanzado 
el  propósito,  desaparecerían  el  hogar  con  todos  sus  encantos, 
y  la  familia  con  todos  sus  privilegios.  Algo  más:  no  me  cautiva 
el  tema;  pero  no  excomulgo  á  los  que  lo  sustentan,  ni  me  es- 
candalizo de  que  ejerzan  propaganda.  Se  trata  de  un  problema 
sociológico  como  tantos  otros,  que  son  incentivo  para  la  in- 
teligencia, y  todo  problema  merece  los  honores  de  la  discu- 
sión. 

La  Facultad  de  Letras  es,  precisamente,  la  obligada  á  en- 
sanchar horizontes  para  el  vuelo  del  pensamiento.  No  debe  dar 
campo  para  que,  hablando  de  ella,  se  diga  que  todo  diablo 
cuando  llega  á  viejo  se  hace  ermitaño.  Lo  único  que  üene  de- 
recho á  imponer  es  decoro,  cultura  en  la  forma.  En  la  Facul- 
tad no  puede  ni  debe  imperar  el  dogmatismo  estrecho.  ¿Por 
qué  la  verdad,  el  bien  y  la  belleza  han  de  estar  solamente 
en  nuestro  cerebro,  y  no  en  el  del  que  nos  impugna? 

Por  honra  del  país,  debemos  pues  felicitarnos  de  que,  la  Fa- 
cultad de  Letras  haya  dado  juiciosa  solución  al  conflicto,  echan- 
do aceite  sobre  las  encrespadas  olas  que  se  agitaban  dentro 
del  vaso  de  agua.  Procedimiento  distinto  habría  equivalido  á 
poner  sobre  la  puerta  de  la  Facultad  de  Letras  esta  inscrip- 
ción :-tCerrada  POR   INÜTIL. 


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t¿^^:y^:y.<^^K:ííúí^>z}^^^<y^^^  -  :-.z^a^.i^j^s2^:^:!^2$q^i2^ 


RECUERDOS  DE  FRANCISCO  B.  O  CONNOR 


Coronel  de  los  ejércitos  de  Colombia,  General  do  brigada  de 
los   del   Perú,   y   General   de   división   de   los   de   Bolivia. 


Pocos  libros  de  Historia  despiertan  más  vivo  interés  en 
el  espíritu  del  lector  que  aquéllos  de  carácter  subjetivo  ó  au- 
tobiográfico, en  que  los  hechos  son  relatados  por  quien  fué 
actor  en  ellos,  y  los  personajes  culminantes  apreciados  con 
el  criterio  de  persona  que  los  trató  con  familiaridad  íntima. 
Lectura  tal  es  como  amena  conversación  de  sobremesa  entre 
camaradas,  paladeando  á  sorbos  una  taza  de  exquisito  ca- 
racolillo y  siguiendo  las  caprichosas  espirales  del  hiuno  de  un 
riquísimo  habano. 

'A  solaz  de  ese  género  he  consagrado  los  dos  últimos  días, 
y  dejo  el  libro  para  consignar,  palpitantes  aún,  las  variadas 
impresiones  que  su  lectura  me  ha  producido,  y  las  observacio- 
nes, ligeramente  críticas,  que  á  los  puntos  de  mi  pluma  han 
de  acudir.  El  libro  se  ha  publicado  en  Bolivia,  hace  cuatro 
meses,  por  el  distinguido  periodista  don  Tomás  0*Connor  d*Ar- 
lach,  en.  homenaje  á  la  memoria  de  su  ilustre  abuelo  el  ge- 
neral. 

Mister  Francisco  Burdett  O'Connor  nació  en  Irlandaj  por 
los  años  de  1791,  y  pertenecía  á  familia  rica  y  aristocrática. 
Su  padre,  sir  Rogerio  O'Connor,  fué  uno  de  los  que  encabeza- 
ron la  revolución  de  1798,  malogrado  esfuerzo  del  pueblo  ir- 
landés para  romper  la  cadena  que,  hasta  hoy,  lo  alierroja 
á  Inglaterra.  En  1819  vino  el  joven  O'Connor  á  defender  la 
causa  de  la   Independencia  ameñcana,  acompañándolo  en  el 


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488  RICARDO    PALMA 

viaje  más  de  doscientos  compatriotas,  los  que,  en  playas  de 
Colombia,  se  organizaron,  nombrando,  por  aclamación,  á  O'Con- 
nor  como  su  comandante.  Bolívar  aceptó  los  servicios  de  la 
legión  irlandesa,  reconociendo  al  jefe  en  la  clase  de  teniente 
coronel.  Con  el  ascenso  inmediato,  llegó,  cuatro  años  más  tarde, 
al  Perú,  y  se  encontró  en  las  batallas  de  Junín  y  de  Ayacucho. 
Marchó  á  Bolivia  con  Sucre,  allí  formó  su  hogar,  y  allí  murió 
en  1871,  á  los  ochenta  años  de  edad. 

Fué  en  1869  cuando  principió  á  escribir  sus  Memorias,  bau- 
tizándolas con  el  nombre  de  Recuerdos^  y  que  sólo  alcanzan 
hasta  1840.  La  muerte  venía  de  prisa,  y  no  concedió  al  noble 
anciano  que  historiase  los  treinta  años  posteriores. 

En  estilo  llano,  extremadamente  llano,  escribe  el  general 
0*Connor  sus  Memorias,  estilo  que  cuadra  al  soldado  ajeno  á 
galas  y  refinamientos  literarios.  En  la  manera  como  relata  los 
hechos  hay  cierta  sinceridad  que  raya  en  infantil,  y  de  vez  en 
cuando  nos  deleita  con  espirituales  añoranzas  de  la  verde  Erin 
donde  se  meció  su  cmia.  Aunque  el  libro  no  tuviera  otras  con- 
diciones atrayentes,  como  tiene,  bastarían  las  apuntadas  para 
que  recomendásemos  su   lectura. 

Lo  que  no  podemos  aplaudir  en  la  pluma  del  general  0*Con- 
nor  es  sus  prejuicios  sobre  el  Perú,  su  ninguna  simpatía  por 
el  Perú  y  los  peruanos.  Así,  apenas  incorporado,  en  el  Norte, 
al  ejército  libertador,  y  pocos  días  antes  de  la  batalla  de  Junín, 
asistió  á  un  banquete  que  en  Huánuco  se  ofreció  a  Bolívar, 
y  el  brindis  de  0*Connor  fué  mía  injuria  á  nuestro  patriotis- 
mo. No  fué,  pues,  para  mí  una  sorpresa  encontrar  en  las  pá- 
ginas que  posteriormente  consagra  á  la  época  de  la  confedera- 
ción Perú-boliviana,  más  acentuada  su  injustificable  é  injus- 
tificada prevención  contra  nosotros.  No  necesitaba  agraviar- 
nos para  enaltecer  su  bolivianismo,  que  yo  aplaudo  sinceramen- 
te. De  espíritu  noble  y  levantado,  de  corazón  agradecido,  era 
identificarse  con  el  pueblo  en  donde  formó  familia  y  en  donde 
sus  merecimientos,  honradez  y  servicios,  fueron  recompensa- 
dos con  distinciones,  honores  y  fortuna.  Y  á  extremos  tales 
lleva  la  pasión  al  general  0*Connor,  que,  al  describir  la  batalla 
de  Junín,  niega  que  la  victoria  se  debió  á  los  esfuerzos  de  los 
Coraceros  de  Lambayeque,  y  estampa  que  si  Bolívar  lo  declaró 


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CACHIVACHJSKlA  489 

así  en  la  orden  general,  cambiándoles  su  nombre  por  el  de  Hú- 
sares de  Junín,  lo  hizo  sólo  para  estimular  á  los  peruanos. 

Cuando  describe  batallas  á  las  que  concurrió,  tiene  0*Con- 
nor  la  debilidad  senil  de  aspirar  á  que  la  Historia  lo  coloque 
sobre  Bolívar  y  sobre  Sucre.  Sin  O^Connor,  Junín  y  Ayacu- 
cho  habrían  sido,  no  dos  victorias,  sino  dos  desastres.  En  Ju- 
nín fué  O'Connor  quien,  viendo  la  confusión  en  que  se  había 
envuelto  la  caballería  de  Brawn,  guió  á  Miller  para  que  sal- 
vase la  ciénaga  ó  mal  paso.  En  Ayacucho,  después  de  no  que- 
darse corto  en  críticas  sobre  las  aptitudes  estratégicas  de  Su- 
cre y  de  desconocer  el  mérito  de  La  Mar  y  de  Gamarra,  fue 
0*Connor  quien  designó  el  sitio  en  que  debía  darse  la  batalla, 
costándole  mucho  trabajo  convencer  á  Sucre  y  á  sus  genera- 
les. En  un  arranque  de  fatuidad  suprema,  nos  refiere  el  *)ravo 
irlandés  que  Sucre  le  dijor—No  sé  qué  hacer...  ¡estoy  loco! 
—Entonces  fué  cuando  0*Connor  reforzó  sus  argumentos  para 
persuadirlo,  como  al  fin  lo  consiguió.  Por  eso  los  patriotas 
esperaron  en  el  llano  á  que  los  españoles  descendieran  de  las 
alturas  del   Condorcunca. 

Especial  complacencia  revela  el  general  O'Connor  en  hacer 
resaltar  que  ningún  cuerpo  de  la  división  La  Mar  era  manda- 
do por  jefe  peruano;  y  para  poner  sello  á  sus  colosales  ínfu- 
las de  estratégico,  cuenta  que  cuando  el  general  don  .íerónimo 
Valdés  vino  á  rendirse  prisionero,  su  saludo  fué:— Nos  han 
fundido  ustedes:  sus  posiciones  habían  sido  una  trampa  nú- 
mero cuatro.— »Y  esto  fué  justamente  (continúa  el  escritor)  lo 
mismo  que  yo  dije  al  general  Sucre  la  tarde  en  que  colocába- 
mos el  ejército  en  las  posiciones  por  mí  elegidas,  y  de  las 
cuales  él  no  se  mostró  contento.» 

Para  aceptar  á  cierraojos  la  oración  pro  dama  «m^,  que  no 
otra  cosa  es  el  relato  que  de  ambas  batallas  nos  hace  O'Con- 
nor,  sería  preciso  rehacer  la  Historia,  emj>ezando  por  negar 
la  veracidad  de  los  partes  oficiales,  y  concluyendo  por  recha- 
zar el  testimonio  de  todos  los  escritores,  así  españoles  como 
americanos,  que  concurrieron  á  ambas  acciones  de  guerra.  El 
general  García  Camba,  español,  y  el  general  López,  colombia- 
no, entre  otros  historiadores  que  podríamos  citar,  quedarían 
por  dos  grandísimos  embusteros.  Aníbal  Galindo,  en  su  prc- 


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490  RICARDO   PALMA 

cioso  libro  Batallas  de  la  libertad  compulsa,  con  hábil  y  severo 
criterio,  los  documentos  y  juicios  históricos,  haciendo  resur- 
gir de  los  campos  de  Junín  y  de  Ayacucho  un  nimbo  de  gloria 
para  Sucre.  También  mi  queridísimo  Aníbal  quedaría  en  mal 
predicamento  como  historiador  concienzudo. 

Muy  leal,  honrado  y  justiciero  fué  el  general  Sucre  para 
haber  dejado  al  coronel  irlandés,  jefe  del  Estado  Mayor  del 
ejército  colombiano,  sin  el  premio  de  un  ascenso,  si  los  méritos 
contraídos  por  éste  hubieran  sido  de  la  magnitud  decisiva  con 
que  aparecen  en  su  libro  Recuerdos.  El  coronel  0*Connor  fué 
ascendido  á  general  de  brigada  del  Perú  por  el  presidente 
Oibegoso,  once  años  después  de  la  batalla  de  Ayacucho,  en 
recompensa  á  su  comportamiento  en  la  acción  de  Socabaj'a; 
otro  combate  en  que,  de  paso  sea  dicho,  no  se  debió  el  triunfo 
según  el  autor  de  las  Memorias,  á  la  dirección  de  Santa  Cruz, 
sino  á  la  iniciativa  y  serenidad  de  O'Connor,  que  en  las  postri- 
merías de  su  existencia,  adoleció  la  neurosis  de  creerse  el  Deus 
ex  mnchina  que  manejara  á  los  prohombres  y  á  los  aconteci- 
mientos. Y  que  los  primeros  síntomas  de  dolencia  que  llegó  á 
ser  crónica,  se  revelaron  en  él  desde  1836,  nos  lo  comprue- 
ban  estas  palabras  de  Santa  Cruz:— Sepa  usted,  general  O'Con- 
nor, que  en  el  campo  de  batalla  no  tolero  dos  capitanes  gene- 
rales. Para  capitán  general,  basto  yo  solo. 

Para  explicar  el  por  qué  no  fué  ascendido  en  iVyacucho, 
nos  reliere,  con  flema  de  buen  inglés,  que  el  mariscal  Sucre 
le  ordenó  formase  un  estado  general  del  ejército,  considerando 
como  presentes  á  los  dispersos  de  Matará,  pues  Bolívar  se 
disgustaría  de  saber  que  la  mayor  parte  del  batallón  Rifles, 
cuerpo  favorito  del  Libertador,  no  había  entrado  en  acción. 
Dice  O'Connor  que  le  contestó:— Mi  general,  yo  no  puedo  fir- 
mar una  falsedad— palabras  de  rigidez  más  que  catoniana,  á 
las  que  Sucre  no  dio  otra  respuesta  que  tomar  la  pluma  y 
borrar  el  nombre  de  O'Connor,  que  figuraba,  en  primer  lugar, 
on  una  propuesta  para  ascenso  á  generales. 

Toda  esta  es  la  parte  en  que  el  libro  del  señor  O'Connor 
se  parece  (para  mi  pobre  criterio,  se  entiende)  á  la  carne  de 
oveja,  que  ó  se  comte  ó  se  deja.  Lee  uno,  sonriendo,  esos  desaho- 
gos de  la  vanidad  ó  del  amor  propio,  y  dobla  la  hoja. 


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cachivachería  491 

No  cabe  en  mí  por  cierto  desconocer  que  el  general  O'Con- 
nor  fué  un  militar  culto,  inteligente,  previsor,  rígido,  leal  y 
bravo,  ni  mucho  menos  poner  en  tela  de  juicio  su  caballero- 
sidad. Lejos  de  eso:  hasta  sus  excentricidades  y  sus  frecuentes 
arranques  de  insubordinación,  nacidos  de  la  altivez  cerril  de 
su  carácter,  me  son  simpáticos.  Habría  deseado  encontrar  en 
el  soldado  un  poco  de  modestia;  y  en  el  escritor  menos  caus- 
ticidad é  injusticia;  y  así  mi  pluma  no  habría  tenido  motivo 
para  er^presar  sino  conceptos  halagadores  sobre  el  libro  y  so- 
bre su  autor.  Pero,  ¿qué  hacer?  Ni  hombre  ni  obra  humana 
se  encuentran  sin  lunarcillos  que  afean,  y  sin  pequeneces  que 
obligan  á  la  murmuración. 

Y  basta;  pues  para  que  el  volumen  de  las  Memorias  de 
O'Connor  no  sea  víctima  de  la  conjuración  del  silencio,  sobra 
con  este  articulejo. 


£1  nuevo  libro  del  general  Mitre. 

Con  el  título  Historia  de  San  Martín  y  de  la  emancipación 
sudamericana^  recibimos,  en  Agosto  del  presente  año,  con  des- 
tino á  la  Biblioteca  Nacional,  tres  volúmenes  en  4.Q,  con  más 
de  2,000  páginas  de  texto,  edición  de  gran  lujo,  hecha  en  Bue- 
nos Aires,  en  la  imprenta  de  La  Nación,  El  primer  tomo  trae 
la  siguiente  dedicatoria,  manuscrita: 

A  LA  Biblioteca  Nacional  del  Perü  fundada  por  San  Mar- 
tin,   FUNDADOR    DE    LA    LIBERTAD    DEL    PeRÚ.— -E/    OW/or— BaRTOLOMK 

Mitre. 

Así  por  la  galantería  del  autógrafo  cuanto  por  la  curiosidad 
que  en  nuestro  ánimo  despierta  todo  trabajo  sobre  Historia 
americana,  dimos  de  mano  á  otras  lecturas  para  engolfarnos 
en  la  de  la  interesantísima  obra  de  nuestro  ya  viejo  amigo 
el  erudito  y  laborioso  escritor  argentino  general  don  Barto- 
lomé Mitre. 

El  nuevo  libro  del  general  Mitre  encarna  más  que  el  muy 
plausible  propósito  de  levantar  imperecedero  monumento  á  la 
memoria  del  compatriota,  el  de  historiar,  con  imparcial  y  jus- 
ticiera pluma,  los  magnos  días  de  la  homérica  lucha  por  la  In- 


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492  RICARDO    PALMA 

dependencia.  Copioso  archivo  de  documentos  inéditos  ha  te- 
nida á  su  disposición  el  autor,  para  rectificar  no  pocos  errores 
sustanciales  en  que,  desde  los  pródromos  de  la  revolución  sud- 
americana hasta  su  triunfo  providencialmente  definitivo,  han 
incurrido   los   historiadores   contemporáneos. 

Nuestro  fin  al  borronear  este  artículo,  no  es  emitir  un  juicio 
autoritario,  que  nuestra  incompetencia  no  consiente,  sino  dar 
á  nuestros  lectores  una  idea  sucinta  (y  clara  A  la  vez)  de  la 
obra:  evitando  así  el  que  pudiera  decirse  que,  sobre  un  libro  tan 
trascendental  como  el  dado  á  luz  por  el  señor  general  Mitre, 
se  ha  hecho,  en  Lima,  la  conjuración  del  silencio. 

Los  tomos  primero  y  segundo  son  íntegramente  consagra- 
dos á  los  móviles  y  hechos  que  dieron  i>or  consecuencia  la 
libertad  de  Chile  y  de  la  gran  República  del  Plata,  al  par  que 
á  hacer  patente  la  redentora  influencia  de  San  Martín. 

—  «No  era  San  Martín  (dice  Mitre)  un  político  en  el  sentido 
técnico  de  la  palabra,  ni  pretendió  nunca  serlo.  Como  hom- 
bre de  acción,  con  propósitos  fijos  y  voluntad  deliberada,  sus 
«medios  se  adaptaban  á  un  fin  tangible;  y  sus  principios  po- 
«líticos,  sus  ideas  propias  y  hasta  su  criterio  moral,  se  subordi- 
naban  al   éxito   inmediato,   que   era   la   Independencia.» 

Estas  líneas  sintetizan  magistralmente,  á  nuestro  juicio,  la 
personalidad  de  San  Martín  hasta  los  días  de  la  campaña  sobre 
el  Perú. 

El  tomo  tercero,  y  para  nosotros  el  más  importante  ele  la 
obra,  está  consagrado  al  Perú  y  á  las  Repúblicas  de  Colombia. 
Sin  que  Mitre  lo  trace,  el  lector  se  ve  obligado  á  hacer  un 
paralelo  entre  los  dos  libertadores  de  Sud-América,  paralelo 
en  el  que  no  siempre  queda  muy  arriba  la  personalidad  de 
Rolívar. 

Después  de  la  capitulación  de  Miranda,  en  San  Mateo,  (1812) 
encaminóse  éste  á  la  Guayra  para  embarcarse  á  bordo  de  un 
buque  inglés,  considerando  perdida  la  causa  de  la  República, 
por  la  derrota  que  en  Puerto-Cabello  había  sufrido  su  teniente 
Bolívar.  Este,  que  también  se  'hallaba  en  la  Guayra,  y  habi- 
tando la  misma  casa  en  que  se  alojó  Miranda,  esperó  á  la 
media  noche  y  á  que  estuviese  profundamente  dormido  para, 
personalmente,  apresar  á  su  jefe  y  hacerlo  entregar  á  los  es- 


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cachivachería  493 

pañoles.  En  tal  situación  Bolívar,  que  se  había  ocultado  en 
Caracas,  solicitó  por  intermedio  de  un  español,  amigo  suyo 
y  del  realista  Monteverde,  un  salvo  conducto  para  alejarse  del 
país.  Copiemos  literalmente  á  Mitre: 

^Su  protector  lo  presentó  á  Monteverde  diciéndole: 

»— Aquí  está  don  Simón  Bolívar,  por  quien  he  ofrecido  mi 
«garantía.— Monteverde  contestó:— Está  bien:  y  volviéndose  á 
»su  secretario,  añadió:— Se  concede  pasaporte  al  señor  (miran- 
»do  á  Bolívar)  en  recompensa  del  servicio  que  ha  prestado 
»al  rey  con  la  prisión  de  Miranda.— Era  la  marca  de  fuego 
apuesta  por  la  mano  brutal  del  vencedor.— Según  uno  de  sus 
^biógrafos,  Bolívar  repuso  que  había  preso  á  Miranda  por  trai- 
»dor.  Si  hubiese  sido  traidor,  habría  merecido  favores,  y  no 
^martirios,  de  parte  de  los  verdugos  á  quienes  él  contribuyó 
»á  entregarlo.  Bolívar  decía  confidencialmente  á  sus  amigos 
»hasta  el  fin  de  sus  días,  que  su  ánimo  había  sido  fusilar  ú 
]>  Miranda,  y  que  sin  la  oposición  de  Casas  lo  habría  ejecuta- 
»do.  La  defensa  es  tan  siniestra,  como  tremenda  la  acusación. 
»Los  más  grandes  admiradores  de  Bolívar  jamás  han  preten- 
»dido  negar  este  hecho,  que  ha  quedado  como  una  sombra 
»que  todas  las  luces  de  la  gloria  no  han  podido  disipar.»— Mon- 
tenegro, Baral,  Larrazabal  y  Ducoudray,  entre  otros,  son  las 
autoridades  en  que  se  apoya  la  narración  de  Mitre,  que,  aun 
para  los  más  entusiastas  adoradores  del  dios  Bolívar,  no  pue- 
den ser  sospechosas. 

Dejemos  á  nuestros  lectores  las  apreciaciones  sobre  estas 
páginas,  que  todo  comentario  de  nuestra  pluma  (que  nunca 
fué  fervorosa  por  la  figura  histórica  de  Bolívar)  podría  esti- 
marse como  fruto  de  personal  pasión. 

Desde  el  desembarco  de  San  Martín  en  Pisco,  hasta  su 
alejamiento  del  país,  no  hay  detalle  que  no  sea  consignado 
por  el  historiador  argentino,  y  rigorosamente  comprobado.  Sin 
embargo  (y  perdónenos  el  señor  Mitre  nuestra  petulancia)  nos 
atrevemos  á  indicarle  un  pequeñísimo  error  de  fecha  en  que. 
por  distracción,  ha  incurrido.  Dice  el  señor  Mitre  (página  205. 
tomo  3.0)  que  la  noticia  de  la  aproximación  de  Canterác  la  re- 
cibió San  Martín  el  4  de  Septiembre,  hallándose  en  el  teatro: 
que  desden  su  palco  la  anunció  á  los  espectadores,  llamando  al 


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494  RICARDO   PALMA 

pueblo  á  las  armas,  y  que  el  público,  en  medio  de  gran  entu- 
siasmo, cantó  el  Himno  Nacional.  No  hay  exactitud  en  lo  últi- 
mo. El  Plimno  Nacional  no  era  aún  conocido  por  el  pueblo, 
y  la  primera  vez  que  se  cantó  en  el  teatro  fué  veinte  días  des- 
pués del  4  de  Septiembre.  Este  dato  lo  tuvimos  del  mismo 
maestro  Alcedo,  autor  de  la  música  del  himno,  y  á  f e  que  no 
puede  ser  más  autorizada  la  fuente.  En  fin,  tan  ligera  equivo- 
cación de  fecha  nada  significa  en  substancia. 

Véase  lo  levantado  del  criterio  del  general  Mitre  por  estas 
frases  en  que,  hablando  de  San  Martín,  después  de  jurada 
la  Independencia,  dice:— «La  gloria  de  San  Martín  había  He- 
lgado al  grado  culminante  de  la  declinación  de  los  astros  que 
*han  recorrido  su  curva  ascensional.  Era,  como  fundador  de 
»tres  nacionalidades  (la  argentina,  la  chilena  y  la  peruana), 
»por  sus  grandes  planes  de  campaña  continental,  por  sus  com- 
*binaciones  estratégicas  y  por  sus  victorias,  el  primer  capitán 
»del  Nuevo  Mundo.  De  todos  los  sud-americanos,  hasta  entonces 
» nacidos,  era  el  más  grande  y  el  más  genuinamente  ameri- 
♦cano.  Para  ser  más  grande,  sólo  le  faltaba  completar  su  obra. 
»Su  medida  histórica,  en  los  sucesos  contemporáneos,  única- 
»menle  podía  compararse  con  la  de  Bolívar.  Bolívar  había 
»sido  aclamado  Libertador,  y  este  título  lo  investía  de  la  dic- 
»tadura  revolucionaria  en  su  patria.  San  Martín,  sin  punto  de 
^ apoyo  en  la  patria  propia,  se  nombró  á  sí  mismo;  pero  al 
^asumir  la  dictadura  fatal  que  las  circunstancias  le  imponían, 
•se  inoculó  el  principio  de  su  decadencia  militar  y  política.» 

Estos  juiciosos  conceptos  del  señor  Mitre,  vienen  á  dar  más 
tardo  el  por  qué  de  la  abdicación  de  San  Martín  y  su  retiro 
de  la  vida  pública. 

Las  tendencias  monárquicas  de  que,  juzgando  con  ligereza, 
so  hace  capítulo  de  acusación  contra  el  héroe  de  San  Lorenzo, 
las  disculpa  Mitre  con  estas  palabras: — «Si  buscaba  la  monar- 
^quía  constitucional,  era  sin  ambición  personal,  anteponiendo 
>sus  convicciones  republicanas  á  lo  que  consideraba  relativa- 
»mcntc  mejor  para  coronar  la  Independencia  con  un  gobierno 
estable,  que  conciliase  el  orden  con  la  liberlad  y  corrigiese 
«la  anarquía.» 

Siempre  hemos   opinado   que   el   plan   monárquico   de   San 


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CACHIVACHERÍA  495 

Martín  era  hijo  de  una  conciencia  honrada  y  de  verdadera  sen- 
satez. El  Perú  de  1821,  aunque  nos  duela  confesarlo,  para  todo 
estaba  preparado  menos  para  la  vida  republicana.  Verdadero 
centro  de  las  tradiciones  monárquicas,  con  una  gran  copia  de 
títulos  de  Castilla,  que  daban  á  la  capital  del  virreynato  el  boato 
y  exterioridades  de  una  pequeña  corte  regia,  mal  podía  romper 
en  un  instante  con  su  pasado  y  hábitos  de  tres  siglos.  La 
tra^nsiclón  era  demasiado  brusca. 

Capítulo  muy  notable  que  encontramos  en  la  obra  de  Mi- 
tre es  el  que  consagra  á  la  entrevista  de  Guayaquil,  entrevista 
que  ha  dado  campo  á  infinitas  conjeturas  y  á  versiones  de 
todo  punto  inexactas  ó  fantásticas.  Muy  bellas  son  las  líneas 
que  sirven  de  introducción  á  este  capítulo,  y  no  queremos  de- 
jar de  darlas  á  conocer  á  nuestros  lectores. 

«El  encuentro  de  los  grandes  hombres  que  ejercen  influen- 
»cia  decisiva  en  los  destinos  humanos,  es  tan  raro  como  el 
•punto  de  intersección  de  los  cometas  en  las  órbitas  excéntri- 
»cas  que  recorren.  Sólo  una  vez  se  ha  producido  este  fenómc- 
»no  en  el  cielo.  La  masa  de  un  cometa  penetró  una  vez  en  el 
»otro,  y  al  dividirlo  lo  convirtió  en  una  lluvia  de  estrellas  que 
•sigue  girando  en  su  círculo  de  atracción,  mientras  el  primero 
•continuó  su  marcha  parabólica  en  los  espacios.  Tal  sucedió 
•con  San  Martín  y  Bolívar,  los  dos  únicos  grandes  hombres 
•sudamericanos  por  la  extensión  de  su  teatro  de  acción,  por 
»su  obra,  por  sus  cualidades  intrínsecas,  por  su  influencia  en 
•su  tiempo  y  en  su  posteridad.  Son  los  únicos  hijos  del  Nuevo 
•mundo,  después  de  Washington,  que  dio  al  mundo  la  nueva 
•medida  del  gobierno  humano,  según  la -vara  de  la  justicia, 
•y  legó  el  modelo  del  carácter  más  bien  equilibrado  en  la 
•grí.ndeza  que  los  hombres  hayan  admirado  y  bendecido.  Bo- 
•lívar  y  San  Martín  fueron  los  libertadores  de  un  Nuevo  Mun- 
ido republicano,  que  restableció  el  dinamismo  del  mundo  po- 
•lítico,  por  efecto  de  la  revolución  que  hicieron  triunfar.  Su 
•acción  fué  dual  como  la  de  los  miembros  de  un  mismo  cuerpo; 
•y  hasta  su  choque  y  antagonismo  final  responde  á  su  acción 
•dupla,  que  se  completa  la  una  por  la  otra.  Los  paralelos  de 
•los  hombres  ilustres,  á  lo  Plutarco,  en  que  se  buscan  los  con- 
ttrastes  externos  y  las  similitudes  para  producir  un  antítesis 


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496  RICARDO   PALMA 

»lilerario,  sin  penetrar  en  la  esencia  de  las  cosas  mismas,  son 
«juguetes  históricos  que  entretienen  la  curiosidad,   pero   que 
*nada  enseñan.  El  paralelismo  de  San  Martín  y  Bolívar  está 
*cn  su  obra,  y  su  respectiva  grandeza  no  puede  medirse  por 
»el  compás  del  geómetra  ni  por  las  etapas  del  caballo  de  Ale- 
»jandro,  al  través  del  continente  que  recorrieron  en  direcciones 
» opuestas  y  convergentes.  Se  ha  dicho,  con  más  retórica  que 
» propiedad,  que  para  determinar  la  grandeza  relativa  de  los 
*dos  héroes  americanos,  sería  necesario  medir  antes  el  Amazo- 
>nas  y  los  Andes.  El  Amazonas  y  los  Andes  están  medidos,  y 
»las  estaturas  históricas  de  San  Martín  y  Bolívar  también,  así 
^en  la  vida,  como  acostados  en  la  tumba.  Los  dos  son  mtrínsi- 
«camente  grandes  en  su  escala,  más  por  su  obra  común  que 
por  sí  mismos;  más  como  libertadores  que  como  hombres  de 
»I»eiisamiento.  Su  doble  influencia  se  prolonga  en  los  hechos 
»de  que  fueron  autores  ó  agentes,  y  vive  y  obra  en  su  poste- 
ridad. Hasta  ahora,  el  tiempo  que  aquilata  las  acciones  por 
»sus  resultados,  dando  á  Bolívar  la  corona  del  triunfo  final, 
A  ha  dado  á  San  Martín  la  de  primer  Capitán  del  Nuevo  Mun- 
do, y  la  obra  de  la  hegemonía  por  él  representada  vive  en 
»Ias  autonomías  que  fundó,  aunque  no  como  lo  imaginara,  mien- 
tras el  gran  imperio  republicano  de  Bolívar  y  la  unificación 
>monocrática  de  la  América,  se  hizo  en  vida  y  se  ha  disipado 
como  un  sueño.  Si  se  compara  la  ecuación  personal  de  los 
>dos  libertadores,  vése  que  San  Martín  es  un  genio  concreto 
con  más  cálculo  que  inspiración,  y  Bolívar  un  genio  desequi- 
'librado^  con  más   instinto  y  más   imaginación   que   previsión 
y  método.   Si  la  conciencia  sud-americana  adoptase  el  culto 
>>de  los  héroes,  preconizado  por  una  moderna  escuela  histórica, 
^resurrección  de  los   semi-dioses  de  la  antigüedad,   adoptaría 
^por  símbolos  los  nombres  de  San  Martín  y  de  Bolívar,  con 
» todas  sus  deficiencias,  como  hombres,  con  todos  sus  errores 
»como  políticos.» 

Con  admirable  acierto  y  escrupuloso  análisis  pasa  el  señor 
Mitre,  después  del  inspirado  preámbulo  que  acabamos  de  copiar, 
á  ocuparse  de  la  conferencia  de  Guayaquil  que,  hasta  aquí, 
se  nos  presentaba  rodeada  de  misterios  y  de  accidentes  capri- 
chosos.   Lo   que   pasó,   y  aun    lo   que   no   pasó,   está   relatado 


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CACniVACIIERU  497 

por  c)  escritor  argentino,  con  todos  los  caracteres  de  la  más 
severa  verdad,  utilizando,  no  sólo  los  documentos  ya  conocidos, 
sino  muchos  que  permanecían  ignorados. 

No  es  menos  importante  la  manera  como  aprecia  el  his- 
toriador bonaerense  los  planes  de  presidencia  vitalicia  que,  en 
mala  hora  para  su  gloria,  concibiera  y  pretendiera  desarrollar 
el  Libertador  Bolívar.   Cedamos  la  palabra  á  Mitre: 

t Bolívar  debía  tener  una  idea  muy  exagerada  de  la  imbcci- 
»lidad  de  los  pueblos,  cuando  pretendía  engañSrlos  con  apa- 
•rienc'.as  que  no  lo  alucinaban  á  61  mismo.  El  sabía,  y  todos  lo 
«sabían,  que  su  imperio  sólo  duraría  lo  que  durase  su  vida, 
•cuyos  días  estaban  ya  muy  contados.  Tan  es  así,  que  en  el 
»pacto  entre  Bolívar  y  el  Perú,  se  agregó  este  artículo:— Mucr- 
»to  el  Libertador,  los  cuerpos  legislativos  quedarán  en  libcr- 
»tad  de  continuar  Ja  federación  ó  disolverla.— El  mismo  au- 
»guró  el  fin  trágico  de  su  gobierno  personal,  cuando  excla- 
»maba:— ¡Mis  funerales  serán  sangrientos  como  los  de  Alcjan- 
»dro!— Tenía  la  conciencia  (y  esto  lo  hace  más  responsable 
»ante  la  Historia)  de  que  era  un  imperio  asiático  el  que  prc- 
» tendía  fundar,  sin  más  títulos  que  la  gloria  del  conquistador, 
*ni  más  sostén  que  el  pretorianismo.  Es  Bolívar  uno  de  aque- 
»lIos  grandes  hombres  de  múltiples  faces,  llenas  de  luces  res- 
»plandecientes  y  de  sombras  que  las  contrastan,  á  quien  tiene 
•que  ser  perdonado  mucho  malo  por  lo  mucho  bueno  que  hizo. 
>Aun  en  medio  de  su  ambición  delirante,  sus  planes  tienen 
•grandiosidad  y  no  puede  desconocerse  su  heroísmo  y  su  ele- 
ovación  moral  como  representante  de  una  causa  de  emancipa- 
»ción  y  libertad.  No  quería  ser  un  tirano,  pero  fundaba  el 
»más  estéril  de  los  despotismos,  sin  comprender  que  los  pueblos 
»no  pueden  ser  semi-libres  ni  semi-esclavos.  Así,  en  todo  lo  que  se 
•relaciona  con  la  posesión  del  mando,  sus  vistas  son  cortas, 
•sus  apetitos  son  groseros,  y  hasta  las  acciones  que  revisten 
•ostensiblemente  abnegación,  llevan  el  sello  del  personalismo, 
•por  no  decir  del  egoísmo.  La  Constitución  boliviana  era  el 
» falseamiento  de  la  democracia  con  tendencias  monárquicas. 
»E1  plan  de  la  monocracia  era  una  reacción  contra  la  revolución 
•mi^ma  y  contra  la  independencia  territorial  de  las  nuevas  Rc- 

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RICARDO    PALMA 

•públicas,  que  violaba  hasta  las  leyes  físicas  de  la  geografía. 
»La  insurrección  americana  había  tenido  por  principal  causa 
»el  absurdo  de  un  mundo  gobernado  automáticamente  desde 
»otro  mundo,  bajo  régimen  autoritario  y  personal.  Era  la  vuel- 
»ta  á  otro  sistema  colonial  con  otras  formas,  pero  con  incon- 
»venientes  más  graves  aún.  Colombia  sería  la  metrópoli  y  Bo- 
»lívar  el  soberano.  Para  esto  no  merecía  la  pena  el  haber 
»hecho  la  revolución.  El  dominio  del  rey  de  España,  afianzado 
»en  la  tradiciSn  y  la  costumbre,  era  más  tranquilo  y  pater- 
»nal.  Mejor  se  gobernaba  á  Bolivia  y  al  Perú  desde  Madrid, 
»pues  la  monarquía  daba  más  garantías  que  la  vida  pasajera 
>de  un  hombre  que  no  ve  más  allá  de  ella  que  anarquía  y 
•sangre.  Bolívar  había  anatematizado  varias  veces  la  monar- 
>quía  en  América,  no  en  nombre  de  la  República  precisamente, 
•sino  fundándose  en  la  razón  de  hecho  de  no  poderla  estable- 
•cer  con  solidez,  y  había  rechazado  con  ruidosa  ostentación 
»la  corona  que  alguna  vez  se  le  ofreció.— Yo  no  soy  Napoleón, 
»ni  quiero  serlo  (dijo):  tampoco  quiero  imitar  á  César  ni  á 
•  Ilúrbide:  tales  ejemplos  me  parecen  indignos  de  mi  gloria. 
>— Y  ofreció  en  cambio  la  Constitución  boliviana;  es  decir,  la 
•cosa  sin  el  nombre;  la  realidad  de  la  monarquía  sin  sus  va- 
•nos  atributos.  Con  este  poder  real  y  absoluto  durante  su  vida, 
•bien  podría  despreciar  las  cuatro  tablas  cubiertas  de  tcrcio- 
•pelo  del  trono  de  Itúrbide,  cuando  tenía  ó  creía  tener  en  sus 
•manos  lo  que  valía  más  que  un  cetro  de  rey:  el  bastón  de 
•dictador  perpetuo.  César  con  una  corona  de  laurel,  que  acop- 
ólo para  ocultar  su  calvicie,  no  necesitó  hacerse  emperador 
•para  serlo.  Cromwell  no  se  atrevió  ó  no  quiso  declararse 
trey,  y  al  investirse  con  el  título  de  Lord  Protector,  hizo  llevar 
•delante  de  sí  una  Biblia  y  su  espada.— Bolívar,  como  César 
•y  como  Cromwell,  era  más  que  un  rey,  y  con  su  corona  cívica 
«llevaba  delante  de  sí,  por  atributos  de  su  monocracia,  su  es- 
»pada  de  Libertador  y  su  Código  boliviano,  que  era  la  Biblia 
•de  su   ambición  personificada.» 

Nunca,  con  argumentación  más  vigorosa,  habíamos  visto  com- 
batida la  vitalicia  de  Bolívar.  Esa  página  parece  escrita  con 
la  pluma  de  Gervinus,   el   inmortal   historiador  del   siglo  xix. 


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CACmVACHTRlA  499 


Abusaríamos  de  la  generosa  hospitalidad  acordada  á  es- 
tos renglones,  si  nos  ocupásemos  de  la  parte  narrativa.  El 
cuadro  de  las  i)atallas  de  Junín  y  de  Ayacucho  es  verdade- 
ramente pintoresco,  y  ni  aun  los  episodios  han  sido  olvidados. 
Todo  extracto  que  hiciéramos  resultaría  pálido  ante  la  solem- 
ne grandeza  del  original.  El  libro  del  general  Mitre,  como  na- 
rración, no  se  extracta:  se  lee  y  sé  admira.  Lo  correcto  y  fá- 
cil del  estilo,  hace  de  las  dos  mil  páginas  de  la  obra,  una  lec- 
tura nada  fatigosa,  y  sí  muy  deleitable  é  instructiva. 

Como  era  natural,  las  últimas  páginas  son,  en  síntesis,  el 
juicio  definitivo  del  autor  sobre  la  personalidad  política  de  su 
héroe.  Y  como  estas  páginas  son  también  el  resumen  de  la 
obra,  terminaremos  reproduciendo  algunos  fragmentos: 

fEl  triunfo  final  de  los  principios  elementales  de  la  revo- 
»lucíón  corresponde  á  San  Martín,  aimque  la  gloria  de  Bolívar 
»sea  mayor;  porque  si  el  uno  llena  mejor  su  misión  activa  de 
•Libertador,  el  otro  es  moral,  militar  y  políticamente,  más  gran- 
»de  por  su  ciencia  y  conciencia,  y  por  los  resultados  ullerio- 
»res  que  responden  á  su  iniciativa.  En  la  vida  pública  de  San 
•Martín  y  Bolívar,  se  combinan  y  distribuyen  igualmente  los 
»dos  elementos  de  que  se  compone  la  Historia:  uno  activo  y 
•presente,  que  forma  la  masa  de  los  hechos:  otro  pasivo  y  Irans- 
•cendental,  que  constituye  la  vida  futura.  Bolívar  representó 
»uno  de  éstos,  y  San  Martín  el  otro.  La  vida  política  de  Bolívar, 
•en  el  orden  nacional,  ha  muerto  con  él,  y  sólo  queda  la  he- 
•roica  epopeya  libertadora  al  través  del  continente  por  él  in- 
»dependizadp.  La  obra  de  San  Martín  ha  sobrevivido,  y  la  Amé- 
»rica  del  Sur  se  ha  organizado  según  las  previsiones  de  su  genio, 
•dentro  de  las  líneas  geográficas  trazadas  por  su  espada.» 

«San  Martín  concibió  grandes  planes  políticos  y  militares 
•que,  al  principio,  parecieron  una  locura,  y  luego  se  convir- 
•ticron  en  conciencia,  que  él  convirtió  en  hecho.  Tuvo  la  pri- 
•mcra  intuición  del  camino  de  la  victoria  continental,  no  para 
•satisíaccr  designios  personales,  sino  para  multiplicar  la  fuerza 
•humana  con  el  menor  esfuerzo  posible.  Organizó  ejércitos 
•que  pesaron  con  sus  bayonetas  en  la  balanza  del  Destino,  no 
•á  la  sombra  de  la  bandera  pretoriana,  ni  del  pendón  personal, 


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500  RICARDO   PALMA 

»sino  bajo  las  austeras  leyes  de  la  disciplina.  Fundó  repúblicas, 
»no  como  pedestales  de  su  engrandecimiento,  sino  para  que  vi- 
»vieran  y  se  perpetuaran  por  sí.  Mandó,  no  por  ambición,  y 
•mientras  consideró  que  el  poder  era  un  instrumento  útil  para 
»la  tarca  que  el  Destino  le  había  impuesto.  Fué  conquistador 
»y  libertador  sin  fatigar  á  los  pueblos,  por  él  redimidos  de  la 
•esclavitud,  con  su  ambición  ó  su  orgullo.  Abdicó  conciente- 
•  »mente  el  mando  supremo,  sin  debilidad  y  sin  enojo,  cuando 
•comprendió  que  su  tarea  había  terminado,  y  que  otro  podía 
•continuarla  con  más  provecho  para  la  América.  Se  condenó 
•deliberadamente  al  ostracismo  y  al  silencio,  no  por  egoísmo 
•ni  cobardía,  sino  en  homenaje  á  sus  principios  morales  y 
•en  holocausto  á  su  causa.  Pasó  sus  últimos  aflos  en  la  soledad, 
•con  estoica  resignación,  y  murió  sin  quejas  cobardes  en  los 
•labios,  sin  odios  amargos  en  el  corazón,  viendo  triunfante 
•su  obra  y  deprimida  su  gloria.  Es  el  primer  Capitán  del  Nue- 
•vo  Mundo,  y  el  único  que  haya  suministrado  lecciones  y  cjem- 
•plos  á  la  estrategia  moderna,  en  un  teatro  nuevo  de  guerra, 
•combinaciones  originales  inspiradas  sobre  el  terreno,  al  tra- 
svés de  un  vasto  continente,  marcando  su  itinerario  militar  con 
•triunfos  matemáticos  y  con  la  creación  de  nuevas  naciones 
•que  le  han  sobrevivido.» 

fEl  carácter  de  San  Martín  es  uno  de  aquellos  que  se  im- 
•ponen  á  la  Historia.  Su  acción  se  prolonga  en  el  tiempo,  y 
•su  influencia  se  transmite  á  su  posteridad.  Como  general  de 
•la  hegemonía  argentina  primero,  y  de  la  chileno-argentina  dcs- 
•pués,  es  el  heraldo  de  los  principios  fundamentales  que  han 
•dado  su  constitución  internacional  á  la  América,  cohesión  á 
•sus  parles  componentes,  y  equilibrio  á  sus  estados.  Con  sus 
•errores  y  con  sus  deficiencias,  con  su  escuela  militar,  más 
•melódica  que  inspirada,  es  el  hombre  de  acción  más  delibera- 
»da  que  haya  producido  la  revolución  sud-amcricana.  Fiel  á 
•la  máxima  que  regió  su  vida— /«é  lo  que  debía  ser — y  antes 
•que  ser  lo  que  no  debía,  prefirió— wo  ser  nada.—Por  eso  vivirá 
•en  la  inmortalidad.» 

En  suma,  el  señor  general  Mitre,  con  su  monumental  obra, 
ha  prestado  á  la  Historia  Americana  servicio  de  inconmensu- 
rable valor.  Su  San  Martín  no  es  de  los  libros  llamados  á  mo- 


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CACinVACHERlA  501 

rir  con  el  siglo.  El  será  siempre  gloriosa  corona  del  veterano 
soldado  do  las  letras,  á  quien  nos  honramos  en  tributar  el 
homenaje  de  nuestro  humilde,  pero  muy  sincero  y  entusiasta, 
aplauso. 


REFUTACIÓN  A  UN  TEXTO  DE  HISTORIA 

I 


El  padre  Ricardo  Cappa,  sacerdote  prestigioso  en  el  car- 
dumen de  jesuítas  que,  como  caído  de  las  nubes  y  con  escar- 
nio de  la  legislación  vigente,  ha  caído  sobre  el  Perú,  acaba  de 
echar  la  capa,  ó,  mejor  dicho,  de  tirar  el  guante  á  la  sociedad 
peruana,  publicando  un  librejo  ó  compendio  histórico  en  que 
la  verdad  y  los  hechos  están  falseados,  y  en  el  que  toscamente 
se  hiere  nuestro  sentimiento  patriótico.  A  fe  que  el  instante 
para  insultar  á  los  peruanos  ha  sido  escogido  con  poco  lino 
por  la  pluma  del  jesuíta  historiidor.  (1) 

Mientras  llega  la  oportunidad  de  que  Gobierno  y  Congreso 
llenen  el  deber  que  la  ley  les  impone,  cúmplenos  á  los  escrito- 
res nacionales  no  dejar  sin  refutación  el  calumnioso  libelo, 
con  el  que  se  trata  de  inculcar  en  la  juventud  odio  ó  despre- 
cio por  los  hombres  que  nos  dieron  Independencia  y  vida  de 
nación.  Si  bien  lo  decaído  de  mi  salud  y  el  escaso  tiempo 
que  las  atenciones  de  mí  empleo  oficial  no  reclaman,  me  de- 
jan poco  vagar,  procuraré  siquiera  sea  rápidamente,  patenti- 
zar las  más  culminantes  exageraciones,  falsedades  y  calumnias 
de  que  tan  profusamente  está  sembrado  el  compendio. 

Triste  es  que  cuando,  así  en  España  como  en  el  Perú, 
nos  esforzamos  por  hacer  que  desaparezcan  quisquillas  añe- 
jas, haya  sido  un  ministro  del  altar,  y  un  español,  el  que 
se  lanzó  injustificadamente  á  sembrar  zizaña  y  azuzar  pasio- 
nes ya  adormidas,  agraviando  con  grosería  el  sentimiento  na- 
cional. 

(1)  Entft  folU  to  motivó  ntertings  en  pro  y  «»n  rontr»  de  \on  jafuHab.  KI  Comnp«»>'0  dM  Perú  <*x- 
pidin  u'  a  lpy  |ito|ii»>icn(in  á  I  »b  mif>mli*08  «le  1n  Oomiuifl  a  eHtililocerHH  en  el  pntH  romo  f  ueriio 
docentH...  P'«ro  á  la  ley  le  ban  toicidu  lact  nurice^,  y  los  ij^naciunoi»  aiituen  haciendo  de  Ua  auyas 
como  antes. 


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502  RICARDO    PALMA 

Precisamente  el  caballeresco  representante  de  España  en 
el  Perú,  y  la  colonia  toda,  reciben  constantes  pruebas  de  la 
cordialidad  de  nuestro  afecto  para  con  los  subditos  de  la  na- 
ción que,  durante  tres  siglos,  fué  nuestra  dominadora.  La  de- 
licadeza, no  sólo  oficial,  sino  social,  se  ha  llevado  hasta  el 
punto  de  no  considerar,  entre  nuestras  efemérides  bélicas,  la 
fecha  del  Dos  de  Mayo,  suprimiendo  toda  manifestación  que 
de  alguna  manera  lastimara  la  susceptibilidad  española.  Hace 
años  que  ningún  peruano  ostenta  sobre  su  pecho,  en  actos 
oficiales,  la  medalla  conmemorativa  de  un  combate  en  que, 
si  lució  la  bizarría  española,  también  el  esfuerzo  de  los  peruanos 
se  mantuvo  á  la  altura  de  la  dignidad.  Las  fiestas  del  Dos  de 
Mayo  se  han  abolido  entre  nosotros,  no  por  la  fuerza  de  un 
decreto  gubernativo,  q\ie  no  lo  ha  habido,  sino  por  la  fuerza 
del  cariño  que,  en  lo  íntimo  del  corazón,  abrigamos  los  pe- 
ruanos  por   España  y  por   los   españoles. 

EspafLa,  por  su  parte,  nos  corresponde  con  todo  género  de 
manifestaciones  afectuosas.  Sus  Academias  de  la  Lengua  y  de 
la  Historia  brindan  asiento  á  los  peruanos;  y  de  mí  sé  decir 
que,  entre  las  distinciones  que  en  mi  ya  larga  vida  literaria 
he  tenido  la  suerte  de  merecer  en  el  extranjero,  ninguna  ha 
sido  más  halagadora  para  mi  espíritu  que  la  que  esas  dos 
ilustres  Academias  me  acordaran,  al  considerarme  digno  de 
pertenecer  á  ellas. 

Pero  si  amo  á  España  y  si  mi  gratitud,  como  cultivador 
de  las  letras,  está  obligada  para  con  ella,  amo  más  á  la  patria 
en  que  nací,  patria  víctima  de  inmerecidos  infortunios;  y  ruin 
sería  al  callar  cobardemente  ante  el  insulto  procaz,  sólo  por- 
que la  injuria  viene  de  pluma  española;  aunque,  bien  mirado, 
desde  que  el  padre  Cappa  es  jesuíta,  puede  sostenerse  que 
carece  de  nacionalidad.  El  jesuíta  no  tiene  patria,  familia  ni 
hogar.  Para  él,  díganlo  sus  Estatutos,  la  Compañía  lo  es  todo: 
patria,   familia,   hogar. 

¿A  qué  plan  obedece  la  Compañía  de  Jesús,  lanzando,  con 
la  firma  del  más  espectable  de  sus  adeptos  en  Lima,  tan  inso- 
lente cartel?  ¿Qué  se  ha  propuesto  al  provocar  un  escándalo? 
¿Quiere  batalla  campal?  ¿Tan  fuerte  se  considera  ya  que  fía 
en  el  éxito?  El   Gobierno  y  el   Congreso,  y  con  ellos  el   país 


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cachivachería  503 

entero,  estamos  seguros  de  que  han  recogido  el  guante.  Tiempo 
es  ya  de  saber  si  es  ó  no  letra  muer*ta  la  ley  que  cierra  las 
puertas  del    Perú  á  los  hijos  de  Loyola. 

Y  no  se  diga  que  la  Compañía  no  es  responsable,  como 
cuerpo,  de  lo  que  aparentemente  hace  uno  solo  de  sus  miembros. 
En  la  portentosa  organización  del  Instituto,  en  el  especial  en- 
granaje de  esa  máquina  disociadora,  todo  obedece  á  un  solo 
impulso,  á  un  solo  cerebro  y  á  una  sola  volimtad.  El  jesuíta 
abdica  de  su  albedrío;  hasta  para  estornudar,  digámoslo  así, 
necesita  la  aquiescencia  del  superior;  nada  posee  como  indivi- 
duo, pero  colectivamente,  es  archimillonario,  y  aspira  á  escla- 
vizar el  mundo  enseñoreándose  de  las  conciencias.  Gobierno 
y  pueblos  han  de  ser  siervos  humildes  de  la  Compañía.  Si 
Cristo  dijo:  Mi  reino  no  es  de  este  mundo,  los  jesuítas  dicen: 
El  dominio  del  mundo  para  nosotros. 

Entre  los  jesuítas  no  hay  insubordinaciones  ni  se  discuten 
los  mandatos  del  superior:  la  obediencia  es  ciega,  pasiva,  ab- 
soluta. Per  inde  ac  cadáver  es  la  divisa  de  la  Orden.  Son  muertos 
que  hablan,  escriben,  piensan  y  sienten,  como  al  superior,  como 
al  Papa  negro,  conviene  hacerlos  hablar,  escribir,  pensar  y 
sentir.  No  se  concibe  milicia  mejor  regimentada;  y  por  eso 
los  jesuítas  son  un  peligro  para  la  libertad,  la  civilización  y 
la  república. 

Todo  jesuíta  está  destinado  por  el  superior  para  llenar  de- 
terminado propósito.  Visitando  un  viajero  inglés  el  noviciado 
de  un  convento  de  la  Compañía,  se  fijó  en  que  uno  de  los 
jóvenes  era  rematadamente  bruto.— ¿Qué  provecho,  preguntó, 
podrán  sacar  ustedes  de  este  animal?— Y  el  padre  Rector  contes- 
tó sencillamente:— Para  nosotros  no  hay  hombre  que  no  sirva 
para  algo.  A  este  prójimo  lo  destinamos  para  mártir  del  Japón. 

Valiéndonos  de  un  refrán  popular  que  sintetiza  nuestras 
convicciones,  diremos  que  los  jesuítas  no  dan  puntada  sin  nudo. 
Cortar  el  nudo,  es  la  obra  á  que  están  llamados  los  hombres 
del  Gobierno,  y  los  hombres  del  actual  Congreso.  Es  induda- 
ble que  se  tratará  de  hacerles  creer  que,  en  el  escándalo  que 
ha  exasperado  nuestro  patriotismo,  no  hay  más  que  un  culpa- 
ble, el  padre  Cappa,  quien  escribió  por  sí  y  ante  §í;  y  aun 
se  dirá  que  la  Compañía,  no  sólo  lo  ha  amonestado,  sino  que. 


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504  RICARDO    PALMA 

hasta  por  castigo,  lo  ha  puesto  en  cepo  de  cinco  puntos,  previ- 
niéndole que,  si  reincide,  se  h  d^rá  chooolate. 

Mi  colombroño  el  padre  Cappa  es  un  comodín,  una  especie 
de  agnim  obligado  á  cargar  con  los  pecados  de  la  Compañía, 
en  el  Perú.  Cuando  recientemente,  la  discreta  6  ilustrada  auto- 
ridad eclesiástica  prohibió  una  mascarada  carnavalesca,  en  ob- 
sequio de  San  Luis  Gonzaga,  quedándose  pontifiquito,  carde- 
nalitos.  zuavitos,  frailucos  y  angelitos  con  los  crespos  hechos, 
el  superior  de  los  jesuítas  se  lavó  las  manos,  colgando  el  mo- 
chuelo al  fantástico  y  batallador  ex  marino  Ricardo  Cappa.  O 
se  ha  desvirtuado  y  descendido  mucho  la  Compañía,  para  que 
en  ella  todo  ande  manga  por  hombro,  y  haga  y  escriba  ca'da 
miembro  lo  que  en  antojo  le  venga,  "ó  hay  que  considerar  las 
disculpas  como  nueva  é  insolente  burla  al  decoro  de  la  autoridad 
y  al  buen  sentido  del  país. 

II 

Pasemos  á  desmenuzar  la  producción  del  padre  Cappa,  que 
bien  vale  la  pena  (ie  emprender  la  enojosa  tarea  un  'libro,  en 
que  se  trata  de  rebajar  á  todo  trance  al  país  y  á  sus  hombres 
más  eminentes;  en  el  que  ninguna  clase  social  es  respetada; 
y  en  el  que  se  trasluce  claramente  el  propósito  preconcebido 
de  historiar  mal  y  maliciosamente  nuestro  pasado,  subordinán- 
dolo todo  al  enaltecimiento  del  virreynato,  único  honrado,  bue- 
no y  sabio  gobierno  que  hemos  tenido.  Mientras  el  padre  Cap- 
pa consignó  estas  ideas  en  otra  de  sus  publicaciones,  franca- 
mente que  no  nos  pareció  precisa  una  refutación;  porque  no 
se  trataba  como  ahora,  de  un  libro  de  propaganda  y  desti- 
nado á  servir  de  texto  en  un  colegio.  Somos  tolerantes,  por  sis- 
tema y  por  convicción,  y  nuestra  pluma  rehuye  siempre  la  crí- 
tica en  materia  de  opiniones  políticas,  de  creencias  religiosas, 
de  doctrinas  literarias  y  hasta  de  apreciaciones  históricas.  Cuan- 
do algo  nos  desagrada,  censuramos  en  el  seno  de  la  intimidad. 
En  público,  preferimos  á  la  reputación  de  zoilo  y  de  severo, 
la  acusación,  que  ya  se  nos  ha  hecho,  de  complaciente  hasta 
la  debilidad.  Tras  una  palabra  de  crítica,  hemos  puesto  siempre 
diez  de  encomio.  Aquellas  publicaciones  del  padre  Cappa  nos 


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CACHIVACHERLV  505 

aiTíincaron,  pues,  las  mismas  murmuraciones  que  su  Estafeta 
dci  Cielo,  superchería  que  consiste  en  escribir  carlitas  ni  sanio 
de  nuestra  devoción,  echar  la  esquela  en  los  buzones  í[uc,  al 
electo,   tienen   los   reverendos,   y  esperar   la  respuesta. 

I  Valiente  historia  la  que  el  padrecilo  pretende  enseñar  á 
nuestros  hijos!  Los  Incas,  bárbaros  opresores  dignos  de  ser 
condenados;  el  coloniaje,  todo  bienandanza  y  todo  tratarnos 
con  excesivo  mimo  (pág.  18);  la  República,  una  vergüenza;  los 
proceres  de  la  Independencia,  ambiciosos  sin  antecedmtas  y  ver- 
daderos monstruos;  la  Inquisición,  una  tlelicia  cuyo  restable- 
cimiento convendría;  la  libertad  de  imprenta,  una  iniquidad; 
Bolívar,  San  Martín  y  Monteagudo,  tres  peines  entre  los  que 
distribuye  los  calificativos  obsceno,  cínico,  pérfido,  aleve,  in- 
moral, malvado,  y  sigue  el  autor  despachándose  á  su  regalado 
gusto;  el  padre  Cisneros,  un  impío;  el  canónigo  Arce,  un  blas- 
femo; Mariátegui,  iln  libérrimo;  Luna  bizarro  y^Rodríguez  (le 
Mendoza,  sembradores  de  mala  semilla;  nuestro  clero  tratado 
con  menosprecio;  nuestra  sociedad  de  Beneficencia,  satirizada; 
en  una  palabra,  toda  nuestra  vida  independiente  no  sTgniFica 
para   el   padre   Cappa   sino   retroceso,   corrupción   y  barbarie. 

Vamos  pasito  á  pasito,  que  todo  el  camino  se  andará. 

-¿Qué  le  parece  á  usted  el  compendio?— preguntamos  ano- 
che á  un  amigo  muy  competente  en  Historia.— ¡Hombre!  Una 
viborita  á  la  que  hay  que  aplastar  con  el  taco  de  la  bota.— La 
respuesta  es  típica,  y  ya  se  convencerán  de  ello  mis  lectores. 
En  219  páginas,  en  8.Q  menor,  es  imposible  reconcentrar  mas 
veneno  contra  el  Perú  y  sus  hombres. 

El  texto  de  mi  ensotanado  tocayo  (malo  como  texto,  pues 
carece  de  las  condiciones  de  tal),  empieza  por  no  dar  idea 
geográfica  del  país,  teatro  de  los  acontecimientos  en  que  el 
historiador  va  á  ocuparse.  Como  quien  camina  sobre  ascuas, 
pasa  sobre  los  tiempos  pre-incásicos  cuando,  s!n  aventurar  con- 
jeturas ni  admitir  hipótesis,  ha  podido  dar  el  preciso  desarrollo 
á  la  historia  de  las  tribus  que  ocupaban  todo  el  territorio 
ariies  de  ser  conquistadas  por  los  Incas.  No  pinta  con  fidelidad 
el  estíido  social  del  imperio  incásico,  sino  que  ha  falseado 
la  interpretación  de  los  hechos  y  callado  otros  que,  en  la  com- 
paración.  redundaran  en  contra  del  gobierno  colonial. 


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500  litCAKÜO    PALMA 

Larguísima  tarea  nos  daría  el  detenernos  en  pequeños  de- 
talles. Ocupémonos,  á  vuela  pluma,  de  algimas  de  las  afirma- 
ciones del  profesor  de  historia  ad  husum  Societate  Jem, 

Todos  los  pueblos,  antes  de  la  conquista  incásica,  dice  que 
«reconocían  un  Ser  Supremo  generalmente  llamado  Ticihui- 
racocha  al  interior,  y  Pachacamac,  en  la  costa. 

Desde  luego  debemos  recordar  á  nuestros  lectores  que  eran 
tantos  los  dioses  adorados  en  el  Perú,  que  los  Incas,  como  los 
romano.s,  llevaban  á  su  gran  templo  de  Coricancha  los  ídolos 
ó  divinidades  de  los  pueblos  conquistados.  Algo  más  grave 
aún.  Los  yungas  no  hablaban  el  quechua,  y  mal  podían  dar 
á  sus  divinidades  nombres  de  otra  lengua  ó  dialecto. 

En  la  página  41,  hablando  de  los  monasterios  consagrados 
á  las  vírgenes  del  Sol  ó  escogidas,  después  de  repetir  lo  que  so- 
bre estas  sacerdotisas  traen  Garcilaso  y  otros,  dice  el  padre 
Cappa,  por  su  cuenta,  y  sin  más  autoridad  que  la  suya:  «No 
*  obstan  te  (esto  es,  porque  á  mí  se  me  anloja)  eran  vastos  barc- 
ones exparcidos  por  el  imperio,  repugnames  Itestimonios  de 
»los  celos  de  un  déspota.»  Como  verdad  histórica,  esta  es  una 
de  las  muchas  ruedas  de  molino  con  que  el  profesor  hace  co- 
mulgai*  á  sus  alumnos.  Como  refutación,  baste  copiar  lo  que 
don  Sebastián  Lorente,  historiador  de  buen  criterio,  ílice:— 
«El  mayor  número  de  las  escogidas  consagraban  su  virginidad 
»ai  Sol;  y  las  pocas  que  no  hacían  votos  perpetuos,  contraían 
^enlaces  ventajosos.»  Y  Lorente  apoya  su  aseveración  en  él 
testimonio  de  cronistas  é  historiadores. 

Las  contradicciones  no  faltan  para  que  el  librito  del  padre 
Cappa  no  tenga  por  donde  ser  cogido  sin  tenacilla.  En  una 
parte,  dice  que  los  indios  tenían  tanto  trabajo  que,  abrumados 
por  él,  morían;  y  en  otra,  que  no  vivían  sino  en  continuada 
fiesta  y  entregados  á  la  embriaguez.  ¿A  qué  carta  se  quedan 
los   discípulos   del   padre   Cappa? 

Tampoco  aprecia  debidamente  la  misión  civilizadora  de  los 
Incas,  y  cuánto  mejoró  la  condición  social,  dulcificándose  las 
costumbres,  bajo  el  gobierno  patriarcal  de  los  hijos  del  SoL 
Desapareciendo  las  frecuentes  guerras  en  que  vivían  empeñados 
los  pueblos,  aprendieron  nuevas  artes  é  industrias,  engrandcr 
cieron  la  agricultura  y  se  estrecharon  los  lazos  de  la  familia 


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cachivachería  507 

y  de  la  sociedad,  bajo  la  innuencia  de  leyes  y  religión  huma- 
nitarias. Mal  califica  el  padre  Cappa  la  política  y  espíritu  de 
los  Incas,  diciendo  que  su  norte  fué  «dejar  reducidos  á  sus  sub- 
ditos á  la  condición  de  simples  cosas,»  lo  que  contradice  la 
afirmación  que  más  adelante  estampa,  de  que  «la  pobreza  no 
se  conocía  en  el  pueblo.»— -Sin  darse  cuenta,  hace  con  esta 
contradicción  el  elogio  del  paternal  gobierno  incásico. 

No  es  cierto  que  el  egoísmo  de  las  clases  privilegiadas  ex- 
cluyera al  pueblo  de  obtener  honores  y  grandeza,  como  lo 
asegura  el  padre  Cappa.  Desde  Garcilaso  hasta  Montesinos, 
los  historiadores  afirman  que,  á  más  de  la  nobleza  de  sangre 
ó  hereditaria,  había  otra  4  la  que  por  sus  méritos,  virtudes 
servicios  y  talento,  podían  elevarse  los  hombres,  desde  las  más 
hiunildes  esferas. 

Dejando  aparte  inexactitudes  que  no  significan  gran  cosa 
en  el  cuadro  que  de  la  conquista  traza  el  padre  Cappa,  consa- 
graremos nuestro  próximo  artículo  á  refutar  la  apología  del 
feroz  y  fanático  Valverde,  á  la  vez  que  la  defensa  del  gran 
crimen  que  produjo  el  asesinato  del  prisionero  Atahualpa.  El 
mismo  padre  Cappa  lo  llama  verdadero  crimen;  pero...  ya  co- 
piaremos al  pie  de  la  letra,  los  rebuscados  y  malignos  argu- 
mentos  con   que  pretende  paliarlo  ó   justificarlo. 


III 

«Hay  comezón  (escribe  el  padre  Cappa)  de  pintar  á  Val- 
» verde  como  azuzador  contra  Atahualpa.»  Si  tal  comezón  ha 
habido,  ella,  más  que  de  los  americanos,  ha  venido  de  los 
historiadores  españoles.  En  la  proeza  de  Cajamarca,  cronista 
que  fué  testigo  de  ella,  refiere  que  Valverde  gritaba  á  los  sol- 
dados que  hiriesen  de  punta  con  sus  espadas  á  los  indios,  que 
aterrorizados,  huían.  En  la  colección  de  Documentos  de  Men- 
doza se  encuentra  la  información  que  los  partidarios  de  Alma- 
gro enviaron  al  rey  de  España,  información  de  la  que  cierta- 
mente no  sale  Valverde  en  olor  de  santidad.  Tocaba  al  padre 
Cappa  santificarlo,  y  para  ello  apela  á  la  opinión  de  un  escritor 
de  nuestro  siglo,  el  conde  de  Maistre,  y  á  sus  Veladas  de  San 


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508  RICARDO    PALMA 

Pctershurgo,  que  no  son  siquiera  una  obra  de  historia,  sino 
de  controversia  filosófica  y  religiosa.  Pero  aun  aquí  falsifica 
nuestro  jesuíta  el  texto,  que  costumbre  es  de  la  Compañía 
falsearlo  todo. 

Lo  que  dice  de  Maistre  en  el  tomo  I  de  las  Veladas^  es,  li- 
teralmente:—«No  tengo  noticia  de  ningún  acto  de  violencia, 
•excepto  la  célebre  aventura  del  padre  Val  verde,  que,  á  ser 
•cicrla,  no  probaría  sino  que  en  el  siglo  xvi  hubo  un  fraile  loco 
»en  España;  mas  la  aventura  tiene  carácter  intrínseco  de  fal- 
»scdad.  No  me  ha  sido  posible  descubrir  su  origen;  pero  un 
tcspaflol  muy  instruido  me  ha  dicho:— Creo  qiie  todo  ello  no  es 
•sino  un  cuento  del  imbécil  Garcilazo.^ 

Como  se  ve,  el  conde  de  Maistre  está  muy  distante  de  de- 
fender á  Val  verde;  no  hace  más  que  poner  en  duda  la  crimi- 
nalidad del  fraile  dominico.  Creyendo  falsa  la  aventura,  con- 
fiesa el  ultramontano  conde  que  no  ha  cuidado  de  registrar 
historiadores  para  averiguar  la  verdad,  y  se  atiene  á  lo  que 
le  dijo  un  bufón  español.  ¿No  es  un  falso  testimonio  el  que  el 
padre  Cappa  le  levanta  á  de  Maistre,  haciéndolo  decir  lo  que 
no  dijo?  Si  á  las  palabras  que  del  conde  dejamos  copiadas  las 
llama  el  padre  Cappa  vindicación,  diré  que  se  necesita  criterio 
muy  pobre  para  aceptarlas  como  tal.  Además,  se  necesita  toda 
la  mala  fe  jesuítica  para,  en  un  libro  de  texto,  considerar 
como  autoridad  histórica  á  quien  no  fué  historiador,  y  que, 
al  divino  botón,  sin  tomarse  el  trabajo  de  estudiar  el  asunto, 
como  él  mismo  lo  confiesa,  lanza  las  chilindrinas  del  fraile 
loco  y  de  la  imbecilidad  de  Garcilazo.  ¿Hay  seriedad  en  esto? 
¿Es  digno  de  ser  patrocinado  por  la  pluma  de  quien,  como  el 
padre  Cappa,  es  profesor  titular  de  Historia  peruana  en  el 
colegio  de  la  Orden? 

Pero  no  es  la  vindicación  de  Valverde  el  florón  más  her- 
moso del  INFAME  librejo  del  padre  Cappa.  Vamos  á  presentar 
en  toda  su  desnudez  la  conciencia  jesuítica  de  doble  fondo 
moral,  de  dos  caras  como  Jano,  conciencia  que  sostiene  la  doc- 
trina de  que  el  fin  justifica  los  medios.  Entramos  en  el  asesinato 
de  Atahualpa. 

Queremos  ser  parcos  en  comentarios,  por  temor  que  nues- 
tra pluma  se  extravíe  en  un  arrebato  de  patriótica  indigna- 


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CACHIVACHERÍA  509 

ción.  Dejamos  la  palabra  al  padre  Cappa.  «La  muerte  de  Ata- 
»hualpa  fué  un  borrón  del  conquistador,  un  verdadero  crimen, 
»es  cierto;  pero  crean  los  jóvenes  que  se  han  repetido  y  se 
•repetirán  hechos  análogos,  mientras  dure  el  mundo,  y  con 
•menor  motivo,  por  más  que  se  diserte  contra  ellos.»  Así  se 
justifica  hasta  el  asesinato  de  Abel  y  la  crucifixión  de  Cristo. 
¡Moral  de  jesuíta!  A  los  ignacianos  les  viene  siempre  á  pelo 
aquello  de:— ¿Cómo  anda  uste'd  de  capitales?— No  ando  del  todo 
mal...   tengo   los  siete  pecados. 

En  un  consejo  de  guerra,  se  decidió,  por  trece  votos  contra 
once,  el  suplicio  de  Atahualpa,  mediando  breves  horas  entre 
la  sentencia  y  la  ejecución.  Nada  de  esto  refiere  el  padre  Cappa 
á  sus  alumnos.  En  homenaje  á  esos  once  honrados  españoles 
que  votaron  porque  Atahualpa  fuese  enviado  á  España,  para 
que  allá  decidiese  el  rey  sobre  su  destino,  quiero  consignar 
aquí  sus  nombi^es. 

Llamáronse  Juan  de  Rada,  Diego  de  Mora,  Blas  de  Atien- 
za,  Francisco  de  Chaves,  Pedro  de  Mendoza,  Hernando  de  Haro, 
Francisco  de  Fuentes,  Diego  de  Chaves,  Francisco  Moscoso, 
Alfonso  Davila  y  Pedro  de  Ayala.  El  padre  Cappa  parece  que 
envidiara  no  haber  figurado  entre  los  trece  asesinos  del  Inca; 
pues  dice,  que,  aunque  en  ese  día  se  le  hubiera  perdonado, 
«pronto  se  hubiera  encontrado  motivo  para  insistir  en  su  muer- 
tte.  Los  españoles  todos  estaban  convencidos  de  que,  quitando 
»de  en  medio  á  Atahualpa,  la  conquista  se  allanaba  extraordi- 
•nariamente.» 

Oviedo,  cronista  real,  después  de  estampar  la  relación  de 
Jerez,  conquistador  que  asistió  á  las  escenas  del  sangriento 
drama  de  Cajamarca,  dice:  «por  lo  que  he  podido  inquirir,  la  pri- 
sión y  muerte  de  Ataballfca  fué  injusta.* 

Y  el  gran  Quintana,  gloria  de  las  letras  en  nuestros  días, 
dice  en  su  Vida  de  Pie-arro;— «Si  desde  antes  no  tenía  ya  en 
»su  corazón  condenado  á  muerte  al  Inca,  sin  duda  lo  determinó 
•cuando,  satisfecha  la  pasión  primera,  que  fué  la  de  adquirir, 
•pudo  dar  oídos  solamente  á  las  sugestiones  de  la  ambición.» 

Sin  esfuerzo  convendrá  el  lector  en  que  algo  habremos  ho- 
jeado sobre  historia  patria,  y  creerá  nucslra  afirmación  de  que 
en  cronista  ó  historiador  alguno  habíamos  encontrado  hasta 


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510  RICARDO    PALMA 

ahora  disculpado,  tan  sin  embozo,  el  regicidio  de  Atahiialpa. 

Iai  honra  de  esa  novedad  estaba  reservada  en  el  siglo  xix 
y  en  el  Perú,  para  un  cofrade  del  padre  Mariana,  el  sabio  je- 
suíta gue  sustentó  en  España  la  doctrina  del  regicidio.  Sólo 
los  jesuítas  tienen  la  audacia  de  patrocinar  los  grandes  crí- 
menes. 

Véase,  en  fin,  la  oración  fúnebre  que  el  padre  Cappa  consa- 
gra al  infortunado  Inca:  «El  padre  Valverde  le  administró  el 
» bautismo  poco  antes  del  suplicio.  Diremos  con  Gomara:  di- 
»choso  él  si  de  buena  fe  pidió  el  bautismo;  y  si  no...  'pagó 
*las  que  había  hecho. ^ 

¡Ferocidad  de  hiena  ó  de  jesuíta!  La  pluma,  indignada,  se 
resiste  á   seguir  copiando. 

IV 

Pasemos  á  las  encomiendas  y  mitas,  tan  defendidas  por  nues- 
tro historiador.  «Unas  pocas  encomiendas  se  adjudicaron  á 
españoles  que  nunca  pisaron  la  América.»  ¡Bravo!  Esta  de- 
claración nos  ahorra  tinta.  Quedamos,  pues,  en  que  los  pobres 
indios  eran  adjudicados  como  botijas  de  barro:  que  tenían 
doble  amo:—  el  residente  en  España,  y  el  mayordomo  ó  re- 
presentante de  éste  en  el  Perú. 

Tah  insoportables  debieron  ser  las  encomiendas  y  mitas,  y 
á  tal  punto  llevaron  el  abuso  y  la  crueldad  los  encomende- 
res,  que  alarmado  el  rey  con  las  continuas  reclamaciones  que 
desde  aquí  le  enviaran  algunos  hombres  de  bien,  mandó  al 
virrey  Blasco  Núflez  para  que  pusiese  en  vigencia  ordenanzas 
que,  rechazadas  por  los  encomenderos,  produjeron  las  revuel- 
tas de  Gonzalo  y  de  Girón.  ¡Suprimir  las  encomiendas!  ¡Abolir 
el  servicio  personal!  Eso  no  podía  soportarse.  Corrió  sangre  á 
raudales,  venció  la  corona;  pero  los  abusos  y  exacciones  si- 
guieron en  pie.  Venían  reales  cédulas  procurando  mejorar  la 
condición  del  indio;  pero  las  reales  cédulas  eran  papel  mojado 
ú  hostias  sin  consagrar:  no  se  las  acataba. 

Cuando,  á  más  no  poder,  tiene  el  padre  Cappa  que  conve- 
nir cu  que  hubo  exacciones,  crueldad  y  arbitrariedad,  culpa 
de  ellas  á  los  hijos  del  país,  como  si  no  hubieran  sido  tan  es- 


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CACmVACHERtA  511 

pafíolcs  los  de  allá  como  los  de  acá,  y  como  si  no  hubiera 
habido  gobierno  llamado  á  reprimir  y  castigar.  , 

Aunque  los  indios  estaban  connaturalizados  con  el  trabajo, 
el  padre  Cappa  los  hace  holgazanes,  sacando  de  aquí  la  nece- 
sidad de  obligarlos  al  trabajo  por  medio  de  la  mita.  Olvida  el 
profesor  que,  pocas  páginas  adelante,  ha  enseñado  á  sus  dis- 
cípulos que  la  ociosidad  no  era  conocida  bajo  el  gobierno  incási- 
co. Pero,  ¿qué  importa?  Ahora,  bajo  el  gobierno  colonial,  le 
convenía  convertir  en  perezosos  á  los  laboriosos.  —  Cuando  el 
rey  quería  aliviar  en  algo  la  condición  de  esas  bestias  de  carga 
llamados  mitayos,  expedía  alguna  real  cédula  que,  llegada  á 
Lima,  no  salía  de  palacio.  Los  virreyes  sabían  que  siendo  pun- 
tuales en  remitir  á  la  corte,  convertidas  en  oro  y  plata,  las 
gotas  del  sudor  de  los  infelices  indios,  nada  tenían  que  recelar; 
y  preferían  mantenerse  en  buena  armonía  con  los  encomende- 
ros, propietarios  de  esas  bestias,  á  las  que  fué  preciso  que  una 
bula  del  papa  Alejandro  VI,  si  la  memoria  no  me  engaña,  de- 
clarase seres  humanos  y  capaces  de  sacramentos.  La  tiranía 
Se  llevíS  hasta  el  punto  de  pretender  que  los  indios  no  hablasen 
la  lengua  nativa. 

A  estas  bestias  de  carga  es  á  las  que,  probablemente,  se 
refiere  el  padre  Cappa,  cuando  dice  que  los  conquistadores 
nos  trataron  con  exceiivo  mimo.  Es  cierto:  á  pocos  mitayos  des- 
cuartizaron pudiendo  hacerlo  (¡Dios  les  premie  la  caridad!) 
pero  el  palo  y  el  látigo  andaban  bobos  acariciando  espaldas. 
I  Esto  es  mimo^  y  todo  lo  demás  es  chiribitas! 


Si  uu  europeo,  ateniéndose  á  los  informes  de  Acosta,  Hum- 
boldt  y  de  infinitos  historiadores,  viajeros  y  hombres  de  cien- 
cia, que  han  considerado  el  territorio  peruano  á  propósito  para 
cosechar  en  él  los  productos  de  todas  las  zonas,  llega,  en  mo- 
mentos de  embarcarse,  á  leer  el  libro  del  reverendo  jesuila, 
de  fijo  que  deshace  la  maleta  y  se  queda  en  el  Viejo  Mundo. 
No  so  diría  sino  que  los  jesuítas  se  proponen,  desacreditando 


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512  RICARDO    PALMA 

al  país,  íccev  imposible  la  inmigración.  Véase  io  que,  sin  alterar 
silaba,  escribe  el  padre  Cappa: 

«No  es  el  territorio  del  Perú  capaz  de  mucha  agricultura. 
»La  costa  estéril;  la  sierra  demasiado  fría.  Sólo  las  pcquc- 
Ȗas  quebradas  del  litoral,  y  alguna  que  otra  provincia  del  in- 
»lerior,  pueden  rendir  razonables  cosechas.  Durante  el  virreyna-: 
»to  se  aprovecharon,  no  mal,  estos  terrenos,  pues  el  Perú  se 
«bastaba   á  si  mismo,  y  aun  exportaba  al  extranjero.» 

El  hábil  corresponsal  de  El  Callao^  comenta  este  manojito 
de  mentiras.  Háme  gustado  su  comentario,  y  lo  prohijo.— «¿Con- 
»que  sólo  en  tiempo  del  virreynato  se  aprovecharon  esos  terre- 
ónos, hasta  el  punto  de  que  produjeran  lo  bastante  para  casa 
ty  para  fuera  de  casa?  Pero,  ¡hombre  de  Dios  I  si  acaba  usted 
»de  decirnos  que,  por  estéril  la  ima  y  por  fría  la  otra,  costa 
»y  sierra,  no  consienten  agricultura,  ¿cómo  nos  habla  de  ex- 
»ccso  de  producción?  ¿Y  usted  ha  aprendido  lógica,  padre? 
•Pues  lo  disimula.» 

Capítulo  de  otra  cosa.  Habla  el  padre  Cappa:— «La  Inqui- 
tsiclóu  (dice)  ha  sido  desde  setenta  años  á  esta  parte  el  bu 
>de  las  gentes.  (¿Y  antes,  qué  era?  ¿caramelo?).— Su  fin  estaba 
» reducido  á  velar  por  la  pureza  de  la  te,  y  á  castigar  á  los 
«casados  que,  fingiéndose  solteros,  contraían  otro  matrimonio. 
»(¿Y  no  quemaban  brujas,  padre?)— Hubo  en  el  Peni  muchos 
•portugueses  judaizantes,  que  sufrieron  el  justo  rigor  de  la 
•Inquisición.- (Conque,  jusíOy  ¿eh?)— Es  una  vulgaridad  tamaña 
•decir  que  la  Inquisición  encadenaba  el  pensamiento,  y  otras 
•sandeces  por  el  estilo.— (Sandez  es,  en  pleno  s'glo  xix,  echarse 
»á  hacer  la  apología  de  tribunal  tan  maldecido.)— Fuera  de  los 
•portugueses,  raros  fueron  los  castigados  severamente  en  el 
•Perú.— O  Hola  I  ¿Nos  lo  dice  su  paternidad,  ó  nos  lo  cuenta?)— 
•  Nosotros,  por  respeto  á  tan  santa  y  hiinhechora  institución  (¡ata- 
»ja!  i  ataja!)  nos  esmeramos  en  disipar  las  patrañas  con  que, 
•los  hombres  de  fines  del  siglo  pasado  y  principios  de  éste, 
•han  embaucado  á  tanto  candido.»  (Muchas  gracias,  por  la 
parle  que  nos  toca.)  El  padre  Cappa  se  coloca  aquí  en  la  misma 
condición  del  que  dijo:— Yo  arrojaría  al  mar  á  lodos  los  im- 
béciles* á  lo  que  un  curioso  le  contestó  con  esta  pregunta: 
—¿Sabe  usted  nadar,  padre? 


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cachivachería  513 

¿Podía  imaginarse  el  lector  mayor  impudencia?  Pues  ahí 
eslú  en  letras  de  molde. 

Afortunadamente,  aunque  muchos  documentos  originales  de 
la  Inquisición  han  desaparecido  del  Archivo  Nacional,  quedan 
los  suficientes  para  probarle  al  padre  Cappa  que,  sólo  en  Lima, 
quemó  la  santa  y  bienhechora  treinta  prójimos  vivos,  y  catorce 
en  estatua  y  huesos,  contándose  entre  los  achicharrados  dos 
mujeres;  y  que  el  número  de  los  sentenciados  á  azotes,  ga- 
leras y  demás  penas,  ascendió  á  cuatrocientos  cincuenta  y  ocho. 
[Vaya  una  bienhechora!  Ni  los  paganos  desenterraron  jamás  ca- 
dáveres para  castigarlos  con  la  hoguera. 

Los  bárbaros  hacen  á  sus  divinidades  ofrendas  de  carne 
humana:  y  la  santa,  la  civilizada,  la  católica  Inquisición,  insuHa 
á  un  Dios  todo  amor  y  misericordia,  brindándole  también  el 
sacrificio  de  humanos  seres. 

Además,  la  Inquisición  hacía  imprimir  en  folletos  la  rela- 
ción de  cada  auto  de  fe,  con  el  extracto  de  la  causa  seguida  á, 
cada  reo.  Y  de  estos  folletos  se  conservan  no  pocos,  en  Lima. 
Quien  tenga  flema  para  leerlos,  verá  por  cuan  ridiculas  acu- 
saciones se  aplicaban  penas  severísimas. 

No  podrá  negar  el  padre  Cappa  la  autenticidad  del  llamado 
Edicto  de  las  delaciones  que  en  el  tercer  domingo  de  Cuaresma 
se  promulgaba  anualmente  en  nuestro  templo  de  Santo  Do- 
mingo, fijándose  luego,  en  carteles  impresos  y  con  el  sello  del 
Tribunal,  en  la  puerta  de  todos  los  templos  de  Lima.  En  la 
antigua  Biblioteca  Nacional  se  encontraban  (y  abundan  las  per- 
sonas que  los  vieron)  los  edictos  promulgados  en  1721,  1738, 
1742  y  1809.  También  Llórente,  en  su  historia  de  la  Inquisición, 
los  publica.  El  cartelón  que  se  pegaba  en  la  cancela  ó  puerta 
de  las  iglesias,  llevaba  esta  terrible  nota  mannscñía:— Nadie 
lo  quite,  so  pena  de  excomunión. 

Para  solaz  de  nuestros  lectores,  extractaremos  del  edicto 
algunos  de  los  crímenes,  por  los  que  se  corría  peligro  de  tra- 
bar relaciones  íntimas  con  la  penca  ó  con  la  hoguera. 

Erase  hereje  judaizante,  por  ejemplo,  por  haber  negado  que 
las  campanas  fuesen  las  trompetas  del  Señor;  por  recitar  los 
salmos  sin  agregar  gloria  Fatri;  por  ponerse  camisa  blanca  en 

33 


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514  .  RICARDO    PALMA 

sábado:  por  haber  vuelto,  al  morir,  la  cara  á  la  pared;  por 
lavarse,  por  la  mañana,  los  brazos  hasta  el  codo;  por  pasar 
sobro  la  uña  la  hoja  de  un  cuchillo;  por  hacer  ascos  al  vino; 
por  separar  el  gordo  del  tocino;  por  poner,  en  sábado,  sába- 
nas limpias  en  la  cama;  por  poner  sobre  el  hombro  de  un  hijo 
la  mano  con  los  cinco  dedos  extendidos;  y,  en  fin,  largo  espa- 
cio ocuparía  seguir  extractando  un  edicto  que  el  lector,  curioso 
por  conocerlo  íntegro,  encontrará  en  la  Biblioteca  Nacional. 
Lo  más  infame  de  este  edicto  era  la  obligación  que  se  im- 
ponía á  los  hijos  de  denunciar  á  los  padres,  abominación  de 
la  que,  para  mengua  de  la  humanidad,  no  faltaron  casos. 

Y  á  ese  Tribunal  sanguinario,  feroz,  fanático  é  inmoral, 
es  á  lo  que  el  padre  Cappa  llama  institución  santa  y  himhechora  1 1 

Tiene  razón.  La  Compañía  de  Jesús  y  la  Inquisición  son 
hermanas  gemelas.  Tal  para  cual.  Que  echen  raíces  en  el  Perú 
los  jesuítas,  y  su  hermanita  vendrá,  no  precisamente  en  la  for- 
ma antigua,  sino  en  otra  más  hipócrita.  ¡Quién  sabe  si,  por  esta 
refutación,  me  quemarán  un  día  en  estatua  y  huesos!  Sea  todo 
por  Dios. 

Y  va  de  tradición: 

Cuentan  que  el  padre  Esteban  Dávila,  que  fué  uno  de  los 
cinco  primeros  que  trajeron  á  Lima  la  lepra  del  jesuitismo, 
mantenía  una  de  dimes  y  diretes  con  fray  Diego  Ángulo,  co- 
mendador de  la  Merced,  sacerdote  que  tenía  el  cabello  de  un 
rubio  azafranado.  Fijándose  en  esta  circunstancia,  le  dijo  en 
cierta   ocasión  el  jesuíta: 

—jRvbicundus  erat  Judas. 

A  lo  que  el  mercenario  limeño  contestó  sin  retardo: 

—Et   de   Societate   Jesu. 

VI 

No  todo  ha  de  ser  seriedad  y  entrecejo  y  bilis.  Hay^  en  el 
librejo  temas  de  que  no  puede  ocuparse  la  crítica  sino  humo- 
rísticpmente.  Escogeré  cuatro  ó  cinco,  que  para  muestra  basta 
un  botón  Criticólos,  más  que  por  lo  que  ellos  en  sí  expre- 
san, por  el  solapado  propósito  que  encarnan  de  establecer  com- 
paraciones entre  el  pasado  y  el  presente. 


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cachivachería  515 

Sobre  libertad  de  imprenta,  punto  de  que  también  se  ocupa 
el  padre  Cappa  en  la  sección  de  su  libro  correspondiente  á 
la  Independencia  de  la  República,  después  de  opinar  que  el 
gobierno  colonial  hizo- bien  en  matar  el  Mercurio  peruano^  por- 
que éste  empezaba  á  sacar  los  pies  fuera  de  la  sábana,  con 
tendencias  y  doctrinas  intolerables^  añade  que  los  periódicos  que 
le  sucedieron  valían  poco,  marcándose  cada  vez  más  la  fisonomía 
repugnante  que  hoy  caracteriza  á  la  mayor  parte  de  eUos. 

No  se  apuren  los  miembros  del  cuerpo  médico  de  Lima, 
que  también  ellos  tocan  del  pan  bend¡to.«No  hacían  tantas  con- 
»sultas,  ni  t^n  caras;  y  con  todo,  la  mortandad  está,  ahora, 
»en  la  misma  proporción  que  antes».— ¡Vaya!  ríanse  ahora  con 
esta  dedada  de  miel:— los  estudios  se  encuentran  hoy  en  tan 
>buen  pie,  como  en  las  más  acreditadas  escuelas  europeas.» 
—Una  de  cal  y  otra  de  arena.  Lo  que  el  padre  Cappa  critica 
es  que  cobren  caro  y  que  dejen  morir  gente,  después  de  ha- 
berlo consultado  mucho,  cosas  que,  según  él,  no  hacían  los 
médicos  del  coloniaje. 

De  las  limeñas  dice  el  padre  Cappa:— «Las  leyes  eran  pocas 
»y  suaves;  pero  se  notaba  en  las  señoras  marcada  tendencia 
Tȇ  contradecirlas  aun  con  descaro,  en  lo  que  hubo  excesiva 
•tolerancia  de  las  autoridades,  contribuyendo  á  formar  un  ca- 
»rácter  sin  más  norma  que  el  capricho.  ¡Cosa  sorprendente  I 
•Entre  la  multitud  de  acusaciones  que  los  americanos  inde- 
» pendientes  hacen  á  los  españoles,  nunca  he  visto  ésta  que, 
»en  mi  concepto,  es  la  más  fundada,  y  la  que  ha  dado  y  da 
•resultados  fatales.» 

Cuando  llueve,  todos  se  mojan,  y  no  era  posible  que  mis 
bellas  paisanas  quedaran  sin  su  correspondiente  sepancuantos 
en  el  sermón  del  padre  Cappa. 

Pesada  se  haría  esta  refutación  si  continuara  pasando  el 
lápiz  rojo  sobre  todos  los  párrafos  parecidos  á  los  que,  humo- 
rísticamente, apunto  en  este  capítulo.  Son  dignos  de  ataque 
sólo  por  estar  en  un  libro  de  texto  para  colegio,  y  dar  á  los 
estudiantes  extraviada  idea  de  lo  que  fué  y  es  nuestra  sociedad 
peruana.  Quédense  en  el  tintero. 


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516  RICARDO   PALMA 


VII 


Hablando  de  las  causas  que  produjeron  la  Independencia, 
considera,  entre  otras,  ésta:— -«La  ambición  de  unos  cuantos  hom- 
»bre8  sin  antecedentes ^  que  con  el  cambio  radical  se  prometían 
»ocupai   los  primeros  puestos.» 

Así,  para  el  padre  Cappa,  eran  ambiciosos  sin  antecedentes 
los  notabilísimos  peruanos  que,  el  28  de  Julio  de  1821,  suscri- 
bieron, en  el  Cabildo  de  Lima,  el  acta  de  emancipación;  y 
nótese  que  más  de  una  docena  de  los  firmantes  eran  títulos 
de  Castilla,  condes  y  marqueses;  y  no  pocos  nombres  de  muy 
acaudalados  comerciantes  figuran  entre  los  suscritores  del  clá- 
sico documento.  Hijos  ó  nietos  de  esos  patriotas  republicanos 
son  los  hombres  de  la  actual  generación,  y  creo  que  no  de- 
jarán de  sentirse  heridos  en  su  sentimiento  filial,  al  ver  ca- 
lificados á  sus  padres  y  abuelos  de  ambiciosos  sin  antecedentes. 

«La  acción,  no  interrumpida  de  las  logias  masónicas  del 
»rito  escocés,  el  resentimiento  de  Inglaterra  para  con  España, 
ȇ  la  par  que  el  deseo  de  explotar  el  Nuevo  Mundo,  y  los  libros 
»de  los  llamados  filósofos  franceses,»  fueron,  según  el  padre 
Cappa,  las  chispas  que  produjeron  la  explosión.  ¿Por  qué  olvi- 
da que  el  despotismo,  la  intransigencia,  los  abusos,  exasperaron 
á  los  americanos,  hasta  lanzarlos  á  una  lucha  titánica,  la  lucha 
desesperada  de  los  débiles  oprimidos  contra  los  fuertes  y  en- 
greídos opresores?  Convenimos  con  el  padre  Cappa  en  que, 
al  principio,  no  fué  grande  el  eco  que  encontrara  en  el  Perú 
la  causa  revolucionaria;  pero  no  aceptamos  que  el  indiferentis- 
mo fuese  porque  previeron  que  la  Independencia  daría  por 
fruto  la  anarquía  más  lastimosa^  como  él  sostiene.  ¿Quién  rea- 
lizó el  milagro  de  convertir  el  indiferentismo  en  entusiasmo? 
Los  realistas  mismos  con  sus  innecesarias  crueldades  en  Can- 
gallo y  Pasco,  ni  Y  luego  hablarncs  de  anarquía  un  español,  un 
subdito  del  más  anarquizado  de  los  pueblos  y  gobiernos  de 
Europa! I!  En  otra  oportunidad  he  escrito  que,  si  bien  se  hace 
la  cuenta,  á  españoles  y  peruanos  nos  toca  á  motín  por  barba. 


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(JACniVACHERlA  ol? 


VIII 


Veamos  cómo  trata  el  padre  Cappa  á  los  prohombres  de 
la  Independencia. 

Pasando  por  alto  que  á  La  Mar,  (página  184)  lo  llama  á 
todas  luces  inepto;  que  de  Riva-Agüero  dice  que  nunca  oyó  sil- 
bar una  bala,  y  que,  sin  embargo,  fué  gran  mariscal;  y  que 
unos  picaros  de  aquí  y  otros  picaros  de  allá,  poseedores  de 
títulos  de  la  antigua  deuda  española,  fueron  los  promovedores 
de  la  toma  de  las  islas  de  Chincha  en  1864,  y  otras  difama- 
ciones calumniosas  ó  inconvenientes  en  un  texto,  contraigá- 
mosnos sólo  á  lo  más  culminante'  é  intencionado,  por  la  ten- 
dencia y  espíritu   que   en   el  historiador  dominan. 

Hablando  de  M:ntca3udo,  dic?:— «Era  Montearudo  írrci'gio- 
»so,  inmoral,  pérfido  y  aleve.»— ¡Cuánto  derroche  de  califica- 
tivos! Los  jesuítas  tienen  bien  sentada  su  fama  de  derrochado- 
res de  insultos.  Es  lo  único  que  derrochan.— «Kra  hijo  de  un 
•pulpero  de  Chuquisaca  y  de  una  esclava.»— Esto  no  puede 
pasai*  en  un  libro  de  texto;  porque  á  los  escolares  no  se  les 
debe   enseñar  mentiras   crasas. 

En  1879  (y  con  motivo  de  la  polémica  histórico-continen- 
tal  á  que  un  estudio  nuestro  sobre  Bolívar  dio  motivo)  el  go- 
bierno argentino  hizo  seguir  una  información  sobre  el  naci- 
miento de  Monteagudo.  De  esa  información  resulta  que  nació 
en  Córdoba  del  Tucumán,  por  los  años  de  1785,  que  fué  hijo 
de  don  Miguel  Monteagudo  Labrador  de  Roda,  natural  de  Cuen- 
ca, en  España,  capitán  de  milicias  en  Buenos  Aires  cuando 
la  invasión  inglesa,  quien  casó  con  doña  Catalina  Cáceres,  de 
cuyo  matrimonio  tuvo  por  hijo  al  doctor  don  Bernardo  Mon- 
teagudo Estos  datos  constan  en  el  testamento  del  dicho  ex- 
capitán de  milicias  que,  original,  se  encuentra  en  poder  del 
general  y  literato  don   Bartolomé  Mitre. 

Dos  historiadores  bonaerenses.  Pelliza  y  Fregueiro,  publi- 
can, en  sus  libros  sobre  Monteagudo,  otros  documentos  que 
apoyan  la  información  oficial  á  que  nos  acabamos  de  referir, 


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518  RICARDO    PALMA 

y  aun  creemos  haber  puesto  ambos  libros  en  mano  del  padre 
Cappa,  en  alguna  de  las  visitas  que  hizo  á  la  Biblioteca  en  busca 
de  documentos.  Pero  le  convenía  dejar  en  pie  las  hablillas 
que,  en  vida,  propalaron  los  enemigos  de  ese  eminente  hombre 
de  Estado,  con  el  mezquino  propósito  de  rebajar  su  perso- 
nalidad. 

Sigue  el  padre  Cappa:— «De  este  sujeto,  (¡vaya  ima  grose- 
>ría!)  como  de  San  Martín,  Bolívar,  Sucre  (¿también  sujetos f 
»¿ también  números  de  la  penitenciaría?)  y  otros  pocos,  da- 
» remos  una  biografía,  en  otro  Ubro.»— Y  hablando  de  la  de- 
posición de  Monteagudo,  añade:— «Nunca  es  larga  la  felicidad 
»de  los  malvados.»— ¿Por  qué  malvado?  ¿Por  patriota? 

El  padre  Cappa  nos  trae  á  la  memoria  el  parte  fie  aquel 
comandante  de  fronteras,  que  escribió:— Todo  está  listo,  mi 
general,  para  batir  al  enemigo:  sólo  nos  faltan  armas,  municio- 
nes, caballos  y  gente;  pero  nos  sobra  artillería  de  embustes. 

Cuando,  por  un  momento,  se  olvida  el  padre  Cappa  de  que  es 
jesuíta,  entonces  su  pluma  se  inclina  á  ser  justiciera.  Así  nos 
explicamos  que  en  la  página  177,  al  hablar  de  la  organización 
del  gobierno  de  San  Martín,  diga:- «Se  rodeó  de  hombres  de 
emérito  como  don  Bernardo  Monteagudo,  etc.,»  pero  olvidadi- 
zo luego  de  que  había  reconocido  la  importancia  del  hombre, 
lo  colma  de  improperios  veinte  páginas  después.  No  se  diría 
sino  que  el  tal  jesuíta  es  tuerto  del  ojo  canónico,  que  dicen  lo« 
teólogos,  y  que  tiene  cerrada  la  otra  ventana. 

En  cuanto  á  los  honores  concedidos  por  el  Congreso  á 
San  Martín,  dice:  «que  estos  fueron  obra  del  miedo,  y  no  de 
»la  gratitud  nacional»— y,  en  un  párrafo  que  bautiza  con  el 
epígrafe  Servilismo  y  adulación^  lanza  al  clero  peruano  este  en- 
venenado dardo:— «El  clero  oía  con  gusto  un  himno  dedicado 
»á  Bolívar,  que  se  cantaba  entre  la  epístola  y  el  evangelio, 
»conslándole  que  Bolívar  era  el  hombre  más  cinicamente  obsceno 
T^del  mundo*  al  lado  del  cual,  añadimos  nosotros,  Pirrón,  con  su 
oda  á  Priapo,  sería  probablemente  para  los  ignacianos  un  mo- 
naguillo de  la  Cartuja,  ó  una  pudorosa  monja  visitandina. 

¿Quiere  el  lector  respirar  el  aroma  de  un  ramillete  de  in- 
sultos procaces  contra  nuestros  hombres  más  eminentes?  Pues 
vea  lo  que,  ad  pedem  Uleree^  copiamos  de  la  página  208:— «La 


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cachivachería  ;')  19 

«semilla  sembrada  en  la  juventud  por  el  impío  padre  Cisncros; 
•por  el  blasfemo  canónigo  Arce;  por  los  sacerdotes  liberales 
»(quc,  para  los  jesuítas,  ser  liberal  es  más  que  ser  excomulgado 
» vitando)  Rodríguez  y  Luna  Pizarro;  por  los  libérrimos  Ma- 
»r¡átegui  y  Sánchez  Carrión;  y  regadas,  en  fin,  por  Sati  Mar- 
tín,  Bolívar  y  Monteagudo,  debían  producir  opimos  frutos.» 


IX 

Hasta  la  gloria  de  los  laureles  que  en  Ayacucho  alcanza- 
ron los  americanos,  es  vulnerada  por  la  pluma  del  sai  disant 
historiador  jesuíta.  La  victoria  no  se  debió  al  esfuerzo  de  los 
patriotas,  sino  á  la  traición  de  Canterac,  el  general  en  jefe 
de  los  realistas.  Y  luego,  (no  se  caiga  de  espaldas  el  lector)  en 
Ayacucho  el  ejército  independiente  no  tuvo  los  5,686  hombres 
que  las  listas  de  revista,  los  partes  oficiales  y  demás  documen- 
tos consignan,  cifra  que  hasta  hoy  ni  García  Camba,  cronista 
español  de  esa  batalla,  había  contradicho,  sino  8,000  hombres; 
número  casi  igual  al  del  ejército  realista,  cuyo  efectivo,  en  rea- 
lidad, fué  de  cerca  de  10,000.  Convénzase  el  lector  por  este  tro- 
cito  que,  literalmente,  copiamos  de  la  página  199  .—«Las  fuer- 
»zas  fueron,  próximamente,  de  unos  ocho  mil  hombres  de  cada 
»parte,  como  con  buenos  datos  lo  probaremos  en  nuestra  His- 
»toria,  (así  será  de  embustera  esa  Historia)  para  donde,  igual- 
emente  nos  reservamos  analizar  la  conducta  de  Canterac,  y 
»si  hubo  ó  no  traición  por  parte  de  este  jefe,  al  que  desde 
»Junín  lo  llamaban  el  francés.»  No  hubo,  pues,  según  el  histo- 
riador loyolista,  gran  proeza  en  vencer  á  número  igual  de  ene- 
migos, y  menos  cuando  la  traición  fué  aliada  de  los  vencedores. 
üj^Y  nosotros  que  vivíamos  tan  engreídos  con  nuestra  victoria 
de  Ayacucho,  que  selló  la  Independencia  de  la  América!!!  Ven- 
cieron ustedes  gracias  á  ramas,  gracias  á  la  traición,  es  lo 
que,  en  buen  romance,  les  enseña  ahora  el  padre  Cappa  y  Ma- 
nescau,  á  nuestros  hijos,  á  los  nietos  de  los  vencedores  en 
Ayacucho.   j Habrá  cinismo! 

Precisamente  todos  los  entendidos  en  el  arte  militar,  así 
españoles  como  americanos,  que  han  escrito  sobre  la  batalla 


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520 


RICARDO    PALMA 


de  Ayacucho,  convienen  en  que  esa  batalla  fué,  por  parte  de 
los  patriotas,  la  más  correcta,  la  más  ajustada  á  estrategia 
entre  cuantas  se  dieron  en  América  durante  la  larga  guerra 
de  Independencia.  No  es  Pichincha,  es  Ayacucho  la  acción 
que,  como  soldado,  pone  á  Sucre  al  lado  de  los  más  grandes 
capitanes.  ¡¡¡Pues  bien,  sépalo  la  juventud,  sépalo  el  mundo, 
esa  gloria  es  hechiza,  es  usurpada!!!  ¡Gracias  á  ramas! 

Cómodo  es  justificar  todo  desastre  inventando  una  traición 
y  un  traidor.  ¡Pobre  Canterac!  Murió  alevosamente  asesinado 
en  un  cuartel  de  Madrid  al  apersonarse  á  sofocar  un  motín, 
y  ahora...  también  su  honra  es  alevosamente  asesinada  y...  para 
que  sea  más  cruel  el  golpe,  por  un  compatriota  suyo. 

El  padre  Cappa  se  exhibe  en  esta  parte  de  su  compendio  co- 
mo el  granuja  á  quien  pregunta  el  juez  el  por  qué  ha  robado 
un  terno  de  ropa  en  una  sastrería.— Ya  se  sabe  que  aquél 
contestará  que  lo  hizo  para  poder  presentarse  vestido  con  al- 
guna decencia  ante  el  juzgado. 

Pues  ni  esto  ha  conseguido  el  padre  Cappa,  porque  ante  el 
tribunal  de  la  Historia,  en  la  misma  España,  será  tenido  por 
indecente  el  que,  sin  exhibir  documentos  comprobatorios,  in- 
fama la  memoria  de  un  soldado  benemérito  para  la  metrópoli. 

Hay  un  aforismo  español  que,  á  ser  contemporáneo,  cree- 
ríamos inspirado  para  hacer  el  retrato  moral  del  jesuíta  pa- 
dre Cappa.  Dice  así  el  ya  rancio  aforismo:— -Tres  muchos  y 
tres  pocos  hunden  á  un  hombre:  mucho  hablar  y  poco  saber; 
mucho  presumir  y  poco  valer;  mucho  gastar  y  poco  tener. 


X 

Termino  esta  refutación  desentendiéndome  de  las  18  pági- 
nas que  el  padre  Cappa  consagra  á  los  gobiernos  del  Perú, 
desde  La  Mar  hasta  el  día.  Se  ocupa  de  hechos  en  que  todos 
hemos  sido,  si  no  actores  ó  comparsa,  por  lo  menos  especta- 
dores, y  de  hombres  públicos  á  los  que  todos  hemos  conocido 
personalmente.  Tela  hay,  y  larga,  en  esas  18  páginas;  pero 
esa  tela  córtela  cada  cual  según  sus  simpatías  ó  prevenciones. 
No  quiero  exponerme  á  herir  susceptibilidades  de  conlcmpo- 


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cachivachería  521 

ráneos  ó  de  amigos  personales;  sobre  todo  cuando,  como  re- 
futacióíi  al  librejo,  creo  haber  escrito  lo  suficiente  para  que 
mis  lectores  se  formen  cabal  concepto  del  espíritu  jesuítico 
encarnado,  como  sutil  ponzoña,  contra  la  libertad  y  la  repú- 
blica, en  esas  219  paginitas. 

Del  fondo  de  una  sociedad  pervertida  en  su  fe  por  la  su- 
perstición, y  en  una  edad  anarquizada,  en  su  dogma,  por  las 
herejías,  se  levantó,  al  par  de  la  Inquisición,  con  su  hoguera 
y  sus  verdugos,  una  institución  mitad  militar,  mitad  religiosa, 
con  todos  los  vicios  del  campamento  y  todas  las  sutilezas  del 
claustro,  con  toda  la  hipocresía  arrancada  á  su  fundador  por 
los  terrores  de  un  libertinaje  salvado  á  la  muerte  en  las  alu- 
cinaciones de  un  sistema  nervioso  ya  gastado. 

Esa  institución  formada  por  un  desertor,  debía  convertirse  en 
el  poder  más  tenebroso  y  absorbente.  La  espada  caída  en  las 
puertas  del  hospital  de  Pamplona,  debía  transformarse  en  el 
puñal  de  Ravaillac;  y  la  sangre  de  la  herida  de  Loyola  debía  de 
servir  para  confeccionar  el  chocolate  de  Ganganelli. 

Esa  institución,  como  asociación  religiosa  es  una  blasfemia 
contra  las  doctrinas  del  Evangelio;  como  sociedad  civil,  es 
una  amenaza  al  hogar  y  á  la  propiedad;  como  cuerpo  político, 
es  un  complot  permanente  contra  la  libertad  de  los  pueblos  y 
la  estabilidad  de  los  gobiernos.  Ese  monstruo,  abortado  por 
una  decadencia  de  fe  y  corruptela  de  nobleza;  ese  antro  que 
fué  refugium  peccatorum  de  los  libertinos  hastiados  y  de  los  am- 
biciosos decepcionados,  es  lo  que,  por  sarcástica  ironía,  se 
llama   ¡Compañía  de  Jesús!... 

Gobiernos  y  pueblos,  familia  é  individuo,  á  todos  hiere,  á 
todos  alcanza  ese  Moloch  esclavizador  de  las  conciencias,  esa 
divinidad  de  las  tinieblas  llamada  jesuíta.  Consentir  que  se  adue- 
ñen de  la  juventud,  autorizándolos  para  la  enseñanza  en  los 
colegios,  es  renunciar  al  porvenir  de  la  patria  y  renegar  del 
progreso. 

Si  los  jesuítas  son  tan  útiles  y  tan  buenos,  ¿por  qué  se  les 
expulsa  de  todas  partes?  ¿será  por  su  virtud  y  santidad?  Y, 
¿por  qué  ha  de  ser  el  Perú,  cuyas  puertas  les  cierra  una  ley 
vigente,  el  Ceuta  de  los  expulsados,  el  cuartel  general  donde 
se  den  cita  esos  fatídicos  buhos  para  continuar  en  sus  fimcs- 


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522  llICARDO   PALMA 

tas  maquinaciones  contra  la  libertad?  Si  nuestra  genial  toleran- 
cia ha  consentido  que,  lentamente,  adquieran  señorío  y  aun 
personalidad  en  el  país,  ellos  mismos  se  han  encargado  de  ha- 
cernos arrepentir  de  ella.  Son  nuestros  huéspedes,  caritativa- 
mente admitidos  en  nuestro  hogar,  y  nos  corresponden  hirién- 
donos en  las  fibras  más  delicadas  de  nuestro  sentimiento  pa- 
triótico. 

No  es  esta  la  primera  vez  en  que  mi  pluma,  torpe  acaso, 
pero  sincera  y  entusiasta,  combate  con  bravura  al  jesuitismo. 
No  lo  quiero  en  mi  patria,  y  menos  con  el  carácter  de  educa- 
cionista Sin  embargo,  ha  sido  necesaria  toda  la  petulante  au- 
dacia del  padre  Cappa  para  que,  á  mis  años  y  con  mis  decep- 
ciones, se  irritase  la  nerviosidad  de  mi  temperamento  y,  atro- 
pellandc  por  toda  consideración  de  personal  conveniencia,  me 
lanzara  á  escribir  esta  refutación.  En  ello,  pienso  que  he  lle- 
nado, no  sólo  un  deber  de  honrada  conciencia  literaria,  sino 
un  obligado  deber  de  patriotismo.  Salisfechos  estos,  vuelvo  á 
mis  cuarteles  de  invierrfo. 

Contento  estoy  con  haber  sido   el  centinela  que  ha  dado 
la  voz  de  alarma.  Gobierno,  Congreso  y  opinión  pública  harán 
el  resto.  Otros  á  la  brecha. 
Luna,  Julio  de  1886. 


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GRAMATIQUERIA 

Á  un  corrector  de  pruebas 

Cuentan  de  un  santo  que,  al  llegar  á  Roma,  pensó  en  aci- 
calar su  personita  para  presentarse  con  decencia  ante  el  P«pa, 
y  necesitando  sotana  nueva,  detuvo  al  primer  transeúnte,  y 
le  preguntó: 

-—¿Sabe  usted  dónde  encontraré  un  buen  sastre? 

—Hombre—le  contestó  el  interrogado,— en  la  esquina  hay 
uno  que  es  muy  buen  cristiano. 

—Perdone  usted— argüyó  el  santo,— yo  no  necesito  un  buen 
cristiano  sino  un  buen  sastre. 

Por  buen  sastre,  que  en  conciencia  disto  mucho  de  serlo, 
rae  ha  tenido  usted  al  revelar,  en  el  último  párrafo  de  su  ar- 
tículo, el  deseo  de  que  dé  una  puntada:  deseo  que  satisfago, 
no  con  humos  de  maestro  sastre,  sino  con  la  hunuldad  de  zur- 
cidor  ó  remendón,  que  es  casi  tanto  como  ser  buen  cristiano. 

Eso  de  que  la  locución  bajo  la,  bass  no  es  correcta,  es  punto 
que,  hoy  por  hoy,  ningún  aficionado  á  estudios  filológicos  dis- 
cute. Pasó  ya  en  autoridad  de  cosa  juzgada. 

Fortificando  la  sesuda  opinión  del  egregio  Cuervo,  dice  Mer- 
chan  en  sus  Estalagmitas  del  lenguaje:  «Solemos  decir  bajo  este 
pie^  bajo  esta  bjLSz,  y  con  eso  sí  incurrimos  de  lleno  en  la  justa 
censura  del  señor  Cuervo.»  Y  entiéndase  que  el  ilustrado  es- 
critor cubano  no  es  de  los  intolerantes  ó  ultra  conservadores 
en  materia  de  Idioma. 

Si  los  más  reputados  prosadores  contemporáneos  como  Va- 


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52^  RICARDO  PALMA 

reía,  Benot,  Menéndez  Pelayo  y  Galdós,  dicen  y  escriben  sobre 
la  base,  no  somos  nosotros,  pobres  emborronadores  de  pa- 
pel, los  llamados  á  rebuscar  argumentos  en  contra  y  corre- 
girles la  plana.  De  mí  sé  decir  que  soy  devotp  de  la  locución 
sobre  la  base;  pero  no  gastaré  tinta  en  imponerla  á  los  demás, 
porque  sé  que,  en  asunto  de  lenguaje,  hay  un  tirano  que  dicta 
la  ley;  y  ese  tirano  es  el  uso  generalizado.  Diariamente  leo,  en 
la  prensa  oficial,  que  se  hacen  concesiones  bajo  las  bases  y  no 
sobre  las  bases.  Verdad  que  no  hay  enemigos  más  recalcitrantes 
del  bien  decir,  que  los  oficiales  mayores  y  jefes  de  sección  de 
los  ministerios.  Si  no  se  alcanza  á  proscribir  lo  de  bajo  las  ba- 
ses, habrá  que  dejar  subsistente  la  locución,  agregándola  á  la 
larga  lista  de  idiotismos  hasta  por  la  Academia  autorizados. 

En  lo  relativo  á  pluralización  del  apellido,  raro  es  el  escritor 
hispano-americano  que  acata  la  prescripción  existente  en  la  Gra- 
mática de  la  Academia.  No  somos  los  americanos  muy  partida- 
rios de  los  Pizarros,  los  Almagros,  los  Girones,  etc.,  y  decimos 
y  escribimos  los  Pizarro,  los  Almagro,  los  Girón,  etc.  El  ape- 
llido lo  heredamos,  y  no  encuentro  derecho  ó  razón  fundada 
que  nos  autorice  para  alterarlo  en  letra  ó  en  sílaba. 

Además  de  la  prescripción  gramatical,  tiene  tantas  excepcio- 
nes, que  éstas,  casi  por  ser  tan  numerosas,  deberían  formar  la 
regla.  Según  ellas,  los  patronímicos  Martínez,  Domínguez,  Ra- 
mírez, Rodríguez,  etc.,  no  admiten  pluralización  final,  como  no 
la  admiten  los  Cárdenas,  Robles,  Cáceres,  Dueñas  y  demás  ter- 
minados en  s.  Tampoco  se  pluralizan  al  fin  los  Abad,  los  Olid, 
los  La  Madrid,  etc.  Hay  apellidos  como  los  Portal  y  Portales, 
Arenal  y  Arenales,  Mora  y  Morales,  etc.,  en  los  que,  pluralizan- 
do los  que  concluyen  en  al,  resulta  una  verdadera  confusión.  Si 
digo,  por  ejemplo,  voy  á  visitar  á  los  Morales,  el  que  me  oye 
decirlo  queda  en  Babia,  ignorando  si  hablo  de  la  familia  de 
Moral  ó  de  la  de  Morales.  Pluralizar  apellidos  como  Torreblan- 
ca,  Casaverde,  Casanueva,  etc.,  sería  dar  existencia  á  nuevos 
idiotismos,  que  no  otra  cosa  serían  los  Casaverdes  y  los  Torre- 
blancas.  Tratándose  de  apellidos  de  otras  lenguas,  nadie  plu- 
raliza la  terminación.  Así  decimos  y  escribimos  los  Cronwell, 
los  Pitt,  los  Wilson,  los  Hugo,  los  Goncourt,  los  Tolstoy,  los 
Manzoni,  los  Garibaldi,  los  Spencer,  etc. 


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cachivachería  523 

Anlc  tantas  excepciones  que  me  han  venido  al  correr  de  la 
pluma,  y  otras  que  dejo  en  el  tintero  por  estrechez  de  tiempo, 
me  parece  que  lo  lógico  y,  en  mi  sentir,  lo  más  ajustado  á 
la  buena  forma,  es  no  agregair  s  ó  sílaba  pluralizadora  á  nin- 
gún apellido.   Basta  y  sobra  con  el   artículo  en  plural. 

Y  como  no  tengo  más  que  decirle,  ni  aunque  lo  quisiera 
tendría  tiempo  holgado  para  disertar,  me  ofrezco  de  usted 
muy  atento  remendón  ó  remendador  de  palabras,  que  le  besa 
la  mano. 


CHARLA   DE   VIEJO 


Como  la  puerta  de  mi  escritorio  está  entornada,  siempre 
que  en  ella  dan  un  golpe  con  los  nudillos  tengo  la  amabilidad, 
á  despecho  de  cierto  joven  que  dijo  que  el  doctor  Patrón  y  yo 
somos  un  par  de  ogros  intratables,  de  contestar:— ¿Quién  es?  y 
pase  quien  fuere. 

Con  la  entrada  del  nuevo  siglo  me  declaré  escritor  jubilado, 
me  despedí  del  oficio  de  emborronar  papel  para  el  público,  y 
guardé  la  pluma  literaria  bajo  llave,  jurándome  no  entintarla 
sino  impelido  por  fuerza  mayor. 

Bien  dice  el  aforismo  francés:  qui  a  bu  hoira^  pues  el  intrín- 
g]ulis  está  en  hacerle  llegar  á  la  nariz  el  honquet  ó  tufillo  del 
buen  vino.  Vínole  en  antojo  á  un  señor  que  firma  Amigo  de 
Tejerina,  muy  señor  mío  y  mi  dueño,  dar  un  golpe  á  mi  puerta 
para  hablarme  de  mi  chifladura,  sí,  señores.  Han  de  saber 
ustedes  que  yo  soy  un  chiflado  del  siglo  xix,  y  que  mi  inofensi- 
va chifladura  consiste  en  preocuparme  de  cuestiones  sobre  gra- 
matiquería  y  lingüística  castellana.  Una  mala  concordancia,  por 
ejemplo,  en  pluma  que  estimo  como  castiza  y  correcta,  me 
crispa  los  nervios.  Nunca  fumé  cigarro  con  exterioridades  de 
habano  y  realidades  de  •  hamburgués. 


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526  RICARDO    PALMA 

A  los  muchachos  de  mi  tiempo  se  nos  forzaba  á  pasar  cua- 
tro años  aprendiendo  latín  y  nociones  de  griego.  Esta  circuns- 
tancia, unida  á  la  de  que,  en  las  pocas  y  pobres  librerías  de 
la  capital,  era  difícil  encontrar  libros  en  francés,  inglés  ó  ale- 
mán, influyó  para  que  aquellos  jóvenes  de  mi  tiempo,  pica- 
dos por  la  tarántula  de  las  aficiones  literarias,  se  diesen  un 
hartazgo  de  lectura  con  las  obras  de  los  grandes  hablistas 
castellanos  desde  el  siglo  xiv  hasta  nuestros  días  juveniles, 
en  que  la  batuta  de  la  literatura  española  estaba  en  manos  de 
los  románticos  Espronceda,  Zorrilla,  Arólas,  etc.,  etc.  De  este 
hartazgo  de  lectura  castellana  nació  mi  ya  incurable  chifladu- 
ra ó  apasionamiento  por  la  lengua  de  Cervantes.  Peor  habría 
sido   que  me  acometiese  la  chifladura  politiquera. 

Hoy  pasa  lo  contrario,  y  no  sabré  decir  si  para  bien  ó  para 
mal  de  las  letras.  La  juventud  hace  ascos  al  latín  y  al  griego; 
lee  pocos  libros  castellanos  y  muchísimos  franceses;  y  el  ce- 
rebro, como  es  natural,  se  amolda  á  pensar  en  francés,  tra- 
duciendo el  pensamiento  al  idioma  nacional  con  no  escasa  in- 
corrección. Así  me  explico  que  sean  ya  numerosos  en  mi  tierra 
los  afiliados  á  esa  jerga  llamada  decadentismo  y  que,  en  puridad 
de  verdad,  tengo  por  decadencia.  En  fin,  para  todo  pecado  hay 
bula,  y  ya  veo  con  gusto  á  dos  ó  tres  inteligentes  jóvenes  en 
vía  de  arrepentimiento. 

No  es  tan  numerosa  ó  rica,  como  generalmente  se  propala, 
nuestra  habla  castellana.  >íoble,  solemne,  robusta,  armoniosa, 
flexible  y  lógica  en  la  sintaxis,  que  es  el  alma  de  toda  lengua, 
convengo;  pero,  ¿rica?...  Tinta  no  poca  he  consiunido  pro- 
bando lo  contrario  en  mis  librejos.  Felizmente  va  ganando 
terreno  en  la  docta  corporación  la  idea  de  que  es  quimérico 
extremarse  en  el  lenguaje,  defendiendo  un  purismo  ó  pureza 
más  violada  que  la  Maritornes  del  Quijote.  Lengua  que  no 
evoluciona  y  enriquece  su  Léxico  con  nuevas  voces  y  nuevas 
acepciones,  va  en  camino  de  convertirse  en  lengua  litúrgica 
ó  lengua  muerta.  Con  la  intransigencia  sólo  se  obtendrá  que  el 
castellano  de  Castilla  se  divorcie  del  castellano  de  América. 
Unificarnos  en  el  Léxico  es  la  manera,  positiva  y  práctica,  de 
confraternizar  los  dieciocho  millones  de  españoles  con  los  cin- 
cuenta millones  de  americanos  obligados  á  hojear,  de  vez  en 


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cachivachería  527 

cuando,  el  Diccionario.  Hay  que  convencerse  de  que  la  re- 
volución en  el  lenguaje  es  una  imposición  irresistible  del  si- 
glo XX,  pues  como  dice  Miguel  de  Unamuno,  catedrático  sal- 
maticense,   vinos   nuevos   no   son   para   viejos   odres. 

Creo  como  usted,  señor  Amigo  de  Tejerina,  y  también  mío 
si  usted  permite,  que  nada  hay  de  más  democrático  y  en 
que  más  impere  la  ley  de  las  mayorías  que  el  lenguaje.  No 
son  los  doctores  precisamente  los  que  imponen  tal  ó  cual 
vocablo,  sino  el  uso  generalizado,  y  ese  generalizador  irresis- 
tible es  siempre  el  pueblo  soberano...  hasta  en  la  plaza  de  Acho. 
Vea  usted  algunos  ejemplitos  en  materia  de  acepciones  y  aún 
de  género  gramatical.  El  día  en  que  por  primera  vez  funcionó 
en  Madrid  el  ferrocarril  urbano,  habló  el  académico  don  Ale- 
jandro Olivan  sobre  la  conveniencia  de  dar  nombre  á  esa  no- 
vedad, y  desde  aquella  sesión  se  incorporó  en  el  Léxico  la 
palabra  tranvía,  sólo  que  don  Alejandro  le  asignó  por  género 
el  femenino.  El  pueblo  se  negó  á  decir  la  tranvía,  y  á  la  postre 
su  negativa  se  ha  impuesto  á  la  Real  Academia,  que  nada 
tiene  de  democrática  y  sí  mucho  de  autoritaria,  como  cuando 
nos  enseña  que  llamemos  lengua  quechún  ó  quichua,  á  la  que  des- 
de los  tiempos  de  los  Incas  hasta  los  de  nuestros  republica- 
nos gobernantes  se  llamó  quechua  ó  quichua,  y  lo  notable  es 
que  ya  hay  en  mi  tierra  dos  novedosos  predicadores  de  la 
innovación  ortográfica.  Desde  la  última  edición  del  Dicciona- 
rio aparece  d  tranvía,  masculinizado  (adjetivo  ó  participio,  que 
aún  no  tiene  sanción  académica). 

La  Academia  sostuvo  durante  siglo  y  medio,  que  el  verbo 
verificar  no  admitía  otra  significación  que  la  de  comprobar. 
Verifique  usted  esa  cuenta,  era  como  decir  compruebe  usted 
su  exactitud  ó  verdad.  Pues  dale  que  le  darás,  se  encaprichó 
el  pueblo  en  que  verificar  había  de  significar  también  efectuar, 
realizar,  acontecer,  y  á  la  postre  tuvo  la  Academia  que  some- 
terse declarando  que  no  era  incorrecto  escribir,  vcrbi-gracia : 
Ayer  se  verificó  el  matrimonio  de  don  fulano  con  doña  zutana. 
Un  académico,  famoso  por  su  intransigencia,  y  que  en  cada 
pelo  del  bigote  se  encontraba  escondido  un  galicismo,  declaró 
guerra  sin  cuartel  á  la  locución  temr  lug%r.  Pues  la  locución 
se  empeñó  en  vivir,  y  ya  no  hay  académico  que  tenga  escrú- 


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528  RICARDO    PALMA 

pulo  de  monja  boba  en  decir  ó  estampar:— Ayer  tuvo  lugar 
la  recepción  solemne  de  don  X.  Antes  se  desplome  la  bóveda 
celeste  sobre  la  Academia,  y  perezca  la  lengua,  y  perezcamos 
todos,  que  dar  entrada  en  el  Diccionario  á  la  palabra  guberna- 
mental^ clamoreaba  ha  cuarenta  años  el  caprichoso  académico 
Baral.  Pues  no  hubo  ni  un  temblorcillo  y  la  voz  campa  ya 
muy  fresca  en  el  Diccionario.  Por  eso  no  desespero  de  que 
los  verbos  presupuestar,  clausurar  é  independizar,  por  los  que  tanto 
he  bregado  y  brego,  así  como  la  locución  terreno  accidentado, 
alcancen  carta  de  naturalización  en  el  Léxico.  Y  no  sigo  con 
más  ejemplos,  porque  eso  sería  el  cuento  de  la  buena  pipa. 

Empiezo  á  convencerme  de  que  no  hay  corporación  más 
dócil  que  la  Real  Academia,  y  de  que  yo  anduve  un  mucho 
desatinado  y  con  los  nervios  en  total  sublevación  cuando,  en 
las  veinte  sesiones  á  que  concurrí  en  el  ahora  leyendario  ca- 
serón de  la  calle  de  Valverde,  comprometí  batalla  ardorosa 
en  favor  de  más  de  trescientas  voces  que,  en  América,  son 
de  uso  corriente.  Yo  ignoraba  que  con  paciencia  y  saliva  se 
alcanza  todo  en  España. 

Curiosa  idiosincracia  la  de  ese  pueblo.  Está  usted  vestido 
de  levita  y  con  chistera  y  guantes,  entre  la  muchedumbre 
más  ó  menos  desarrapada,  empeñado  en  abrirse  camino  á  fuer- 
za de  empujar  á  los  delanteros,  y  no  logra  avanzar  media  pul- 
gada. Pero  dice  usted  cortésmente:  «Permítame  pasar»  y  le 
abren  campo  diciéndole:  «Pase  usted,  caballero».  Vaya  usted 
con  orgullitos  y  presunciones  fundadas  en  la  indumentaria  de 
levita,  guantes  y  sombrero  de  copa,  y  se  clava  con  clavo  de 
tuerca  y  tornillo.  En  esta  idiosincracia,  si  no  miente  el  licen- 
ciado Montesinos,  éramos  idénticos  á  los  españoles  de  ogaño 
los  peruanos  del  siglo  xvi.  Tuvimos  en  Lima  todo  un  Oidor 
de  la  Real  Audiencia  llamado  don  Fernando  de  Santillana, 
el  cual  decía:  «Al  perulero,  para  que  no  se  tuerza,  hay  que 
darle  con  maña  y  no  con  fuerza». 

Cuatro  cuartos  de  lo  mismo  sucede  en  la  Academia  Espa- 
ñola. Mi  idiosincracia,  hasta  entonces  batalladora,  me  propor- 
cionó una  derrota  cada  noche,  fracaso  del  que  me  consolaba 
murmurando:  tCausa  victrix  Diis  placuit^  sed  vicia  Catoni^  que 
para  mí   Catón   era  mi  inolvidable  y  queridísimo   amigo  don 


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CAOmVAOHBRlA  529 

Ramón  de  Campoamor,  cuyo  voto  nunca  me  fué  adverso.  Gra- 
tísima sorpresa  tuve,  pues,  cuando,  transcurridos  siete  años, 
llegó  á  mis  manos  la  última  edición  del  Diccionario,  y  en- 
contré en  ella  casi  la  mitad  de  los  vocablos  por  mí  patrocinados, 
figurando  entre  ellos  los  verbos  dictaminar  y  tramitar^  en  de- 
fensa de  los  cuales  agoté  mi  escaso  verbo. 

¿Qué  había  pasado?  Que  con  paciencia  y  saliva,  mi  sabio 
compañero  don  Eduardo  Benot,  el  ilustre  autor  del  libro  Ar- 
quitectura de  las  lenguas,  se  puso  al  frente  del  elemento  nuevo, 
y  secundado  por  don  Daniel  Cortázar  y  otros  noveles  acadé- 
micos, sin  pelear  batallas,  pasito  á  pasito,  mi  vocablo  hoy 
y  otro  mañana,  hizo  aceptar  la  lista  de  voces,  que,  por  entonces, 
publicó   El  Comercio, 

Como  la  charla  va  haciéndose  larguita,  pongámosla  remate 
y  contera  entrando  en  el  meollo  del  artículo  que  la  ha  mo- 
tivado. 

Tiene  razón  el  Amigo  de  Tejerina,  hasta  más  arriba  de  la 
coronilla,  al  decir  que  lo  nuevo  reclama  é  impone  la  creación 
de  voz  apropiada. 

No  opina  así  la  Academia,  pues  rechaza  la  palabra  cablegrama^ 
aferrándose  en  que  basta  y  sobra  con  telegrama,  como  si  fuera 
cosa  igual  la  transmisión  de  im  despacho  por  intermedio  de 
hilos  ó  alambres  eléctricos  y  la  misma  acción  por  intermedio 
de  cables  marítimos.  La  formación  de  ambas  voces,  en  buena 
filología,  no  puede  ser  más  correcta.  Telegrama  viene  de  los 
vocablos  griegos  tele  (lejos,  distancia)  y  gramos  (escrito)  como 
cablegrama  tiene  por  raíz  Jcalo  que  significa  cable.  No  disparataron 
ciertamente  los  que,  en  la  prensa,  preferían  el  kalograma  al 
cablegrama. 

El  adjetivo  inalá^nbrico  nunca  se  había  empleado  antes  de 
ahora,  y  tengo  por  seguro  que  la  Academia  no  lo  desairará. 
Tal  vez  llegue  á  ser  inalamgrama  la  voz  con  que  se  bautice 
al  nuevo  aparato,  ó  bien  sinalamgrama ;  pero  no  sinalambranUy 
pues  en  la  formación  de  la  palabra  no  habría  de  prescindir 
la  corporación  de  la  desinencia  grama.  Esto  sería  romper  con 
las  leyes  filológicas. 

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530  RICARDO    PALMA 

Lo  que  sí  me  atraganta  es  aquello  de  marconigrama,  pór  la 
fundada  razón  que  voy  á  exponer. 

Cuando  Mr.  Daguerre,  allá  por  los  años  de  1830  á  1840,  hizo 
no  el  invento,  sino  el  descubrimiento  de  fijar  la  imagen  con  au- 
xilio del  rayo  solar,  la  Academia  adoptó  la  voz  daguerrotipo 
como  la  más  aproi)iada  para  bautizar  esta  novedad,  honrando 
á  la  vez  el  nombre  del  mortal  que  le  diera  vida.  Después,  so- 
bre la  base  del  daguerrotipo  vinieron  la  fotografía  y  la  mar 
de  inventos  que  mejoran  ó  perfeccionan  á  aquél.  Aquí  cabe  lo 
de  gracias  á  Mr.  Daguerre,  lo  de  la  fábula,  gracias  al  que  nos 
trajo  las  gallinas. 

Si  el  inventor  del  telegrama  hubiera  sido  el  italiano  Marconi, 
sería  justiciera  y  acaso  hasta  correcta  la  palabra  marconigra- 
ma;  pero  Marconi  ha  venido  como  los  fotógrafos  y  demás, 
hasta  después  de  existir  el  cablegrama.  Sin  las  gallinas  tele- 
grama y  cablegrama,  generadoras  de  la  supresión  del  alam- 
bre y  cable  eléctricos,  seguiría  en  el  limbo  el  nuevo  invento 
que  no  pasa  de  ser  un  progreso  del  primitivo,  como  fijar  la 
imagen  sobre  el  papel  aibuminado  fué  mejoramiento  de  la 
plancha  ó  lámina  metálica  de  Daguerre. 

Lo  que  es  al  aerograma  (no  aereograma^  que  no  seria  castizo, 
como  no  lo  es  decir  aereonauta  en  vez  de  aeronauta),  le  niego  mi 
pobre  voto.  Sería  un  vocablo  muy  rebuscado  y  tal  vez  falso, 
pues  aun  no  está  suficientemente  demostrado  que  en  la  teo- 
ría de  Marconi  sea  el  aire  -atmosférico  el  factor  más  importante. 

En  conclusión,  mi  opinión  es  (y  si  no  vale,  que  no  valga) 
que  serían  de  buena  cepa  castellana  las  palabras  sinalagrania 
ó  inalagrama^  y  sus  derivadas  análogas  á  las  de  telegrama  y 
cablegrama,  y  que  no  estaría  en  lo  discreto  la  Academia  in- 
sistiendo en  rechazar  este  último  vocablo  que  ha  adquirido 
ya,  entre  nosotros,  hasta  carácter  histórico,  después  de  la  za- 
lagarda á  que  dio  campo  el  cablegrama  de  mi  amigo  Carlos 
Wiese. 

Perdone  la  gran  lata  ó  kindergaríeo  el  señor  Amigo  de  Teje- 
rina,  y  créame   muy  suyo  atento   y  s.   s. 


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532  RICARDO   PALMA 

ediciones  oficiales  que  algunas  municipalidades  de  la  repúbli- 
ca reparten  de  vez  en  cuando,  entre  los  niños  de  las  escuelas. 
Transcribimos  ahora  lo  pertinente  del  artículo  del  señor  Pé- 
rez de  Guzmán:  «El  Himno  del  Perú,  que  queda  trascrito,  pa- 
»rece  que  procede  de  las  primeras  revoluciones  separatistas  de 
» América.  Sin  embargo,  si  es  posterior  á  la  batalla  de  Ayacu- 
»cho,  á  que  se  alude  en  alguna  de  sus  esti-ofas,  mal  puede  com- 
» paginarse  su  origen  con  las  noticias  históricas  que  ha  dado 
)> sobre  él,  el  eruditísimo  don  Ricardo  Palma.  La  derrota  del 
» virrey  de  Lima  don  José  de  Laserna,  conde  de  los  Andes,  en  Aya- 
»cucho,  tuvo  lugar  el  9  de  Diciembre  de  1824.  ¿Cómo  pudo  don 
»José  de  San  Martín,  jurada  la  Independencia  en  1821,  expedir 
sen  este  mismo  año  el  certamen  musical  y  literario,  de  que,  en  el 
¿primero,  salió  triunfante  el  antiguo  donado  de  los  dominios 
»de  Lima  José  Bernardo  Alcedo,  y  en  el  segundo  el  obscuro  poe- 
»ta  don  José  de  La  Torre  Ugarte,  ni  cómo  el  himno  preferido 
»por  el  tribunal  de  calificación  pudo  ser  estrenado  en  el  teatro, 
»la  noche  del  24  de  Septiembre  del  año  referido  de  1821,  por  la 
» bella  y  simpática  cantatriz  á  la  moda  Rosa  Merino,  para  fes- 
» tejar  la  capitulación  de  las  fortalezas  del  Callao  por  el  general 
»La  Mar,  si  el  brigadier  español  don  Ramón  Rodil,  comandan- 
»te  entonces  de  aquéllas,  cuyos  prodigios  de  valor  para  soste- 
»nerse  han  merecido  encomios  hasta  de  los  propios  perua- 
»nos  vencedores,  no  se  verificó  hasta  el  día  23  de  Enero  de 
^1825?  Entre  el  acta  de  jura  de  la  Independencia,  que  se  firmó 
»el  sábado  28  de  Julio  de  1821,  y  la  batalla  de  Ayacucho  (9  de 
«Diciembre  de  1824)  mediaron  cerca  de  dos  años  y  medio,  y 
»otro  medio  año  más  entre  la  batalla  de  Ayacucho  y  la  capi- 
»tulación  de  las  fortalezas  del  Callao.  De  modo  que  la  fecha 
«atribuida  al  certamen  provocado  por  San  Martín  para  el  him- 
»no  nacional,  y  su  estreno  en  el  teatro  por  la  cantatriz  Rosa 
» Merino,  es  completamente  inexacta.»— Hasta  aquí  la  parte  en 
que  el  señor  Pérez  de  Guzmán  contradice  mis  afirmaciones, 
consignadas  en  uno  de  mis  libros  bajo  el  título  de  La  Tradición 
del  Himno  Nacional  Continúa  el  escritor  madrileño  con  apre- 
ciaciones sobre  la  música  de  Alcedo  y  las  correcciones  del 
profesor  Rebagliati,  terminando  con  estos  conceptos:— «Es  in- 
^ dudable  que  los  nuevos  himnos  nacionales  de  la  América  es- 


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CACinVACHERlA  533 

«pañola  parecerán  mejor,  como  ya  sucede  en  todas  las  nacio- 
*nes  cultas  de  Europa,  si  se  reducen  aJ  ritmo  majestuoso  de 
»su  composición  musicaJ,  con  carencia  absoluta  de  palabras; 
opero  si  á  la  composición  musical  acompaña  la  literaria,  será 
»cosa  digna  de  todo  elogio  que  las  ideas  que  contenga  se  amol- 
»den  más  á  los  elevados  conceptos  de  que  están  imbuidos  el 
*  Himno  de  los  Boers  y  el  Himno  de  los  Estados  Unidos,  que 
»á  las  jactancias  pueriles  de  valor  ó  de  fortuna,  que  en  el  cam- 
»po  de  los  hechos  suelen  correr  mil  difíciles  vicisitudes.» 

Respeto  el  criterio  del  señor  Pérez  de  Guzmán  sobre  éste 
y  otros  puntos  de  su  artículo;  pero  no  puedo  ni  debo  dejar 
sin  refutación  aquello  en  que  contradice  ó  niega  la  veracidad 
ó  exactitud  de  mis  datos.  Ignoro  á  qué  fuentes  de  consulta  his- 
tórica habrá  acudido  el  señor  Pérez  de  Guzmán  para  contra- 
decirme. 

El  autor  del  artículo  en  que  me  ocupo  parece  ignorar  que 
cuando  á  principio  de  Julio  de  1821  abandonó  Lima  el  virrey 
Laserna  dejó  las  fortalezas  del  Callao  con  pequeña  guarni- 
ción al  cargo  de  La  Mar,  y  que  desde  Agosto  las  tropas  de 
San  Martin,  posesionadas  de  la  capital,  establecieron  el  si- 
tio que  duró  casi  mes  y  medio.  El  general  Canterac  empren- 
dió marcha  con  una  división,  desde  el  valle  de  Jauja,  para 
proteger  á  los  sitiados;  pero  estando  ya  á  inmediaciones  del 
Callao  efectuó  una  desastrosa  retirada,  que  bastó  para  desalen- 
tai'  á  los  de  las  fortalezas,  y  que  hizo  precisa  la  capitulación. 

Si  al  señor  Pérez  de  Guzmán  se  le  despierta  curiosidad 
por  conocer  detenidamente  este  episodio  de  la  guerra  separa- 
tista, le  recomiendo  la  lectura  del  San  Martín^  libro  de  gran 
interés  histórico,  del  cual  es  autor  el  general  Bartolomé  Mitre 
y  que  existe  en  la  Biblioteca  de  Madrid.  Allí  encontrará  noti- 
cias que  no  se  diferencian  de  las  mías,  sobre  el  himno  nacio- 
nal, y  pormenores  sobre  lo  que,  en  la  Historia  de  mi  patria, 
se  conoce  con  el  nombre  de  primer  sitio  del  Callao.  Después 
de  la  capitulación  ajustada  por  La  Mar,  en  Septiembre  de  1821, 
permanecieron  los  castillos  enarbolando  la  bandera  republi- 
cana hasta  1823,  en  que,  por  cuestión  de  falta  de  pagas  á  las 
tropas  se  sublevó  el  sargento  Moyano,  y  vino  Rodil  á  encar- 
garse del  mando  del  Callao  y  sus  fortalezas. 


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534  RICARDO    PALMA 

Los  errores  en  que  ha  incurrido  el  señor  Pérez  de  Guzmán 
vienen  de  que,  para  él,  no  ha  habido  más  sitio  del  Callao  que 
el  segundo  en  que  capituló  Rodil.  Y  aun  en  esto,  anda  mal  de 
noticias  el  escritor  hispano,  pues  nos  cuenta  que  entre  la  ba- 
talla de  Ayacucho  y  la  capitulación  de  Rodil  transcurrió  me- 
dio aflo,  pues  consigna  que  esta  capitulación  se  ajustó  el  23 
de  Enero  de  1825  (lo  que  equivaldría  á  cuarenta  y  cinco  días 
después  de  Ayacucho)  en  vez  del  23  de  Enero  dé  1826,  esto  es, 
después  de  trece  njeses  de  estar  diariamente  quemando  pól- 
vora sitiadores  y  sitiados,  y  de  haber,  entre  los  últimos,  he- 
cho estragos  el  escorbuto. 

Hay  ima  ley  en  el  Perú  asignando  un  modesto  premio  y 
una  medalla  á  la  tropa  que  estuvo  en  el  primer  sitio  comba- 
tiendo contra  La  Mar;  y  otra  recompensando  con  largueza 
y  con  otra  medalla  á  los  que  asistieron  al  segimdo  sitio  con- 
tra Rodil. 

En  resumen,  señor  Pérez  de  Guzmán,  yo  me  apoyo  en  he- 
chos históricamente  comprobados,  resultando  de  mi  reíalo  lo 
siguiente : 

l.«*  Que  únicamente  el  coro  y  las  cuatro  primeras  estrofas 
que  usted  publica,  y  de  las  que  fué  autor  La  Torre  legarte, 
están  oficialmente  declaradas  como  letra  del  himno.  Fm  cuan- 
to á  estrofas  de  circunstancias  ó  antojadizas,  como  la  V  y  VI 
que  usted  da  á  luz,  he  oído  cantar  en  el  pueblo...  ¡la  mar  y  sus 
peces  plateados  y  de  colores! 

2.°  Estando  el  general  San  Martín  en  el  teatro,  en  la  no- 
che del  21  de  Septiembre  de  1821,  le  trajeron  la  noticia  de 
que  á  las  siete  de  esa  noche  había  La  Mar  puesto  su  firma 
en  la  capitulación.  San  Martín,  desde  el  palco  <le  gobierno, 
la  comunicó  al  público,  que  la  acogió  con  vivísimo  contento, 
y  la  orquesta,  que  en  esos  días  estudiaba  la  música  de  Alcedo, 
para  estrenarla  el  24,  rompió,  haciendo  oir  las  solemnes  y 
entusiastas   notas  del   coro. 

3.0  En  la  noche  del  24,  festividad  de  la  Virgen  de  las  Mer- 
cedes, cantó  por  primera  vez  Rosa  Merino  las  cuatro  estro- 
fas de  La  Torre  Ugarte.  Así  lo  consignan  los  periodiquitos 
de  esa  época  existentes  en  la  Biblioteca  de  Lima  y  todos  los 
textos  de  escuela  desde  1830.  Yo  alcancé  á  conocer  y  tratar  á 


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cachivachería  535 

más  de  cien  personas  que  asistieron  á  la  función  teatral  de 
aquella  noche  de  Septiembre,  y  que  no  sólo  ensalzaban  el  mé- 
rito de  la  cantatriz,  sino  que  me  relataban  incidentes  curiosos 
producidos   por  el    entusiasmo   del   público. 

Eso,  y  no  más,  amén  de  ligeros  datos  biográficos  sobre  la 
personalidad  del  maestro  Alcedo,  fué  cuanto  escribí  en  la  tra- 
dición que  ha  dado  campo  á  la  culta  pluma  del  señor  Pérez  de 
Guzmán  para  poner  en  tela  de  juicio  mis  afirmaciones,  y  darme 
una  leccioncita  de  historia  peruana. 


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MAS  SOBRK  EL  HIMNO  NACIONAL 

Lima,  21  de  Noviembre  de  1901. 
Señor  doctor  don  Ignacio  Gamio,  director  de  gobierno. 
Queridísimo  amigo: 

Há  poco  más  de  quince  años  que,  con  el  título  de  «La  tra- 
dición del  Himno  Nacional^  publiqué,  no  recuerdo  en  cuál 
periódico  de  Lima,  una  biografía  del  maestro  Alcedo,  falle- 
cido en  1879.  La  encontrará  usted,  si  se  despierta  su  curiosidad 
por  conocerla,  en  la  pá^na  120  del  cuarto  tomo  de  Tradiciones 
Peruanas,   (Edición  de  Barcelona). 

Decía  en  ese  artículo  que  mejores  versos  que  los  de  don  José 
de  La  Torre  Tgarte  merecía  el  magistral  y  solemne  himno 
de  Alcedo.  Las  estrofas,  inspiradas  en  el  patrioterismo  que  por 
esos  días  dominaba,  son  pobres  como  pensamiento  y  desdi- 
chadas en  cuanto  á  buen  gusto  y  corrección  de  forma.  Hay 
en  una  de  ellas  mucho  de  fanfarronada,  y  en  las  otras  poco 
de  la  verdadera  altivez  republicana.  Pero,  con  todos  sus  defec- 
tos, debemos  acatar  la  letra  como  sagrada  reliquia  que  nos 
legaron  los  con  su  sangre  fecundaron  la  libertad  y  la  repúbli- 
ca. Sobre  todo,  cambiar  los  cuatro  versos  del  coro  sería  ha- 
cernos reos  de  sacrilega  profanación.— Esto  escribí,  sobre  poco 
más  ó  menos. 

Solo  los  ríos  no  vuelven  atrás,  amigo  Gamio,  y  después  de 
corridos  quince  años,  ya  no  extremo  mi  opinión  contra  el  cam- 


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í>38  RICARDO    PALMA 

bio  de  estrofas.  Aparte  de  que  siempre  he  dicho  que  son  malas 
con  M  de  Manicomio,  no  incurriremos  en  pecado  gordo  sacri- 
ficándolas ante  la  cordialidad  del  afecto  que  hoy  nos  liga  con 
España.  Olvidemos  el  jasado  y  abramos  cuenta  nueva,  ,que  oja- 
lá perdure  por  los  siglos  de  los  siglos. 

Pero  no  transijo  con  que  se  cambien  los  cuatro  decasílabos 
del  coro.  Conservémoslos,  como  inmortal  recuerdo  de  nues- 
tros días  épicos.  Conser\'émoslos,  porque  ese  coro  lo  cantaron 
los  peruanos  en  el  llano  de  Junín,  después  de  la  victoria,  y  lo 
cantaron  también  á  la  falda  del  Condorcunca  el  día  en  que  lu- 
ció el  espléndido  sol  de  Ayacucho.  Conservémoslos,  porque 
tres  generaciones  han  sido  arrulladas  con  las  palabras  de  ese 
coro  que  todo  peruano  conserva  en  la  memoria.  Conservé- 
moslos, en  homenaje  respetuoso  á  los  proceres  que  nos  dieron 
patria. 

Las  estrofas  no  se  hallan  en  la  misma  condición:  no  son  po- 
pulares. A  lo  sumo,  la  menos  mala  aquella  del  largo  tiempo  en  ai- 
lencio  gimió— (eso  del  gemido  silencioso  echa  chispas)  la  saben 
algunos,  no  muchos.  Para  la  generalidad  pasará  casi  inad- 
vertido el  cambio  de  estrofas,  y  eso  no  sucederá  tratándose  del 
coro. 

l'n  municipio  de  mi  tierra  se  propuso,  .hará  cuarenta  años, 
que  los  muchachos  aprendiesen  geografía  en  los  letreros  de  las 
esquinas  Los  añejos  nombres  de  las  calles,  que  todos  tenían 
su  razón  de  ser  porque  conmemoraban  un  suceso  ó  el  apelli- 
do de  algún  personaje,  nombres  todos  que  conservaron  por 
dos  ó  tres  siglos,  fueron  cambiados  por  los  de  departamentos 
y  provincias.  ¿Quién,  en  Lima,  y  no  excluyo  á  los  señores  con- 
cejales, sabe  de  corrídoi  y  sin  consultar  el  plano  cuál  es  la  calle 
de  Quispicanchis,  por  ejemplo,  ó  la  de  Chumbivilcas  ?  Todos 
nos  atenemos  á  los  nombres  antiguos. 

Cuatro  cuartos  de  lo  mismo  nos  pasaría  con  un  nuevo  coro. 
El  pueblo,  á  guisa  de  protesta,  gritaría  en  las  fiestas  del  28  de 
Julio:  jcl  viejo  I  ;el  viejo!  ¡fuera  el  nuevo!  Amigo  Gamio,  lo  que 
nos  entró  con  el  capillo,  sólo  se  irá  con  el  cerquillo. 

Habiendo  exteriorizado,  desde  ya  larga  fecha,  mi  opinión, 
convendrá  usted  conmigo  en  que  me  falta  la  cualidad  más  esen- 
cial en  un  jurado:  la  imparcialidad.  En  este  asunto  del  himno 


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CACHIVACHERU  539 

quizá  estoy  apasionado,  lo  que  me  inhabilita  para  desempeñar 
la  honorífica  comisión  con  que  la  benevolencia  de  S.  E.  el  Pre- 
sidente y  el  personal  afecto  del  señor  ministro  me  han  distin- 
guido. 

A  los  conceptos  que  en  esta  carta  apunto  obedece  la  renun- 
cia que  le  acompaño,  conceptos  que  la  rigidez  del  estilo  oficial 
no  me  consentía  expresar  en  una  nota. 

Pidiéndole  excusa  por  el  tiempo  que  le  he  quitado  con  la  lec- 
tura de  estos  renglones,  me  reitero  de  usted  afectuoso  amigo 
que  todo  bien  le  desea. 

R.  Palma. 

Lima,  á  25  de  Noviembre  de  1901. 

Señor  don   Ricai^do   Palma: 

Mi  respetado  y  muy  querido  amigo: 

Su  carta  de  21  de  este  mes  y  la  nota  con  que  vino  acompa- 
ñada llegaron  á  mis  manos  al  siguiente  día;  y  si  hasta  hoy 
no  les  he  dado  respuesta  ha  sido  por  aguardar  el  acuerdo 
supremo  que  ayer  se  verificó. 

Renuncia  usted  la  presidencia  del  Jurado  que  ha  de  conocer 
del  cambio  de  la  letra  de  nuestro  himno  patrio;  y  S.  E.  y  el 
señor  Ministro  no  ven,  para  la  resolución  de  usted,  gran  fun- 
damento. 

Si  cree— como  me  lo  dice— que  son  las  estrofas  del  himno 
las  que  deben  ser  cambiadas,  por  su  pésimo  gusto  literario,  y 
por  ser  ya  inoportunos  los  arranques  de  patrioterismo  que  con- 
tienen, y  si  desea,  como  deseo  yo  y  desean  muchos,  que  se  con- 
serven los  decasílabos  del  coro,  que  encierran  el  primer  grito  de 
nuestra  ventura  al  reconquistar  la  libertad,  es  una  razón  más 
para  que  forme  usted  parte  del  Jurado,  á  fin  de  sostener  sus 
opiniones,  y  vencer  de  todos  modos,  aduciendo  razones  que 
sus  colegas  no  desoirán. 

Pero  negar  su  contingente  vaUosísimo  el  literato  maestro, 
cuando  se  trata  de  un  delicado  asunto;  no  querer  que  su  nom- 
bre se  mezcle  en  esa  forma  impuesta  por  una  necesidad  gene- 
ralmente sentida;  y  exponer  á  la  autoridad  suprema,  á  que 
quizás  tenga  que  verse  precisada  á  designar  personas  muy  re- 


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54()  RICAEDO    PALMA 

putadas  por  su  taJento  y  su  vasto  saber,  pero  que  no  midan  los 
puntos  de  prestigio  y  de  universal  renombre  del  ilustre  Direc- 
tor de  nuestra  Biblioteca  Nacional,  para  poder  dar  á  la  reforma 
la  seriedad  conveniente,  es  algo  que  no  tiene  explicación. 

Por  lo  mismo  es  para  mí  seguro  que,  cuando  lea  estos  renglo- 
nes que  le  llevan  la  confidencial  noticia  de  que  su  renuncia  no 
ha  sido  aceptada,  tendrá  usted  que  variar  su  propósito,  resignar- 
se á  la  tarea  en  cuestión.  No  carece  ella  de  espinas,  bien  lo  sé; 
peroi,  á  la  larga,  vend|rá  á  ser  dulce  para  su  corazón  de  peruano, 
cooperar  al  fin  plausible  que  ha  movido  al  supremo  gobierno. 

A  la  obra,  pues,  mi  noble  y  muy  querido  amigo;  y  que  tenga 
el  país  que  agradecer  esta  nueva  muestra  de  patriotismo  puro, 
al  que,  con  sus  altísimos  dotes  y  su  voluntad  inquebrantable, 
le  ha  consagrado  todos  sus  desvelos.  Estrecha  á  usted  la  mano 
á  la  distancia,  el  primero  de  sus  admiradores  cariñosos,  último 
de  sus  amigos  humildísimos. 

J.  loNACio  Gamio. 

Lima,  26  de  Noviembre  de  1901. 

Señor  don  J.   Ignacio   Gamio: 
Mi  muy  bondadoso  amigo: 

De  la  lectura  de  su  amabilísima  carta  de  hoy  deduzco  que 
en  el  supremo  gobierno  hay  buena  voluntad  para  ampliar  las 
atribuciones  del  Jurado,  que,  según  el  decreto  primitivo  y  el 
de  la  designación  de  jueces,  no  nos  facultaban  más  que  para 
fallar  sobre  el  mérito  de  las  composiciones.  Siéndole,  pues,  aho- 
ra lícito  al  Jurado  resolver  sobre  la  subsistencia  ó  insubsisten- 
cia  del  coro,  no  tiene  ya  razón  de  ser  la  renuncia  formularia 
por  su  amigo  afectuosísimo. 

Ricardo  Palma. 

Se  presentaron  al  Concurso  treinta  y  siete  himnos  que  fue- 
ron desechados  por  el  Jurado.  Subsisten,  pues,  actualmente 
(1906),  con  carácter  oficial  el  coro  y  las  cuatro  estrofas  de  La 
Torre  Ugarte. 


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PARTE  CUARTA 

bolívar,  MONTEAGUDO  y  SÁNCHEZ  CARRION 
(Estudio  histórico) 

El  asesinato  que  en  la  noche  del  28  de  Enero  de  1825  se 
peri>etró  en  la  persona  del  coronel  don  Bernardo  Monteagudo, 
reviste  caracteres  de  misterioso  drama.  Unos  lo  atribuyeron 
á  Bolívar;  otros  á  venganza  de  los  españoles  vencidos  en  Aya- 
cucho;  y  no  pocos  vieron  en  la  sangrienta  tragedia  el  fruto 
de  la  celotipia  de  un  rival  desdeñado  por  hermosa  dama  ó  de 
un  esposo  ofendido. 

Ya  es  tiempo  de  escudriñar  la  verdad  histórica,  apartando 
la  venda  que  ciega  á  muchos,  y  de  ofrecer  á  las  generaciones 
que  están  por  venir  un  estudio  desapasionado.  No  conocimos 
á  ninguno  de  los  personajes  políticos  de  aquella  época,  y  por 
lo  tanto  no   puede  extraviarnos  el   afecto  6  desafecto. 

Si  los  colores  de  nuestra  paleta  son  débiles  para  iluminar 
el  cuadro;  si,  esquivando  apreciaciones,  envolvemos  nombres 
y  sucesos  en  cierto  aparente  claro-obscuro,  toca  al  lector  bus- 
.  car  el  rayo  de  luz  que  ha  de  hacer,  ante  sus  ojos,  transparen- 
tes las  mismas  sombras. 

I 

Ni  Lafond,  ni  Stevenson,  ni  Pruvonena,  ni  Miller,  enemigos 
de  Monteagudo,  están  de  acuerdo  sobre  el  lugar  donde  naciera 
nuestro  protagonista.  Buenos  Aires,  Córdoba,  Tucumán,  Men- 
doza y  Chuquisaca  se  disputan  la  cuna  del  gran  hombre  de 


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342  KICARDO    PALMA 

Estado,  como  se  disputaron  la  de  Homero  siete  ciudades  de 
la  Grecia. 

Don  Juan  Kanión  Muñoz,  don  Antonio  Iñíguez  Vicuña,  y 
el  general  Paz  del  Castillo,  en  sus  Memorias,  lo  creen  nacido  en 
Córdoba  por  los  años  de  1786,  en  cuya  Universidad  hizo  sus 
estudios  de  abogado,  pasando  á  ejercer  en  Chuquisaca  la  pro- 
fesión. (1) 

Desde  1809,  y  á  los  veintitrés  años  de  edad,  empieza  Mon- 
teagudo  á  figurar  como  uno  de  los  prohombres  de  la  revolución 
americana.  En  la  deposición  de  García  Pizarro,  presidente  de 
la  Audiencia  de  Charcas,  en  las  malogradas  sublevaciones  de 
Potosí  y  La  Paz,  en  el  primer  Congreso  argentino  al  que  asiste 
como  diputado  por  Mendoza,  en  el  pronunciamiento  de  1812, 
y  en  los  sucesos  revolucionarios  de  1815,  se  encuentra  siempre 
á  Monteagudo  figurando  en  primera  línea  entre  los  más  com- 
prometidos. 

En  la  persecución  que  sufrieron  los  amigos  de  Alvear,  no 
podía  ser  olvidado  el  fogoso  redactor  del  Mártir  ó  libre,  y  salió 
en   condición   de   proscrito   para   Inglaterra. 

En  1817  vuelve  á  América,  acompaña  á  San  Martín  en  Chile, 
y  después  de  Cancha-rayada  regresa  á  Mendoza. 

En  esta  época  hay  un  punto  nebuloso  en  la  vida  de  Mon- 
teagudo. La  parle  que  como  juez  le  cupo  en  el  fusilamiento 
de  los  Carrera  y  en  la  matanza  de  los  prisioneros  españoles 
confinados  en  San  Luis— Vicuña  Mackenna,  García  Camba,  To- 
rrente y  otros  lo  condenan.  El  benévolo  Juan  Ramón  Muñoz 
aguza  su  ingenio  i>ara  justificar  al  que  sus  adversarios  llaman 
sanguinario  terrorista. 

II 

Alistándose  ya  la  expedición  que  debía  zarpar  de  Chile, 
en  auxilio  de  la  Inde]>endencia  peruana,  San  Martín  llama  á 
Monteagudo,  y  á  principios  de  1820,  empieza  éste,  en  Santiago, 
la  publicación  del  Censor  de  la  Revolución. 

(1)  En  el  imporlante  libro  que  sobre  Monleaj^udo  publicó  en  Buenos  Aires,  en  1880^  el  juicio» 
80  escritor  don  Mariano  Pelliza,  hay  documentos  irrefutables  que  comprueban  el  nacimiento  de 
Monteagudo  en  Tucumán.  Fué  hijo  legitimo  de  un  espafiol,  capitán  de  patricios.  Otro  publioisla 
urutruayo.  el  seftor  Frejtueiro,  apoyándose  en  las  cláusulas  testamentarías  del  padre  de  Monte- 
agudOy  conviene  también  en  que  fué  Tucuman  la  cuna  de  don  Bernardo. 


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cachivachería  543 

Un  cambio  se  había  operado  ya  en  las  convicciones  polí- 
ticas de  Monteagudo.  El  exaltado  republicano  de  1809  se  ma- 
nifiesta, en  1820,  inclinado  á  defender  la  monarquía  constitu- 
cional. El  radical  inti-ansigente  es  ahora  conservador  neto.  Así, 
en  el  segundo  número  del  Censor^  habla  contra  «los  esfuerzos 
prematuros  para  establecer  una  libertad  que  sería  máísi  ven- 
tajosa á  nuestros  enemigos  que  á  nosotros.» 

En  resumen,  la  opinión  de  Monteagudo,  expresada  más  tar- 
de con  claridad  en  muchos  de  sus  escritos,  era  que  los  vcpueblos 
de  la  América  española  no  estaban  preparados  para  ser  regidos 
por  instituciones  democráticas,  y  que  había  peligro  en  dar- 
les á  beber  sin  medida  el  néctar  embriagador  de  la  libertad.  ^ 

Una  de  sus  frases  familiares,  era  ésta:— «La  república,  para 
que  sea  buena,  ha  de  ser  como  la  fruta  que  de  madura  se  cae 
del  árlx)l.  Lo  que  es,  por  ahora,  en  América  la  veo  verde. 
Para  gozar  de  libertad,  y  aun  para  sufrir  la  esclavitud,  es  ne- 
cesario hacer  una  especie  de  aprendizaje,  antes  de  adquirir 
la  paciencia  habitual  del  esclavo  y  la  constante  moderación 
que  debe  animar  al  que  desea  ser  libre.» 

En  uno  de  los  números  del  Censor^  hacía  el  publicista  ar- 
gentino esta  bien  significativa  declaración:  «No  pretendemos  li- 
brar nuesb'a  felicidad  exclusivamente  á  una  forma  determinada 
de  gobierno.  Conocemos  los  males  del  despotismo  y  ios  peli- 
gros de  la  democracia.  Ya  hemos  salido  del  período  en  que  po- 
díamos soportar  el  poder  absoluto  y,  bien  á  costa  nuestra, 
hemos  aprendido  á  temer  la  tiranía  del  pueblo  cuando  llega  á 
infatuarse  con   los  delirios  democráticos.» 

A  fuer  de  hábil  y  experimentado,  Monteagudo  no  lanzaba 
aún  todo  su  pensamiento.  Preparaba  el  terreno  para,  en  su 
ofK)rtunidad,  arrojar  la  semilla.  Véase  la  sutileza  con  que  nos 
hacía  dudar   de  la  gran   república   creada   por  Washington... 

«Ni  podemos  ser  tan  libres  como  los  que  nacieron  en  esa 
tierra  clásica  (Inglaterra),  que  ha  presentado  el  modelo  de  los 
gobiernos  constitucionales,  ni  como  los  americanos  de  la  América 
septentrional,  que  educados  en  la  escuela  de  la  libertad,  osa- 
ron hacer  el  experimento  de  una  forma  de  gobierno,  cuya  ex- 
celencia aun  no  puede  probarse  satisfactoriamente  por  la  du- 
ración de   cuarenta   y  cuatro   años.» 


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544  RICARDO    PALMA 


111 


El  coronel  Bernardo  Monteagudo,  auditor  general  de  gue- 
rra en  el  ejército  que,  á  órdenes  de  San  Martín,  desembarcó 
en  Pisco,  á  fines  de  1820,  era  no  sólo  una  inteligencia  poderosa, 
sino  una  voluntad  incontrastable.  Al  asumir  San  Martín  el 
título  de  Protector,  invistió  á  Monteagudo  con  el  cargo  de  ministro 
de  Estado. 

La  contracción  y  actividad  del  joven  ministro  son  verdadera- 
mente prodigiosas.  En  imo  de  sus  primeros  documentos  formu- 
laba con  estas  enérgicas  palabras  su  programa  administrati- 
vo:—«Nada  significaría  haber  hecho  la  guerra  á  los  españoles, 
si  no  la  hiciéramos  también  á  los  vicios  que  nos  legaron.» 

Los  principales  decretos  expedidos  por  Monteagudo  fueron: 

Abolición  del  tributo  y  de  la  mita,  abusos  que  constituían 
á  los  indígenas  en  verdaderos  siervos  del  acaudalado  patrón  y  de 
los  corregidores  españoles. 

Emancipación  de  los  esclavos,  lo  qxie  importaba  la  des- 
trucción del  inmoral  comercio  en  carne  humana. 

Abolición  de  la  infamante  pena  de  azotes. 

Creación  de  escuelas  bajo  el  sistema  lancasteriano,  y  funda- 
ción de  la  Biblioteca  de  Lima. 

Un  plan  provisorio  sobre  tribunales  de  justicia,  en  el  que  se 
leen  estas  admirables  máximas: 

«Los  gobiernos  despóticos  no  existirían  sobre  la  tierra,  si 
pudiesen  preservarse  del  contagio  los  que  administran  la  jus- 
ticia; y  cuando  el  pueblo  es  libre,  preciso  es  que  sus  magistrados 
sean  justos.» 

IV 

Desgraciadamente,  otros  actos  políticos  de  Monteagudo  le 
concitaron  general  odiosidad.  Los  principales  fueron:  la  crea- 
ción de  un  Banco  de  emisión  (cuya  manera  de  ser  dio  lugar 
á  que  el  billete  tuviera  los  mismos  caracteres  del  papel  mo- 
neda,) sus  decretos  contra  los  españoles  domiciliados  en  Lima, 


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cachivachería  5'45 

á  los  que  llegó  á  prohibir  el  uso  de  la  capa;  y  por  fin,  la  ex- 
pulsión violenta  de  más  de  cuatro  mil  peninsulares,  muchos 
de  los  cuales  fueron  víctimas  de.  la  salvaje  crueldad  del  capitán 
del  bergantín  Pacífico. 

Los  arbitrarios  fusilamientos  del  norteamericano  Jeremías 
y  del  argentino  Mendizábal;  el  destierro,  no  menos  atentatorio, 
del  doctor  Urquiaga,  sobre  quien  recaían  sospechas  de  ser 
autor  de  un  pasquín  que  contra  el  omnipotente  ministro  arro- 
jaron en  el  teatro;  y  la  obstinada  persecución  á  Tramarría 
y  otros  republicanos,  eran  causas  bastantes  para  que  la  in- 
dignación pública  se  desbordara  contra  el  gran  hombre  de  Es- 
tado. 

Monteagudo  predicaba  ya  sin  embozo  sus  doctrinas  monár- 
quicas, y  el  honrado  San  Martín  las  prohijaba,  aunque  caute- 
losamente. Los  republicanos  sinceros  entraron  en  alarma  y 
temieron,  con  razón,  que  mientras  Monteagudo  tuviese  inge- 
rencia en  la  cosa  pública,  la  causa  de  la  República  estxiría 
en  pehgro.  Monteagudo  minaba  el  terreno,  con  lentitud,  es 
cierto,  pero  de  una  manera  segura,  y  contaba  con  número  cre- 
cido de  correligionarios.  Esta  propaganda,  ejercida  por  un  hom- 
bre de  su  talento  y  energía,  asustó  á  los  demócratas  y  á  los 
radicales,  que  para  combatirla,  organizaron  una  Logia,  á  cuya 
cabeza  se  pus'ieron  Sánchez  Carrión,  Luna  Pizarro,  Mariátegui, 
Ferreiros,  Pérez  Tudela,  Méndez  Lachica,  Arce,  Rodríguez  3e 
Mendoza  y  otros  i>atriotas. 

Pronto  supieron  inculcar  en  la  conciencia  del  pueblo  los 
recelos  que  les  inspiraba  Monteagudo,  y  el  25  de  Julio  de  1822 
se  elevaba  al  Cabildo  una  acta,  firmada  por  más  de  quinientas 
personas  notables,  exigiendo  la  inmediata  destitución  del  mi- 
nistro. 

El  Cabildo,  presidido  por  Riva-Agüero,  apoyó  unánimemente 
el  acta.  Mariátegui  y  Cogoy  fueron  en  comisión  á  palacio,  para 
recabar  del  mandatario  supremo  la  deposición  y  enjuiciamiento 
del  ministro.  El  marqués  de  Torre  Tagle,  que  por  hallarse 
San  Martín  en  Guayaquil  había  quedado  al  frente  del  gobierno, 
aceptó  la  renuncia  que  le  presentó  Monteagudo,  y  una  compa- 
ñía del   batallón   Numancia  recibió   orden  de  custodiarlo,   en 

35 


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340  RICARDO    TALMA 

SU  casa,  para  impedir  cualquier  desbordamiento  del  populacho. 

Alentados  los  enemigos  del  estadista  argentino,  pidieron  en- 
tonces su  arresto :  y  creciendo  de  hora  en  hora  la  exaltación,  el 
gobierno,  para  salvar  la  vida  de  Monteagudo,  lo  embarcó,  en 
la  madrugada  del  30,  en  la  goleta  de  guerra  Limeña,  que  inme- 
diatamente zarpó  para  el  Norte. 

A  la  vez  que  el  26  de  Julio  peilía  en  Lima  el  amotinado  pue- 
blo la  cabeza  de  Monteagudo,  celebrábase  en  Guayaquil  la  fa- 
mosa entrevista  entre  San  Martín  y  Bolívar. 

Al  regresar  á  Lima  el  Protector,  el  19  de  Agosto,  se  in- 
dignó mucho  contra  el  débil  Torre  Tagle,  (fue  se  había  dejado 
subyugar  por  un  puñado  de  demagogos.  Inmediatamente  de- 
cretó la  reunión  de  un  Congreso,  y  en  el  mes  próximo  entregó 
al  Cuerpo  legislativo  la  insignia  del  poder  supremo. 

Dos  días  después  se  alejaba  para  siempre  del -Perú  el  ab- 
negado y  valeroso  San  Martín. 


Que  Monteagudo  y  San  Martín,  como  Puirredón  y  O'Hig- 
gins,  trabajaron  por  monarquizar  la  América,  es  punto  histó- 
ricamente comprobado.  No  los  recriminamos.  Tal  pensamiento 
era  en  ellos  fruto  de  una  convicción  honrada  y  ajena  á  mó- 
viles mezquinos  ó  de  lucro  personal.  Pudieron  equivocarse,  pero 
hagámosles  la  justicia  de  reconocer  en  ellos  honradez  de  miras. 

O'Higgins  dio  instrucciones  al  ministro  Irisarri  para  que 
buscara  en  Europa  un  príncipe  á  quien  entregar  el  gobierno 
del  reino  de  Chile. 

Puirredón.  en  Buenos  Aires,  encargaba  á  Rivadavia  idéntica 
tarea. 

La  misión  que  San  Martín  y  Monteagudo  confiaron  á  Gar- 
cía del  Río  y  Paroissien,  no  se  limitaba  sólo  á  la  realización 
de  un  empréstito  en  Londres  y  reconocimiento  de  la  Indepen- 
da peruana  por  el  gabinete  de  San  James,  sino  que  se  extendía 
á  buscar  entre  los  príncipes  de  la  sangre  uno  que  sin  más 
condición  qne  la  de  abjurar  del  protestantismo,  aceptara  el  tí- 
tulo de  emperador  del  Perú. 


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cachivachería  547 

El  hugonote  Enrique  IV  dijo,  en  una  situación  idéntica:— 
Bien  vale  París  una  misa.— ¿Habria  un  príncipe  inglés  dicho 
lo  mismo  por  el  Perú,  en  tiempos  en  que  aun  no  se  explota- 
ban huano  y  salitre? 

En  caso  de  no  encontrarse  en  Inglaterra  quien  de  buen 
grado  se  prestara  á  hacernos  el  favor  de  ser  nuestro  señor, 
se  recurriría  á  un  príncipe  ruso,  alemán  ó  austríaco;  y  si  estos 
hacían  ascos  al  regalo,  estábamos  llanos  á  conformarnos  con 
un  infante  de  Francia  ó  de  Portugal. 

Hasta  el  duque  de  Luca  era  bueno  para  amo  de  la  tribu. 

Aquello  era  andar  á  pvesca  de  rey.— He  aquí  el  documento 
comprobatorio: 

Estando  reunidos  en  la  sala  de  sesiones  del  Consejo  de  Estado,  los  Conse- 
jeros Iltmo.  Honorable  señor  don  Juan  García  del  Rio,  Ministro  de  Estado  y 
Relaciones  Exteriores,  fundador  de  la  Orden  del  Sol;  lUmo.  y  Honorable  se- 
ñor coronel  don  Bernardo  Monteagudo,  Ministro  de  Estado  en  el  departa- 
mento de  Guerra  y  Marina,  fundador  de  la  Orden  del  Sol;  Iltmo.  y  Honora- 
ble señor  doctor  D.  Hipólito  Unánue,  Ministro  de  Estado  en  el  departamento 
de  Hacienda  y  fundador  de  la  Orden  del  Sol;  el  señor  doctor  don  Francisco 
Javier  Moreno  y  Escanden,  Presidente  de  la  Alta  Cámara  de  Justicia;  el  Uus- 
irisimo  y  Honorable  señor  Gran  M*ariscal  conde  del  Valle  de  Oselle,  marqués 
de  Montemira  y  fundador  de  la  Orden  del  Sol;  el  señor  Dean  doctor  don 
Francisco  Javier  de  Echagüe,  Gobernador  del  Arzobispado  y  asociado  k  la 
Orden  del  Sol;  el  Honorable  señor  General  de  división,  marqués  de  Torre 
Tagle,  inspector  de  los  cuerpos  cívicos  y  fundador  de  la  Orden  del  Sol;  los 
señores  condes  de  la  Vega  del  Ren  y  de  Torre  Velarde,  asociados  á  la  Orden 
del  Sol;  bajo  la  presidencia  del  Excelentísimo  Protector  del  Perú,  acordaron 
extender  en  el  a^ta  que  las  bases  de  negociaciones  que  entablen  cerca  de  los 
altos  poderes  de  Europa,  los  enviados,  llustrísimo  y  Honorable  señor  don  Juan 
García  del  Rio,  fundador  de  la  Orden  del  Sol  y  Consejero  de  Estado,  y  Ho- 
norable señor  coronel  don  Diego  Paroissien,  fundador  de  la  Orden  del  Sol  y 
ofícial  de  la  Legión  de  Mérito  de  Chile,  sean  las  siguientes: 

1  *  Para  conservar  el  orden  interior  del  Perú  y  á  fin  de  que  este  Estado 
adquiera  la  respetabilidad  exterior  de  que  es  suceptible,  conviene  el  estable- 
cimiento de  un  gobierno  vigoroso,  el  reconocimiento  de  la  independencia,  y 
la  alianza  ó  protección  de  una  de  las  potencias  de  primer  orden  en  Europa. 
La  Gran  Bretaña,  por  su  poder  marítimo,  su  crédito  y  vastos  recursos,  como 
por  la  bondad  de  sus  instituciones,  y  la  Rusia  por  su  importancia  política  y 
poderío,  se  presentan  bajo  un  carácter  más  atractivo  que  las  demás:  están  de 
consiguiente  autorizados  los  comisionados  para  explorar  como  corresponde  y 
aceptar  que  el  Príncipe  de  Sussex  Cobourg,  ó  en  su  defecto,  uno  de  los  de  la 
dinastía  reinante  de  la  Gran  Bretaña,  pase  á  coronarse  Emperador  del  Perú. 
En  este  último  caso  darán  la  preferencia  al  Duque  de  Sussex,  con  la  precisa 
condición  que  el  nuevo  jefe  de  esta  monarquía  limitada,  abrace  la  religión 
católica,  debiendo  aceptar  y  jurar  al  tiempo  de  su  recibimiento,  la  Constitu- 
ción que  le  diesen  los  representantes  de  la  nación;  permitiéndosele  venir 
acompañado,  á  lo  sumo,  de  una  guardia  que  no  pase  de  trescientos  hombres. 
Si  lo  anterior  no  tuviese  efecto,  podrá  aceptarse  algunas  de  las  ramas  colate- 
rales de  Alemania,  con  tal  que  esta  estuviera  sosteníala  por  el  gobierno  britá- 


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1 


548  RICARDO   PALMA 

nico;  ó  uno  de  los  Principes  de  la  casa  de  Austria  con  las  mismas  condiciones 
y  requisitos. 

2.^  Rn  caso  de  que  los  comisionados  encuentren  obstáculos  insuperables  por 
parte  del  Gabinete  británico,  se  dirigirán  al  Emperador  de  la  Ru&ia,  como  el 
único  poder  que  puede  rivalizar  con  la  Inglaterra.  Para  entonces  están  auto 
rizados  los  enviados  para  aceptar  un  Principe  de  aquella  dinastía  ó  algún  otro 
á  Quien  el  Emperador  asegure  su  protección. 

3.^  En  defecto  de  un  Principe  de  la  casa  Brunswick,  Austria  ó  Rusia  acep- 
tarán los  enviados  alguno  de  la  de  Francia  y  Portugal;  y  en  último  recurso 
podrán  admitir  de  la  casa  de  España  al  duque  de  Luca,  sujetándose  pn  un  to- 
do á  las  condiciones  expresadas,  y  no  podrá  de  ningún  modo  venir  acompa 
nado  de  mayor  fuerza  armada. 

4.^  Quedan  facultades  los  enviados  para  conceder  ciertas  ventajas  al  go- 
bierno que  más  nos  proteja,  y  podrán  proceder  en  grande  para  asegurar  al 
Perú  una  fuerte  protección  y  para  promover  su  felicidad. 

Y  para  su  constancia  lo  firmaron  en  la  sala  de  sesiones  del  Consejo,  á  24  de 
Diciembre  de  1821,  en  la  heroica  y  esforzada  ciudad  de  los  Libres. 

Jo8¿  DB  San  Martín. 

ElConob  dbl  Vallb  ob  Osbllb. 

El  Condb  db  la  Vbga  dbl  Rbn. 

Francisco  Javibr  Morbno. 

Franci>co  Javibr  db  Echagüb. 

El  Marqués  db  TorrbTaglb. 

Hipólito  Unanub. 

El  Condb  db  Torrb  Vblardb. 

Bbrnardo  Montbagudo. 

Mientras  se  mendigaba  en  Europa  un  monarca  para  el  Perú, 
San  Martín  y  su  ministro  trabajaban  infatigablemente  para  que 
el  futuro  rey  encontrase  ya  bien  aclimatado  el  elemento  monár- 
q[uico.  No  fué  otro  el  objeto  que  se  tuvo  en  mira  al  crear  la 
Orden  del  Sol,  dividida  en  tres  categorías.  Ella  era  el  molde  en 
que  iba  á  fundirse  una  nueva  aristocracia,  que,  en  cuanto  á 
la  antigua,  un  decreto  había  declarado  subsistentes  los  títulos 
de  condes  y  marqueses,  haciendo  sólo  ligeras  alteraciones  herál- 
dicas en  escudos  y  blasones. 

Como  auxiliar  poderoso  para  la  propaganda  de  la  idea  mo- 
nárquica, estableció  Monteagudo  la  Sociedad  Fatriótíea  de  Lima, 
adornándola  con  ciertas  formas  de  asociación  literaria.  El  pre- 
sidente de  la  Sociedad  era  Monteagudo,  el  vice-presidcnte  Una- 
nue,  y  el  secretario  Mariátegui.  En  ella  los  republicanos  estaban 
en  minoría. 

El  canónigo  don  José  Ignacio  Moreno,  hizo  la  apología  de 
los  gobiernos  monárquicos,  en  un  discurso  preparado  ad  hoc : 
I>ero  encontró  un  adversario  formidable  en  otro  sacerdote,  el 


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CACHIVACHERU  549 

doctor  don  Mariano  José  de  Arce.  La  sesión  fué  borrascosa  y 
Monteagudo  tuvo  que  susp>enderla. 

En  las  sesiones  sucesivas,  don  Manuel  Pérez  Tudela,  don 
Pedro  La  Torre  y  Sánchez  Carrión,  en  un  elocuente  discurso 
el  primero,  y  los  otros  por  medio  de  escritos  que  enviaron  á  la 
Sociedad,  continuaron  la  defensa  de  la  buena  causa.  Según 
afirma  Mariátegui,  en  el  curioso  folleto  histórico  que  publicó 
en  1869,  Luna  Pizarro,  comprometido  á  hablar  sobre  la  ma- 
teria, renunció  á  hacer  uso  de  la  palabra,  cediendo  á  una  amis- 
tosa insinuación  de  Unanue,  partidario  de  la  monarquía. 

Las  actas  de  la  Sociedad  Patriótica  se  conservaban  inéditas 
en  el  Archivo  de  la  Biblioteca  Nacional,  y  recientemente  han 
sido  publicadas  por  Odriozola  en  el  tomo  XI  de  su  colección  de 
Documentos  históricos. 

Para  dar  consistencia  al  plan  de  monarquizar  la  América, 
salieron  el  general  Luzurriaga  f>ara  Buenos  Aires,  Cavero  y 
Salazar  para  Chile,  y  Morales  Ugalde  para  México;  reserván- 
dose San  Martín  «1  atraer  á  su  proyecto  á  Bolívar,  arbitro  de 
los  destinos  de  Colombia. 

Sabido  es  que  en  los  tres  días  que  duró  la  entrevista  de 
Guayaquil,  si  bien  estuvieron  hasta  cierto  punto  los  dos  pro- 
hombres de  acuerdo  en  la  conveniencia  de  implantar  la  monar- 
quía como  forma  definitiva  de  gobierno  para  los  pueblos  ame- 
ricanos, disintieron  en  cuanto  á  la  persona  del  monarca.  Bo- 
lívar, como  lo  probó  más  tarde,  quería  la  corona,  la  dictadura 
ó  la  presidencia  vitalicia  (cuestión  de  nombre)  para  el  que, 
con  su  espada  en  los  campos  de  batalla  y  engrandecido  por  el 
éxito  y  la  aureola  de  gloria,  conquistase  el  derecho  de  ocupar, 
no  el  asiento  de  un  hombre,  sino  el  i>edestal  de  un  semidiós. 

Bolívar  tenía  mucho  de  poeta,  y  San  Martín  mucho  de  hom- 
bre práctico. 

é 

VI 

Quizá  los  planes  de  monarquía  proyectados  por  el  hábil 
y  perseverante  Monteagudo,  habrían  alcanzado  á  ser  una  rea- 
lidad, si  Dios  no  le  hubiera  opuesto  en  su  camino  al  doctor 
don  Jos;'í  Sánchez  Carrión. 


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550  RICARDO    PALMA 

Sánchez  Carrión  había  nacido  en  Huamachuco  en  1787,  y 
era,  por  consiguiente,  casi  de  la  misma  edad  de  Monteagudo. 
Educado  en  el  ilustre  convictorio  de  San  Carlos,  donde  llegó 
á  ser  catedrático,  mereció  iK)r  su  liberalismo  severas  reprensio- 
nes, y  aun  amenazas,  de  los  virreyes  Abascal  y  Pezuela. 

Proclamada  la  Independencia,  fué  Sánchez  Carrión  uno  de 
los  más  entusiastas  patriotas,  y  el  primero  que  en  la  Abeja 
Republicana  y  el  Correo  Mercantil^  periódicos  del  año  22,  combatió 
las  ideas  monárquicas  de  Monteagudo.  Afírmase  que  las  céle- 
bres Cartas  del  solitario  de  Sayán,  fueron  hijas  de  su  enérgica 
pluma. 

Los  dos  adversarios  eran  dignos  el  uno  del  otro.  Ambos,  en 
la  plenitud  de  la  vida,  grandes  pensadores,  elocuentes,  escri- 
biendo con  igual  vigor  y  elegancia  en  defensa  de  su  doctrina. 

Los  republicanos  rodearon  á  Sánchez  Carrión  y  lo  recono- 
cieron tácitamente  por  su  jefe,  obligándolo  á  organizar  la  re- 
sistencia. 

Sólo  Sánchez  Carrión  podía  salvar  la  república.  Y  hombre 
de  la  revolución,  pues  la  revolución  exige  caracteres  enérgi- 
cos y  resueltos,  hizo  imposible  la  monarquía  en  el  Perú. 

Ya  hemos  dicho  que  el  destierro  de  Monteagudo  fué  obra 
de  la  Logia  republicana,  que  supo  diestramente  servirse  de 
las  pasiones  popidares. 

Sánchez  Carrión  comprendió  que  Monteagudo  podía  venir 
más  tarde  del  destierro  y  recrudecer  la  lucha.  Era  preciso  po- 
nerse para  siempre  á  cubierto  del  peligro.  La  causa  democrá- 
tica, con  un  enemigo  como  Monteagudo,  podía  ser  vencida 
mañana.  Lo  urgente  era  hacer  imposible  para  Monteagudo  el 
Perú. 

El  Congreso  comisionó  á  Sánchez  Carrión  y  al  poeta  OK 
medo,  diputados  ambos,  para  que  fueran  á  Guayaquil  en  busca 
de  Bolívar.  A  la  sagacidad  y  talento  del  representante  por 
Trujillo  no  se  escondió,  desde  su  primera  conversación  con 
el  héroe  de  Colombia,  que  la  fe  republicana  de  éste  no  era  in- 
quebrantable, y  que  mantenía  correspondencia  con  Monteagudo. 

En  la  sesión  secreta  del  3  de  Diciembre,  Sánchez  Carrión 
inspirándose  en  sus  sentimientos  democráticos,  pronunció  uno 
de  sus  mejores  discursos  en  apoyo  de  una  proposición  sobre  la 


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cachivachería  551 

que,   en  sesión  siguiente,  emitieron  favorable  dictamen   Luna 
Pizarro,  Tudela  y  Aranívar. 

Aquel  día,  en  el,  número  tercero  del  Tribunoy  periódico  re- 
dactado por  Sánchez  (larrión,  apareció  un  artículo  muy  acre, 
probando  la  justicia  y  conveniencia  de  la  ley.  Citemos  esta 
frase:  Ya  todo  republicano  puede  decir:  —  ¡Desde  que  ha  cmdo  Mon- 
teagudo.  no  siento  la  montaña  que  me  oprimía! 

Estudiosamente  hemos  copiado  estas  palabras,  porque  ellas 
dan  la  medida  de  la  importancia  política,  del  prestigio  del 
coronel  Monteagudo  y  del  miedo  que  inspiraba  á  sus  contra- 
rios. . 

t!n    el    número   6  del    Tribuno   es   todavía   más   explícito,   si 

cabe,  Sánchez  Carrión:-    Con  razón,  dice,  está  Monteagudo  fuera 

>de  líi  ley,  y  sin  responsabilidad  cualquiera  que  acometa  á  su 

-persona,  cuando  una  imprudencia  hasta  hoy  desconocida  ó 

rsu  mala  ventura,  lo  conduzca  á  nuestras  costas.  Merece  hono- 

*res  y  premios  en  vez  de  suplicio,  por  haber  extirpado  al  más 

) pestífero  de  los  enemigos  de  Roma,  decía  Tulio  por  Milón, 

cuando  éste  mató  á  Clodio.  Nosotros  no  deseamos  tanto  mal 

al  que  especuló  con  nuestros  destinos  como   un  propietario 

con  sus  rebaños.  Manténgase  distante  de  nuestro  suelo,  pero 

olvídese   para  siempre  del   Perú,  que  lo   detesta  y  djetestará 

mientras  viva.   Con  su  separación,   hasta  la   atmósfera   tomó 

otro   aspecto;   tanto   influye   la   caída   de   un   tirano.» 

Por  estas  líneas  se  ve  que  entre  Sánchez  Carrión  y  Monteagu- 
do, quedaba  declarada  una  guerra  sin  cuartel. 

Además  circularon  por  entonces  unas  décimas  contra  Mon- 
teagudo, y  que  se  atribuyeron  á  su  adversario,  en  las  cuates 
se  glosaba  esta  redondilla: 

Ya  Lima  mudó  de  estilo 
cambiando  en  risa  sus  quejas; 
si  antes  lloraba  á  madejas, 
ya  se  ríe  de  hilo  en  hilo. 


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552  BIGARDO    PALMA 


VII 


La  victoria  de  Ayacucho  hacía  á  Bolívar  señor  absoluto  del 
Perú. 

Desde  el  7  de  Diciembre  de  1824  se  encontraba  Bolívar  pti 
Lima,  acompañado  de  Monteagudo. 

El  Libertador,  á  quien  desde  el  10  de  Febrero  de  ese  año 
había  el  Congreso  investido  de  la  dictadura,  soñó  en  adueñarse 
para  siempre  del  poder  supremo.  Pero,  hombre  de  lucha  más 
que  de  organización,  necesitaba  tener  á  su  lado  una  cabeza 
que  lo  ayudase  eficazmente  en  su  empresa.  Buscó  y  encontró. 
Ese  aliado  no  podía  ser  otro  que  don  Bernardo  Monteagudo. 

En  efecto,  el  publicista  argentino  se  unió  á  Bolívar  antes 
del  6  de  Agosto  de  1824,  pues  se  encontró  en  la  Batalla  de  Ju- 
nín  entre  los  que  formaban  la  comitiva  del  Libertador;  y  se 
consagró  á  |)reparar  las  bases  de  la  presidencia  vitalicia,  re- 
sumidas  en   la   Constitución   boliviana  del   año   25.   (1) 

Unanue,  Pando,  Larrea  y  Laredo,  Figuerola  y  Estenos,  tra- 
bajaban también  porque  el  sueño  dorado  de  Bolívar  se  convirtie- 
se en  realidad. 

Sólo  Sánchez  Carrión,  que  desde  el  24  de  Marzo  de  1824 
desempeñaba  un  ministerio,  combatía  en  el  seno  del  gobierno, 
las  asechanzas  contra  la  República. 

El  Congreso  mismo,  después  de  Ayacucho,  se  convirtió  en 
turiferario  del  vencedor,  y  con  pocas  exítepciones,  era  dócil 
juguete  de  la  ambición  de  Bolívar. 

Los  diputados  protestantes  como  Luna  Pizarro,  Mariátegui, 

(1)  £1  periodista  español,  don  Gaspar  Rico  y  Ángulo»  publicaba  entonces  en  el  Callao  un  p»- 
riocUquito  -  El  Depositario— áe\  cual  existió  coleocion  completa  en  la  Biblioteca  de  Lima. — En  el 
número  correspondiente  al  3  de  Agosto  de  18i4,  dice  que  Monteagudo  desembarcó  en  Huanohaco, 
para  reunirse  a  Bolívar,  el  17  de  Abril  de  ese  afio;  y  que  el  doctor  don  Félix  Devoti,  al  verlo  en  el 
puerto,  montó  inmediatamente  á  caballo  y  á  galope  se  fué  ¿  Trujillo  para  comunicar  la  noticia  á 
Sánchez  Carrión  y  Mariátegui,  que  estaban  alojaaos  en  una  misma  casa.  El  caustico  Rico  y  Án- 
gulo hace  largo  comentario  sobre  la  impresión  que  en  los  dos  produjo  la  noticia.— Un  escritor 
uruguayo  juzga  en  los  términos  siguientes  ol  regreso  del  proscrito: 

«La  presencia  á<i  Monteagudo  en  Trujillo  fué  un  acontecimiento  de  verdadera  trasoendenoia  en 
»su  vida,  porque  es  muy  posible,  que  desde  ese  instante  quedará  resuelta  su  desaparición  del  es- 
€cenario  polflíoo.  En  efecto:  alli  se  encontró  con  sus  más  imnlacables  enemigos.  (Sánches  Ca- 
»rrión  y  Mariátegui,)  con  los  autores  de  su  caída  y  de  su  terrible  proscripción;  allí,  al  lado  de 
«Bolívar,  estaba  su  antagonista,  el  arrogante  Sánchez  Carrión  desempefiando  el  ministerio.  Los 
»odioe  nuevamente  encendidos  tenían  aue  hacer  explosión,  y  ni  la  espada  vencedora  de  Bolirar, 
»ni  U  magnitud  de  los  servicios  prestados  al  Perú,  señan  bastantes  á  detener  la  oculta  y  crispa- 
>da  mano  que,  movida  por  el  delirio  de  la  pasión,  se  ensayaba  al  i»mparo  de  las  sombras,  para 
«asestar  traidoramente  en  el  esforzado  pecho  del  gran  tribuno  el  puñal  homicida.» 

{Frkqvkiho— EstudioB  higióricoB,  poQy  383.) 


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CACHIVACHERÍA  553 

Colmenares,  Rodríguez  de  Mendoza,  Méndez  Lachica,  Ramírez 
de  Arellano,  Arce,  y  dos  ó  tres  más,  así  como  el  almirante 
Guisse,  el  coronel  Brandsen  y  muchos  distinguidos  jefes  del 
ejército,  reorganizaron  la  antigua  Logia  republicana,  cuyo  pre- 
sidente era  Sánchez  Carrión. 

Preparándose  Bolívar  para  emprender  su  paseo  triunfal  hasta 
Potosí,  delegó  el  mando  político  y  militar  en  una  Junta  de 
Gobierno  compuesta  de  La  Mar,  Sánchez  Carrión  y  Unanue: 
—un  demócrata  tibio,  un  republicano  ardiente  y  un  monarquis- 
ta solapado. 

Entretanto,  la  obra  de  Monteagudo  adquiría  gran  consis- 
tencia y  su  triunfo  parecía  inevitable.  Bolívar  era  una  voluntad 
resuelta,  pero  necesitaba  de  otra  inteligencia  que  S(C  encargara 
de  los  detalles  ó  pormenores  del  plan,  y  poj'  lo  tanto,  aislado, 
entregado   á  sí  mismo,   no   era  un   enemigo   temible. 

Urgía  salvar  la  República;  y  para  ello  era  preciso  obrar  in- 
mediatamente y  sin  vacilación.  Monteagudo  era  un  coloso  y 
había  que  derribar  al  coloso,  sin  detenerse  en  los  medios. 

La  República  estaba  perdida  si  no  se  ocurría  á  un  expediente 
extremo. 

La  Logia  resolvió  atropellar  por  todo  para  salvar  la  Repú- 
blica. 

VIII 

A  las  siete  y  media  de  la  noche  del  28  de  Knero  de  1825  di- 
rigíase Monteagudo  á  visitar  á  una  amiga,  (1)  en  la  calle  de 
Belén,  cuando  al  acercarse  á  un  pilancón  (que  estaba  situado 
entre  las  dos  puertas  que  hoy  forman  la  entrada  á  la  esta- 
ción del  ferrocarril  de  Lima  al  Callao)  fué  alevosamente  herido 
sobre  el  corazón,  dejándole  el  asesino  clavado  el  puñal.  Nadie 
oyó  un  grito  ni  presenció  el  crimen.  La  calle  era  solitaria,  y 
la  luna   no  había   aún  disipado   la   lobreguez. 

Los  transeúntes  que  descubrieron  el  cadáver  lo  conduje- 
ron á  la  vecina  iglesia  de  San  Juan  de  Dios. 

Claro  era  que  tal  crimen  no  se  había  cometido  por  robar  á 
la  víctima,   pues  ésta  conservaba  un  prendedor  de  brillantes 

ij    Oofin  Juana  Salguoro.  que  más  tanle  ca»ó  con  el  coronel  don  Joaqufn  Torrioo. 


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OÓA  RICARDO    TALMA 

valorizado,  según  dice  Heres  en  las  Memorias  de  O'Leary^  en 
tres  mil  quinientos  pesos,  un  magnifico  reloj  con  sellos,  seis 
onzas  de  oro  y  algunas  monedas  de  plata  en  el  bolsillo.  El 
prendedor  fué  entregado  á  Bolívar  por  el  argentino  coronel 
Dehesa,  quien,  para  impedir  su  extravío,  lo  había  apartado 
de  encima  del  cadáver. 

La  víspera  de  ser  asesinado,  estuvo  Monteagudo  hasta  las 
once  de  la  noche,  en  casa  de  su  compatriota  y  amigo  íntimo 
el  coronel  don  Manuel  José  Soler,  acompañándolo  en  su  ago- 


Muarta  da  Montaagudo 

nía,  pues  Soler  falleció  á  esa  hora.  Al  regresar  á  su  domicilio 
(que  era  en  la  calle  de  Santo  Domingo  y  en  la  casa  que  hoy 
ocupan  los  señores  Dreiffus  hermanos)  encontró  don  Bernar- 
do, bajo  la  puerta,  un  pasquín,  al  que  no  dio  importancia, 
con  estas  palabras: — Zambo  Monteagudo,  de  ésta  no  te  desquitas. — 
Venezuela. 

Monteagudo  era  hombre  que  vestía  con  esmero  y  elegancia, 
cuidando  mucho  de  la  compostura  de  su  persona.  Sus  enemigos 
lo  recriminaban  por  su  propensión  al  lujo  y  al  sibaritismo, 
y  le  atribuían  muchas  y  muy  escandalosas  aventuras  galan- 
tes.  En   realidad,   Monteagudo   era   extremadamente  sensual   y 


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CACHIVACHERÍA  350 

muy  dado  al  culto  de  Venus.  El  hombre  era  un  ejemplar  de 
nenrosismo  erótico. 

La  noticia  del  asesinato  esparcióse  por  la  ciudad,  producien- 
do gran  agitación.  Algunos  encontraban  lógico  que  el  expul- 
sado del  Perú  hubiera  tenido  tan  triste  fin;  pues  la  disposi- 
ción del  Congreso,  que  lo  colocaba  fuera  de  la  \ey^  no  había 
sido  derogada.  ¡Fatal  olvido!  (1) 

Bolívar  llegó  á  las  nueve  de  la  noche  á  San  Juan  de  Dios, 
donde  es  fama  que,  contemplando  el  cadáver,  exclamó  muy 
conmovido:- ¡Monteagudo!  ¡Monteagudo!  Serás  vengado. 

Los  funerales  del  ilustre  argentino  se  celebraron  con  ik)C() 
boato,  y  su  apoderado  don  Juan  José  Sarratea,  hizo  los  gaslos 
del  entierro,   pues  la  víctima  no  dejaba  fortuna. 

Hoy  (1878)  gracias  al  celo  de  un  inspector  de  Beneficencia, 
se  han  exhumado  los  restos  de  Monteagudo,  y  comprobada 
su,  identidad,  ha  dispuesto  el  gobierno  que  se  depositen  en 
modesto  mausoleo. 

T£l  mismo  Sarratea  publicó,  algún  tiempo  después,  los  bo- 
rradores incorrectos  de  una  obra  que  escribía  Monteagudo  y 
que  flejó  inconclusa.  Titúlase:  Ensayo  sobre  la  necesidad  de  una 
federación  continental. 

Otra  de  las  producciones  de  Monteagudo  es  la  Memoria 
que,  en  Marzo  de  1823,  publicó  en  Quito,  en  respuesta  'á  la 
exposición  con  que  el  Cabildo  de  Lima  justificaba  su  destierro. 
En  ese  documento,  escrito  con  admirable  galanura  de  estilo 
y  con  mucho  vigor  de  argumentación,  aboga  abiertamente  \}ov 
la  monarquía  en*  América.  Confiesa  que,  antes  de  su  viaje  á 
Inglaterra,  era  republicano  ardoroso.—  Ser  patriota,  dice,  sin 
ser  frenético  por  la  democracia^  era  para  mí  xuia  contradic- 
^ción.  En  1819  ya  estaba  sano  de  esa  fiebre  de  que  casi  todos 
»hemos  padecido;  y  ¡desgraciado  del  que  con  tiempo  no  se 
cura  de  ella  I» 


Mes  y  medio  antes  de  realizarse  el  asesinato  de  Honteafnido,  lo  aumiraba  don  Tomás  He- 
una  carta  que,  fachada  en  Cliancay  á  8  de  diciembre  de  18¿4,  dirigió  á  Bolívar,  carta  que  se 


(1) 

res  en  una  c ^     .  -       /* 

encuentra  impresH  en  el  tomo  V.  de  las  Memorias  de  O'  Leary.  Dice  Heres  en  esa  carta:— «El 
pobre  MonteiMgndo  está,  en  el  dia,  como  los  apóstoles  en  el  nacimiento  del  cristianismo;  donde  no 
«los  ahorcaban  los  perseguían.  ¡Ojalá  que  el  apostolado  de  Monteagudo  no  lo  conduzca  algún  dia 
cal  martirio!» 


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55()  RICABDO    PALMA 


IX 


Pasemos  á  examinar  el  ¡n-oceso  seguido  al  asesino. 

"La  primera  medida  de  la  autoridad  fué  poner  presos  al 
farmacéutico  don  Santos  Peña  y  al  cirujano  don  Francisco  Ro- 
mán, que  se  hallaba  de  tertulia  en  la  botica  de  aquél;  porque, 
habiéndose  perpetrado  el  crimen  frente  al  establecimiento  de 
Peña,  era  razonable  presumir  que  algo  hubieran  visto  ú  oído; 
pero,  pasados  ocho  días,  se  dispuso  su  libertad,  pues  ambos 
probaron  haber  estado  ciegos  y  sordos.  Además  eran  dos  hom- 
bres honrados  y  bonachones,  incapaces  de  mezclarse  en  ba- 
rullos políticos. 

El  puñal  encontrado  sobre  el  cuerpo  de  la  víctima  debía 
conducir  al  descubrimiento  del  criminal.  Bolívar  se  fijó  en  que 
era  nuevo  y  recientemente  afilado. 

Convocados  los  cuarenta  y  tres  barberos  que  en  la  ciudad 
había,  Jenaro  Rivera  reconoció  el  puñal,  y  dijo  que  el  día  26 
fué  á  su  tienda,  situada  en  la  calle  de  Plateros  de  San  Agustín 
un  negro,  como  de  veinte  años  de  edad,  y  le  pagó  un  real  por- 
que afilase  dicha  arma;  que  ignoraba  su  nombre,  pero  que,  si 
le  veía,  podría  señalarlo. 

Promulgóse  inmediatamente  bando  convocando  á  los  hom- 
bres de  color  para  que,  á  las  doce  de  la  mañana  del  30,  se 
presentasen  en  el  patio  del  palacio,  conminando  bajo  severas 
l>enas   á   los   que  no  concurriesen. 

Así  fué  apresado  aquella  mañana  Candelario  Espinoza,  ne- 
grito claro,  de  diecinueve  años  de  edad,  y  que  había  sido  sol- 
dado de  caballería  en  el  ejército  patriota.  A  esa  edad  contaba 
ya  otro  asesinato  y  varios  robos. 

Pocas  horas  después,  la  policía  aprehendía  á  Ramón  Mo- 
reira,  limeño  como  Espinoza,  esclavo,  zambo,  y  de  veintidós 
años. 

Este  declaró  que  Espinoza  lo  había  comprometido  para  prac- 
ticar un  robo  en  la  calle  de  la  Trinidad;  que  encontraron 
por  San  Juan  de  Dios  á  un  caballero  muy  bien  vestido,  y  que 


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cachivachería  00  / 

su  compañero  le  dijo:  Ese  tiene  reloj,  vamos  á  quitárselo:  que  Es- 
pinoza  se  abalanzó  sobre  él  transeúnte,  cuchillo  en  mano;  que 
emprendieron  la  fuga,  y  por  ei  camino  le  dijo:— Hasta  el  vuchiUo 
se  lo  he  dejado  adentro ;  vaya  por  las  que  ha  hecho ;  y  concluyó  diciendo 
que  sólo  por  la  voz  pública  había  llegado  á  saber  que  el  asesinado 
era  el  coronel  Monteagudo. 

Espinoza  empezó  por  negar  su  crimen.  Careado  con  Morei- 
ra,  confesó  que  realmente  había  dado  muerte  á  un  caballero 
ignorando  que  fuese  el  coronel  Monteagudo;  i>ero  sólo  con  el 
propósito  de  robarlo,  pues  nadie  lo  había  instigado  ni  ofrecido 
recompensa  por  la  acción. 

A  pesar  del  empeño  y  argucias  del  juez,  el  reo  permaneció 
encastillado  en  su  primera  declaración. 

Bolívar  comisionó  entonces  al  coronel  Espinar,  su  secreta- 
rio en  otra  época,  y  éste,  más  sagaz  ó  afortunado,  consiguió 
que  Espinoza  conviniera  en  revelar  su  secreto;  pero  al  Liber- 
tador en  persona. 

No  consta  del  proceso;  pero  el  coronel  Espinar  refirió,  en 
1856,  al  que  esto  escribe,  que  á  las  once  del  31,  fué  Candelario 
llevado  con  esposas  y  grillos.  Lo  subieron  cargado  en  hombros 
de  los  soldados.  El  Libertador  se  hallaba  acompañado  de  los 
señores  Unanue,  Pando  y  general  don  Tomás  Heres.  Mandó 
que  dieran  á  Espinoza  una  copa  de  vino,  pues  desde  la  hora 
de  su  pMisión  no  había  tomado  alimento.  Además,  la  tortura 
que  le  aplicaron  en  la  cárcel  lo  tenía  muy  debilitado. 

Bolívar  se  encerró  con  el  reo,  y  después  de  empeñarla  pa- 
labra de  que  le  salvaría  la  vida,  hízole  el  criminal  revelaciones 
que  serán  siempre  un  secreto  para  la  Historia;  pero  que  debieron 
ser  de  gran  importancia  si  se  atiende  á  que,  más  tarde,  para 
cumplir  su  palabra,  tuvo  el  Libertador  que  hacer  uso  de  las 
facultades   discrecionales   que   le   acordaba   la   dictadura. 

Todo  lo  que  se  supo  de  la  entrevista  fué  que  un  guayaquile- 
ño,  portero  del  Cabildo,  poseía,  para  asesinar  á  Bolívar,  un 
puñal  idéntico  al  empleado  para  dar  muerte  á  Monteagudo.  Esle 
guayaquileño  llamábase  José  Pérez.  Había  sido  alabardero  del 
virrey,  y  era  dueño  de  una  panadería  en  la  calle  de  las  Ani- 
mitas. 

En  su  nueva  declaración_,  Candelario  Espinoza  acusa  á  don 


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'^^  KUAKDU    PALMA 

Francisco  Moreira  y  Matute,  á  don  Francisco  Colmenares  y 
á  don  José  Pérez,  el  guayaquileño,  de  haberlo  comprometido 
ofreciéndole  tres  mil  pesos  porcpie  asesinara  á  Monteagudo.  Se- 
gún nos  ha  referido  el  coronel  don  Rafael  Grueso,  Candelario 
Espinosa  reveló  también  al  Libertador  que  había  existido  un 
complot  para  asesinar  á  éste  en  el  baile  que  dio  la  I  universi- 
dad el  20  de  Enero,  en  celebración  del  triunfo  de  Ayacucho. 
crimen  cuya  ejecución  impidieron  ciertas  casuales  circunstan- 
cias. Más  de  un  año  i>ermanecieron  en  la  cárcel  estos  señores, 
sobreabundando  en  el  proceso  las  pruebas  de  su  inocencia.  Al 
fin.  fueron  definitivamente  absueltos. 

También  estuvo  presa,  por  pocas  horas,  una  señora  de  la 
antigua  aristocracia  limeña,  por  haber  dicho,  refiriéndose  al  fa- 
llecimiento del  coronel  Soler  y  al  asesinato  de  Monteagudo: — 
Dios  los  perdone;  tan  picaro  el  uno  como  el  otro. 

Estando  ya  la  causa  para  fallarse  por  la  Corte  Suprema, 
dispuso  el  ministro  Unanue,  en  26  de  Marzo,  la  creación  de  un 
tribunal  ad  hoc  compuesto  de  López  Aldana,  Larrea  y  Loredo 
y  Valdivieso,  como  vocales,  y  Galdeano  y  Tellería,  como  au- 
ditores, por  haberse  excusado  el  doctor  don  Mariano  Alvarez 
cpiien  fundó  su  excusa  en  que  para  cumplir  bien  con  el  cargo 
tenía  que  empezar  por  poner  en  la  cárcel  á  un  ministro  de  Es- 
tado.   Aludía   á  Sánchez    Cardón. 

F\ié  en  q^ísl  ocasión  cuando  el  doctor  don  Manuel  Lorenzo 
Vidaurre,  presidente  de  la  Corte  Suprema,  dijo  refiriéndose 
á  Candelario  Espinoza:~Í!^«  mi  dictamen  que  este  negro  oculta  un 
gran  secreto,  y  que  ninguno  de  los  tres  á  quienes  acusa  tiene  arte 
ni  parte  en  el  asesinato...  (1) 

Vidaurre  tenía  una  mirada  de  águila,  era  un  talento  privi- 
legiado,  un  espíritu   observador  y  sereno.   Quizá,   entre   lodos 


(1)  Dnn  Manuel  Bilbao  publicó  en  Lima,  en  1851.  tratadilo  de  Hisloría  del  Perú  para  uso  de 
las  escuelas,  en  el  cual  dice:  qu<>  en  Lima  todos  acusaban  á  Sánchez  Carrión  del  asesinato  de 
Monteagudo  Por  entonces,  á  nadie  escandalizaron  las  palabras  de  Bilbao.  Pero  en  1879,  con  mo- 
tivo de  la  polémica  casi  continental  á  que  dio  origen  mi  opúsculo,  escribía  Bilbao,  en  Buenos 
Aires,  en  el  número  4á6  de  La  Libertad,  refutando  á  uno  de  mis  inpugnadores: — «Respeoto  al 
asesinato  de  Monteagudo,  hace  mal  en  apoyarse  en  opiniones  de  otro  para  contradecir  á  quien 
ha  visto  lo  que  no  ha  visto  aún  el  señor  Paz  Soldán.  Es  el  proceso  que  se  siguió  al  asesino  por  el 
üscaI  geñor  Zeballos:  y  al  cual  se  depuso  para  que  no  llevase  adelante  las  i nvestiu aciones.  Paz 
Sildán  no  ha  visto  el  v*»rdadero  proceso  que  qu^^dó  oculto,  y  se  hizo  desaparecer  del  Archivo  por 
influencia  de  un  ministro.»  Aúadirémos  á  esta  aseveración  de  Bilbao  que,  posteriormente,  se  ba 
encontrado  partn  del  primer  proceso,  y  que  esta  se  halla  hoy  (1883)  entre  los  manuscritos  de  la 
Biblioteca  de  Lima. 


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CACHIVAI  HKRiA  559 

los  del  círculo  político  de  Bolívar,  era  el  único  que  veía  claro 
en  el  drama  de  Monteagiido. 

Todos  los  tribunales  por  los  que  pasó  este  proceso,  eslu vie- 
ron uniformes  en  condenar  á  Espinoza  á  la  pena  de  muerte, 
y  á  su  cómplice  Ramón  Moreira  á  la  de  diez  años  de  presidio, 
absolviendo  á  los  tres  señores  acusados. 

Cada  vez  que  un  tribunal  fallaba,  se  daba  aviso  á  Bolívar, 
ausente  á  la  sazón  en  el  Sur.  En  nota  de  4  de  Septiembre,  fle- 
chada en  La  Paz  y  suscrita  por  su  secretario  Estenos,  y  en 
otro  oficio  de  Oruro,  del  25  del  mismo  mes,  hacía  hincapié  el 
Libertador  en  que  no  debía  quedar  sin  efecto  su  promesa  de 
perdonar  la  vida  al  reo. 

Insistiendo  los  tribunales  en  no  alterar  su  fallo,  Bolívar,  con 
fecha  4  de  Marzo  de  1828,  expidió  el  siguiente  decreto:  -«Usando 
de  las  facultades  extraordinarias  de  que  me  hallo  investido, 
vengo  en  conmutar  la  pena  ordinaria  á  que  ha  sido  condenado 
>  Candelario  Espinoza,  en  diez  años  de  presidio  al  de  Chagres 
>y  extrañamiento  perpetuo  de  la  República:  á  Ramón  Moreira 
-en  seis  años  de  presidio  en  el  mismo  sitio,  en  lugar  de  los  diez 
»á  que  ha  sido  condenado:  y  en  lo  demás,  que  se  lleve  ú 
i> efecto  lo  contenido  en  dicha  sentencia.» 

Nótese  que  en  toda  la  vida  pública  de  Bolívar,  en  ei  í^erú. 
fué  éste  el  único  decreto  en  que  hizo  gala  del  poder  dictatorial 
de  que  estaba  investido. 


Entramos  en  la  parle  más  comprometida  del  presente  estudio 
histórico.  Nos  hemos  formado  una  convicción,  y  ésta  es  la 
que   sinceramente   ofrecemos   al   juicio   público. 

Si  la  causa  de  la  monarquía  tuvo  en  Monteagudo  el  jnás  in- 
teligente y  ardoroso  apóstol,  el  principio  republicano  halló  en 
Sánchez  Carrión,  el  Cristo  que,  con  el  sacrificio  de  su  vida, 
selló  el  triunfo  del  elemento  democrático. 

Sigamos  exponiendo  los  hechos. 

Pocos  días  después  de  la  entrevista  de  Bolívar  con  Cande- 
lario Espinoza  y  de  las  revelaciones  que  éste  le  hizo,  asegú- 
rase que  estuvo  una  mañana  el  ministro  Sánchez  Carrión  en 


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560  RICARDO    PALMA 

el  pueblecito  de  la  Magdalena,  residencia  veraniega  del  Liber- 
tador, platicando  con  éste  sobre  asuntos  del  servicio  público. 
Invitólo  su  Excelencia  á  almorzar.  (1) 

Para  Bolívar  y  sus  áulicos  era  una  convicción  que  la  muerte 
de  Monteagudo  fué  obra  de  la  Logia  republicana.  Quizá  Sán- 
chez Carrión  fué  una  víctima  inocente;  tal  vez  no  conoció  si- 
quiera el  plan  de  asesinato  tramado  por  algunos  de  sus  compa- 
ñeros, asustadizos  ó  impacientes. 

Desde  el  día  del  siniestro  desayuno,  la  vigorosa  salud  de 
Sánchez  Carrión  emi>ezó  á  decaer,  y  el  25  de  Febrero  pasó 
un  oficio  al  gobierno,  anunciando  que  se  hallaba  gravemente 
enfermo  é  imposibilitado  para  atender  al  despacho  del  ministe- 
rio. El  general  don  Tomás  Heres,  por  orden  del  Libertador,  le 
contestó  con  frases  de  estricta  cortesía. 

Preparándose  Bolívar  para  emprender  su  paseo  triunfal  al 
Sur,  expidió,  con  fecha  9  de  Abril,  el  decreto  siguiente: 

Considerando;  que  el  Ministro  de  Gobierno  y  Relaciones  Exteriores  Dr.  D 
José  Sánchez  Carrión  se  halla  gravemente  enfermo,  he  venido  en  decretar  y 
decreto:  El  Consejo  de  Gobierno  se  compondrá,  interinamente  y  mientras 
dura  la  ausencia  del  Gran  Mariscal  D.  José  de  La  Mar,  del  Dr.  D.  Hipólito 
Unanue,  quien  ejercerá  también  interinamente  la  Presidencia  del  Consejo, 
siendo  Vocales  los  Ministros,  general  D.  Tomás  Heres  y  Dr.  D.  José  María 
Pando,  hasta  que  restablecido  el  Dr.  Sánchez  Carrión  vuelva  á  encargarse 
del  despacho  de  su  Ministerio.  , 

Desde  que  Sánchez  Carrión  cayó  enfermo,  era  voz  general 
que  había  sido  envenenado.  ¿Por  quién?  Nadie  se  atrevía  á 
decirlo. 

Uno  de  los  tres  médicos  que  asistían  al  doliente,  el  coronel 
Moore.  cirujano  inglés,  designó  el  mismo  tratamiento  que  se 
emplea  para  combatir  una  intoxicación;  y  sus  colegas,  lejos 
de  combatir  su  opinión,  se  sujetaron  á  ella. 

La  ciencia  alcanzó,  por  el  momento,  á  salvar  á  Sánchez  Ca- 
rrión. 

Entrado  en  el  período  de  convaleí  cencía,  los  facultativos 
le  aconsejaron  que,  dando  de  mano  á  los  asuntos  públicos, 
cambiase  el  temperamento  de  Lima  por  el  de  Lurín. 

Cuando,  en  los  primeros  días  de  Junio,  se  hizo  notoria  la 

(1)  No  hacemos  hincapié  eu  este  detalle.  El  (cenerol  Mosquera,  en  la  polémica  qae  suscitó  es- 
te escrito,  refiere  de  distinta  manera  los  pormenores:  pero,  en  lo  principal,  viene  á  quedar  com- 
pletamente de  acuerdo  con  nosotros. 


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CACHIVACIIEKIA  561 

muerte  de  Sánchez  Carrión,  tomaron  mayor  ^incremento  los  anti- 
guos rumores  de  que  el  esclarecido  republicano  había  sucumbi- 
do á  los  estragos  de   un  veneno. 

Don  Hipólito  Unanue,  que  á  la  sazón  desempeñaba  la  Presi- 
dencia, creyó  comprometido  el  decoro  del  gobierno,  y  comisionó 
al  doctor  don  Cayetano  Hercdia,  director  anatómico,  para  que, 
encaminándose  á  Lurín,  practicase  la  autopsia  del  cadáver. 

El  informe  de  Hercdia  fué  un  tanto  ambiguo  y  sólo  se  pu- 
blicó la  parte  final  de  61,  en  que  dice:  que  una  rápida  descom- 
posición del  hígado,  había  producido  el  prematuro  fin  del  ilustre 
tribuno. 

Como  Montcagudo,  murió  Sánchez  Carrión  á  los  treinta  y 
nueve  años  de  edad. 

A  la  vez  que,  en  la  Gaceta  de  Gobierno^  el  clérigo  Larriva 
publicaba  un  magnífico  artículo  biográfico  sobre  Sánchez  Ca- 
rrión, enalteciendo  sus  servicios  á  la  causa  democrática,  el  mo- 
narquista Unanue  dictaba  un  decreto  convocando  á  elecciones, 
pues  con  la  desaparición  del  gran  repúblico,  quedaba  expedito 
el  campo  para  secundar  los  ambiciosos  proyectos  de  Bolívar. 


XI 


F'ué  el  28  de  Junio,  en  el  Cuzco,  y  á  los  dos  días  de  su 
entrada  triunfal  en  la  ciudad  de  los  Incas,  cuando  Bolívar  reci- 
bió la  noticia  del  fallecimiento  de  su  ministro. 

—Pierde  el  Perú  un  gran  carácter  y  una  gran  cabeza;  pero 
también  se  libra  de  un  hombre  muy  peligroso. 

Tal  fué  el  elogio  fúnebre  que  hizo  el  Libertador  del  hombre 
á  quien,  con  justicia,  consideraba  como  el  alma  de  la  resisten- 
cia para  la  realización  de  sus  fines  antidemocráticos. 

Pronto,  muy  pronto  convencióse  Bolívar  de  que  los  hombres 
mueren,  pero  la  libertad  es  inmortal. 

La  Logia  anlipersa  con  Luna-Pizarro,  Ferreiros,  Mariáte- 
gui  y  demás  patriotas,  se  mantuvo  firme  en  la  lucha  contra  el 

36 


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•'>62  RICARDO    PALMA 

despotismo,  alcanzando  á  llevar  á  buen  término  la  obra  co- 
menzada por  el  enérgico  Sánchez  Carrión. 

Bolívaí'  tuvo  que  renunciar  á  su  político  ideal,  porque  le 
faltaron  colaboradores  del  temple  é  ilustración  de  Monteagudo; 
y  abrumado  por  las  decepciones,  fué  á  morir,  víctima  de  la 
tisis,  en  el  hospitalario  hogar  de  San  Pedro  Alejandrino.— De 
él,  mejor  que  de  Napoleón,  puede  decirse  con  un  poeta:— Des- 
pués de  Luzbel,  ni  ángel  ni  hombre  han  caído  desde  mayor 
altura. 

Lima,  Octubre  20  de  1877. 


.LA  POLÉMICA 

En  1877  me  propuse  escribir  algunos  estudios  sobre  Historia 
contemporánea;  y  en  efecto,  llegué  á  concluir  los  titulados  Mon- 
teagudo  y  Sánchez  Carrión  y  Reminiscencias  de  la  administración  del 
coronel  Baila. 

Mi  amigo  Odriozola,  á  quien  leí  estos  trabajos,  me  pidió 
el  primero  para  insertarlo  en  el  tomo  XI  de  su  colección  de  Do- 
cumentos Históricos  y  Literarios,  que  á  la  sazón  estaba  en  pren- 
sa, y  no  tuve  inconveniente  para  acceder  á  su  empeño.  Acaso 
tal  na  hiciera  al  sospechar  la  recia  tormenta  que  encima  había 
de  caerme. 

En  la  prensa  de  Lima,  los  señores  Mariátegui,  Paz-Soldán 
y  otros,  salieron  á  la  palestra;  y  tuve  que  cambiar  con  ellos 
algunos  artículos.  El  estimable  señor  Unanue,  calificándome 
de  difamador  de  la  memoria  de  su  ilustre  padre,  me  llevó  ante 
el  Jurado  de  imprenta,  el  cual  declaró,  ahorrándome  con  su 
declaratoria  las  molestias  que  todo  proceso  proporciona,  que 
la  Historia  no  es  justiciable.  Las  prensas  del  Ecuador,  Co- 
lombia y  Venezuela,  tuvieron  tema  para  largos  meses  en  la  glo- 
rificación de  Bolívar  y  en  los  denuestos  contra  el  escritor  pe- 
ruano. En  Buenos  Aires,  los  señores  Pelliza  y  Fregueiro,  es- 
cribieron dos  voluminosos  libros  sobre  Monteagudo;  y  en  Bo- 


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cachivachería  563 

livia  y  Chile,  aunque  menos  calurosamente,  se  gastó  no  poca 
tinta.  En  una  palabra,  la  polémica  se  hizo  continental. 

Entre  los  varios  opúsculos  que,  en  refutación  del  mío,  apa- 
recieron, figuraba  uno,  publicado  en  Santiago  de  Chile  por 
mi  querido  amigo  el  literato  y  estadista  colombiano  Ricardo 
Becerra.  Después  de  leerlo,  me  decidí  á  contestarlo  eín  otro 
folleto,  suspendiendo  la  polémica  en  artículos  de  periódico.  La 
seriedad  del  trabajo  histórico  que  iba  á  emprender,  me  obligó 
á  dejai'  mi  residencia  de  Lima  y  trasladarme  ét  Miraflores,  don- 
de el  reposo  de  la  vida  campestre  me  permitiría  consagrar 
toda  la  actividad  de  mi  cerebro  á  la  lucha  con  adversario  tan 
caballeresco  como  ilustrado. 

Sobrevino  la  guerra,  que  tan  desastrosa  há  sido  para  el 
Perú.  Mi  libro  estaba  ya  en  condiciones  de  pasar  á  la  impren- 
ta; pero  no  eran  esos  oportunos  momentos  para  su  publica- 
ción. Escrito  estaba  que  ni  mi  respuesta  á  Becerra  ni  mis 
Reminiscencias  de  la  administración  Balta^  vivirían  en  letra  de 
molde.  El  incendio  de  Miraflores  devoró  mis  libros  y  manus- 
critos i  Sea  todo  ix)r  Dios! 

La  gente  de  letras  sabe  que  no  es  hacedero  volver  á  escribir 
un  libro.  Para  mí,  lo  confieso,  es  imposible. 

Es  seguro  que  habría  omitido  considerar  en  esta  compila- 
ción de  mis  obras,  mi  tan  asandereado  estudio  sobre  Monteagu- 
do,  si.  con  motivo  de  las  fiestas  del  centenario  de  Bolívar,  no 
se  hubiera  vuelto  á  poner  sobre  el  tap>ete  la  crítica  de  mi 
folleto.  Esa  recrudescencia  me  ¡mpK)ne  la  obligación,  no  sólo 
de  consentir  en  que  se  reimprima,  sino  la  de  reproducir  al- 
gunos artículos  con  que  sostuve  la  pK)lémica  y  que,  afortunada- 
mente me  ha  proporcionado  un  amigo  conservador  de  coleccio- 
nes de  periódicos. 

Hoy,  como  entonces,  y  aunque  vuelvan  á  quemarme  en  efi- 
gie sobre  el  escenario  de  un  teatro,  como  se  hizo  en  el  de 
Guayaquil,  y  por  más  que  caigan  sobre  mi  modesta  persona 
á  guisa  de  nuevo  chubasco,  todas  las  injurias  del  vocabulario 
de  las  desvergüenzas,  insisto  en  creer: 

—Que  el  asesinato  de  Monteagudo  fué  crimen  político,  y 
no  obra  de  la  casualidad; 


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564  RICARDO    PALMA 

Que  Bolívar  alcanzó  á  descubrir  la  cabeza  que  concibiera 
el  plan: 

Que  Sánchez  Carrión  murió  á  estragos  del  veneno,  sin  que 
ello  implique  una  afirmación  de  complicidad  en  Bolívar; 

Que  los  planes  de  vitalicia  eran  la  monarquía  sin  la  palabra 
monarca. 

Que  Bolívar  no  amó   al  Perú  ni  á  los  peruanos. 

Estas  arraigadas  convicciones  mías,  estos  lunares  que  en 
desapasionado  juicio,  encuentro  en  la  figura  histórica  de  Bo- 
lívar y  que  tuve  la  entereza  de  exhibir,  merecían  que  se  me 
refutase  con  argumentación  sólida;  mas  no  con  razones  ad 
hominem^  esto  es,  con  insultos  á  la  individualidad  del  escritor. 

Bolívar  era  un  genio;  Bolívar  merece  las  estatuas  que  en 
America  se  le  han  levantado;  ¡üBolívar  afianzó  la  Independen- 
cia del  Nuevo-Mundo ! ! !  Convenido.  ¿Lo  he  negado  acaso? 

Pero,  por  ser  un  genio,  ¿estaba  exento  de  errores  y  d^é  pa- 
siones, de  debilidades  y  caprichos  como  los  demás  hijos  de 
Adán?  Para  la  mayoría  de  mis  antagonistas,  todo  el  que  no  ab- 
jure de  su  inteligencia  y  criterio,  aplaudiendo  frenéticamente 
cuanto  hizo  ó  pensó  hacer  el  Libertador,  debe,  como  yo,  ser 
borrado,  por  ingrato,  desleal  é  infame,  de  la  libre  comunión 
americana,  y  merece  arrastrar  el  grillete  del  presidiario. 

Se  ha  sostenido  por  alguien  que  en  mi  alma  hay  odio  innato 
por  la  figura  histórica  de  Bolívar.  No  es  cierto.  Yo  nací  en 
1833,  cuando  ya  el  Libertador  no  existía;  y  en  mi  humildísima 
familia  no  hubo  pergaminos  nobiliarios:  ni  tuve  deudo  que 
hubiera  militado  en  el  ejército  opuesto  al  de  la  patria.  El  aplau- 
so que  he  tributado  al  Libertador  en  mis  tradiciones  Justicia 
de  Bolívar  y  otras,  prueba  lo  antojadizo  é  infundado  de  la  es- 
pecie. Donde  encuentro  grande  á  Bolívar,  le  quemo  incienso: 
donde  lo  encuentro  pequeño,  lo  digo  sin  embozo. 

Por  Dios,  que  hay  escritores  que,  llamándose  liberales,  son 
más  intolerantes  que  Roma.  Ni  Bolívar  ni  el  Syllabus  admiten 
examen  ni  discusión. 

¿Discurrís  sobre  la  infalibilidad  del  Papa?— ¡A  la  hoguera  el 
hereje  I  - 

¿No  tributáis  culto  idólatra  á  Bolívar?— ¡Sois  un  imbécil  ó 
un  malvado  I 


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CACHIVACIIERIA  565 

jAh!  Empequeñecéis  á  Bolívar,  los  que  os  obstináis  en  ha- 
cer de  61  un  ser  perfecto,  una  divinidad.  No  sólo  lo  empeque- 
ñecéis,  lo   ridiculizáis. 

¡Quién  sabe  si  las  generaciones  venideras  estimarán  en  más 
la  atrevida  independencia  de  mi  pluma,  que  las  frases  de  oropel 
con  que  una  generación,  casi  contemporánea  del  héroe,  cree 
enaltecerlo! 

¡Tal  vez  mis  artículos  harán  por  la  gloria  de  Bolívar,  ante  el 
desapasionado  criterio  de  otros  siglos,  más  que  los  panegíricos 
de  relumbrón  y  que  los  obligados  discursos  de  académica  forma! 

Si  convenís  conmigo  en  que  Bolívar  es  ya  un  nombre  histó- 
rico, tolerad  que  la  crítica  se  apodere  de  ese  nombre.  Pues- 
tos en  la  balanza  su  genio  y  su  fortuna  de  político  y  de  ba- 
tallador, á  la  par  que  sus  extravíos  y  mezquindades  de  hom- 
bre, no  temáis  que  su  estatua  descienda  una  pulgada  del  pe- 
destal sobre  el  cual  se  alza. 

¿Acaso  brilla  menos  el  sol  porque  los  cristales  ópUcos  li.'iyan 
descubierto  en  él  manchas? 

Lima,  Diciembre  5  de  1883. 


RESPUESTA  A  UNA  CRITICA 


Por  sabido  me.tuve,  al  dar  á  luz  un  ligero  estudio  sobre  pro- 
hombres de  la  época  de  la  Independencia,  que  mi  patriótica 
tarea  había  de  suscitar  críticas.  No  se  puede  hacer  tortilla  sin 
romper  huevos,  ni  ocuparse  de  los  contemporáneos  sin  que 
alguien  resuelle  por  la  herida. 

Deber  mío  es  no  rehuir  la  polémica,  porque,  aparte  de 
que  me  reconozco  honrado,  así  por  la  talla  del  adversario  como 
por  lo  cortés  de  la  censura,  creo  que  de  la  discusión  resultará 
un  rayo  de  luz  que  guíe  á  los  aficionados  á  este  género  de 
estudios  en  el  enmarañado  laberinto  de  nuestra  descuidada 
Historia. 


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566  RICARDO    PALMA 

No  siendo  un  misterio  el  nombre  de  mi  ilustrado  contendor, 
excusará  éste  que,  para  hacer  menos  difusa  mi  réplica,  me 
vea  precisado  á  estamparle.  Además,  no  presumo  que  mi  ex- 
celente amigo  el  doctor  don  Mariano  Felipe  Paz-Soldán  pre- 
tenda monopolizar  el  magisterio  de  la  Historia  patria,  y  que 
sus  apreciaciones  y  relatos  sean  aceptados  como  artículos  de  fe. 

Pásale  á  mi  estimable  crítico,  con  el  extracto  y  análisis  que 
hizo  del  proceso  sobre  el  asesinato  de  Monteagudo,  lo  que  á 
todo  buen  padre  que  siempre  se  encariña  por  el  más  desventu- 
rado de  sus  hijos.  Yo  he  estudiado  también,  á  mi  manera,  esc 
curioso  proceso,  y  él  me  revela  lo  que  el  señor  Paz-Soldán  se 
empeña  en  no  querer  ver:  que  el  crimen  no  fué  hijo  exclusivo 
de  la  casualidad^  sino  obra  de  un  puñal  comprado. 

El  30  de  Enero,  y  á  pesar  de  haberse  aplicado  tormento  á 
Espinoza,  declaró  éste  que  no  había  sido  instigado  y  que  asesinó 
á  Monteagudo  sin  conocerlo,  y  sólo  por  robarle  el  reloj  y  al- 
hajas que  llevaba  encima,  i  Y  sin  embargo,  los  ladrones  no  des- 
pojaron á  la  víctima  ni  de  un  alfiler! 

Al  día  siguiente,  después  de  su  entrevista  con  el  Libertador, 
hizo  Espinoza  revelaciones  comprometedoras. 

El  señor  Paz  Soldán  quiere  que  sólo  merezca  fe  lo  declarado 
por  el  reo  el  día  30,  no  se  fija  en  lo  absurdo  de  la  instruc- 
tiva de  un  ladrón  que  no  roba,  teniendo  espacio  para  hacerlo, 
y  estima  en  poco  las  revelaciones  posteriores  y  aun  los  careos 
con  los  señores  Colmenares  y  Moreira  Matute. 

Que  las  revelaciones  del  asesino  debieron  ser  de  tal  magni- 
tud que  llevaran  al  ánimo  del  Libertador  la  convicción  plena 
de  que  existía  un  círculo  político  que  puso  ej  puñal  en  manos 
de  Candelario  Espinoza,  lo  prueba  el  empeño  de  Bolívar  por 
salvarle  la  vida,  empeño  que  arrastró  al  Gran  Capitán  de  Co- 
lombia hasta  el  pimto  de  hacer  gala  de  sus  facultades  dictato- 
riales. 

Lai5  palabras  mismas  del  doctor  don  Manuel  Lorenzo  Vi- 
daurre,  vienen  á  corroborar  mis  afirmaciones.  El  doctor  Vi- 
daurro  era  una  inteligencia  clarísima  y  perspicaz,  y  á  quien 
no  se  podía  hacer  comulgar  con  la  rueda  de  molino  de  que 
Candelario   Espinoza  no   era   instrumento  de  ajena   voluntad. 

Con  el  proceso  de  Monteagudo  nos  pasa,  al  señor  Paz  Sol- 


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CACHIVACIÍERIA  567 

dan  y  á  mí,  algo  de  orígínal.  Sacamos  conclusiones  diametral- 
menle  opuestas.  Donde  mi  laborioso  y  entendido  contradictor 
ve  sólo  la  mano  de  la  casíialídady  descubro  yo  todos  los  pormeno- 
res de  un  plan. 

Una  semana  antes  del  asesinato  de  Monleagudo,  debió  rea- 
lizarse igual  tragedia  en  la  persona  del  mismo  Bolívar,  en  el 
baile  dado  en  la  Universidad  para  celebrar  el  triunfo  de  Aya- 
cucho.  Ciertamente  que  planes  de  esta  naturaleza  no  puedjen 
documentarse,  y  hay  que  fiar  en  el  testimonio  privado  de  los 
contemporáneos. 

Oportuno  es  tener  en  cuenta  las  doctrinas  dominantes  sobre 
el  tiranicidio;  que  estaban  palpitantes  aún  los  recuerdos  de 
la  revolución  francesa;  que  el  padre  Jerónimo  había  traído 
de  Europa  y  puesto  en  manos  de  nuestros  estudiantes  las  obras 
de  Voltaire,  Diderot,  Volney,  Rousseau,  D'Alembert  y  demás 
enciclopedistas;  y  que  nuestra  juventud  de  los  colegios,  ardo- 
rosa y  poéticamente  republicana,  veía  un  ideal  en  los  austeros  ti- 
pos de  la  Roma  antigua. 

Exígeme  el  señor  Paz-Soldán  documentos  auténticos  é  in- 
tachables sobre  alguna  de  mis  afirmaciones,  negando  que  la 
Historia  camine  casi  siempre  de  inducción  en  inducción.  Su 
exigencia  peca  contra  la  filosofía  de  la  Historia.  Por  inducción 
aprecia  ésta  muchas  veces,  en  presencia  de  un  hecho,  las  cau- 
sas que  lo  engendraron  y  las  consecuencias  que  su  realización 
produjo  ó  debió  producir. 

Lo  que  yo  encuentro  claro  como  la  luz  en  el  proceso  y  que 
el  señor  Paz-Soldán  tiene  el  capricho  de  no  querer  encontrar, 
es  lo  mismo  que  repite  el  centenar  de  personas  quef  aun  viven 
en  Lima  y  que  presenciaron  la  tragedia  del  año  25.  Es  lo  mismo 
que,  sin  embozo,  refirieron  públicamente  los  mariscales  Cas- 
tilla y  San  Román  á  infinitos  hombres  de  nuestros  días.  Vivos 
están  el  doctor  Dávila  Condemarin,  amigo  íntimo  y  paisano 
de  Sánchez  Carrión,  y  los  generales  Pezet,  Mendiburu,  Eche- 
nique,  Alvarado  Ortiz  y  otros  muchos  soldados,  nobles  reli- 
quias de  esos  tiempos  de  titánica  lucha,  y  ellos  dirán  si  hubo, 
por  entonces,  en  el  Perú,  quien  viera  en  la  desaparición  dip 
Monteagudo,  la  mano  de  esa  casualidad  acomodaticia  inventa- 
da,  medio   siglo   después,   por  mi  apasionado   amigo. 


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568  RICARDO    PALMA 

Extráñame,  y  mucho,  que  sea  el  señor  Paz-Soldán  quien 
afirmo  que  no  era  posible  entre  nosotros  la  monarquía,  sabien- 
do que,  hasta  hace  quince  ó  veinte  años,  había  en  el  Perú 
pueblos,  (en  Ayacucho  y  Huancavelica,  por  ejemplo)  donde  se 
creía  que  aun  gobernaba  nuestro  amo  el  rey.  Los  republica- 
nos de  1821,  no  sólo  tuvieron  que  luchar  con  el  poderoso 
ejército  español,  sino  con  los  hábitos  monárquicos  de  tres  si- 
glos. Más  que  con  las  bayonetas  realistas,  tuvieron  que  batallar 
con  las  preocupaciones;  pues  no  es  fácil  que  un  pueblo,  fa- 
nático é  inculto  como  era  el  nuestro,  rompa  en  un  momento 
con  las  tradiciones  y  el  servilismo.  Por  eso  los  republicanos 
de  1821,  más  que  soldados  de  fortuna,  fueron  hábiles  propa- 
gandistas de  la  doctrina  democrática,  en  pugna  con  otro  círcu- 
lo, también  inteligente  y  privilegiado  además  con  la  riqueza 
y  pergaminos  de  cuna  que,  si  bien  se  avenía  á  hacer  sacrificios 
por  la  Independencia  del  país,  no  podía  conformarse  con  que 
la  República  viniera  á  hacer  tabla  rasa  de  fueros  y  blasones. 
Diga  lo  que  quiera  el  señor  Paz-Soldán.  San  Martín  estuvo 
lejos  de  ser  republicano,  pero  mucho  más  lo  estuvo  Bolívar. 
Su  proyecto  de  vitalicia  nos  conducía  solapada  y  arteramente 
á  la  monarquía.  En  la  conducta  del  primero  hubo,  por  lo  rñe- 
nos,  hidalga  franqueza.  En  él  la  monarquía  era  una  convicción 
honrada. 

Débil  argumento  es  el  de  que  Monteagudo,  sin  el  apoyo 
de  San  Martín,  era  ya  una  estrella  errante  y  sin  brillo.  Mon- 
teagudo, como  todos  los  que  se  apasionan,  no  quiso  irse  á 
Chile  ni  á  Buenos  Aires,  donde  por  su  talento  habría  siempre 
figurado,  sino  que,  atropellando  por  todo,  prefirió  volver  al 
Perú,  donde  su  plan  de  monarquía  contaba  con  numerosos 
é  influyentes  adeptos.  Excuso,  para  no  herir  susceptibilidades, 
citar  nombres  y  aun  hechos  que  el  señor  Paz-Soldán  conoce 
tanto  ó  más  que  yo.  Monteagudo,  al  abandonar  el  destierro, 
sabía  que  una  ley  del  Congreso  lo  extrañaba  perpetuamente 
del  país,  y  no  podía  ignorar  que  su  antagonista,  el  impetuoso 
Sánchez  Carrión,  había  escrito  en  el  Tribuno  un  artículo,  soste- 
niendo que  cualquier  peruano  tenía  el  derecho  de  matar  sin 
conmiseración  á  Monteagudo,  si  una  imprudencia  hasta  hoy  des- 
conocida ó  su  mala  ventura  lo  coniujzran  á  nuestras  costas. 


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cachivachería  5G9 

Montcagudo  tenía  la  seguridad  del  pniligro  que  corría  su 
vida;  y  vino,  porque  los  planes  gigantescos  no  brotan  en  áni- 
mos cobardes;  y  vino,  como  el  apóstol  de  una  idea,  buena  ó 
mala,  salvadora  ó  fatal,  decidido  á  la  victoria  ó  al  sacrificio. 
Bolívar  no  podía  sin  provocar  en  el  país  serias  resistencias 
y  graves  conflictos,  que  acaso  pusieran  el  éxito  de  la  campaña 
á  merced  de  los  españoles,  hacer  su  ministro  á  Montcagudo; 
y  razonable  presunción  es  la  de  que  éste  se  habría  negado  á 
aceptar  un  puesto  en  el  que  tan  amargas  decepciones  cosechara 
un  día.  Túyolo  á  su  lado  en  la  batalla  de  Junín  y,  aunque 
sin  cargo  público,  fué  notorio  que  era  hombre  influyente  en 
la  camarilla  palaciega,  en  que  dominaban  Unanue  y  otros  par- 
tidarios del  sistema  monárquico.  En  el  mismo  proyecto  de 
Constitución  Boliviana,  descubre  el  menos  avisado  la  influen- 
cia de  Montcagudo  y  rasgos  que  fueron  propios  de  su  pluma 
sentenciosa. 

Maravíllame  que  el  señor  Paz-Soldán  tenga  tan  mojados  sus 
papeles  históricos,  qae  me  pida  pruebas  sobre  la  existencia 
de  la  Logia  republicana,  cuyos  principales  trabajos  se  contra- 
jeron á  combatir  el  plan  de  monarquía. 

Casi  no  hubo  suceso  de  alguna  significación,  en  la  obra 
de  nuestra  Independencia,  que  no  esté  relacionado  con  la  Logia. 
Creo  más,  que  sin  el  talento  y  entusiasmo  de  los  hombres 
quo  compusieron  esta  sociedad,  las  ideas  de  Montcagudo  se 
habrían  enseñoreado  del  país.  Patriotería  á  un  lado,  y  diga- 
mos una  verdad  sin  vuelta  de  hoja.  Cuando  se  proclamó  la 
Independencia,  el  Perú  estaba  preparado  para  todo,  menos  para 
la  República.  La  Repúbhca  fué,  pues,  la  obra  de  Sánchez  Ca- 
rrión  y  de  sus  compañeros  de  Logia. 

En  cuanto  al  envenenamiento  de  Sánchez  Carrión,  el  mismo 
empeño  que  tomó  el  gobierno  para  desvanecer  el  rumorcillo 
acusador,  contribuyó  á  fortificarlo.  Esa  fué  la  opinión  públi- 
ca en  aquel  tiempK),  y  estudiando  sin  pasión  los  hombres  y 
los  sucesos  de  há  medio  siglo,  he  hecho  las  deducciones  y  apre- 
ciaciones que  incumben  al  que,  con  mediano  criterio,  escudri- 
ña las  páginas  del  pasado.  No  es,  pues,  justo  conmigo  mi 
apreciable  crítico  afirmando  que  al  escribir  sobre  Historia,  me 
tomo  la  misma  libertad  y  llaneza  que  al  hilvanar  Tradiciones. 


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570  RICARDO    PALMA 

El  señor  Paz-Soldán  creyó  que  con  su  folleto  sobre  el  pro- 
ceso de  Monleagudo,  en  que  la  casualidad  es  el  Detis  ex  machina^ 
quedaba  dicha  la  última  palabra.  Yo,  sin  respeto  al  noüi  me 
tangere^  me  he  apoderado  también  del  proceso;  pero  para  sacar 
distintas  conclusiones.  No  sé  cuál  de  los  dos  estará  en  posesión 
de  la  verdad:  si  el  que  peca  de  candoroso,  haciendo  á  la 
casualidad  arbitra  de  la  vida  de  Monteagudo,  ó  el  que  peca  de 
malicioso,  viendo  en  el  suceso  la  consecuencia  lógica  de  la 
ley  de  la  Asamblea. 

Al  terminar,  perdóneme  el  señor  Paz-Soldán  ^^ue  proteste 
contra  la  parte  de  su  crítica  en  que,  á  guisa  de  moraleja,  dice: 
—  «No  manchemos  la  fama  postuma  de  nuestros  grandes  hom- 
bres.»—Tales  palabras  pueden  aplicarse  al  que  calumnia  ma- 
liciosamente, con  interesado  y  malévolo  propósito;  pero  no  á 
quien  con  espíritu  justiciero,  sin  amores  ni  odios,  y  teniendo 
por  único  móvil  el  servir,  modesta  y  quizá  útilmente,  á  las 
letras  patrias,  consagra  sus  horas  al  estudio  del  pasado.  A  ser 
práctico  el  consejo  de  mi  buen  amigo,  al  huir  del  examen  por 
no  herir  reputaciones  y  susceptibilidades,  tendríamos  que  dar 
siempre  puesto  de  preferencia  á  candorosos  absurdos  y  patra- 
ñas injustificables,  como  la  de  la  casualidad  que  nos  arrebató  á 
Monteagudo. 

Marzo,  20  de  1878. 


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cachivachería  571 


II 


RESPUESTA  AL  SEÑOR  MARIATEGUI 


El  respetable  magistrado  doctor  don  F.-ancisco  Javier  Ma- 
riátegui  me  ha  dispensado  la  honra  de  refutar  algunos  puntos 
de  mi  modesto  estudio  histórico  sobre  prohombres  de  la  época 
de  la  Independencia.  Siento  la  acritud  y  dureza  con  que  trata 
á  un  escritor  humilde  como  yo  que,  al  dar  á  la  estampa  su  tra- 
bajo, no  tuvo  en  mira  otra  idea  que  la  muy  patriótica  de  apre- 
ciar, según  su  criterio,  más  ó  menos  ilustrado,  y  ajeno  á  todo 
espíritu  dq  partidarismo,  sucesos  y  personajes  poco  ó  nada  es- 
tudiados todavía. 

Pero  dando  de  mano  á  quisquillas  de  personal  susceptibili- 
dad, paso  á  dar  respuesta  á  las  observaciones  del  señor  Mariá- 
tegui. 

-—La  primera,  más  que  histórica,  es  de  propiedad  de  lengua- 
je. Dice  el  señor  Mariátegui  que  no  debí  haber  escrito— aZ  aceptar 
San  Martín  el  poder,  sino  al  asumir,  al  apropiarse  ó  al  investirse 
por  sí  y  ante  sí  del  mando.  Quizá  no  fué  de  rigorosa  propiedad 
el  verbo  por  mí  empleado ;  sin  embargo  de  que,  según  el  testimo- 
nio de  mi  crítico,  San  Martín  aceptó  lo  que  la  opinión  pública 
le  brindaba.  Pero  concluye  mi  ilustrado  contendor  con  esta  frase : 
—«Es  falso,  que  se  le  hubiese  hecho  la  guerra  á  San  Martín, 
cuando  se  invistió  del  mando.»— Reticencia  que  no  sé  á  qué 
viene,  pues  yo  no  he  escrito  que,  de  1820  á  1823,  hubiera  tenido 
el  Protector  émulos  ni  enemigos  entre  los  que  abrazaron  la 
causa  de  la  Independencia. 

—La  segunda  observación  no  me  atañe.  Redúcese  á  ampliar 
lo  que  yo  apunté  sobre  los  fusilamientos  de  Jeremías  y  Mendizá- 


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572 


RICARDO    PALMA 


bal,  ampliaciones  de  positiva  utilidad  para  la  Historia.  En  cuanto 
al  pasquín  que  yo  digo  se  atribuyó  'por  enioncei  al  doctor  Urquiaga, 
me  alegro  de  que  el  señor  Mariátegui  convenga  conmigo  en  qxifi 
ese  no  fué  más  que  el  pretexto  de  que  se  valió  MonLeagudo  para 
desterrar  á  aquel  entusiasta  republicano. 

—La  tercera  y  cuarta  observaciones  se  contraen  á  negar  la 
existencia  del  club  ó  Logia  republicana.  El  señor  Mariátegui 
ha  olvidado  que,  en  una  de  sus  obras,  él  mismo  nos  habló  de 
conciliábulos  en  la  celda  del  padre  oratoriano.  La  palabra  Logia 
estaba  á  la  moda,  y  se  aplicaba  á  todo  lo  que  hoy  llamamos 
sociedad  ó  asociación. 

—  Dice  mi  crítico,  y  yo  sospecho  que  alude  á  don  Toribio 
Rodríguez  de  Mendoza,  que  uno  de  los  señores  por  mí  ^nombrados 
no  fué  patriota.  No  creo  que  Rodríguez  de  Mendoza,  el  hombre 
que  educó  á  una  generación  inculcándola  ideas  liberalísimas, 
para  la  época,  merezca  la  exclusión  que  de  él  hace  el  señor 
Mariátegui,  ni  acepto  que  se  exhiba  á  Ferreiros  como  un  ser  de 
carácter  tan  apocado,  que  transigiera  con  sus  convicciones 
por  no  perder  un  mezquino  sueldo,  como  empleado. subalterno 
en  una  aduana. 

—La  observación  siguiente  no  me  compete.  El  señor  Mariá- 
tegui se  contrae  en  ella  á  referir  pormenores  sobre  la  caída  de 
Monteagudo,  suceso  en  que  él  tomó  activísima  parte.  Esos  por- 
menores son  interesantes,  aunque  en  el  fondo  no  avanzan  mucho 
sobre  los  que  yo  consigno  en  mi  folleto. 

—En  la  sexta  observación  ha  estado  (con  perdón  sea  dicho) 
muy  poco  ó  nada  feliz  el  señor  Mariátegui.  Dice:  «Lo  del  ofreci- 
miento de  la  corona  del  Perú  á  un  príncipe  inglés,  es  un  cuento 
ridículo  y  en  lo  que  jamás  se  pensó;  pues  San  Martín  y  Montea- 
gudo sabían  que  en  Inglaterra  se  habrían  burlado  de  semejante 
ofrecimiento;  jamás  se  les  ocurrió  tan  extravagante  idea.» 

Supongo  que  para  el  señor  Mariátegui  sean  documentos  dig- 
nos de  fe  la  parte  de  correspondencia  (en  clave)  que  existe  hoy 
en  el  arcliivo  del  Ministerio  de  Relaciones  Exteriores,  las  cartas 
que  de  San  Martín  y  otros  se  han  publicado  sobre  el  particular 
y,  más  que  todo,  el  pliego  de  instrucciones  dadas  á  García  del  Río 
y  Paroissicn. 


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CACHIVACírERlA  573 

Para  convencer  al  señor  Mariátegui  de  que  el  último  en  quien 
se  fijaron  los  monarquistas  fué  el  duque  de  Luca,  y  que  cifraron 
todo  su  emi^eño  en  conseguir  la  aceptación  de  un  príncipe  inglés, 
bastaráme  copiar  el  primer  artículo  del  ya  citado  pliego  de  ins- 
trucciones. 

«La  Gran  Bretaña,  por  su  poder  marítimo,  sus  créditos  y 
vastos  recursos,  como  por  la  bondad  de  sus  instituciones,  y  la 
Rusia  por  su  importancia  política  y  poderío,  se  presentan  bajo 
un  carácter  más  atractivo  que  todas  las  demás  naciones.  Están, 
por  consiguiente,  autorizados  los  comisionados  para  aceptar 
que  el  príncipe  de  Sussex-Coburgo  ó,  en  su  defecto,  uno  de  los 
de  la  dinastía  reinante  de  la  Gran  Bretaña,  pase  á  coronarse 
emperador  .del  Perú.  En  este  último  caso  darían  preferencia 
al  duque  de  Sussex,  con  la  precisa  condición  de  que  abrace  la 
religión  católica,  permitiéndosele  venir  acompañado  de  una  guar- 
dia que  no  pase  de  trescientos  hombres.  Si  esto  no  tuviere  efecto, 
podrá  aceptarse  alguna  de  las  ramas  colaterales  de  Alemania, 
con  tal  que  esté  sostenida  por  el  gobierno  británico.» 

¿Dirá  aún  mi  respetable  contradictor  que  es  cuento  rUículo 
aquello  de  que  á  outrance  se  quería  para  el  Perú  un  soberano 
inglés? 

Sabe  el  señor  Mariátegui,  como  todos  los  que  hemcs  hojeado 
algo  sobre  Historia,  que  el  plan  de  monarquía  no  era  nuevo, 
y  que  ya  en  1788  Catalina  II  de  Rusia  y  el  ministro  Pitt  habían 
concertado  en  Londres  algo  á  este  respecto,  sirviendo  de  agente 
ó  intermediario  el  esclarecido  general  Miranda,  inspirador  más 
tarde  y  amigo  íntimo  de  San  Martín,  Bolívar,  O'Higglns  y  otros 
campeones  de  la  Independencia  americana. 

— Yo  sabía  que  el  periódico  Abeja  Republicann  fué  redactado 
por  los  señores  Mariátegui  y  Sánchez  Carrión.  La  verdad  his- 
tórica ha  ganado  con  la  presente  polémica.  Conste,  pues,  que 
los  excelentes  artículos  que  allí  aparecen,  contra  los  planes 
de  monarquía,  fueron  fruto  de  la  pluma  del  doctor  Mariátegui. 
Al  César  lo  que  es  del  César. 

Mi  equivocación,  sin  embargo,  tiene  mucho  de  disculpable, 
desde  que  los  artículos  de  la  Ah2j%  son  cortados  por  el  mismo  pa- 
trón de  las  famosas  Cartas  del  solitario  dz  Sayán,  cuya  paternidad 
nadie  ha  disputado  á  Sánchez  Carrión. 


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574  RICARDO    PALMA 

—Yo  no  he  atribuido  á  Sánchez  Camón  las  décimas  en  que 
se  glosaba  una  redondilla  popular.  Bien  claro  digo,  en  mi  fo- 
lleto, que  estas  décimas  se  atribuyeron  al  redactor  del  Tribuno. 
Yo  no  afirmo,  sino  repito  lo  que  decía  la  voz  pública. 

Este  punto,  de  suyo  insignificante,  no  merecía  la  destemplan- 
za con  que  de  él  se  ocupa  mi  poético  censor.  El  que  Sánchez 
Carrión  escribiera  inspiradísimos  versos  Úricos^  (lo  que  niego,  sea 
dicho  de  paso)  no  es  argumento  que  destruya  la  posibilidad 
de  que,  en  un  rato  de  broma,  hubiera  zurcido  cuatro  décimas 
hxunorísticas  glosando  una  redondilla  (gongórica  es  cierto,  y 
de  ajeno  autor,)  muy  popular  en  Lima. 

—Bolívar  era  el  hombre  de  la  síntesis;  mas  no  el  hombre 
de  los  detalles.  Creo  que  él  necesitaba  de  Monleagucjo,  como  d^ 
un  hábil  auxiliar,  para  la  realización  de  su  vasto  plan  de 
mtalicia  ó  monarquía  (cuestión  de  nombre.) 

—Es  verdad,  como  dice  el  señor  Mariátegui,  que  Monteagudo 
fué  herido  en  el  pecho  y  no  por  la  espalda;  pero  no  es  exacto 
que  hubiera  gritado.  El  boticario  don  Santos  Peña  y  el  cirujano 
Román  habrían  oído  los  gritos,  y  consta  del  proceso  que,  ó  no 
hubo  gritos,  ó  esos  señores  estuvieron  sordos.  Así  lo  declaró 
también  el  padre  Cortés,  religioso  juandediano,  que  fué  la  prime- 
ra persona  que  se  acercó  al  cadáver. 

—En  cuanto  á  la  presencia  de  Bolívar  en  San  Juan  de  Dios, 
me  refiero  al  testimonio  de  muchas  personas  que  lo  vieron 
conmovido  ante  el  cuerpo  del  exministro. 

—Excusará  el  señor  Mariátegui  que  deje  sin  respuesta  sus 
observaciones  sobre  el  proceso,  porque  de  ellas  me  ocupo  /en 
mi  próxima  contestación  al  señor  Paz-Soldán;  y  en  cuanto  al 
envenenamiento  de  Sánchez  Carrión,  yo,  en  mi  opúsculo,  nada 
aseguro.  Exhibo  datos  y  hago  las  presumibles  deducciones.  Si 
éstas  son  ó  no  fundadas,  no  á  mí,  sino  al  criterio  del  lector 
corresponde  el  fallo. 

Chorrillos,  Abril   16  de  1878. 


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OACUIVACHERIA  575 


III 


RESPUESTA   AL    SEÑOR   FAZ-SOLÜAN 


No  llega  tarde  quiea  llega,  dice  el  adagio,  y  véome  forzado 
á  recurrir  á  él  para  disculpar  ante  el  amable  señor  Paz-Sol- 
dán el  retardo  con  que  contesto  á  su  bien  pensado  artícu- 
lo del  día  10.  El  señor  Paz-Soldán  obliga  mi  gratitud  por  los 
corteses  términos  que  gasta  en  la  polémica;  pues,  para  de- 
fender una  causa,  no  es  necesario  tratar  con  desdén  al  ad- 
versario ni  rebajar  su  talla. 

Mi  ilustrado  contendor  y  yo  perseguimos  la  verdad  histó- 
rica, y  confieso  que  honra  será  para  mí  ser  vencido  por  él 
en  esta  controversia.  Fatalmente,  sus  argumentos  no  me  con- 
vencen, traen  dudas  á  mi  espíritu,  y  me  suministran  nuevas 
armas  para  el  combate. 

Mi  afectuoso  crítico  conoce  á  fondo  los  misterios  de  la  Lo- 
gia Lautarina,  en  Chile,  así  como  la  historia  del  motín  que, 
en  el  ejército  español,  produjo  la  caída  de  Pezuela.  Manifies- 
ta ahora,  si  no  abierta  negativa,  duda  sobre  la  existencia  en  Lima 
de  una  asociación  republicana  que,  con  cautelosa  reserva,  tra- 
bajara así  por  la  independencia  del  país,  como  contra  el  ele- 
mento monárquico. 

Puede  decirse  que  el  padre  jeronimita  fué  el  fundador  de  ese 
club  republicano,  al  que  perteneció  lo  más  distinguido  y  exal- 
tado de  la  juventud  de  San  Carlos  y  San  Fernando.  El  padre 
Cisneros  dio  á  conocer,  entre  los  estudiantes,  las  obras  de  los 
enciclopedistas  que  prepararon  la  tremenda  revolución  fran- 
cesa, inculcando  en  la  juventud  ideas,  á  la  vez  que  poéticas, 
un  tanto  terroríficas. 


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576  lUCARDü    P4.LMA 

Baquíjano  sucedió  al  fraile  español  en  la  dirección  de  los 
trabajos  de  la  Logia,  hasta  la  época  de  su  viaje  á  la  metrópoli. 
Los  asociados  continuaron  trabajando,  y  se  congregaban  unas 
veces  en  la  celda  del  padre  Méndez,  y  otras  en  la  casa  de  Tra- 
marría. 

Cierto  que  no  hay  documentos  con  que  comprobar  que  la 
Logia  hubiese  decretado  el  asesinato  de  Monteagudo ;  pero  sí 
abundan  pruebas  de  que  los  miembros  de  ella  fueron  los  auto- 
res del  popular  tumulto  que  depuso  al  ministro  de  San  Martín, 
de  la  ley  que  lo  extrañaba  perpetuamente  del  país,  y  de  la 
proposición  para  que  se  declarase  día  de  fiesta  nacional  el  de 
la  deposición  de  Monteagudo. 

En  la  conciencia  universal  está  que  fué  la  Logia  Lautarina 
la  que  decretó  en  Chile  la  muerte  de  Manuel  Rodrígu'ez;  y, 
sin  embargo,  no  hay  un  sólo  documento  que  compruebe  tan 
general  creencia,  pues  no  es  juicioso  presumir  que  sociedade's 
secretas  dejen  huella  escrita  de  actos  que  revisten  cierto  gra- 
do de  trascendencia.  Pedirme,  pues,  el  señor  Paz-Soldán  do- 
cumentos análogos  sobre  el  triste  fin  de  Monteagudo,  ds  pedir 
lo  imposible. 

Que  las  Logias  ó  sociedades  políticas  estuvieron  á  la  moda, 
en  la  época  de  la  Independencia,  es  punto  históricamente  com* 
probado  en  toda  la  América.  San  Martín  organizó  una  en  el 
Perú,  casi  con  el  mismo  reglamento  de  las  de  Buenos  Aires  y 
Santiago.  Poseo  una  copia  de  ese  reglamento  y  aun  otros  do- 
cumentos de  esa  Logia  á  la  que  pertenecieron,  al  principio, 
Guido,  Monteagudo,  Necochea,  Alvarez-Jonte,  Alvarado  (don  Ru- 
dcsindo)  y  más  tarde  Santa-Cruz. 

Quizá  en  breve,  ampliando  mis  apuntes  y  datos,  y  con  al? 
gunos  documentos,  que  no  desespero  de  conseguir,  acometa, 
en  servicio  de  la  Historia  patria,  im  estudio  sobre  las  Logias 
poh'ticas  en  el  Perú. 

El  odio  á  Monteagudo,  que  había  herido  tantos  y  tantps  in- 
tereses y  cuya  personalidad  era  una  pesadilla  para  los  contra- 
rios, no  podía  amortiguarse  en  poco  tiempo.  Compruébalo  el 
hecho  de  que  la  ley  de  destierro  perpetuo  se  dio  cuando  6) 
llevaba  ya  meses  de  ostracismo. 


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CACHIVACHERÍA  577 

El  general  Espejo,  en  el  curioso  libro  que  sobre  Bolívar 
y  San  Martín  ha  publicado  recientemente  en  Buenos  Aires, 
nos  habla  con  exceso  de  fK)rmenores  de  la  intimidad  que,  des- 
de Guayaquil,  se  estableció  entre  el  Libertador  y  Monteagudo. 
¿Qué  hay,  pues,  de  forzado  en  que  se  reavivara  el  encono 
contra  el  hombre  que,  aunque  sin  cargo  ostensible,  era,  en 
realidad,  el  personaje  más  influyente  en  la  política  del  Li- 
bertador? 

No  es  exacto  el  paralelo  que  presenta  el  señor  Paz-Soldán 
entre  las  proscripciones  de  Riva-Agüero  y  Orbegoso  con  la  de 
Monteagudo.  Desde  el  día  de  su  dei>osición,  cada  hora  acrecía 
el  ensañamiento  contra  él;  ni  contra  Riva-Agüero  v  Orbeíjoso 
se  escribió  nunca,  en  un  periódico,  como  contra  Monteagudo, 
sosteniendo  que  era  acción  meritoria  asesinarlos  si  volvían  á 
pisar  tierra  peruana. 

Incurre  el  señor  Paz-Soldán  en  una  contradicción.  Dice  que 
Monteagudo  estaba  destinado  por  Bolívar  para  representante 
del  Perú  en  el  Congreso  de  Panamá,  y  pocas  líneas  más  ade- 
lante sostiene  que  cuando  lo  asesinaron,  vivía  retirado  de  la 
política.  No  se  concibe  que  el  Libertador  pensara  en  confiar 
tan  alto  puesto  á  hombre  prescindente  de  los  asuntos  públi- 
cos, y  que  no  estuviera  identificado  con  su  política  y  muy  al 
cabo  de  sus  planes  de  dominación  perpetua. 

Entrando  en  el  examen  del  proceso,  hace  hincapié  el  señor 
Paz-Soldán  apoyándose  en  su  práctica  de  magistrado  y  de  cri- 
minalista, en  que  con  frecuencia  el  asesino  no  roba  á  la  víc- 
tima porque  se  amilana  ante  el  "horror  del  hecho,  y  sólo  le 
quedan  alientos  para  la  fuga.  Hábil  es,  en  verdad,  el  argu- 
mento, cuando  se  trata  del  que  por  primera  vez  entra  en  la 
senda  del  crimen.  Pero  el  mismo  señor  Paz-Soldán  nos  dice 
que  el  espectáculo  de  la  muerte  no  era  nuevo  para  CancSelario 
Espinoza,  soldado  de  caballería  en  Junín,  y  que,  á  la  edad 
de  diecinueve  años  había  cometido  ya  otro  asesinato  y  varios 
robos.  Espinoza  era,  pues,  im  criminal  avezado,  ajeno  al  grito 
de  la  conciencia,  y  nada  nervioso  ni  asustadizo  como  lo  demos- 
tró por  su  energía  para  soportar  el  tormento.  (1) 

(Tí    Toda  la  noche,  hasta  el  amanecer  del  31,  se  alternó  el  8usp»»nd«rlo  en  el  aire  de  la  muñe- 
ca de  la  mano  y  darle  azotes  hasta  desmayarlo.  Manuscrito  existente  en  la  Biblioteca, 

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578  RICARDO    PALMA 

No  encuentro  razón  para  que  el  señor  Paz-Soldán  siga  en- 
castillado en  dar  crédito  sólo  á  la  instructiva  del  reo,  y  en  re- 
chazar las  declaraciones  posteriores  á  la  entrevista  con  Bo- 
lívar. Llama  el  señor  Paz-Soldán  firmeza  en  negar  á  la  obs- 
tinación del  reo  durante  cuarenta  y  ocho  horas,  y  á  f e  que 
no  es  firmeza  de  buena  ley  la  que  dura  tan  poco  espacio  de 
tiempo. 

Y  aquí  es  oportuno  rectificar  algo  que  el  señor  Mariátegui 
rechaza,  y  en  que  el  señor  Paz-Soldán  y  yo  estamos  de  acuer- 
do. No  sólo  el  testimonio  de  los  señores  coronel  Grueso  y 
mayor  Izquierdo,  sino  de  otras  muchas  personas  caracteriza- 
das, prueban  que  Bolívar  tuvo  en  palacio  una  entrevista  con 
el  reo.  El  señor  Mariátegui  lo  niega,  con  la  autoridad  de  su 
palabra,  como  ha  n^ado,  contra  la  autoridad  de  irrefutables 
documentos,  que  para  el  plan  de  monarquía  se  hubiera  pen- 
sado de  preferencia   en  un  príncipe  inglés. 

Para  el  señor  Mariátegui,  las  revelaciones  de  Espinoza  fue- 
ron inspiradas  por  Bolívar,  quien  quiso  comprometer  en  el 
crimen  á  la  antigua  nobleza  colonial  y  al  naciente  partido  re- 
publicano. Por  lo  mismo  que  el  señor  Mariátegui  declara  que 
Bolívar  era  un  genio,  un  talento  superior  que  podía  pasarse 
sin  auxiliares  para  el  desarrollo  de  un  plan,  paréceme  pueril 
la  hipótesis.  Bolívar,  después  de  Ayacucho,  era  omnipotente 
en  el  Perú,  y  es  rebajar  mucho  esa  omnipotencia  hacerlo  des- 
cender á  forjador  de  intriguillas  de  baja  ley. 

Dice  el  señor  Paz-Soldán  que  si  Espinoza  hubiese  tenido  cóm- 
pUces  de  posición,  éstos  le  habrían  ocultado  ó  favorecido  en 
su  fuga.  También  es  hábil  el  argumento,  pero  no  me  hace 
fuerza.  Apresado  el  asesino,  en  los  primeros  momentos  se  re- 
solvió que  fuese  juzgado  sumaria  y  militarmente,  pero  se  opuso 
el  ministro  Sánchez  Carrión.  Apelo  al  respetable  testimonio 
del  doctor  don  Manuel  Ortiz  de  Zevallos,  cuyo  padre  era  el 
juez  militar.  Vea,  pues,  el  señor  Paz-Soldán  que  á  Espinoza 
no  le  faltaron  protectores. 

Entre  los  manuscritos  de  la  Biblioteca  Nacional  (1)  se  en- 
cuentra uno  titulado: 

(1|  Arortunadamente,  despué»  do  la  dc'iirucción  de  lu  Biblioteca  de  Lima  en  1^1,  e^te  ma- 
nuf«críto  ba  sido  uno  de  lo^  pocos  recobrado»  en  1883.  £1  caballero  qu**  lo  ha  d<»vuello  álaBiblío- 
ter  ,  lo  rescató  d"l  poder  du  un  HolJado  chileno.  Faltan  alguna»  páginas  del  final. 


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cachivachería  579 

Razón  del  proceso  formado  en  la  inaudita  causa  del  homici- 
dio PERPETRADO  EN  LA  PERSONA  DE  DoN  BERNARDO  MoNTEA- 
GUDO. 

Es  xin  curioso  extracto  del  proceso,  y  en  el  cual  están  lite- 
ralmente copiados  los  principales  documentos.  Lástima  es  que 
el  señor  Paz-Soldán  no  lo  haya  tenido  á  la  vista  para  conven- 
cerse de  las  contradicciones  que  hay  entre  el  proceso  por  él 
extractado  y  la  relación  hecha,  en  1825,  por  el  anónimo  autor 
del  manuscrito.  Dice,  entre  otras  cosas,  que  por  decreto  de 
25  de  Marzo  de  1825,  que  reproduce  íntegro,  firmado  por  el 
señor  Unanue,  se  nombró  un  Tribunal  del  que  fué  presidente 
el  doctor  don  Francisco  Valdivieso,  vocales  los  doctores  Ló- 
pez Aldana  y  Larrea  Loredo,  y  fiscales  acusadores  los  doctores 
don  José  María  Galdeano  y  don  Mariano  Alejo  Alvarez.  Excu- 
sóse el  último  y  no  le  fué  aceptada  la  excusa.  Insistió  Alvarez, 
diciendo  que  «si  se  le  obligaba  á  desempeñar  el  cargo  de  fiscal 
» acusador,  tendría  cpie  empezar  por  pedir  mandamiento  de  pri- 
*sión  contra  el  ministro  de  Gobierno  (Sánchez  Carrión)  y  otros 
♦personajes  sospechosos.  Ante  tal  amenaza,  se  le  aceptó  la 
» excusa,  y  en  su  lugar  se  nombró  al  doctor  don  Manuel  Telle- 
»ría.  Este  mismo  Alvarez  puso  en  la  imprenta  un  papel  en 
*que  explayaba  la  idea,  y  revelaba  cosas  interesantes  en  el 
» particular;  pero  el  Gobierno  le  prohibió  su  impresión.» 

Yo  no  quiero  hacer  los  comentarios  que  naturalmente  se 
desprenden  de  la  excusa  del  fiscal  Alvarez,  y  aun  de  la  acepta- 
ción de  ella.  Hágalos  quien  crea  en  la  casualidad  que  victimó 
á  Monteagudo. 

Al  concluir  esta  polémica  reitero  al  señor  Paz-Soldán,  mi  ex- 
celente amigo,  las  gracias,  por  los  benévolos  conceptos  con 
que  me  ha  favorecido.  Desdicha  es  que  entre  nosotros  no  pueda 
discutirse  con  calma  y  respetos  mutuos  una  cuestión  histórica 
De  todos  modos,  en  el  pro  y  en  el  contra,  hemos  gastado  la 
suficiente  tinta  para  formar  la  conciencia  de  los  demás. 

Chorrillos,  Abril  20  de  1878. 


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580  KICAItDO   PALMA 


IV 


Con  estudiada  destemplanza,  y  sin  omitir  ni  la  personal 
injuria,  se  presenta  en  el  número  14,017  del  «Comercio»  un 
señor  P.  S.  rompiendo  lanzas  en  defensa  de  la  divinidad  colom- 
biana, y  abrumándome  con  más  de  cuatro  columnas  de  ar- 
gumentos ad  hominem.  Yo  habría  podido  excusar  una  respuesta 
desde  que  ese  caballero  saca  la  cuestión  del  terreho  histórico 
para  convertirla  en  polémica  de  comadres;  pero  consideracio- 
nes de  especial  carácter  me  imponen  el  debet*  de  contestar. 
Líbreme  Dios  de  llamar  maligno ,  venenoso,  cínico^  calumniador  y 
protervo  al  escritor  que  tenga  la  desgracia  de  no  pensar  como 
yo  pienso  y  que  humanice  lo  que  mi  fantasía  diviniza. 

El  señor  P.  S.  (1)  hace  de  Bolívar  su  ídolo.  Es  colombiano, 
y  está  en  su  perfecto  derecho. 

Yo,  peruano,  estudio  á  Bolívar,  después  de  medio  siglo  de 
los  sucesos,  y  mi  corazón  y  mi  criterio  de  peruano  no  pueden 
cantar  himnos  al  hombre  que  menos  amó  á  mi  patria. 

Pregimte  el  señor  P.  S.  á  esa  juventud  Carolina  que  hoy 
se  afana  para  levantar  uuna  estatua  á  San  Martín,  estatua  que  há 
tiempo  debió  erigirse  con  el  óbolo  de  todos  los  peruanos,  y 
oirá  de  los  labios  de  esa  ilustrada  juventud  estas  palabras 
de  un  historiador  contemporáneo:— San  Martín  fué,  ante  todq^ 
americano.  Bolívar  fué,  ante  todo,  colombiano. 

No  soy  yo  quien  antojadizamente  establece  este  paralelis- 
mo. Es  la  Historia. 

Bolívar  trae  un  ejército  auxiliar  al  Ecuador.  Unido  con 
las  tropas  peruanas  alcanza  la  victoria  de  Pichincha,  y  luego 

^1)    Pérez  Soto. 


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cachivachería  581 

nos  da  una  prueba  clásica  de  amor,  desmembrando  nuesti'o 
territorio  en  provecho  de  su  Colombia.  Porque  era  61  fuerte 
y  nosotros  impotentes,  nos  quita  Guayaquil,  que  durante  dos- 
cientos veinte  años  había  formado  parte  integrante  del  Perú. 
Sin  más  razón  que  la  del  rey  de  las  selvas,  guia  nominar  leoy  nos 
despoja  del  mejor  astillero  del  Pacífico.  ¿Qué  importa  el  ul- 
traje al  uti  po88ideti8?  Por  derecho  de  conquista,  nos  arrebata 
nuestra  propiedad:  y  antes  de  ayudarnos  á  alcanzar  la  Inde- 
pendencia cobra  por  anticipado,  con  ese  inicuo  despojo,  el 
precio  de  su  auxilio. 

Resuelto  ya  á  trasladarse  al  Perú,  azuza  con  infernal  ma- 
quiavelismo nuestras  contiendas  domésticas.  Juzgúese  por  el 
siguiente  fragmento  de  la  carta  que  escribió  Bolívar  al  señor 
Mosquera,  ministro  por  entonces  de  Colombia  en  Lima: 

«Es  preciso  trabajar  por  que  no  se  establezca  nada  en  el 
•Perú,  y  el  modo  más  seguro  es  dividirlos  á  todos.  Me  parece 
» excelente  la  idea  de  ofrecer  el  apoyo  de  la  división  de  Colom- 
*^ía  para  que  disuelva  el  Congreso.  Es  preciso  que  no  exista 
»ni  simulacro  de  gobierno,  y  esto  se  consigue  multiplicando 
»el  número  de  mandatarios  y  poniéndolos  á  todos  en  oposi- 
»ción.  A  mi  llegada  á  Lima  debe  ser  el  t^erú  un  campo  rozado 
»para  que  yo  pueda  hacer  en  él  lo  que  convenga.y> 

Después  de  leer  ese  maquiavélico  fragnáento  de  carta,  ¿hay 
corazón  peruano  que  no  se  agite  de  indignación?  'Bolívar, 
el  gran  Bolívar,  explotando  nuestras  desventuras!  ¡Soberbio 
americanismo  el  suyo! 

No  quiero  hablar,  i>or  no  ennegrecer  el  cuadro,  de  los  pro- 
pósitos que,  en  daflo  del  Perú,  lo  animaron  al  crear  la  repú- 
blica de  Bolivia,  con  una  demarcación  territorial  calculada  para 
que,  entre  ambos  países,  existiese  siempre  una  manzana  d.e 
discordia.  A  Bolívar,  exclusivamente,  debemos  la  eterna  cues- 
tión aduanera  que  hoy  mismo  preocupa  á  los  dos  gobiernos. 

üjLa  generosidad  de  Bolívar!!!  Gran  generosidad  la  del  que 
constantemente  nos  echaba  en  rostro  el  auxilio  que  nos  prestó, 
como  si  al  afianzar  la  Independencia  del  Perú  no  hubiera  Co- 
lombia afianzado  la  propia.  El  ministro  de  relaciones  exteriores 
de  esa  República,  en  los  oficios  que  el  año  28  cambió  con  el 


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582  RICARDO    PALMA 

señor  Villa,  nuestro  representante  en  Bogotá,  hacía  siempre 
hincapié,  por  encargo  especial  del  Libertador,  en  estas  frases: 
—«Colombia  no  ha  necesitado  de  nadie  para  ser  libre— bastóle 
»el  esfuerzo  de  sus  hijos:— ella  supo  emanciparse  con  sus  pro- 
»pios  recursos.» 

¿Era  noble,  era  generoso  herir  así  el  sentimiento  nacional 
de  los  peruanos?  El  Perú  pagó,  con  profusa  liberalidad,  la 
cooperación  de  Colombia,  y  tributó  al  Libertador  honores  que 
á  nadie  acaso  se  habían  dispensado  sobre  la  tierra.  Por  lo  mismo 
que  Bolívar  daba  constantes  pruebas  de  no  amarnos,  habíamos 
tomado  á  empeño  el  conquistarnos  su  afecto.  Humillábamos 
ante  él  nuestro  orgullo,  y  pagábamos  lo  que  se  llama  la  deuda 
de  gratitud,  hasta  con  el  sacrificio  de  nuestra  dignidad. 

¿Quién  no  ha  leído  la  proclama  dada  por  el  Libertador,  antes 
de  la  batalla  del  Pórtete  de  Tarqui,  proclama  que  termina  con 
esta  frase  que  se  "ha  hecha  fK)pular:— iíi  presencia  entre  vosotros 
será  la  señal  del  combate?— En  ese  clásico  documento,  son  clásicos 
también  los  insultos.  La  perfidia  del  Perú,  la  abominable  conducta  y 
la  ingratitud  de  los  peruanos,  esos  miserables  que  intentan  pro- 
fanai'  á  la  madre  de  los  héroes,  etc.— He  aquí  cómo  nos  retribuía 
Bolívar  el  incienso  que  á  sus  plantas  habíamos  quemado  los 
peruanos. 

¡La  magnanimidad!  ¡jLa  clemencia  de  Bolívar!!  Magnánimo 
y  clemente  para  salvar  la  vida  del  ruin  asesino  de  Montea- 
gudo.  Pequeño  y  cruel  para  condenar  á  un  peruano  del  ta- 
lento de  Berindoaga,  cuyo  crimen  no  pasó  de  debilidad  de 
carácter  ó  de  error  político.  El  Cabildo  de  Lima,  el  clero, 
las  señoras,  todo  lo  más  selecto  de  nuestra  sociedad  inter- 
cedió i>or  la  vida  de  Berindoaga.  Bolívar  tuvo  la  satisfacción 
de  humillar  á  todos  con  un  desaire.  La  Independencia  era  un 
hecho  consiunado;  todo  peUgro  había  desaparecido;  la  ban- 
dera de  España  no  flameaba  ya  en  ningún  pueblo  de  Sud-Amé- 
rica;  la  causa  de  la  libertad  no  exigía  ya  holocaustos  ni  víctimas 
expiatorias;  pero  las  exigía  el  amor  propio  de  Bolívar,  herido 
por  los  arliculos  que  contra  él  escribiera  Berindoaga;  y  Berin- 
doaga fué  sacrificado. 

Bolívar  pudo  considerar  dignos  de  su  magnanimidad  á  sus 


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cachivachería  583 

enemigos  de  Colombia.  Creo  que  llorase,  como  dice  el  señor 
P.  S.  ante  el  cadáver  del  general  Piar,  á  quien  hizo  fusilar;  y 
aun  hallo  posible  que  se  afligiese  ante  la  matanza  de  los  vein- 
tidós capuchinos,  frailes  misioneros  del  Caroni.  Para  con  sus 
adversarios  del  Perú,  muy  distinta  fue  siempre  su  conduela. 

Yo  no  debo  ni  quiero  hacer  el  proceso  de  Bolívar  en  Co- 
lombia, aunque  para  ello  tenga  á  mano  mucho  de  lo  que  es- 
cribieron sus  émulos  y  contemporáneos,  sin  desdeñar  ni  el 
folleto  del  obispo  de  Popayán  Jiménez  de  Encizo.  Bástame  juz- 
gar á  Bolívar  en  sus  relaciones  con  mi  patria. 

Tratándose  del  envenenamiento  de  Sánchez  Carrión,  yo  he 
dicho:— que  la  voz  pública  acusó  á  Bolívar  de  haberlo  envene- 
nado, estimando  á  su  ministro  como  invencible  obstáculo  para 
la  realización  de  los  planes  de  vitalicia.  Y  tanto  debió  ser  gene- 
ralizado el  rumor,  que  el  mismo  gobierno,  pai^a  acallarlo,  dis- 
puso la  autopsia  del  cadáver.  Apunto  coincidencias,  cito  hechos 
y  testimonios,  examino  los  móviles  y  saco  las  deducciones,  en 
mi  concepto,  razonables. 

En  cuanto  á  los  planes  de  vitalicia,  es  decir  de  monarquía 
sin  la  palabra  monarca^  la  cosa  sin  el  nombre,  al  alcance  de 
todos  están  las  colecciones  del  Telégrafo  y  Mercurio  de  Lima  corres- 
pondientes á  los  años  de  27  á  28.  Escritos  hay  allí  que  ponen 
en  transparencia  al  ambicioso  mandatario.  Por  no  hacer  de- 
masiado extensa  esta  réplica,  omito  copiar  algunos  trozos  que 
á  mi  propósito  cuadrarían;  pero  no  puedo  excusarme  de  repro- 
ducir los  siguientes  acápites  de  las  Memorias  del  general  don 
Rudesindo  Alvarado,  y  los  reproduzco  por  no  ser  conocidos 
para  los  lectores  del  presente  artículo. 

Este  curioso  libro  acaba  de  ser  publicado  en  Buenos  Aires, 
y  debo  á  la  bondad  de  mi  viejo  amigo,  el  general  Espejo,  ayu- 
dante que  fué  de  San  Martín,  el  ejemplar  que  poseo. 

Residía  Alvarado,  en  1825,  en  Arequipa,  y  habitaba  una  quin- 
ta que  le  había  cedido  el  prefecto  don  Pío  Tristán.  Llegó  el 
Libertador  á  la  ciudad,  y  la  \ispera  de  proseguir  su  marcha 
al  Cuzco  le  dio  Alvarado  un  convite.  Cedamos  la  palabra  á 
Alvarado. 

<?E1  menor  incidente  basta,  á  veces,  para  revelar  el  pensa- 


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^84  RICARDO    PALMA 

» miento  más  oculto  de  un  hombre  de  Estado.  En  los  brindis, 
»el  general  Bolívar,  abimdando  en  la  elocuencia  que  le  era 
» familiar,  analizó  con  entusiasmo  sus  triunfos,  sus  glorias,  y 
»las  que  se  prometía  aún  llevando  sus  huestes  á  la  república 
» Argentina.  Herido  nuestro  amor  propio,  expresé,  con  la  mo- 
»deración  pKJsible,  el  hondo  sentimiento  que  me  causaba  escu- 
»char  del  Libertador  palabras  tan  inmerecidas  como  no  pro- 
avocadas  de  parte  de  una  nación  que,  en  esos  instantes,  se 
» preparaba  á  luchar  con  el  vecino  imperio  del  Brasil.» 

«Me  había  retirado  conversando  con  uno  de  los  generales  de 
*  Colombia  al  extremo  opuesto  de  la  galería,  cuando  noté  que 
»el  Libertador  saltaba  sobre  la  mesa  en  que  se  sirvió  el"  café, 
»y  decía  al  coronel  Dehesa:— J.«í,  así  he  de  pisotear  á  la  República 
» Argentina— b1  mismo  tiempo  que  pisaba  y  hacía  pedazos  las 
«tazas  y  botellas  que  cubrían  dicha  mesa.» 

«A  este  espectáculo  corrí  hacia  el  Libertador,  y  alejando  á 
» Dehesa,  logré  con  mil  esfuerzos  calmar  su  exaltación  y  conju- 
»rar  aquella  tempestad.» 

«Instruido  de  la  causa  que  motivó  el  lance,  supe  que  Bolí- 
»var  había  dicho  algo  en  relación  á  la  dictadura,  en  la  América 
»del  Sur,  que  era  su  sueño  dorado,  agregando  que,  en  breve, 
» pisaría  el  territorio  argentino.  El  coronel  Dehesa,  que  lo  es- 
» cuchaba  con  la  cabeza  acalorada,  contestó  que  sus  compatrio- 
í>tas  no  aceptaban  dictadores—respuesiSL  que  irritó  tanto  al  Li- 
»bertador.» 

Alvarado  acompañó  á  Bolívar  en  su  viaje  triunfal  hasta  Po- 
tosí, y  allí  el  Libertador  fué  más  explícito  con  él.  Sigamos  co- 
piando. 

«En  otra  de  sus  visitas,  tomando  aquel  aire  de  notable  fran- 
iqueza  que  parecía  serle  característico,  me  dijo:— General,  ten- 
»go  veintidós  mil  hombres  que  no  sé  en  qué  emplearlos  con  pro- 
»vecho,  y  que  de  manera  alguna  conviene  licenciar  porque  Ue- 
» varían  la  anarquía;  preciso  es  aniquilarlos  en  la  guerra,  y 
»hoy,  cuando  la  República  Argentina  está  amenazada  por  el 
» Brasil,  poder  irresistible  para  ella,  se  me  brinda  la  oportunidad 
»de  realizar  el  pensamiento  glorioso  que  animo  de  ser  dictador 
^dc  la  América  del  Sur,  Ofrezco  á  usted  un  cuerpo  de  seis  mil 
«hombres  para  que  ocupe  la  provincia  de  Salta. 


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CACHIVACHERÍA  585 

»Por  sorprendente  que  fuera  esta  proposición,  me  esforcé  en 
s  reprimir  su  fatal  impresión,  contentándome  con  decirle  que 
♦si  el  gobierno  liberal  y  de  crédito  que  presidía  entonces  la 
3  República  Argentina  fuera  .impotente  para  luchar  con  el  Bra- 
»sil,  y  solicitase  el  concurso  de  las  fuerzas  del  Libertador,  se- 
»rfa  yo  un  soldado  en  sus  filas.» 

«Esta  conferencia  se  prolongó  algunas  horas,  y  me  permi- 
»tí  descender  hasta  á  la  súplica  para  que  el  Libertador  no 
♦deslustrara  su  esplendente  aureola  con  sus  pretensiones  dp 
^dictadura  que  le  enrostraría  la  América  entera.» 

Lo  trascrito  de  las  Memorias  del  general  se  comenta  por  sí 
solo.   El  republicanismo  de  Bolívar  queda  en  transparencia. 

Siento  habcnne  visto  obligado  á  probar  con  documentos,  que 
Bolívar  no  amó  al  Perú  ni  á  los  peruanos,  que  no  amó  más  que 
su  ambición.  Habría  querido  dejar  en  el  goce  de  sus  ilusiones 
y  de  su  entusiasmo  por  el  Gran  Capitán  de  Colombia,  á  los 
que  no  se  han  tomado  el  fatigoso  trabajo  de  escudriñar  el  pa- 
sado. 

No  soy  de  los  que  ciegamente  se  inclinan  ante  el  dios  Éxito. 
Días  más,  días  menos;  con  más  ó  menos  sacrificios;  con  Bolí- 
var ó  sin  Bolívar;  con  los  colombianos  ó  sin  ellos,  la  Indepen- 
dencia del  Perú  era  un  hecho  que  tenía  que  realizarse  de  una 
manera  fatal,  irremediable.  Las  repúblicas  que,  por  solo  la 
circunstancia  de  no  haber  sido  el  centro  del  poder  colonial,  tu- 
vieron la  fortuna  de  independizarse  antes  que  el  Perú,  no  se 
veían  seguras  mientras  la  monarquía  tuviese  un  baluarte  en 
América,  y  por  su  propia  salvación  estaban  interesadas  en  au- 
xiliarnos. El  Perú  fué  agradecido,  y  ha  pagado  con  usura  ser- 
vicios que  perdieron  mucho  de  su  mérito  desde  que  se  nos  echa- 
ron en  cara. 

Con  mi  folleto  sobre  Monteagudo  he  adquirido  la  triste  con* 
vicción  de  que  no  se  puede  escribir,  entre  nosotros,  sobre  His- 
toria contemporánea.  Para  hablar  de  hombres  públicos,  hay 
que  esperar,  como  para  la  canonización  de  los  siervos  de  Dios, 
á  que  transcurra  siquiera  un  siglo.  No  siempre  tiene  uno  la 
fortuna  de  encontrar  adversarios  que,  como  el  señor  Paz-Sol- 
dán, se  respeten  á  sí  propios  y  sepan  respetar  al  escritor,  no 


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58()  RICARDO    PALMA 

sacando  la  polémica  del  campo  de  las  apreciaciones  y  docu- 
mentos históricos.  Yo  creía  que  prestaba  un  servicio  al  país 
con  este  género  de  estudios,  y  veo  que  me  he  equivocado.  He 
tenido  que  ser  blanco  de  las  iras  del  respetable  doctor  Mariáte- 
gui,  la  susceptibilidad  filial  del  señor  Unanue  me  amenazó  con 
un  proceso,  y  á  guisa  de  houqmf  ó  de  paloma  en  los  árboles 
de  fuego,  me  ha  festejado  un  señor  P.  S.  con  los  más  pulcros 
epítetos  que  encontró  en  su  diccionario.  Dejo»  á  este  caballero 
en  libertad  para  continuar  la  tarea,  seguro  de  mi  silencio. 
Lima,  Junio  14  de  1878. 


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cachivachería  587 


JiVil  ORTANTISIMAS  REVELACIONES  HISTÓRICAS 


Ilá  meses  que  recibo,  en  folletos  y  periódicos  del  extranjero, 
impugnaciones  (corteses  las  menos,  insolentes  las  más)  á  los 
conceptos  que  sobre  don  Simón  Bolívar  brotaron  de  mi  pluma. 

La  prensa  del  Ecuador  ha  sido,  para  conmigo,  la  más  viru- 
lenta. El  Heraldo  y  algunos  otros  papeluchos  me  dejaron  como 
para  cogido  con  tenacilla;  y  hasta  don  Juan  León  Mera,  buen 
poeta  y  olímpico  amigo  mío,  me  puso  cual  no  me  pusieran  due- 
ñas. No  le  daré  la  satisfacción  de  contestar  á  sus  declamatorias 
injurias,  que  un  diario  de  Lima  tuvo  la  exquisita  oficiosidad 
de  reproducir.  El  señor  Mera  no  encontró  en  su  arsenal  otras 
armas  para  combatir  mis  opiniones  históricas,  que  imprope- 
rios indignos  de  un  escritor  de  su  talla.  Siento  que  don  Juan 
León  no  hubiera  acudido  á  su  talento,  sino  á  su  bilis.  Perdo- 
nado lo  tengo,  que  á  perdonar  he  aprendido  aun  á  los  malos 
amigos. 

Por  lo  demás,  nunca  me  han  desvelado  las  erupciones  del 
volcán  de  Ambato. 

En  la  prensa  de  Venezuela,  patria  de  Bolívar,  los  señores 
Fausto  Teodoro  de  Aldrey,  director  de  la  Opinión  Nacional  de 
Caracas,  generales  Julio  Calcaño  y  Celestino  Martínez,  poeta 
Domingo  Ramón  Hernández,  el  publicista  cubano  Miguel  Fer- 
nández de  Arcila  y  otros  escritores,  se  lanzaron  al  palenque 
con  más  ó  menos  bríos.  Avisóles,  pues,  recibo  de  sus  artículos, 
á  que  es  muy  probable  dé  más  tarde  respuesta  en  un  librcjo 


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588  RICARDO    PALMA 

que  preparo  en  correspondencia  al  de  Ricardo  Becerra,  que 
recurrir  no  quiero  á  los  periódicos,  para  no  justificar  las  apren- 
siones de  cierto  camarada  que  yo  me  sé,  que  dijo,  sin  que  vi- 
niera á  cuento  el  dicho,  que  cuando  escribo  en  un  diario  lo 
hago  sólo  con  el  deliberado  propósito  de  levantar  polvareda. 

Pero  por  mucho  que  me  hubiera  trazado  el  plan  de  no  volver 
á  borronear  sobre  el  tema  Bolívar,  oblígame  á  quebrantarlo 
y  dar  publicidad  á  estas  líneas  un  folleto  que  acabo  de  recibir 
de  Coloiñbia,  folleto  que  contiene  revelaciones  de  tal  magni- 
tud, que  ellas  bastan  y  sobran  para  poner  término  á  toda  con- 
troversia  histórica   sobre   Monteagudo  y  Sánchez   Carrión. 

El  Gran  General  don  Tomás  Cipriano  de  Mosquera,  tres 
semanas  antes  de  su  fallecimiento,  acaecido  en  Octubre,  ha  dado 
á  luz  en  Popayán,  y  por  la  imprenta  del  Estado,  un  cuaderno 
de  18  páginas  titulado  Bolívar  y  sm  detractores.  Aun  tratándome 
con  la  dureza  que  emplea,  pues  á  roso  y  belloso  me  llama 
calumniador,  hame  el  señor  general  dado  motivo  de  vivísima 
satisfacción;  porque,  gracias  á  quien  levantó  polvareda^  no  se  ha 
ido  el  Gran  general  al  mundo  de  donde  no  se  vuelve,  llevándos/e 
en  la  cartera  un  gran  secreto  histórico. 

Como  no  tengo  noticia  de  que  haya  en  Lima  muchos  ejem- 
plares del  folleto,  fechado  en  Popayán  á  20  de  Septiembre 
de  este  año,  voy  á  copiar  las  importantes  revelaciones  que 
hace  ante  el  mundo  el  ex  presidente  de  la  Unión  Colombiana. 
Que  la  Historia  tome  nota  de  las  siguientes  líneas: 


«Pocos  individuos  pueden  decir  lo  que  yo,  que  como  ayudan- 
te de  campo,  secretario  privado,  secretario  general,  y  último 
jefe  de  Estado  Mayor  de  Bolívar,  soy  depositario  de  muchísimos 
de  sus  secretos. 

Voy  á  correr  el  velo  á  un  secreto,  que  no  he  querido  pu- 
blicar antes  de  ahora,  sobre  el  asesinato  de  Monteagudo  y 
envenenamiento  de  Sánchez  Carrión.  Pero  don  Ricardo  Palma, 
literato  peruano  y  miembro  de  la  Academia  de  Madrid,  calum- 


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cachivachería  589 

niaiido  al  inmortal  Bolívar,  pintándolo  como  un  hombre  \iilgar 
que  aspiraba  á  fundar  un  gobierno  monárquico,  y  atribuyéndole 
esos  hechos  que  tuvieron  lugar  en  el  Perú  y  que  han  sido  co- 
munes con  el  carácter  de  políticos,  me  obliga  á  referir  tristes 
y  lamentables  historias;  porque  tengo  el  deber,  como  contem- 
poráneo de  los  hombres  que  ilustraron  su  nombre  en  la  grande 
epopeya  que  libertó  á  la  América  española,  de  referir  las  cosas 
como  han  pasado  hace  ya  más  de  medio  siglo. 

El  señor  Monteagudo  regresó  al  Perú,  después  de  su  des- 
tierro, y  como  hombre  de  luces  y  talento,  mereció  que  Bolívar 
lo  tratara  como  amigo,  aunque  discrepaban  en  ideas  sobre 
forma  de  gobierno. 

Monteagudo  es  asesinado  una  noche  en  una  calle  de  Lima. 
No  había  sospechas  determinadas  sobre  el  asesino.  El  puñal 
quedó  clavado  en  el  cadáver;  estaba  recién  amolado;  se  llevó 
á  distintas  barberías;  en  una  de  ellas  lo  reconoció  el  amolador. 
y  dijo  el  nombre  del  negro  que  lo  había  llevado.  Fué  aprehen- 
dido y  se  inició  el  juicio.  El  presunto  reo  negaba  todo,  y  le 
ocurrió  al  Libertador  interrogarlo  él  mismo,  y  lo  hizo  llevar 
á  una  sala  de  Palacio  que  estaba  alumbrada  con  una  sola  bujía. 
Interrogando  al  asesino,  exclamó  repentinamente  Bolívar:— Mira, 
en  el  fondo  de  este  salón,  al  alma  de  Monteagudo  que  te  acusa 
de  ser  su  asesino.— El  negro  se  conmovió  y  dijo:— Yo  confieso 
todo,  pero  no  me  maten.— Aquí  le  respondió  el  Libertador:— 
Descúbreme  todo,  y  te  perdono.— Dobló  las  rodillas  el  asesino, 
y  dijo  estas  tremendas  palabras:— El  señor  Sánchez  Carrión 
me  dio  cincuenta  doblones  de  á  cuatro  pesos,  en  oro,  para  que 
matara  á  Monteagudo,  por  enemigo  de  los  ;iegros  y  de  los  pe- 
ruanos. 

El  Libertador  me  decía  al  contarme  esta  escena:— Se  me 
heló  la  sangre  al  oír  el  nombre  de  un  amigo  á  quien  yo  apreciaba 
tanto:  no  quise  que  entonces  se  descubriera  este  s^ecreto,  y 
solamente  se  lo  confié  al  general*** 

El  general***  á  quien  hizo  Bolívar  esta  confianza  era  ínti- 
mo amigo  de  Monteagudo,  y  veía  con  celo  la  amistad  de  Sánchez 
Carrión  con  Bolívar,  y  determinó  vengar  á  Monteagudo,  y  sa- 
car del  medio  al  hombre  por  quien  tenía  Bolívar  tanto  afecto, 
y  que  creía  que  le  menguaba  su  influencia. 


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590  RICARÜO    PALMA 

Sánchez  Carrión,  un  poco  enfermo,  hacía  ejercicio  por  la 
mañana,  y  al  regresar  á  su  casa  tomaba  un  vaso  de  horchata 
que  le  tenía  preparado  su  sirviente.  El  enemigo  de  Sánchez 
Carrión  se  aprovechó  de  esta  circunstancia,  y  cuando  había 
salido  á  hacer  el  paseo,  entró  á  la  casa  de  Sánchez  Carrión 
aquel  general* ♦♦  y  le  dijo  al  sirviente  que  le  trajesje  fuego 
para  encender  un  cigarro,  y  luego  que  se  fué  éste  á  buscar 
el  fuego,  derramó  sobre  la  horchata  los  polvos  que  llevaba  en 
un  papel,  y  se  retiró  después  de  haber  encendido  su  cigarro. 
Regresó  á  su  casa  Sánchez  Carrión,  bebió  la  horchata,  se  en- 
venenó y  murió  á  poco  tiempo  en  Lurín. 

Pasado  algún  tiempK),  una  señora  reveló  á  Bolívar  este  se- 
creto que  ella  había  descubierto. 

Cuando  el  Libertador  me  refirió  esto,  todavía  se  horrorizaba 
de  que  hombres  de  buena  posición  social  hubieran  sido  capaces 
de  semejantes  crímenes,  el  uno  mandando  asesinar  á  Montea- 
gudo,  y  el  otro  envenenando  al  asesino. 

Pero  cuando  Bolívar  me  hizo  estas  confidencias,  todavía  esta- 
ba vivo  el  general***  y  me  recomendó  el  secreto  mientras  él 
existiera,  y  que  no  descubriera  al  que  envenenó  á  Sánchez  Ca- 
rrión sino  en  una  época  remota,  juzgando  que  podría  yo  sobre- 
vivir para  dar  á  conocer  la  historia  de  estos  crímenes,  historia 
que  confió  también  á  otro  de  sus  ayudantes  de  campo  el  general 
Florencio  O'Leary.  Y  ¡quién  creyera!  El  envenenador  de  Sán- 
chez Carrión  fué  también  asesinado  por  un  enemigo  personal 
suyo:— quien  á  cuchillo  mata,  á  cuchillo  muere. 

En  otra  ocasión  descubriré  el  nombre  del  general***.  Bolí- 
var murió  sin  saber  el  fin  trágico  del  envenenador.  ¡Lo  que 
es  el  mundo  I 


Popayán,  20  de  Septiembre  de  1878. 

Tomás  C.  dk  Mosquera. 


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cachivachería  591 


Confieso  que,  al  terminar  esta  lectura,  creí  haber  expcriineu- 
tado  una  alucinación  fantástica  y  dudé  del  testimonio  de  mis 
sentidos;  pero  allí,  sobre  mi  mesa  de  trabajo,  ante  mis  ojos,  en 
claro  tipo  de  imprenta  y  cortadas  las  hojas  por  mi  mano,  estaba 
el  sombrío  folleto.  Releílo,  y  plenamente  convencido  ya  de  qu,e 
en  letras  de  molde  estaban  tan  magnas  revelaciones  y  garantiza- 
das con  la  firma  del  anciano  procer,  doblemente  obligado  á  ser 
veraz,  ya  por  la  fama  de  su  nombre  y  circunspección  que  dan  los 
afíos,  ya  por  estar  pisando  los  umbrales  de  esa  eternidad  que 
quince  días  después  se  abriera  para  él,  díjeme  parodiando  á 
Florentino  Sanz : 

Tiene  el  destino  ironías, 
mi  general,  muy  siniestras... 
por  buscar  las  pruebas  vuestras 
fuisteis  á  encontrar  las  mías. 

Decididamente,  como  dijo  un  poeta: 

II  est  des  morts  qu'il  faut  quon  tue. 

Tócame,  pues,  estar  reconocido  al  general  Mosquera  por  el 
servicio  que,  sin  quererlo  acaso,  me  ha  prestado  con  sus  impor- 
tantes revelaciones.  Estoy  persuadido  de  que  tanto  mi  buen  amigo 
don  Mariano  Felipe  Paz-Soldán  como  el  respetable  doctor  don 
Francisco  Javier  Mariátegui,  convendrán  ya  conmigo  en  que  no 
fué  la  casualidad  el  Deus-cx-machina,  responsable  del  asesinato 
de  Monteagudo. 

Poseo  un  documento,  no  en  copia,  sino  original,  autógrafo, 
de  puño  y  letra  del  secretario  general  de  Bolívar,  del  cual  S(e 
desprende  que  el  Libertador  estaba  convencido  de  que  el  ejecutor 
del  asesinato  de  Monteagudo  le  había  declarado  la  verdad.  He 
aquí  ese  documento  '^que  estoy  pronto  á  mostrar  á  los  que  de  su 


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592  RIC4JtD0    i'ALMA 


autenticidad  dudaren)  que  viene  á  corroborar,   en  gran   parir 
lo  mismo  que  nos  revela  el  señor  Mosquera. 


•Secretaria  Generad.  —Cuartel  General  en  la  Paz,  á  9  de  Septiembre  de 
1825.— A.1  señor  Ministro  de  Estado  en  el  departamento  de  Gobierno.— S.  M. 
— S.  E.  el  Libertador  me  manda  decir  al  Consejo  de  Gobierno  que,  en  virtud 
de  la  resignación  Que  en  él  ha  hecho  de  las  facultades  que  le  concedió  el  So- 
berano Congreso,  queda  revocada  la  orden  que  se  sirvió  dar  S.  E.  para  cono- 
cer en  la  causa  seguida  sobre  el  asesinato  del  coronel  Monteagudo...  Así  que 
el  Consejo  de  Gobierno  puede  disponer  se  juzgue  á  los  reos  por  el  Tribunal 
que  corresponda  según  las  leyes,  y  se  efectúe  la  sentencia  que  éste  pronuncie. 
El  Consejo  de  Gobierno  tendrá  presente  el  ofrecimiento  que  S.  E.  hizo  al  mo- 
reno Candelario  Espinoza,  ejecutor  del  crimen,  de  que  se  le  perdonaría  la 
vida  en  el  caso  de  que  declarase  con  verdad  lo?  cómplices  en  el  hecho.  S,  B. 
cree  que  asi  lo  ha  cumplido,  y  por  tanto  desea  que  su  ofrecimiento  no  quede 
sin  efecto.  Sírvase  U.  S.  ponerlo  en  conocimiento  del  Consejo  de  Gobierno 
para  los  fines  ¡ndicadoá.— Soy  de  U.  S.  muy  atento  obediente  servidor.— i*. 
5.  Estenos, 

Lima,  Octubre  25  de  1825. —Saqúese  copia  certificada  de  esta  nota;  y,  agre- 
gándose á  los  autos  seguidos  sobre  el  asesinato  del  coronel  D.  Bernardo  Mon- 
leagudo,  tráigase.— Tres  rúbricas  de  los  señores  Unanue,  Salasar  y  Larrea^ 
Loredo. 

El  mismo  señor  Mosquera,  poseedor  de  grandes  secretos,  con- 
firma también  mi  aseveración  de  que  Sánchez  Cardón  fué  enve- 
nenado; pero  por  mucho  que  dore  el  relato  para  exculpar  á 
Bolívar,  no  queda  el  Libertador  limpio  de  pecado.  Después  de 
leer  aquello  de  la  confidencia  hecha  al  general***  íntimo  amigo 
de  Monteagudo,  mírese  por  donde  se  mirare,  siempre,  por  lo 
menos,  resultará  Bolívar  encubridor  de  un  crimen,  que  cómpli- 
ce es  quien  pudiendo  y  debiendo  castigar  al  delincuente,  tran- 
sige con   él. 

El  escritor  no  lo  dice;  pero  la  revelación  del  crimen  la  tuvo 
Bolívar  antes  de  Í828,  en  Lima,  cuando  el  Libertador  estaba 
en  el  cénit  de  la  omnipotencia.  ¿Por  qué  transigió?  Seamos 
francos.  Porque  para  el  buen  éxito  de  los  planes  de  vitalicia^ 
era  necesario  pasar  sobre  el  cadáver  de  Sánchez  Carrión,  el 
tribuno  republicano,  capaz  de  organizar  y  dar  vigor  al  peque- 
ño partido  resistente. 

De  lo  que  apunta  el  apologista  se  saca  en  limpio,  que  Bo- 
lívar no  fué  actor  en  el  hecho  material  de  propinar  el  veneno; 


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(  ACmVA(  HERÍA  593 

pero  encubrió  el  delito.  Por  lo  demás,  los  distingos  del  gene- 
ral son  un  tanto  casuísticos. 

Aunque  el  señor  Mosquera  calla  el  nombre  del  general***, 
da  señales  suficientes  para  que  creamos  no  incurrir  en  equivo- 
cación al  designarlo.  Este  general  era  don  Tomás  Ileres,  minis- 
tro de  la  Guerra  tan  luego  como  Sánchez  Carrión  cayó  enfer- 
mo, y  asesinado  en  Angostura,  hoy  Ciudad-Bolívar,  allá  por 
los  años  de  1840,  poco  más  ó  menos.  Heres  había  sido  secreta- 
rio de  Bolívar,  en  diversas  épocas,  y  el  hombre  de  íntima  con- 
fianza para  el  Libertador. 

Kl  general  Mosquera  ha  hecho,  como  la  Providencia,  con 
pautas  torcidas  renglones  derechos.  Kl  prestigio  de  su  pluma  y 
nombre,  más  que  en  defensa  de  su  ídolo,  se  ha  empleado,  por 
esta  vez,  en  obsequio  mío.  ¡¡¡Y  sin  embargo,  me  llama  calum- 
niador, á  la  vez  que  se  encarga  de  probar  que  no  he  calumniado 
ni  mentidoIII  Por  Dios,  que  no  entiendo  la  contradicción. 

Concluye  el  autor  del  folleto  Bolívar  y  sus  detractores  de- 
fendiendo al  Libertador  de  los  cargos  de  ambicioso  y  absolu- 
tista; refuta  ligeramente  dos  párrafos  de  la  obra  del  señor  Paz- 
Soldán;  da  pormenores  sobre  la  entrevista  de  Guayaquil,  á  la 
que  dice  que  se  halló  presente  en  su  calidad  de  secretario  (1> 
reproduce  copia  de  las  instrucciones  dadas  por  San  Martín 
á  García  del  Río  y  Paroissien  para,  que  buscasen  un  príncipe 
europeo  que  nos  hiciera  la  merced  de  venir  á  gobernarnos, 
documento  cuya  autenticidad  puso  en  duda  alguno  de  los  que 
en  Lima  me  refutaron);  y  termina  con  un  paralelo  entre  Bolí- 
var, Washington  y  Bonaparte.  Puntos  son  estos  de  que  ya 
en  otros  escritos  me  he  ocupado  y  que  dan  campo  para  vastas 
apreciaciones   de    que   por   ahora    prescindo. 

En  resumen,  las  revelaciones  del  Gran  General  han  venido 
á  darme  derecho  para  gritar:— ¡victoria  en  toda  la  línea!— Di- 
firiendo en  ligeros  detalles,  estamos  de  acuerdo  en  los  puntos 
culminantes:  el  asesinato  político  de  Monteagudo  y  el  envenena- 
miento,   también   político,   de   Sánchez    Carrión. 

(I)    No  es  cierto.  El  Gen 3ral  Mo4querA  tuvo  tfiem ore  en  Colombia  reputación  de  aficionado  á 
darse  bombo.  Todos  los  historiadore:*  están  de  acuerdo  en  que  no  hubo  t'^siigo  alguno  en  la  non 
ferencid  de  los  dos  proceres.  Además  Bolívar  no  habría  incurrido  en  esa  falta  de  atención  social 
para  con  San  Martín,  autorizando  la  presencia  de  un  simple  teniente-coronel,  que  era  la  clase  que 
investía  entonces  Mosquera. 

38 


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594  RICARDO    PALMA 

No  concluiré  sin  consignar  que  en  el  extranjero  ha  habido 
plumas  que,  en  esta  polémica,  se  han  puesto  de  mi  lado.  Entre 
otros,  un  aventajado  escritor  venezolano,  don  José  Félix  Soto, 
ha  tenido  la  audacia  (que  lo  es,  y  grande)  de  no  pagar  tributo 
á  la  moda  de  divinizar  á  Bolívar,  sin  haberse  antes  tomado 
el  trabajo  de  estudiarlo.  ¡Es  tan  fácil  y  tan  cómodo  repetir  de 
coro  apologías  escritas  por  otros!  La  tarea  se  la  encuentra 
uno  hecha  sin  quemarse  las  pestañas  estudiando.  Agregúense 
al  juicio  ajeno  cuatro  frases  campanudas  y  de  relumbrón,  y 
con  eso  habrá  bastante  para  que  los  peruanos  coloquemos  á 
Bolívar  al  lado  derecho  del  Eterno  Padre.  No  todos  tienen  el 
coraje  de  don  Modesto  Basadre  para  escribir  las  verdades  an- 
tibolivaristas  que  contiene  su  artículo  Constitución  vitaliHfi  publi- 
cado en  la  Tribuna  del  30  de  Octubre.  Tratándose  de  Bolívar, 
veo  que  el  señor  Basadre  y  yo  somos  del  número  de  los  que 
buscan  la  verdad  histórica  contra  la  corriente,  es  decir,  aguas 
arriba. 

Lima,   Noviembre   5   de    1878. 


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CACIIIVACHEltlA  r>ü"j 


VI 
A  Simón  Camacho  Bolívar 


Señor  don  Simón  Camacho  Bolívar. 

Estás  en  tu  derecho,  y  lo  que  es  más,  llenas  un  deber. 

Desgraciadamente,  en  esta  polémica,  tus  sentimientos  de  fa- 
milia y  tu  clara  inteligencia  se  estrellan  ante  la  lógica  inflexible 
de  los  hechos.  Tu  hábil  y  lujosa  pluma  hace  lo  que  llamamos 
un  tour  de  forcé  para  refutar  documento  de  suyo  irrefutable. 

No  te  quedaba  otro  camino  que  llamar  chismes  de  comadres 
al  relato  del  general  Mosquera.  En  ese  terreno  esperaba  á 
los  bolivaristas,  es  su  postrer  atrincheramiento.  Sé  también 
que  no  faltará  quien  acuse  de  mentiroso  al  difunto  procer  co- 
lombiano, reputación  que  de  antiguo  se  tuvo  conquistada. 

Después  de  las  revelaciones  de  Mosquera,  me  toca  á  mí 
callar,  dejando  el  fallo  al  cuidado  de  la  Historia  imparcial  y 
para  cuando  ésta  se  escriba,  lo  que  sucederá  el  día  que  desapa- 
rezca la  generación  actora  en  la  lucha  de  Independencia.  Pero 
Dios  me  libre  de  sentar  plaza  de  descortés  contigo,  á  quien 
mucho  estimo,  dejándote  sin  respuesta.  Además,  tú  no  insultas 
y  contigo  se  puede  discutir  sin  desdoro. 

Razonemos  ahora: 

Monteagudo  fué  arrojado  del  Perú  por  un  indignation  meeting^ 
como  es  de  moda  decir.  Sus  adversarios,  temiéndolo  todo  de 
aquel  gran  hombre  de  Estado,  no  quedaron  satisfechos  con 
el  destierro,  sino  que,  meses  más  tarde,  lo  colocaron  fuera  de 
la  ley,  dejando  su  vida  á  merced  de  quien  quisiera  quitársela 
si  tenía  la  imprudencia  de  volver  á  pisar  tierra  peruana. 


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59G  BIGARDO    PALMA 

Tal  severidad  estaba  en  el  orden  de  las  cosas  y  de  la  época. 
Todos,  en  América,  teníamos  mucho  de  los  revolucionarios  te- 
rroristas de  la  Francia. 

Bolívar,  que  ambicionaba  la  monarquía  sin  la  palabra  mo- 
narca, esto  es,  la  vitalicia;  Bolívar,  que,  según  una  feliz  expre- 
sión del  doctor  Mariátegui,  hablaba  como  Washington  y  pro- 
cedía como  Atila,  vio  un  útil  auxiliar  en  Monteagudo  y  lo  trajo 
del  destierro,  sin  cuidarse  de  hacer  derogar  antes  la  ley  quje 
perpetuamente  lo  alejaba  del  país.  ¿Ni  para  qué  necesitaba 
el  omnipotente  Libertador  de  esa  derogatoria?  El  solo  hecho 
de  exhibirse  en  público,  al  lado  del  ex  ministi'o,  equivalía  á 
decir:  peruanos,  la  ley  de  vujestro  Congreso  es  papel  mojado: 
quien  ofenda  á  Monteagudo  me  ofende  á  mí.  Respetadlo,  por- 
que yo  lo  amparo. 

Monteagudo  era  hombre  de  gran  carácter,  entusiasta  por 
sus  ideas  y  de  una  energía  á  toda  prueba.  El  solo  hecho  de 
regresar  á  Lima  lo  demuestra.  Más  que  en  San  Martín,  vio 
su  hombre  en  Bolívar.  ¿Con  qué  propósito  podía  venir?  Con 
el  de  vencer  ó  sacrificarse.  Los  demócratas,  la  chusma,  una 
poblada,  lo  lanzaron  del  ministerio  y  del  país.  El  volvía,  pues, 
á  la  brecha  y  decidido  á  vengarse.  • 

La  lucha  se  inició,  y  la  tumba  abrióse  para   Monteagudo. 

Bolívar  desplega  entonces  gran  actividad  y  energía  para  des- 
cubrir al  delincuente.  Hace  el  Libertador  llevar  á  Palacio  al 
asesino,  lo  interroga,  influye  sobre  su  debilitada  imaginación, 
y  el  reo  revela  el  nombre  de  aquel  que  armara  su  brazo. 

Bolívar  se  sorprende  al  ver  acusado  á  uno  de  sus  ministros; 
se  convence  de  que  el  reo  no  le  mienüe,  vislumbra  todo  un  plan 
político,  hostil  para  sus  miras  y  persona,  y  escogita  una  resolu- 
ción. ¿Dará  el  escándalo  de  proceder  públicamente  contra  su 
ministro?— No;  más  llano  es  hacer  la  confidencia  al  general 
lleres. 

i  Qué  oficiosidad  tan  portentosa!  El  único  hombre  á  quien 
Bolívar  hace  la  confidencia,  toma  ésta  tan  á  pechos,  que  va 
y  envenena  á  Sánchez  Carrión! 

Anudemos   hilos   sueltos. 

Monteagudo  fué  asesinado  el  28  de  Enero:  la  entrevista  de 
Bolívar  con  el  asesino  se  efectuó  entre  el  3  de  Enero  y  10  de 


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cachivachería  597 

Febrero:  hasta  el  8  ó  10  concurrió  él  ministro  á  sus  labores  y 
estuvo  despachando  con  Bolívar,  sin  que  éste  se  diera  por  enten- 
dido con  él  de  lo  que  ya  sabía;  el  25  de  Febrero  estaba  ya 
Sánchez-Carrión  imposibilitado  por  el  veneno  y  elevaba  su  re- 
nuncia, el  26,  el  envenenador,  en  su  carácter  de  secretario 
de  Bolívar,  suscribía  un  lacónico  oficio  eií  nombre  de  S.  E.  avi- 
sando al  dimisionario  que  su  renuncia  estaba  aceptada:  un 
mes  después,  teniendo  el  Libertador  que  emprender  su  paseo 
triunfal  hasta  Potosí,  organiza  un  Consejo  de  Gobierno,  y  en- 
tre los  tres  ministros  que  lo  componen,  nombra  para  una  de 
las  carteras  precisamente  al  envenenador  de  Sánchez-Carrión. 

Yo  no  acuso,  mi  querido  Simón:  son  los  documentos  oficia- 
les los  que  acusan.  Registra  la  Gaceta  oficial  del  año  25,  y  en- 
contrarás comprobadas  las  fechas  que  designo. 

Kl  general  Mosquera,  exculpando  á  Bolívar,  dice  que  llegó 
á  saber  el  envenenamiento  por  denuncia  que  le  hizo  una  se- 
ñora. Quiero  creerlo.  Resuelva  todo  criterio  imparcial  si  esto 
salva  al  Libertador.  ¿Y  por  qué  encubrió  al  delincuente?  ¿Por 
qué  no  lo  castigó? 

Me  acusas  de  ligereza  porque  designo  á  Heres  como  el  pro- 
pinador  del  veneno.  Perdóname.— Mosquera  calla  el  nombre; 
pero  pone  los  puntos  sobre  las  íes,  dando  señas  tales,  que  á 
obscuras,  un  ciego  acertaría.  Por  poco  entendido  que  yo  sea 
en  historia  americana,  creo  haber  descifrado  la  facilísima  cha- 
rada. Refresca  tu  memoria  y  excusa  la  petulancia.  Allá  por  los 
años  de  1840  á  1841,  era  autoridad  superior  en  Santo  Tomás 
de  Angostura  el  general  Heres,  quien  parece  que,  en  un  ruidoso 
pleito  sobre  una  herencia,  influía  á  favor  dé  uno  de  los  liti- 
gantes. El  perjudicado  armó  dos  asesinos  que  penetraron  en  el 
cuarto  de  Heres  y  le  dieron  muerte. 

Pueril  quisquilla  me  buscas  sobre  la  exactitud  de  tal  de- 
talle, como  si  de  ima  nimia  inexactitud  pudiera  resultar  destruí- 
do  el  hecho  culminante. 

Pude  decir  que  Carrión  fué  envenenado  en  la  Magdalena  y 
en  un  almuerzo,  y  resultar  que  por  el  testimonio  de  Mosquera 
aparezca  que  lo  fué  en  Lima  y  en  una  tisana.  Así  sean  todas  las 
calumnias  que  yo  invente.  En  soconuzco  ó  en  horchata,  en 
Lima  ó  en  la  Magdalena,  día  antes  ó  día  después,  son   deta- 


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598  RICARDO    PALMA 

Has  en  los  que  nunca  hice  hincapié.  Algo  más,  en  mi  follieto 
nada  afirmaba.  Dije  sencillamente  cuál  fué  la  creencia  popular 
por  entonces,  creencia  que  debió  ser  muy  generalizada  cuando 
el  Gobierno  se  vio  obligado,  para  combatirla,  á  disponer  la 
autopsia  del  cadáver.  Basta  que  el  general  Mosquera  diga  hoy 
que  fué  real  el  envenenamiento. 

A  lo  más,  juzgando  caritativamente,  y  en  obsequio  á  ti,  pen- 
saré que  el  Libertador  encontró  en  el  general  Heres  un  amigo 
tan  oficioso  que,  para  salvar  á  su  excelencia  de  atrenzos,  se 
encargó,  por  sí  y  ante  sí,  de  administrar  un  tósigo  al  hom- 
bre que,  sin  disputa,  habría  ser\ido  de  serio  obstáculo  para 
el  desarrollo  de  los  planes  de  vitalicia. 

¡  Las  oficiosidades  de  los  amigos  suelen  ser  fatales !  Vé  lo  que 
pasa  con  el  general  Mosquera.  De  puro  oficioso,  ha  descorrido 
el  telón  y  removido  el  avispero. 

Ahora  te  revelaré  el  motivo  que  tuve  para  escribir  mi  folleto. 
Por  amor  á  la  verdad  histórica  no  podía  yo  consentir  en  que 
el  análisis  que  el  señor  Paz-Soldán  hizo  del  proceso  de  Mon- 
teagudo,  pasase  á  la  posteridad  sin  que  pluma  alguna  se  ocupase 
en  probar  que  no  fué  tal  crimen,  fruto  exclusivo  de  la  casua- 
lidad, como  él  tan  obstinadamente  ha  sostenido.  El  estudio  de 
ese  proceso  tenía  que  llevarse  un  poco  lejos  forzándome  á  poner 
en  transparencia  muchos  nombres. 

Pongo  punto,  mi  buen  Simón.  Después  de  las  revelaciones 
del  Gran  General,  tócame  guardar  la  pluma.  En  la  prensa  de 
Caracas,  un  descendiente  de  Piar  y  otros  me  están  ahorrando 
el  trabaja  de  defender  mi  folleto. 
Siempre  tu  amigo, 

Lima,  7  de  Noviembre  de   1878. 


FIN 


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ÍNDICE 


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4 
1 


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«|^W»V«««*W««««««W«W««««i>¥««ntf«»««W#«««l|lt»««W»««*« 


MIS  ULTIMAS  TRADICIONES 


Editorial 5 

Ricardo  Palma ^ 

Literatura  peruana 13 

El  tradicionista  Ricardo  Palma 19 

Un  juicio  crítico.— Un  libro  americano 29 

Tradicionbs  y  artículos  históricos 39 

•Croniquillas  de  mí  abuela.— Á  mi  hija  Reiií^ 41 

La  olla  del  Padre  Panchito 42 

El  traquido  de  la  Capitana 44 

La  capa  de  San  José..                   51 

Juez  y  enamoradizo 53 

El  abad  de  Lunahuaná 55 

Los  siete  pelos  del  diablo.  Cuento  tradicional.-  Á  Olivo  Chiarella.  59 

La  astrología  en  el  Perú ^5 

El  por  qué  fray  Martin  de  los  Porrea  no  hace  ya  milsíafros.— Á 

Carlos  Rey  de  Castro,  en  el  Paraguay 69 

Lluvia  de  cuernos 73 

Una  causa  por  perjurio "7 

Historiado  una  excomunión.— Al  doctor   Dickson   Hunler,   en 

Arequipa "9 

Los  milagros  del  padre  Racimo í^5 

Las  barbas  de  Capistrano.      ...             89 

¡ilVifaelpuní! 93 

El  marqués  de  la  Bula 97 

Una  colegíalada. . 105 


1 


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índice 


Pégin—. 

La  Nariz  de  camello 111 

¿Quién  fué  Gregorio  Lópezl— (Cuestión  histórica) 117 

Excomunión  contra  excomunión 122 

Getbsemani.— En  el  álbum  de  la  i^eñora  Laura  de  Santa  Cruz.  125 

Prudencia  episcopal..  129 

Dicharacho  de  un  virrey líH 

El  Corpus  Triste  de  I8i2 133 

Asunto  concluido 137 

Una  moda  que  no  cundió 141 

El  Gran  poder  de  Dios 145 

¿Cara  ó  sello! 149 

Montalván 155 

El  padre  Pata 159 

La  vieja  de  Bjllvar 162 

Las  tres  etcéceras  del  Libertador 1B5 

La  caria  de  la  Libertadora 171 

La  última  frase  de  Bolívar 177 

Coronguinos 179 

El  padre  Oroz 183 

Sistema  decimal  entre  los  antiguos  peruanos 1 87 

De  gallo  agallo.— Historia  de  dos  improvisaciones 191 

•  Dos  cuentos  populares 197 

María  Abascal.— (Reminiscencias.).  . 203 

•    La  monjíta  de  Ayacucho 213 

Los  repulgos  de  San  Benito 217 

San  Antonio  del  Fondo 221 

¿Quién  toca  el  harpa?  Juan  Pérez. — (Origen  de  este  refrán). .  225 

Un  santo  varón. — Á  Luis  Berisso,  en  Buenos  Aires 229 

Las  mentiras  de  Lerzundi 23^ 

El  desafio  del  mariscal  Castilla.— (Reminiscencia  histórica)..  2)9 

Don  por  lo  mismo. —Á  Cesar  Gondra,  en  el  Paraguay.    .  244 

Minucias  históricas 247 

x.a  cajetilla  de  cigarros.— (Episodio  de  la  guerra  del  Pacífico).    .  255 

Títulos  de  Castilla 261 

SiLUBTAS. -Hernando  de  Soto 273, 

Pedro  de  Candía 275 

Alonso  de  Toro 280 

Francisco  de  Almendras 281 

Diego  Centeno 282 

Pedro  Puelles 283 

Hernando  Machicao 284 

Martín  de  Robles 287 


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índice 


603 


Páirinaa. 

Lope  de  Aguirre  el  traidor 291 

Las  poetisas  anónimas 297 

SoBRB  BL  Quijote  bn  América. ~Á  don  Miguel  de  Unamuno.-Mi 

nucías  bibliográfícas 305 

El  primer  ejemplar  del  Quijote 307 

Otro  ejemplar  curioso  del  Qdijote 310 

Ediciones  del  Quijote  en  América 3l1 

Noticia  final 312 

Vítores.— Cuadro  tradicional  de  costumbres  Limeñas.—Al  señor 

General  D.  Manuel  de  Mendiburu 313 

Tauromaquia.— (Apuntes  para  la  historia  del  toreo) 325 

El  toro  maestro 334 

Gallistica.— Apuntes  sobre  la  lidia  de  gallos 341 

El  poeta  de  la  Ribera  don  Juan  del  Valle  y  Caviedes.  353 

CACRIVACHERtA 

Parrafíto  proemial 361 

pRiMBRA  Paktb.— El  coronel  Fray  Bruno 363 

El  primer  Gran  Mariscal 3H9 

Las  cortinas.— (Costumbres) 375 

De  cómo  desban qué  á  un  rival. 379 

Los  versos  de  cabo  roto.— (Tradición  española) 387 

Algo  de  crónica  judicial  española.— Á  Manuel  N.  Arizaga.  .  391 

Causa  contra  Antonio  Rodríguez  por  un  carbúnculo.  391 

Entre  si  juro  ó  no  juro 395 

Manumisión 403 

Justicia  y  escuelas 411 

Fruslerías 415 

SBGUNf>A  Partb.— Cartas  literarias.— Á  José  Antonio  de  La  val  le.  419 

Alberto  Navarro  Viola. — (Carta  á  su  hermano  Enrique).  A2Z 

Á  Juan  Zorrilla  de  San  Martin 428 

A  Marietta  de  Veintemilla 432 

Á  José  Santos  Chocano 434 

A  Julio  J.  Sandoval 438 

Á  Rafael  Altamíra 140 

A  Julio  Hernández 443 

A  Pastor  S.  Obligado 445 

Ttf robra  Partb.— Parrafadas  de  Crítica.  — Dos  libros  de  versos.  .  451 

Algo  sobre  una  ley  de  Instrucción 455 

Las  revolucione.s  de  Arequipa 458 

Diccionario  histórico 460 


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61)4  ÍNDICE 


Páginas. 

Ollantay 462 

Copias  del  natural 466 

Tradiciones  del  Cuzco 470 

La  guerra  separatista  del  Perú 473 

Borrasca  en  un  vaso  de  agua 481 

Recuerdos  de  Francisco  B.  O*  Connor,  Coronel  de  los  ejércitos 
de  Colombia,  General  de  brigada  de  Io«  del  Perú,  y  General 

de  división  de  los  de  Solivia., 487 

El  nuevo  libro  del  general  Mitre 491 

Refutación  á  un  texto  de  historia 501 

Gramatiqueria.~Á  un  corrector  de  pruebas 523 

Charla  de  viejo 525 

Sobre  el  himno  del  Perú 531 

Más  sobre  el  himno  nacional 537 

Cuarta  Partb.— Bolívar.  Monteagudo  y  Sánchez  Carrión.— (Es- 
tudio histórico) 541 

La  polémica 562 

Respuesta  á  una  critica. 565 

Respuesta  al  señor  Mariátegui 571 

Respuesta  al  señor  Paz-Soldán 575 

Importantísimas  revelaciones  históricas ft87 

Á  Simón  Camacho  Bolívar 5^ 


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IMPORTANTÍSIMO 


LA  MUJER,  MEDICO  DEL  HOGAR 

POR  LA  EMINENTE  DOCTORA 

ANA  FiSCHER-DÜCKELMANN 


Es  la  obra  más  importante  y  más  útil  de  cuantas  se  han  publicado  hasta 
el  día.  Resulta  imprescindible  para  toda  mujer,  amante  de  la  familia,  que 
desee  criar  hijos  sanos  y  robustos.  Habla  extensamente  de  los  cuidados  que 
requiere  la  salud  y  de  los  indispensables  para  que  la  mujer  pueda  conservar 
largo  tiempo  la  juventud  y  la  belleza.  Contiene  instrucciones  provechosísi- 
mas para  el  período  del  embarazo  y  los  momentos  críticos  del  parto.  Da  sa- 
ludables consejos  á  los  que  deseen  ardientemente  tener  hijos  para  que  pue- 
dan conseguirlos,  y  enseña  delicadamente  los  medios  de  no  llenarse  de  ellos 
hasta  el  punto  de  hacer  imposible  la  vida.— Con 

^  LA  MUJER,  MÉDICO  DEL  HOGAR  ^ 

puede  prevenirse  toda  clase  de  enfermedades  y  cpidar.<$e  convenientemente 
á  los  enfermos.  Con  tanta  sencillez  como  maestría  instruye  en  las  cuestiones 
más  arduas  de  la  vida,  y  su  mérito  y  utilidad  hacen  que  sea  considerada  en 
el  extranjero  como 

->  EL  LIBRO  DE  ORO  DE  LA  MUJER  -t- 

En  Alemania,  donde  se  han  vendido  ya  más  de  200000  ejemplares,  tienen 
este  libro  como  indispensable  prenda  en  el  ajuar  de  toda  mujer,  y  resulta  el 
más  preciado  regalo  de  boda  que  puede  hacerse  á  una  señorita. 

Hace  tiempo  venía  sintiéndose  la  necesidad  de  un  buen  libro  hecho  por 
una  mujer  para  la  mujer,  y  la  doctora  Ana  Fischer-Dückelmann.  sapienii- 
sima  médica,  ha  llenado  este  vacío. 

♦>-LA  MUJER,  MÉDICO  DEL  HOGAR  -^ 

forma  un  grandioso  tomo  de  850  páginas  con  448  grabados  en  negro  y  2^ 
preciosas  láminas  en  color;  e^tá  impreso  en  magnifico  papel  y  ha  sido  pre- 
miado con  la 


GRAN  MEDALLA  DE  ORO 


en  la  Exposición  de  Leipzig,  alcanzando  tan  alta  distinción  entre  muchas 
obras  de  reconocido  mérito. 


--» 


Bnonademado  en  tela  oon  plancha  en  colores:  30  pesetas 
♦ 

Hay  ejemplares  encuadernados  en  rica  pasta  española  al  mismo  precio. 
Esta  admirable  obra  va  convenientemente  encerrada  en  un  estuche. 


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